22 Metagoggles
Damon
Los laboratorios de Boston quedan a cuadras de la casa de los Yépez. Valentina nos mira desde la puerta.
—Por Dios, tengan cuidado —insiste.
Cada día parece más cerca de romperse. Su esposo es uno de los desaparecidos, uno de los tantos. Es como si algunas personas fueran trasladadas, no solo a una realidad virtual, sino a otra realidad completamente. Pero eso no es posible. Tiene que estar aquí, en alguna parte.Me gustaría ayudarla a buscar, pero hay problemas bastante más urgentes. Aunque no estaría mal caerle bien a la hermana de mi novia.
—¿Cuánto tiempo esperamos antes de ir a buscarlos? —pregunta Mat sentado en el césped con Takki lamiéndole la cara.
—Una hora —dice Camila—. Si todo está bien, Damon puede venir a avisarles.
Asiento y le sonrío a Lee. Tengo un arma cargada y Camila conoce el camino. La quieren ahí de todas formas. No deberíamos tener problemas.
—Suerte. —Lee me abraza y luego a Camila. En sus manos coloca un aparato, algo en lo que las he visto trabajar—. No tenemos que estar incomunicados.
—Lee —Camila sacude la cabeza—, hacer una radio es una cosa, usarla significa colgarse de las antenas. Podría ser peligroso.
—Peligroso ya es de todas formas. —Lee empuja la mano de Camila—. Es solo por si hay alguna emergencia. Además, no recibe nada solo transmite.
Sus ojos me encuentran y me miran de arriba abajo. Yo soy el único aquí que puede representar una emergencia médica en cualquier momento. Es como una bomba de tiempo. No solía molestarme, hasta que tuve algo que me importaba dejar atrás.
—No vamos a necesitarlo. No te preocupes —digo con la firmeza que aprendí de Tirso, la confianza que nunca sentimos y que damos a los otros—. Vámonos.
Camila se despide con la mano. Camina junto a mí en un silencio que es muy extraño en ella, como si me hubiese empezado a hablar en ruso. Doblamos una esquina. Ella nos guía a un edificio cerca del agua, del mar. Parece un edificio de universidad, con sus grandes ventanas y construcción moderna.
Camila juega con una tarjeta negra; en ella distingo su foto, más joven que ahora, súper mal editada y con el logo de la empresa.
—Algo no está bien —susurra.
La calle está vacía. Algunas bicicletas están tiradas, cubiertas de una capa de óxido, junto a la baranda que da a las aguas tranquilas de una bahía. Los autos fueron empujados a los lados, abren un claro camino que sale de la zona.
—No creo que tendrían guardias aquí, Friseta. — Intento ignorar el mismo sentimiento, como el moho en las paredes de los edificios más cercanos al agua.
—No conoces a Howard. —Camila pasa la tarjeta por el sensor de la entrada.
El foco rojo titula y se prende en verde con un timbre que resuena en la ciudad. Nuestros pasos hacen eco en un lobby de mármol que sube piso tras piso en medio de terrazas. Me acerco a la mesa de madera pulida del mostrador. Una Tablet, con la pantalla cerca de ser inservible por las grietas, espera adormilada sobre él. En el suelo detrás del mostrador, una secretaria con el cabello desparramado y la falda medio subida mira al techo de vidrio del edificio a través de unas gafas que conozco bien.
—¿Erika? —Camila, pálida y con los ojos abiertos, mira a la secretaría en el suelo—. Day, saben que veníamos.
Me interpongo entre el muñeco y Camila. Pongo las manos en sus hombros.
—No saltes a conclusiones —pido, aunque suelen ser correctas—. Ella pudo estar así hace mucho. Hay más cazadores.
Camila asiente con la mirada perdida como si pudiese ver al muñeco a través de mí. Tomo la Tablet y la enciendo. Me cuesta leer entre las grietas, pero es más fácil de lo que solía ser.
—O puede que no —murmuro.
Levanto la pantalla. Mi primer impulso es lanzarla contra el piso, dejar que se haga añicos. Camila me la quita antes de que pueda hacer una estupidez.
El mensaje de Howard brilla en la pantalla; difícil de ignorar, igual que la culpa que hace poco había desaparecido de los ojos de Friseta y que ahora consume todo hasta invadirlos del todo.
Llegará un día en que no haya algo que el humano pueda hacer sin que una máquina lo haga mejor que él. Entonces los humanos serán las máquinas.
Señorita Yépez, ¿cuándo aceptara el destino de la humanidad?
Eternamente agradecidos por sus contribuciones al futuro.
Howard
—Ya no hay tiempo —susurra.
La Tablet cae de sus manos y termina de arruinarse cuando se estrella contra el piso. La pantalla se torna negra al instante. Las lágrimas brillan tras el lente de sus gafas. Veo en ellas el reflejo de la chica que conocí en medio de la calle, la que necesita, de vez en cuando, abrir los ojos.
—No veo ningún muñeco moviéndose hacia las fábricas o intentando matarnos. —Apunto a la secretaría medio inerte—. Me arrastraste por medio Estados Unidos para salvar a la humanidad y vas a salvarla, no me importa que creas.
Camila tiene esa incansable duda en la mirada. Me desespera que un día cree que puede todo y un mensaje sea suficiente para desmantelar todo.
—¿Quién mierda quiere vivir en un mundo de muñecos? —preguntó sin pensar—. Si están todos dormidos ya tienes todo el dinero en todo el puto mundo.
—Pero nada en qué usarlo —explica Camila. Recoge la Tablet y la deja sobre el escritorio. Cierra la mano sobre su tarjeta y mira hacia las escaleras que bajan por un pasillo a la izquierda—. Hay gente, Day, que solo quiere controlar, vivir bien y a la mierda los demás. El Linkverse era un proyecto de videojuego en base a mi tesis, nada más, hasta que Howard vio lo que podía hacer en un sujeto de prueba. Es más fácil lidiar con una población que no puede pensar.
Camila baja las escaleras una tras otra, como un ritual. Pásanos por unas cápsulas en la pared, las luces de las puertas se iluminan en naranja al pasar. Cápsulas con camas y mesas, cápsulas que parecen cuartos de baño.
—Y tú piensas demasiados para servirles —asumo. La carta insinuaba que la tecnología podía hacer lo que Camila ya no había hecho; tergiversar su algoritmo—. ¿Vivías aquí?
—Al principio todos lo hacíamos —explica. La oscuridad de los pasillos, el aire de las ventilas, todo se vuelve comprimido en segundos. No puedo entender cómo pasó dos años aquí—. Luego el proyecto pasó al estado y luego solo quedé yo.
—¿Hablabas con alguien?
Las paredes blancas y los tubos de colores que bajan al segundo subsuelo parecen más un cuarto de máquinas que un laboratorio. Camila se detiene en la puerta, junto al sillón verde de la entrada.
—Thomas, supongo, Howard... —Su expresión se tuerce en una mueca—. Podía salir si quería, mientras no hablara sobre el proyecto. —Se encoge de hombros—. Los últimos dos meses y medio no salí de aquí.
Cuando nos conocimos llevaba semanas en un desierto de muñecos. El último oasis fue Tirso y ese lo destruí yo, Tirso que me enseñó a hacer lo que hiciera falta para sobrevivir. En ese entonces me irritaba que Camila se aferrara a mí, sin entender que su desierto existía por mucho más tiempo. Creía entender bien a las personas.
Tomo otra vez la mano de Camila cuando ella pone su mano sobre el sensor de la puerta, un segundo sensor lee su retina y solo entonces la puerta se abre con un chasquido un torrente de aire frío. La tensión en sus brazos se suelta un poco, como una cuerda del teatro.
—Mi laboratorio está al fondo —dice. Me guía por un pasillo de puertas cerradas y oscuras a través de los cristales—. Si todas mis cosas están, desactivar el sistema debería ser cuestión de algunas líneas de código. —Se detiene en una puerta que parece ser la correcta, murmura para sí misma lo siguiente—. Si no cambiaron todo.
Tras las puertas nos espera el desastre.
Howard, sus dos soldados detrás de él, está sentado en un escritorio bajo la espantosa luz blanca hospital.
—Buenos días —sonríe—. Es una pena, Y lo de nuestro trato, pero no esperaba más de un muchacho con una educación tan, digamos, deficiente. Y lo del chico Thomas, claro.
Las paredes eran blancas , ahora tienen demasiado polvo. Dos mesas negras a los lados tienen aparatos enchufados, que ni idea de para qué sirven, y decenas de prototipos. El escritorio está vacío, pero uno de los soldados sostiene un computador portátil morado metálico con calcomanías de las de cuaderno en toda la tapa. Las luces son blanco hospital, el suelo básicamente el de un parqueadero. Es deprimente y llevo minutos no meses, aquí.
—¿Está...? —pregunta Camila con su cara de espanto que no debería darme risa ahora.
—No, no está muerto. —Howard deja un bolígrafo sobre la mesa—. Pero si era bastante inútil. Necesitaba un ajuste y en eso trabajamos. La mayoría de los humanos lo son, lamentablemente. Débiles. ¿No es así, Damon?
Detrás de sus ojos hay un brillo extraño que se distingue solo en la luz totalmente artificial del lugar. Un destello anaranjado que recorre como un pulso hasta su mano. El mismo color que el primer led en mi corazón eléctrico.
Tengo una memoria muy vaga del hombre que habló con mi mamá del corazón eléctrico, pero ahora estoy absolutamente seguro de que era Howard.
—Creo que mis mejoras no eran tan avanzadas, Howard —digo con calma. Levanto uno de los prototipos, bastante similar al diseño actual, y uno mucho más simple—. Y no eran exactamente mejoras.
—Experimento —coincide Howard, su cabeza ladeada—. Fuiste el primero que sirvió.
—Adivino: eras el segundo. —Camila me mira rápidamente y se gira a Howard—. ¿Qué te hicieron?
Howard les hace un gesto a sus soldados. Empiezo a creer que esas gafas son los únicos ojos que tienen.
—Quinto en realidad. Vamos a ver, ¿Qué me hicieron? —Howard toma el portátil de sus soldados—. Una tarjeta en el cerebro. —Con sus manos separa la pantalla del teclado y lanza ambas partes a un basurero—. Un ojo biónico. —Sobre ellos vierte una botella de agua—. Un corazón como el tuyo, uno que no falla.
—No puedes ser inmortal, Howard —insiste Camila, que empieza a retroceder—, no sin perder la consciencia. Cada operación debilita, sigues siendo humano al final.
—¿Y qué es la consciencia, señorita Yépez? —Howard sonríe detrás del escritorio—. Quiero una humanidad más fuerte, con las partes que podemos aumentar hoy en día, un par de cortes importan poco. Aunque no todos podemos aguantar y los que no tienen otros propósitos. Tú me ayudaste a dar el primer paso, pero ¿sabes?, nunca llegamos a algo que sirviera con gente como él cuando se vuelven un problema. Podríamos hacerlo.
Algo en él me resulta repugnante, como si en sus facciones hubiese algo ligeramente deformado, ligeramente fuera de lugar. Cierro una mano sobre uno de los prototipos, el más pequeño, el que cabe en el bolsillo de mi chaqueta.
Retrocedo hasta la puerta, tomo la mano de Camila y tiro de ella por el pasillo. Todo hacia arriba por las escaleras. Hay pasos, el eco de disparos, y la electricidad que recorre las paredes. Al frente todas las cápsulas se quedan sin luz.
—Las cápsulas —sugiero.
—Ni de chiste, sus lentes tienen sensores térmicos. —Camila se me adelanta.
Subimos un piso después del otro. Mi corazón se acelera hasta que no puedo respirar sin que una bola de fuego se encienda en mi pecho. Me apoyo contra una puerta de madera de lo que asumo es una oficina.
—¿Damon? —Camila pone su mano contra mi pulso en mi cuello.
—Corre —le insisto entre intentos muy malos de respirar.
Cierro los ojos cuando una punzada de dolor se extiende desde mi pecho por todo mi sistema nervioso.
—¿Y de qué me serviría eso? —Camila se acomoda los lentes, mira hacia el final del pasillo, al soldado que nos sigue.
Cuando era niño, pasé años huyendo de los policías. Les encanta emboscar. Tenían estas cosas que te electrocutaban, pero había una forma de pasarles la corriente. Esto no parece tan distinto, aunque en su versión mortal.
Sigo los movimientos del soldado. No estoy seguro de que sean humanos.
—Tercer piso —dice como si se comunicara con el otro, cosa que no dudo.
Suena humano. Respira como un humano, sus manos se mueven como las de un artista cuando una pastilla, como una cápsula de la fiebre, rueda entre sus dedos. Nos mira con una sonrisa triunfal.
Los humanos nunca fueron buenos en diseñar manos. Los movimientos siempre salían robóticos, incluso cuando eran animados. Tampoco somos buenos en ocultar nuestra arrogancia.
No se mueve. El otro soldadito de juguete de Howard nos cierra el camino al otro extremo. No tenemos a donde huir. La pastilla rueda a mis pies. El sol que pasa por el techo de cristal la atraviesa; algo vibra en su interior.
Empujo a Camila para que se aleje de la pastilla. Mi pecho es una fuente de ácido. Cierro los ojos, cierro la mano sobre la bolita transparente y azulada. Me lanzo hacia el soldado que se ha acercado más con cada segundo que pasa. No creo que intenten matarnos, no a sus experimentos y no si se pone tan cerca del dispositivo.
La electricidad me recorre como un rayo rojo. Dejo que mi peso caiga sobre la soldado. El vacío en mi pecho se vuelve un agujero negro cuando aplasto mi mano contra las gafas de la soldado. Huele como azúcar quemada o todas las veces que Mat consiguió incendiar una espátula.
Mi brazo izquierdo se vuelve una tortura cuando cierro los dedos sobre las gafas y el calor del puto sol. Quiero arrancarme el brazo. Tiro de las gafas hasta que ceden y el cuerpo que tengo debajo deja de moverse.
Los doctores alguna vez me dijeron que todo podía pasarme, menos que desconectarán los cables. Ahora dependía de ellos como un adicto depende de las drogas y los muñecos del internet que se ha consumido a sí mismo. De adolescente pensaba que las drogas tenían que ser substancias de alguna clase. Hoy sé más, sé por ejemplo que es igual de fácil volverse adicto al dolor, al sexo, a todo lo que te saque de una realidad a una más sencilla, aun si tienes que regresar después.
Hay mil formas de morir, cortar mis cables, solo era la más fácil. Aun así, cada vez que lo pensaba, imaginaba saltar, sentir el viento contra mi piel como si, por unos instantes, pudiese volar a otra vida en vez de estrellarme en el pavimento.
Todo está nublado, como si el mundo hubiese caído en medio del océano más oscuro del planeta. Hay un ruido como un tambor en mis oídos.
Un disparo hace eco entre las paredes del pasillo. El rumor de un terremoto se extiende hasta mí. Todo el piso se tambalea como si alguien intentara balancear el edifico en un palo. No sé si soy yo, pero lo dudo.
Me levanto como puedo. Abro los ojos a las grietas de las paredes y Camila que retrocede hacia mí todo lo que puede. Donde antes había un soldado hay un hueco por el que cabría un auto y que da directamente a la avenida, unos veinte metros más abajo.
—Explotan —jadea.
No me digas.
Tal vez sí quieren matarnos. Como los bombarderos en la guerra, no les importa. Ninguno puede salir de aquí. Son máquinas en cuerpos humanos, siguen órdenes.
La fractura se extiende hacia nosotros. Es como si me hubiesen metido a la hoguera por brujo y electrocutado por asesino. El piso tiembla otra vez y se resquebraja para expandir el hueco. Tomo la mano de Camila.
Se cargaron el tercer piso. ¿Qué tan bien está construido esto? Al menos debería aguantar unos minutos. Tiro de Camila hacia la baranda de la terraza interior.
—Pasa las piernas. —No sé cómo sigo moviéndome. Camila hace lo que digo, se sostiene con fuerza cuando otro temblor sacude el tercer piso—. Suéltate.
Me mira como si estuviera delirando, que es probable pero tampoco importa. Paso las piernas sobre la baranda. Un choque eléctrico recorre mis brazos. Suelto ambas manos a la vez. Estiro los brazos como puedo y me agarro de la baranda del primer piso.
Por primera vez en mucho tiempo, quiero vomitar.
Subo con el cuerpo temblando al pasillo del primer piso. Un grito irrumpe el crujido de las paredes. El instinto me lleva a sacar el brazo. Cierro mi mano alrededor de su muñeca y con la otra me sostengo de la baranda.
Camila abre los ojos. Sus ojos verdes, verde terror, encuentran los míos. Tiro de ella hacia arriba. Es como si mis brazos fueran plastilina que se estira queriendo romperse en dos fideos.
—Me voy a desmayar —dice.
—Luego. — No suelto su brazo, solo sigo. Escaleras abajo y hacia las puertas de vidrio.
No puedo correr. No puedo seguir. Mis piernas se frenan, dejan de responder. Camila se me adelanta y se gira cuando mi mano suelta la suya.
—Vamos —apremia.
—No Puedo. —Cada palabra es un trago de veneno y usa todo el aire que tengo.
Intento mover mis piernas con las manos. Mis ojos tienen telarañas de luz sobre ellos, tejen su camino a mi mente.
Una melodía sube por las escaleras. Camila mira hacia la puerta y otra vez a mí. Me quita el prototipo de las gafas del bolsillo. Sus manos bajan mi rostro y me besa. Hay un corto entre el contacto de nuestros labios.
—Ya regreso. —Su cuerpo es una hoja arrastrada en su propia tormenta, una que se enciende en sus ojos cuando Howard aparece al pie de la escalera, frente a nosotros y bloqueando la salida.
—Dos soldados biónicos —ríe Howard—. Tengo que decir, ustedes son resistentes. Bueno, con tu intelecto bien podrías ser un computador, Camila.
—Y tú eres un hijo de puta —escape.
Howard ríe y alterna la mirada entre ella y yo. Camila es al menos una cabeza más baja que yo, pero se interpone entre nosotros. Mi espalda tiene una columna de mercurio que quema. Tengo que moverme. No puede pelear sola. No debería tener que hacerlo sola.
Los terrarios que decoran el lobby traen una luz verdosa al lugar, casi azulada.
—Haremos esto de la forma tradicional. —Howard carga un arma, negra y delineada en plata.
Al menos eso intenta el imbécil. Puede ponerse todos los chips del mundo en la cabeza y cambiar sus manos por metal, seguiría siendo igual de inútil con algo tan simple y manual como una pistola.
Tras la puerta de cristal veo un destello azul Mat. Camila tiene que haberlo visto también porque toma la pistola de mi cinturón y apunta a Howard. Las gafas que sostenía quedan a sus pies. Él, ella y yo sabemos que no va a disparar. Sus manos parecen estar perdiendo la batalla contra el peso del arma.
—¿En serio sacrificaste dos soldados para matarnos? —pregunta.
—¿Sacrificar? Como si sirvieran para algo más —se burla Howard.
Golpea la pistola contra su mano y dispara al suelo. La bala rebota en el mármol y deja una marca, una más de las que dejó el colapso del tercer piso. Valentina y Mat entran en el instante que el estruendo cubre sus pasos.
—Eran personas —insiste Camila.
—¿Sí? ¿Como tus amiguitos que están atrás mío? —Howard sonríe con el metal que está en su cerebro.
Mat y Valentina se congelan detrás de Howard. Mat me mira con sorpresa en sus ojos abiertos de caricatura.
—Vaya, y yo que quería sorprenderte —dice con su sonrisa de imbécil—. ¡Tanto tiempo!
Mat se lanza a su cuello y cierra los brazos sobre él. Tira de Howard hacia atrás. Howard intenta darle con la pistola. Uno de sus golpes le da en el ojo, pero no hay forma de que Mat se suelte. Howard olvidó una cosa sobre los humanos: somos niños impredecibles, con sentidos delirantes de nuestras capacidades y menos diez en sentido del peligro.
Una bala me esquiva por un metro y se estrella contra un terrario de vidrio. Hay un hormigueo en mis piernas.
Valentina le quita las gafas a su hermana, que está tan cerca de colapsar cómo yo. Me mira a los ojos que distinguen su forma entre destellos coloridos de luz. Somos aprecidos, ella como yo, sabe que no hay otra manera.
Camila mira la pistola en sus manos. La agarra como definitivamente no se agarra una pistola, por el cañón. Apunta a Howard y la lanza. La pistola se estrella contra su mano, que se abre en reflejo. Las dos armas caen con un ruido como martillazo en mi cerebro.
Alguna vez me dijo que tiene una puntería excelente, aunque sea pésima para cualquier deporte que involucre meter una pelota en un agujero. No le creí. Sonreiría si no me doliera mover los músculos de la cara.
—No te resistas, amor —se queja Mat.
Esto es un desastre.
Valentina consigue acercarse lo suficiente para estamparle las gafas en la cara. El golpe hace que le sangre la nariz. Las gafas emiten un brillo azulado cuando se encienden.
—Uy, hazme acuerdo de no enojarte —dice Mat, que suelta su agarre. Howard alcanza a darle otro golpe en el estómago antes de que su cuerpo ceda, en un resuello y agarrándose el estómago Mat consigue alzar la vista y sonreír —. Oye, esas no se ven cómo las otras.
—No. Son el primer prototipo. —Camila tiene los ojos fijos en el nuevo muñeco en medio de la tierra y el mármol—. ¿Pasó una hora?
—Escuchamos una explosión. La comunicación de la radio se cortó a los diez minutos de que se fueran. — Valentina recupera el aliento—. ¿Qué pasó?
Camila abre la boca para responder. Howard emite un sonido como el agua al hervir y las tuberías tapadas. Sus ojos detrás del cristal se vuelven de un blanco lechoso, su boca negra por dentro. Pierde color muy rápido; el camino del ojo biónico hasta su pecho quema una línea roja en la piel cuando se sobrecarga de energía.
Camila se lleva las manos a la boca. Esa expresión ya la he visto antes en la casa del veterano de guerra, pero esta vez solo aparta la vista. Mat se apresura a tenerla en pie cuando su cuerpo tiembla demasiado para soportar su peso.
—¿Estás bien, amigo? —me pregunta con Camila apoyada en su pecho.
¿Sinceramente? No sé cómo sigo vivo. Me cuesta comprender lo que pasa. Siento que me lanzaron a un pozo de ácido y no puedo mover nada en mi cuerpo
—No y parece que ya está medio muerto. Genial —Valentina lanza las manos al aire—. Y solo Camila sabe desmantelarlo, pero está en Júpiter.
—¿En serio? Desmantelarlo suena grosero. —Mat deja que Camila se sostenga de su brazo y trata de sostenerme a la vez, como un mono haciendo malabares. La tercera pelota son los niveles de ansiedad que maneja.
Valentina desesperada es algo gracioso de ver, o lo sería si no sintiera mi cabeza arder en una fina línea entre la realidad y las alucinaciones.
• • •
Abro los ojos al techo de la habitación de Camila, repleto de estrellas que brillan en la oscuridad. Por el frío, diría que estoy sin camiseta; por el olor a quemado, diría que sigo vivo.
Consigo enfocar a Camila , tiene los lentos corridos hasta la nariz, una de mis sudaderas rosadas y trabaja de piernas cruzadas sobre mi pecho. He visto rostros en mi mente, reflejos del pasado y criaturas que se parecen a los muñecos y a los humanos cuando sangran. Ahora, todas las imágenes parecen desvanecerse para solidificarse en un rostro preocupado y familiar.
—¿Cuántos días han pasado? —pregunto. Mi voz me suena extraña, me arde hablar y me arde el pecho, no solo por dentro.
—Como siete horas. Es el tercer circuito integrado que se quema, el último que tengo del mismo tipo, el segundo capacitor que, de alguna forma, hace corto y la cuarta vez que me preguntas eso. —Camila sopla sobre la soldadura y coloca la tapa del led—. Debe estar conectado a alguna parte del cerebro.
—Hay una memoria electrónica. —O algo así dijo el doctor.
—Si, una memoria ReRam. Vi las conexiones. —Camila deja de lado su caja de herramientas en una mesilla con libros, una lámpara y más dispositivos entre pedazos de estaño y lo que parece una toalla con sangre. Se acuesta al lado mío. Me abraza y apoya su cabeza en mi pecho. Mi mamá hacía lo mismo cuando tenía que mi corazón dejara de latir—. Había demasiada electricidad. ¿Por qué hiciste eso?
La luz de la tarde que se vuelve noche atraviesa la ventana cerrada. Desde aquí solo veo parte de sus estanterías y ese corcho lleno de fotos con amigos. Por alguna razón, nunca se me ocurrió preguntar qué pasó con ellos, pero tras dos meses bajo tierra, tal vez ella tampoco sabe.
—Pensé que era como el de los policías y esos eran inofensivos —admito.
Camila pasa sus dedos sobre mi pecho, su mirada ausente en la pared pintada de turquesa. Hay una marca roja en su muñeca donde mi mano se aferró en la caída. Me aterra pensar qué podría haber pasado. Mil imágenes imaginarias se mezclan con su grito, la confusión, el dolor que recorría todo.
Respiro profundo y paso una mano por su cabello. Sus manos tiemblan como las hojas batidas por el viento, todo su cuerpo tiembla tanto que podría imitar a alguien con hipotermia.
—Fresita, tienes que respirar —susurro. Sus manos se tensan como las de un títere, se apega a mí, pero no deja de temblar—. Estamos bien, todos estamos bien. Estoy bien.
Con una mano levanto su rostro para que me mire. Tras los marcos de sus lentes sus ojos se llenan de lágrimas. Sacude la cabeza. Se sienta sobre la cama y con dificultad hago lo mismo.
La puerta está abierta, hay conversaciones que llegan como susurros desde abajo. Camila se abraza las piernas.
—Estoy bien. Respira. —Coloco las manos sobre sus hombros, pero ella se sacude para soltarse.
—¿Estás bien? ¿Estamos bien? Casi te mueres, Day, y no es la primera vez. —Las palabras se ahogan en un sollozo—. Y el primer prototipo... Yo vi la primera prueba, vi cómo se fundía el cerebro de ese chico en los monitores. No es una metáfora, te juro que no lo es, salía como cera por la nariz de ese chico. Deje que Tina le ponga las malditas gafas, deje que mate una persona o no persona porque no sé qué es. Vi a una persona caerse tres pisos, una electrocutada, salte de una terraza y si no me atrapabas yo... Hay tres muertos hoy, casi cinco. De alguna forma yo empecé todo esto y...
Camila se está quedando sin aire, pero no va a parar. Las frases ya no tienen mucha coherencia, aunque tratan de poner en orden todo lo que pasó. La abrazo y ella se acomoda de lado con la cabeza en mi pecho, que todavía arde como si hubiese tomado tanto como Mat solía tomar.
—Cam, primero necesito que respires —insisto. Tiembla, más que respirar jadea.
Cam se gira, sus mejillas le hacen honor a su apodo, las lágrimas caen incansables.
—¿Qué respire? —Alza la voz como un huracán que da vueltas sobre sí mismo—. Solo hoy he reparado eso tres veces y esta vez había sangre que ni siquiera sé de dónde salía, salía de la piel. Ya van cuatro, cuatro veces que casi te pierdo y puedo perderte cualquier día porque quién sabe cuándo va a fallar tu corazón y si no es eso tengo miedo de que tú decidas ... No puedo, Damon.
Una vez oí algo similar en una situación muy distinta. Nunca quise que mi condición le hiciera tanto daño a las personas que quiero, que una mente dañada y enferma como todo lo demás resultará en esto. Pero no estoy roto. Hizo falta aun apocalipsis para que lo viera de esa manera, después de todo, estoy más vivo que la mayoría.
—Voy a decir algo y vas a odiar oírlo, pero tienes que oírlo —le advierto, tomó sus manos para que deje de intentar huir. Sacude la cabeza—. No le tengo miedo a la muerte y eso no significa que quiera morirme.
—Y eso está perfecto, Day, y yo sé que no puedo controlarlo , pero no puedo—solloza. Sacude la cabeza una y otra vez—. No puedo perder a nadie más.
Yo no hago esa clase de promesas. En cambio, la abrazo hasta que consigue calmarse un poco más. Me recuesto sobre las almohadas.
—No pienses en eso. Hoy estamos bien. Estoy aquí —le repito—. Todos estamos bien.
Tarareo una canción. Me falta la fuerza para cantar, pero parece bastar para que los sollozos sean solo su respiración entrecortada. Camila se hace bolita junto a mí. En silencio, tras minutos en que la habitación entra y sale de enfoque, se vuelve a sentar.
—Necesito lavarme — Camila ordena su escritorio y toma la ropa de su armario. Sus hombros se relajan cuando hunde la nariz en la tela de sus viejos pijamas. —Ya regreso.
Cuando sale, busco entre las cosas alguna camiseta que ponerme.
—No creo que encuentres nada. —Valentina se apoya en el marco de la puerta, su vista fija en la ventana—. Escuché problemas.
—Sí, el problema es no sé ayudarla —Acepto la camiseta que me pasa Valentina y me la pongo—. ¿Qué mierda pasó?
Valentina levanta ambas cejas, sus brazos cruzados sobre su pecho.
—Ya somos dos —suspira—. Te desmayaste. Vomitaste tantas veces que Mat te metió en la ducha . Lee y yo fuimos al hospital a conseguirte un suero y ella te lo clavo en la muñeca —dice como si me dijera la lista de compras—. Fue horrible.
Que Lee me clave una aguja no es algo que me encante.
—No me mires así, Damon, Lee tiene quince, ya no es una niña.
—Camila tampoco. No veo la diferencia.
Valentina esboza una pequeña sonrisa como si me concediera ese punto.
—De todas formas, está tratando de crecer, deberías dejarle.
Hago una mueca, no porque lo niegue, sino porque me aterra perder a mi niña alegre.
—¿Y qué sugieres? Me perdí tantos años que casi no sé quién es.
—Para empezar, no intentes recuperarlos. Vive estos. —Valentina corre las cortinas—Y trata de seguir con ella. Mira el mundo que tiene en frente, va a necesitar enfrentarlo, te guste o no. Alguien tiene que guiarla.
—Eso es lo que me dices, pero tú tampoco estás aquí, en el presente. —Como Mat, Valentina oculta todo dentro de una botella que entierra y que ni siquiera Camila puede desenterrar.
—Intento ¿sabes? —La expresión seria de Valentina me recuerda a la mueca después de un trago amargo—. Pero es difícil estar aquí, pensar en mi esposo desaparecido y salvar la humanidad. Mira, no importa, olvídalo. Hay cosas que son inevitablemente más importantes.
Y, aun así, es un peso, una red con demasiado peso que dejará caer todo al fondo.
—Podrías tener espacio para ambos. —Paso la mano por mi cabello, que huele a fresas y menta, seguramente obra de Mat y los productos de Camila—. Si nos dijeras algo, hasta podríamos ayudar.
Valentina se dirige hacia la puerta. Se detiene antes de salir y asiente. La habitación se ha sumergido en una luz azulada que casi es oscuridad.
—Trata de dormir. Mat va a matarme si te encuentra despierto. —Tira del pomo para cerrar la puerta. Se detiene cuando sólo una rendija de luz entra desde el pasillo—. Por cierto, el laboratorio colapsó, vamos a tener que buscar otro.
La puerta se cierra detrás de ella y al instante vuelve a abrirse. Camila, en un pijama oscuro con el tierno personaje de una película de niños dibujado en la camiseta y mil veces en el pantalón, trepa a la cama. Me ayuda a acostarme.
—Es como un cofre —susurra.
Sonrío. Obvio estaba escuchando.
—Es lo bueno de los Apocalipsis, pierdes tantas cosas que a lo mejor encuentras una llave.
Una mueca involuntaria causa que cierre los ojos cuando Camila se levanta de la cama para encender la lampara. No esperaba que la luz fuese morada.
—Hay otro laboratorio en Nueva York. —Camila se sienta al borde de la cama como si pretendiera hacer guardia toda la noche. Sus manos recorren mi cabello. Lo último lo esucho entre sueños— ¿Listo para regresar?
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