La boca de la pistola estaba comenzando a incomodarle, más aún que la fulminante mirada de esa maldita chica a la que deseaba haber matado cuando tuvo la oportunidad. No solo le estaba apuntando a él, sino también al hombre que lo había torturado durante una semana entera. Por su culpa había visto a casi un centenar de personas morir, una tras una, de las formas más crueles. Y todo para que él pudiera vivir... o eso creyó hasta que la chica a la que acababa de ganar limpiamente en ese último maldito juego, sacó dos armas de Dios sabía dónde.

La chica hablaba. No con él, sino con su secuestrador. Le hablaba de ella, de la organización de la que venía, e incluso de él. Aquella extraña persona parecía conocerle a la perfección, y oírla contar con pelos y señales el aterrador pasado de su torturador estaba revolviendo su estómago. A pesar de que el joven no comprendía gran parte de la conversación se había quedado con las palabras clave, y su saturada mente que llevaba siete días sin descanso trabajando por sobrevivir, hizo un último esfuerzo por atar los cabos sueltos que andaban en su cabeza.

Tras asimilarlo todo, en medio del caos de la escena, descubrió una terrible verdad que preferiría no haber conocido jamás. Su secuestrador y la horrible organización dedicada a torturar personas en juegos macabros no eran los villanos de la historia, sino las víctimas de algo mayor que ahora iba a por ellos.

Una organización llamada Apeiro.

Sus pensamientos fueron interrumpidos por un tono diferente en las palabras de la joven. Apretó el arma contra su nuca como gesto para que pusiese el oído en ella.

—Tienes tres opciones: te llevo a Apeiro y te vuelves el enemigo de Enigma, te quedas con Enigma y te vuelves el de Apeiro... o te mato aquí mismo.