27 Tiempo
» 03 de noviembre, 2XX8
Camila
No puedo decir que quien haya trabajado en esto antes haya dejado las cosas en orden. Lee y yo hemos tenido que recuperar los archivos de todas partes. Ella es la única que está totalmente de acuerdo con mi decisión, después de que la entendió al menos. Valentina y Tirso... ninguno de los dos es muy partidario de que siga usando tecnología para resolver nuestros problemas.
No importa. Esto es algo que tengo que hacer.
—Volvieron a abrir las tiendas del parque —dice Lee, que llega con algo de comer para ambas—, y Tirso dice que recojas el móvil del bebé porque ya está listo.
Tina. Su secreto resultó ser la única noticia sobre vida en medio del apocalipsis. Es un milagro que mi sobrino haya sobrevivido todo eso. Supongo que pasaban tantas cosas que no me di cuenta de los cambios. Valentina tampoco habló de ellos, fue Tirso quien los notó. Siempre quisieron hijos, estaban intentando cuando esto empezó. Deberían haber tenido eso. Pero Fran sigue en algún lugar perdido dentro de una base de datos que cada día es más corta.
No solo quiero arreglar las muertes.
—¿Qué día es hoy? —pregunto levantando la vista de la microsoldadura.
—Relájate, aún es tres de noviembre . Falta una semana. —Lee se sienta al lado mío y revisa las piezas que ya tengo, es de las cosas en las que si puede ayudarme—. De todos modos, deberías tomarte unos días y estar en casa. Casi no has parado desde junio.
Desde que Damon murió quiere decir. Me cuesta demasiado estar en todas partes porque todo trae memorias de él y ya nada me hace acuerdo a él. Suspiro y bebo un sorbo del café que Lee dejó a mi lado. Es pésima idea comer en un laboratorio, pero me da igual. Incluso estar con las personas que quiero es difícil, menos cada vez, pero es difícil. Cuando trabajo no tengo que sentir ni pensar; puedo fingir que esto tiene solución.
—Estoy cerca —me excuso.
En el laboratorio suelo llevar el cabello recogido y le he enseñado a Lee a hacer lo mismo. Ahora que es otoño ella lleva una chaqueta de aviador y yo el suéter de siempre, uno de los de Damon. El jardín está igual de desordenado y más aún con las hojas caídas, pero no he salido a caminar.
¿Es ridículo?, que después de cuatro meses no pueda escuchar sus canciones porque duele demasiado, ni participar en las conversaciones que tratan sobre él porque las palabras todas fallan.
Valentina dice que tengo que dejar ir. Tal vez habla de ella misma y de Fran y de mi sobrino. Tal vez tiene razón, pero no sé por dónde empezar a recoger los pedazos. Miro los dibujos de Day una y otra vez para recordar lo que ha pasado. No me atrevo a ver sus memorias, no hasta que sepa seguro que no me lo puede decir él.
¿Sabía que iba a morir? ¿Me mintió?
—Cami —Lee me pone las manos en los hombros para traerme a la realidad—, estás disociando.
—Perdón. —Sacudo la cabeza y bebo otro sorbo—. ¿Cómo está la ciudad?
Hace más o menos tres días que no salgo de aquí. Las cosas despiertan poco a poco y temo que vuelvan a la normalidad en vez de ser mejores. Day siempre dijo que todo va demasiado rápido, y ahora más que nunca necesito que todo se detenga un momento.
—Eh, hay más personas. Están limpiando y hay muchas brigadas médicas. Tina dice que las cosas van a estar raras al menos por un año —empieza Lee dando vueltas al chocolate dentro del vaso de cartón, recuerdo cuando eran de espuma y plástico, prefiero este tipo de cartón, sabe mejor—. Hay muchos anuncios de gente perdida pero ya hay más zonas con agua y luz. Aún no hay escuelas. La verdad no sé si regresaría; aprendo más contigo.
Lee me entrega algunas de las piezas. En cuatro meses la he visto convertirse en el adulto que no tenía que ser. Los colores vibrantes ahora son opacos. Veo en ella la sombra de sus hermanos y el peso de perderlos. La sonrisa de Mat, las expresiones de Day.
—¿No quieres estar con los chicos de tu edad?
—¿Para qué? —murmura de malas. Respira y se encoge de hombros—. Tal vez.
Ya no vamos mucho al parque. Hay familias, hay juegos y cosas que se sienten demasiado lejanas. Debería poder unirme a ellas; no es como si hubiese perdido la habilidad de reír, perdí una más importante.
A veces creo que puedo llorar, pero descubro que mis lágrimas se secaron en un desierto.
—Ya hablaremos de eso. Si esto no sirve tú y yo vamos a tener que hacer algunos cambios. —Repito las palabras de mi hermana.
Tomo las partes para ensamblarlas al resto del equipo. Solo un viaje. Solo una persona.
Si viajo no quiero que Lee conserve las memorias de lo que pasó. Soy yo la que necesita grabarse en el ADN sus errores.
—¿Tina ya decidió el nombre de mi sobrino? —Trato de aligerar la conversación.
Miro a través del microscopio las partes que se unen en un aro, un brazalete con tantos componentes que equivocarse sería tener que empezar de cero. He empezado de cero diecisiete veces.
—Tirso sigue diciendo que le ponga Luka. Tina dice que Martín y yo digo que me gusta Oliver. —Lee me entrega las piezas de acuerdo con un esquema adaptado del que hizo el primer dueño del proyecto.
Crearlas era la parte difícil. Puentes cuánticos capaces de transportar un humano a las coordenadas correctas de tiempo y espacio. La posición exacta de la Tierra respecto al universo, el tiempo de apertura del portal. No tocar ningún plano más es la parte más difícil. Si destruyo el universo, al menos no voy a saberlo.
—¿Oliver? Suena antiguo —bromeo.
—A mí me gusta.
Empujo los lentes hacia arriba con mi muñeca. En mis manos tengo un aparato cuya estética no es importante: un brazalete de metal variado y cables abiertos. Un aislante recubre la parte que se pega a mi muñeca, dos largos cables lo comentan al programa que se debe cargar en los circuitos integrados.
Un físico hizo todos los cálculos de las dimensiones que tengo que atravesar. Yo me encargue de hacerlo posible.
—¿Y si no sirve? —insiste Lee antes de que presione el botón.
—No es como si me fuera a succionar al vacío —digo con media sonrisa que aún sabe a lluvia.
—No puedes estar segura.
—De esa parte si lo estoy. Hice algunas pruebas fuera de mi cuerpo. —Inserto los códigos de comando en el computador y las coordenadas que me tomó un mes sacar de las ecuaciones usando más de diez programas para matrices de tamaños irreales—. Lo peor que puede pasar es que me queme la mano cuando esto explote y eso ya ha pasado siete veces.
Lee retrocede un paso y asiente. Si todo sale bien, si esto en verdad es posible, si se algo sirve mi inteligencia, nadie va a recordar mis proezas, mis creaciones, mis muñecos.
Presiono la última tecla.
Siento la vibración del dispositivo cuando empieza a funcionar. No hay portales, ni imágenes. No hay nada. Los componentes, sus cables de cobre, todo está intacto.
—Al menos debería haber pasado algo —murmuro para mí.
Paso los dedos sobre cada cuadrado negro. Algunos están calientes, pero no lo suficiente para haberse quemado otra vez.
—Lee, ¿por qué no me pasas el multímetro? Creo que algo hizo corto.
Levanto la vista del brazalete a una habitación sin ventanas y una laptop morada. La puerta está cerrada, las luces zumban en mis oídos. El subsuelo está vacío. ¿Qué hora es?
Un par de Metagoggles del penúltimo prototipo descansan en mi escritorio.
Casi creo que me quedé dormida o me explotó mi invento y caí inconsciente, por eso estoy aquí otra vez. Casi, pero pasan los minutos y no despierto.
Arranco los cables que conectan los Metagoggles y algunos de los circuitos para mezclarlos con los pedazos del brazalete. En una bolsa meto todas las partes que pienso botar donde Howard no las busque. Salgo al pasillo, paso frente al sillón ¿negro? de la puerta.
Algo no está como debería.
Mi mente es un caos, un remolino de memorias y un programa de GPS que no encuentra señal. La memoria de Day sigue en el bolsillo de mi camisa bajo el suéter.
Corro escaleras arriba. Cruzo llena de autos eléctricos que buscan un sitio para almorzar. Hay amigos hablando del trabajo, parejas sentadas en las bancas y niños que salen entre risas de la escuela; se dispersan por la calle y bloquean el paso. Solía molestarme cuando iba de apuro, pero hoy verlos me saca una sonrisa.
En la puerta de casa Takki salta desesperado por saludarme. Mamá debería estar en su trabajo y papá quita la nieve de la entrada. El viento me atraviesa con un frío que no recordaba ni sentí en mi carrera. Noviembre del 2XX7.
Papá toma él collar de Takki para evitar que me lance al suelo.
—Camila, llegas perfecto para almorzar —dice papá apoyado en su pala. Su cabello entrecano y su sonrisa hundida por los años, por una memoria que tira de mí y no puedo comprender—. Tú hermana y Luka deberían estar en camino, pero no creo que lleguen antes de la hora de cenar. ¿Estás bien? Estás pálida, mi amor.
Mi celular vibra incansable en mi bolsillo. Sacudo la cabeza y me abrazo a papá, respiro su olor tan familiar.
—Nada, Pa, es que he estado mucho tiempo en el laboratorio —miento.
Papá besa mi cabeza y camina conmigo al interior de la casa. Hay fotografías en los estantes que no estaban antes. Valentina, un niño que no puede tener más de un mes y yo. Mamá, fotos sin mamá en un viaje a Quito que no recuerdo del pasado, ¿Del futuro?
—Es una pena que no hayamos podido tener el entierro real en Quito como tu madre habría querido. —Papá me entrega un vaso de agua que no pedí, pero agradezco—. ¿Sabes?, no importa que hayan pasado ocho meses, aún parece ayer cuando seguía aquí. Solías venir más cuando ella estaba. Entiendo, pero me gustaría verte más.
El vaso se hace polvo contra el suelo y derrama toda el agua en el suelo de madera.
—Princesa, ¿Estás bien? Estás muy cansada, eso es; pasas demasiado tiempo trabajando. —Papá trae el trapeador y me hace a un lado con cariño para limpiar.
—Eso debe ser, tienes razón —murmuro—. Debería venir más.
En mi mente la imagen del funeral de mi madre se hace más claro como el producto de mi imaginación o la imagen de una película. ¿Un accidente en el trabajo? No, de camino a casa, un día de lluvia, un accidente. Quiero vomitar.
Hay algo que no está bien.
Mi celular va a sacarme de quicio. En la pantalla la hora marca las dos de la tarde, un viernes 3 de noviembre ¿de 2XX8?
El nombre de Lee ocupa toda la pantalla cuando la tercera llamada entra. Esta vez contesto.
—Cami, ¡Hasta que contestas! —dice, su voz es tan inestable como los primeros aviones que creamos, antes de la primera guerra mundial—. ¿Estás en Nueva York?
—No, en Boston. ¿Por qué?
Tengo la mirada inquisitiva de papá encima.
—¿Puedes venir? Mira, tal vez Tina ya te lo dijo o no sé.
Imagino a Lee dando vueltas, mordiendo su uña como suele hacer cuando no quiere soltar algo. Me cruzó de brazos.
—Lee, corazón, me estás asustando —le advierto.
Un suspiro satura la línea.
—Hoy de madrugada, creo que, a las cuatro, no estoy segura... —Lee se traba y yo solo puedo buscar a papá para anclar mi mirada en él—. ¿Puedes venir? Es una emergencia.
Tengo tantas preguntas. Para empezar, no entiendo por qué tengo que irme de la ciudad.
—Papá, ¿Podemos comer rápido? —pregunto
—Claro, mija. ¿Pasa algo? —Papá me sigue a la cocina donde las ollas ya están llenas de comida.
—No estoy segura pero no suena a nada bueno.
Papá me trae un caramelo y me lo pone en la mano junto con un poco de dinero que no me hace falta, pero eso no importa. Siempre ha hecho eso.
—Pues ve, te hacen falta unas vacaciones de ese proyecto tuyo.
—No sé, no creo que quiera continuarlo —digo llevando mi plato a la mesa.
Papa decide traer el suyo. Fija la mirada en el puesto que era de mamá.
—No entiendo mucho de eso, Cami, pero tú eres lo suficientemente inteligente para tomar una buena decisión.
No tomé una buena decisión antes.
—Gracias, Papá.
• • •
Lee me espera en la mesa de una cafetería que da a la calle. Dos horas es lo que toma llegar hasta Nueva York en tren. Su cabello está en un afro precioso, su chaqueta de aviador es de un fuerte color turquesa y sus ojos van de aquí para allá. Tamborilea y mira la hora.
Saludo a Lee con un abrazo y me siento frente a ella. Nueva York es helado. Me cierro la chaqueta roja que me cubre como un malvavisco.
—¿Qué está pasando, Lee? —pregunto sin molestarme en ver la carta.
—Es Mat —empieza y mi corazón se hunde otro piso—. Hoy en la madrugada. —Lee baja la mirada y la voz. Toma aire y alza la vista otra vez— Intentó suicidarse y está en coma. No me dijeron los detalles, pero sé que está mal.
El pecho se me retuerce y suelto todo el aire de golpe.
—Lee ... —empiezo.
—No te preocupes. Yo no lo encontré, por eso tampoco sé los detalles. Fue Andy —me asegura como si eso fuera mejor—. Yo... no sé si Day ya sabe, pero tiene un concierto hoy. Y yo sé que rompieron hace como medio año, pero no se me ocurre nadie más. Tirso está ... y yo no puedo ayudarle porque ni siquiera... Cami, Day va a necesitarte, ¿Por favor?
Lee pone una entrada sobre la mesa. Es rosada con azul y tiene el nombre de Damon junto al QR. Ahora que hasta los menús son hologramas proyectados de un centro de mesa igual de falso, las entradas son el poco papel, las pocas memorias que conservamos. En las pantallas del edificio frente a la cafetería una imagen de Damon con su cabello corto, sus ojos uno de cada color y su sonrisa, que yo sé que es falsa, posa para la portada de una revista.
—Lee, no sé si yo sea la persona que quiera ver —le advierto.
Lo que sea que haya pasado aquí, fue bastante malo para que algo en mí se resista tanto a verlo después de cuatro meses haciendo lo que hasta hace veinte años era imposible.
—Por favor, Cami. —Lee tiene los ojos llenos de lágrimas—. A mí no me va a dejar, Andy no se ha despegado de la cama del hospital y Tirso ni siquiera está aquí, tomó el primer tren que pudo. Por favor.
El tiempo es algo extraño. Siempre creí que era una línea, pero parece más un eje en un plano, un plano entero. Y arriba o abajo, adelante o atrás, es solo una convención. No pude borrar el futuro que ya había pasado.
Colapsé dos realidades. ¿Qué tanto va a repetirse de la historia?
—¿Tienes dos de estas?
Lee sonríe con un alivio que se escribe sobre todo su cuerpo. Me enseña una segunda entrada.
Hoy por la noche, cuando el café en mi taza desaparezca, estaré en las primeras filas de un concierto, una vez más.
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