17 Correcto
Damon
Valentina va a matarme. Ella es la que debería estar en mi lugar, pero yo estaba. Alguien en condiciones decentes tenía que estar. Le quito los lentes y los dejo a un lado. Es incómodo viajar en la mitad, pero prefería que ella esté a la ventana y que Lee no tenga que lidiar con esto. Es una niña, aunque ella no lo crea.
—¿Se quedó dormida? — pregunta Valentina desde el asiento de adelante.
—Al menos parece —dice Lee en mi lugar.
Valentina suspira y se apoya en la ventana. Con cuidado muevo a Camila para que yo pueda apoyarme en la ventana y ella pueda seguir usándome de almohada.
Nunca debí parar en esa casa. Pero si no ven más conexiones, si yo no hago mi trabajo, van a perseguirnos. No mentí cuando dije que alguien más llegó a ponerle las gafas al último ser humano de esa casa, porque llegué yo. Lo primero que hizo cuando se activaron las gafas fue atacarme.
Los cortes me arden, pero no tanto como el silencio. No podrían entender. Esto es lo que tengo que hacer para sobrevivir, para que sobrevivamos todos.
Cierro los ojos y me encuentro con lo que vi en aquella casa. Prefiero abrirlos, sentir la respiración de Camila al mismo ritmo que la mía y olvidar que no sé qué estamos haciendo. Crucé una línea y la verdad, no me importa.
• • •
Me despierto con Camila moviéndose como salamandra.
— ¿Qué haces? —pregunto.
El auto está vacío, casi a oscuras. Sus manos se apoyan en mi pecho.
—¿Damon? —pregunta como si no supiera dónde está. No lo dudo—. No veo nada.
—Porque está oscuro. Toma. —Le paso sus lentes. Alguien, tal vez Lee, nos cubrió con una manta antes de irse.
¿Dónde están?
Camila enciende la luz del auto y mira alrededor. Su expresión, su cabello despeinado, sus ojos adormecidos y cómo mira alrededor me causa gracia.
—¿De qué te ríes?—se queja y me pone una mano sobre la boca.
Está tan dormida que casi me mete un dedo al ojo. Tomo su mano entre risas y ella no tarda en reír también.
—De ti —digo. Me gusta verla feliz. Es el tipo de persona que esperaría ver sonriendo casi todo el tiempo, pero ya no lo hace—. ¿Dónde estamos?
Camila abre la puerta del auto y se pone una sudadera. El cielo empieza a pasar del azul al gris de antes del amanecer.
—Una granja — dice—. No como la que tú escogiste. Perdiste tu derecho a elegir donde parar.
Hace horas no paraba de temblar, sus ojos perdidos en el horror que no se puede generar con una película, porque no es real. Ahora parece olvidado, aunque no lo está y nunca va a estarlo.
—Yo también me lo quitaría. —Río y salgo del auto para respirar el frío aire de la madrugada.
No nos despertaron. Tampoco quería que lo hagan, pero podrían al menos dejar una nota.
—Vamos, quiero bañarme.
Toma mi mano como si lo hiciera siempre y tira de mí hacia la casa de tejados azulados y paredes de madera. Parece sacada de un cuento o de una de esas tontas películas románticas que a Gina le gustaba ver.
Dentro Mat está sentado en un sillón con Lee dormida a su lado. Camila suelta mi mano, lo saluda y corre escaleras arriba para bañarse y, tal vez, para estar con Valentina. Me siento frente a Mat. Tiene la mirada perdida en la ventana y en los primeros rayos de sol.
—Day —Mat se gira para verme, suspira y así sé que no es nada bueno—. ¿Qué pasa si nada de esto puede arreglarse? —pregunta—. ¿Qué pasa con Lee?
Prefiero evitar ese tipo de preguntas, pero no se me da bien. No sé cómo callar mi mente, ni siquiera controlo del todo las idioteces que digo.
Tiene quince años. Debería estar en secundaria, haciendo amigos, saliendo con ellos, enamorándose tontamente de alguien que ni siquiera sabe que existe y quejándose de los profesores que mandan tarea en viernes. Todo es a medias un juego a esa edad, todavía son niños. Todavía es la pequeñita que regresaba del colegio en mis hombros, que se reía a carcajadas de los chistes malos de Mat.
Acaricio la mejilla de Lee. Me trago el nudo en mi pecho y las memorias que hoy son como la neblina en la carretera.
—Le damos la mejor vida que podamos darle —decido—. Lo que siempre hemos intentado.
Mat serio es ver una estrella fugaz. Se quedó con Lee porque yo me fui. Para él todo era un juego y una broma. Pero siempre fue el mayor, el que cuidaba de sus hermanas y de mi.
—Entonces tenemos que estar los dos. No puedo hacer esto yo solo —insiste.
—Matei, vamos a parecer matrimonio viejo si sigues así.— Es una broma y una que le devuelve su sonrisa.
—Ya, ya. —Sacude la cabeza y se echa hacia atrás con los ojos cerrados—. ¿Cómo está Cami?
—Bien. Mejor al menos. —Me acomodo a su lado y Mat apoya su cabeza en mi hombro—. ¿Tu también me vas a usar de almohada?
Mat ríe, como las luces que cuelgan en los árboles de navidad. Abre sus ojos que ya estaban cerrados para dormir.
—¿Por qué te sentaste con ella? —Hay una doble intención en esto, pero sigo su juego por saber a que llega—. Digo, Valentina estaba ahí también.
—Valentina estaba igual o peor que Fresita —discuto. No tengo más razones. Ella necesitaba alguien que pueda ayudar y yo podía—. ¿Por qué me interrogas Mat?
Mat me sonríe inocente y vuelve a cerrar los ojos.
—Solo no juegues con ella. No te portes como imbécil porque no eres uno. Si te gusta dile. Si no quieres nada dile. —Mat bosteza y se pone cómodo.
—No me gusta —digo, pero solo escucho la risa de Mat antes de que se quede dormido.
Lee abre los ojos unos minutos más tarde, mira a Mat, me mira a mi y decide que, si tantos me usan como alojada, hay una buena razón. Se acuesta con su cabeza en mis piernas; se queda dormida y yo también.
Me despierta el chasquido de una cámara. Valentina tiene una color verde menta de la que se imprime una foto como en las cámaras antiguas. Sacude la imagen entre risas.
—La mayoría del tiempo eres un imbécil, pero se ven lindos. — Gira la foto para que pueda verla.
—Tina. —Camila sacude la cabeza y estira una manta sobre los tres—. Hay camas arriba, ¿saben?
—Te tenían envidia.
Se aparta con la cara totalmente roja y se excusa para ir a hacer el desayuno. Sin moverme para no despertar a los dos invasores, miro como se aleja.
Mat dice estupideces. No quiero repetir la historia que ya viví con Gina. No otra vez.
—Muévanse, el desayuno no se hace solo—llama Valentina desde la cocina.
Lee y Mat, al parecer no tan dormidos como pensé, se quitan de encima para que podamos hacer algo útil. Valentina está mezclando huevos con una expresión que me es extraña en ella. Intercambia entre la duda y la monotonía que trata de mantener, con las sonrisas para su hermana menor, las mismas que yo inventaba para Mat y Lee.
—Espera, es camino a Pine Valley. —Valentina, que lamentablemente me pide que ponga la mesa, apunta a la calle principal que se ve desde la ventana y desierta en un pueblo perdido camino a Chicago—. Paremos, por favor.
—¿El pueblo de los papás de Frank? —pregunta Camila con una bolsa de pan en las manos—.No recuerdo venir por aquí cuando nos invitaron ese día de acción de gracias, pero tú has venido más.
—¿Y qué tiene que ver? —pregunto, lo que me gana una mirada de advertencia de Camila y Lee.
—Que Frank salió horas antes de que me pongan esas gafas. Fue a buscar a Cami. —Valentina tiene la desesperación que nunca deja ver en sus ojos y en su voz. Nos mira como si fuéramos la corte que quiere condenarla—. Damon, mi esposo podría estar en cualquier parte. Podría estar allá.
Valentina es el tipo de persona que es buena en una corte. Contrario a su hermana menor, su expresión compite con la mía en ser difícil de leer. Pero si hay algo que le importa lo suficiente para romper la fachada, eso es su familia y yo respeto eso.
—¿Por qué habría venido hasta aquí en vez de ir al norte? —pregunta Lee apoyada en el mesón de la cocina.
—Porque su familia seguía allí y todos queríamos saber cómo estaba nuestra familia. —Valentina, como buen abogado, sabe discutir.
Quizá no nos importaba la familia de sangre, quizá sí, pero queríamos saber dónde estaban los que amábamos, por insensato que sea atarse así a alguien.
—Comamos rápido y vamos a buscar, entonces —decide Mat con una sonrisa—. De todas formas, no es como si fuésemos contra reloj.
Camila hace una mueca que oculta dándole la espalda a Mat y Valentina. No soy el único con un reloj en la espalda, excepto que el mío controla una bomba de tiempo atada a la espalda de Ma, de Lee y de mi mamá. Me apoyo en el mesón, junto a Camila, mientras cocina los huevos en un sartén.
—¿Cuál es el apuro, Fresita? —susurro.
—Que entiendan cómo manipular las respuestas cerebrales con la función de inhibición de movimiento —dice. Sacudo la cabeza y se aparta el cabello de la cara—. Que dejen de ser zombis y sean robots.
—Es tu cuñado, creo que tenemos unas horas. Esta de camino igual.
—No. No, yo sé, no quiero ser egoísta, pero... —Deja la espátula sobre el sartén que sigue en el fuego. La hago a un lado para apagar la hornilla y salvar la comida del plástico derretido—. Pero siento que se acaba el tiempo y yo no tengo soluciones.
—Eres la persona más inteligente que conozco. Tómalo como tiempo extra para que se te ocurra algo.
Le sonrío y ella muestra una débil sonrisa que se va en un suspiro cuando apoya su cabeza en mi brazo.
—Solo intentemos ser rápidos. Ya hay suficientes catástrofes por mis Metagoggles. No quiero enterarme de que además maté a mi cuñado —murmura, sus dedos trazan figuras en mi brazo que me distraen del desayuno.
Así que eso es lo que le molesta. Detrás de mí hay movimiento en la cocina, aunque no le presto tanta atención y, a la vez, no me deja concentrarme. Camila se aparta y me trae platos para repartir la comida.
—Oye —digo con una mano sobre la suya para buscar esos ojos verde inocencia que conocí hace un mes y que me costó tanto tiempo creer que podían ser genuinos—. Tú no mataste a nadie. No sabías lo que hacían.
Me sonríe, pero no me cree, no sobre las muertes, no sobre todo lo que han causado los Metagoggles y no intenta decirme que sí lo hace. Ella nunca me ha mentido.
• • •
Valentina maneja a un pueblo olvidado de Dios y para en media calle. Baja de un salto casi sin esperar a que el auto frene del todo. Camila le sigue y Lee nos espera a Mat y a mí junto al auto. Caminamos en medio de la calle. Lee se sostiene de mi brazo. En las aceras hay muñecos tirados como borrachos un domingo por la mañana
Con la llegada de abril el clima se vuelve cálido, pero no es caliente aquí, tan lejos de las costas. El pueblo, como los típicos pueblos que están a diez años de ser ciudades, es un montón de casas y negocios apagados. .
Mat le pide a Valentina una descripción de su esposo, como si esperara verlo en los muñecos. Yo también esperaría eso si fuera Valentina, pero de familia guardan demasiadas esperanzas.
—No hace falta. Seguramente está en casa de sus padres o algo así. —Valentina apresura el paso para guiarnos entre recovecos y calles estrechas, y por los laterales de la iglesia y las escuelas.
—¿No piensas romperle la fantasía? —pregunta Lee a mi lado y al final del alegre grupo.
—No me escucha. Prueba tu si quieres, pero a las hermanas Yépez les gusta decepcionarse.
No soporto a ninguna de las dos a veces.
Lee ríe y sacude la cabeza. Tampoco se atrevería a hacer eso, a romper lo único que consigue que Valentina siga caminando.
Pero Frank no está en esa casa, no está en el patio trasero. De hecho, ahí no hay nada con vida. Volvemos al jardín frontal, al otro lado de la puerta roja de una casa pintoresca y familiar junto a otro montón de casas iguales.
—Podríamos dividirnos —sugiere Lee mirando arriba y abajo de la calle como si esperara que Frank salte de algún arbusto—, y nos encontramos luego aquí. Así vemos en todas partes.
—Bueno, ahora si vamos a necesitar una foto o algo, ¿no? —dice Mat.
En segundos Valentina saca una de su chaqueta, una en la que ambos sonríen a la cámara y que ni siquiera sabía que llevaba. En la fotografía Valentina enseña el anillo en su mano izquierda. Frank es un hombre olvidable, de cabello negro y ojos cafés, como un oso y un guía de campamento de verano.
—Mat, ve con Lee. Cam y Valentina pueden ir juntas —decido. Tengo cosas que hacer y necesito estar solo—. Tres horas.
—¿Y tú? — May chasquea la lengua con media sonrisa. — No solito mi amor.
—Sí. Day, no me encanta la idea de que vayas solo a explorar sin que podamos comunicarnos.—Camila le da un vistazo a mi reloj.
Cuando estaba en secundaria podía formar las mejores excusas en segundos. He perdido la habilidad. No quiero mentirle tampoco.
—Cubrimos más terreno así. Estuve solo tres años, se preocupan demasiado. Voy a estar bien. —Me encojo de hombros y apuntó a la calle que regresa nuestros pasos—. Voy por allá.
Empiezo a caminar antes de que se les ocurra algo con lo que seguir discutiendo y perdiendo el tiempo parado en el sol.
—Damon —chilla Lee seguido de los insultos que se sabe, muchos en otro idioma por culpa de Diego y Lhun.
—Va a estar bien —escucho a Valentina decir.
Se lo agradezco, aunque sé que solo quiere empezar a buscar y poco o nada le importo yo. Tal vez nadie más que Frank le importa ahora. Ha esperado suficiente tiempo para encontrar a su esposo.
Busco perderme en los callejones. Las sombras traen aire fresco y humedad a las paredes. Si no activamos más gafas en el camino vendrán detrás de nosotros antes de lo planeado. Subo las escaleras de incendios a los apartamentos que se ven en mejores condiciones. En cada habitación busco algo más que muñecos inertes. Pero pasan las tres horas sin rastro de Frank, de vida o de algo que se le parezca.
En momentos así, extraño los celulares. Al menos sabría si ellos encontraron algo y perdería menos tiempo buscando un hombre que seguro no está aquí. Valentina va a tener que seguir esperando.
Una última casa, me digo antes de trepar a la ventana abierta del segundo piso.
Lanzo mi peso contra una puerta trabada, que cede con facilidad al segundo piso de una casa. El barandal de la escalera me deja ver a los dos muñecos tirados sobre los sillones en la sala del primer piso. La casa huele a productos de limpieza, a jabón y polvo. Un hombre y una mujer en los sillones con sus cables de alimentación desenredados y su cabello limpio, sus cuerpos cubiertos por mantas.
En la cocina, los cajones se abren y los cubiertos metálicos tintinean al moverse.
Bajo las escaleras una a una. Piso de lado y me pego de la pared para no hacer ruido. De mi mochila saco un par de gafas desactivadas y las oculto bajo la chaqueta.
Abro la puerta de entrada y la cierro con fuerza para que haga eco en la sala. El caos de la cocina no tarda en detenerse.
—¿Hola? —llama una voz joven, un muchacho—. Eh...¿Hay alguien?
No puedo hacer esto. Tengo que hacer esto.
—Si — busco que mi voz tiemble con la duda, una que tengo, pero no por las razones que quiero que crea. Me asomo a la puerta de la cocina y le ofrezco una sonrisa—. Disculpa. La verdad pensé que no había nadie. Estaba buscando... —Apunto a las latas de comida— justamente eso.
Un muchacho de cabello puntiagudo y café chocolate caliente busca a su visitante a través de unos lentes de marco transparente. Sonríe y quiebra toda mi voluntad.
—No te preocupes. ¿Estás solo? —dice. Me tiende una bolsa con comida enlatada—. Si me tienes esto un minuto puedo llevarte con los otros. Al menos puedes descansar un poco o no estar solo un rato.
¿Qué está haciendo? Confía demasiado fácil en un extraño.
Es un niño y yo debería cuidarlo. Debería, pero las cosas son distintas. No podríamos quedarnos. Camila quiere arreglar esto. Nunca vamos a llegar si nos persiguen. Tenemos menos de un mes.
Hay una línea donde encontrar lo correcto es sortear el camino cuando la niebla cubre las calles en otoño. No veo a más de un metro de mí. Adivino el camino que debo tomar. Acepto la bolsa de tela celeste.
No puede ser mucho mayor que Lee.
—Seguro —digo con mi mejor sonrisa, la de las cámaras y de los escenarios.
Me apoyo en la isla de mármol negro de la cocina. Los gabinetes son un rosado pálido que me repulsa para un mueble de cocina. El muchacho me da la espalda para buscar en una de las estanterías.
—Los que ves allá eran mis padres —dice con un gesto de días lluviosos y memorias soleadas, tranquilo como el paso lento de un río por la ciudad—. Yo vine solo por esto y, bueno, por ellos. Kipi, se llama Kyra, pero le decimos Kipi, quería venir, igual Sammy, pero el padre Adrián dijo que no, que eran muy jóvenes. Vinieron cazadores y por eso nos ocultamos.
—Sé algo sobre eso —murmuro.
—Están por todas partes. —Sacude la cabeza y veo su sonrisa en el reflejo de la ventana—. Pensé que eras uno hasta que hablaste.
—Eso no quiere decir que no sea uno —digo, esperando que tenga una pizca de escepticismo que le haga correr.
Espero en vano. El chico ríe y se estira para llegar al final de la repisa,
Cierro los dedos sobre las gafas. Esto es lo que tengo que hacer. Podremos salvarlo, luego, probablemente, a él y a sus padres, a todos los demás. Es como el ajedrez.
Yo nunca pude entender ese juego.
Me paro detrás de él y le coloco las gafas sobre los ojos. Jadea y retrocede contra mi. Activo las gafas con un dedo sobre un sensor. Cierro los ojos y contengo la respiración hasta que su cuerpo se desmorona contra el mío.
—Perdóname—susurro, una y diez veces—. Perdóname.
Lo dejo con sus padres, apoyado en su madre, y cierro la puerta. Tengo que seguir y si lo veo un segundo más no voy a poder sostenerme más.
Yo no lloro, eso no va conmigo.
Deben estar esperándome.
Alzo la vista a un cielo azul sin las nubes que cubren mis ojos. El camino de regreso es corto, pero no quiero recorrerlo. En general siempre termino por hacer demasiadas cosas que no quiero e ignorar lo que sí quiero.
Me apresuro cuando veo que, de todos, solo Camila y Lee me esperan en el punto de encuentro.
—¿Qué pasó? —pregunto tan pronto como pueden oírme.
—No te encontrábamos, bobo. —Lee se enciende como un volcán de feria de ciencia—. Fueron a buscarte.
—Se me pasó la hora nada más. —Sostengo la mano de Lee antes de que me golpee el hombro y le dirijo una mirada de advertencia como cuando era pequeña. Deja de hacer fuerza contra mí, pero sus ojos, casi negros y como carbón encendido, no me dejan—. ¿Hace cuanto se fueron? ¿Encontraron algo?
—Nada. — Se acomoda los lentes y sacude la cabeza—. Salieron hace unos minutos. —Camila vuelve a observarme como a un experimento que no comprende. La caída de la tarde trae reflejos dorados a sus ojos verdes—. Ven, hasta que regresen puedes conocer al Padre Adrián.
—¿A quién? —pregunto, pero cedo cuando, con una sonrisa de fresas con chocolate, tira de mí hacia la casa.
Por Dios que haya escuchado mal.
—El padre Adrián. —Lee nos sigue con los brazos cruzados y destrozada todas mis plegarias. —. Él y algunos jóvenes lograron librarse.
En la sala, con una chimenea rodeada de sillones de cuero, un hombre en traje negro como los sacerdotes de siempre bebe de una taza de café. Se levanta con una sonrisa al vernos.
Tengo el corazón en el cuarto subsuelo. Quiero salir corriendo. Camila me aprieta la mano, me mira con una sonrisa que se desvanece en confusión.
—Este joven debe ser Damon —dice el hombre, que debe estar en sus cuarenta o menos. Sus ojos son el azul que le falta a los lagos y su cabello más negro que la noche, corto y ordenado—. Un placer. Me han contado un poco de lo que van, o lo que quieren hacer.
Una vez creí en el Dios de mi madre, y tal vez nunca dejé de creer, solo dejé de sentirme digno de algo así. Acabé con todo lo bueno ¿Cómo podría haber algo absolutamente bueno?
—Yo solo los acompaño, padre. —digo. No sé qué digo.
—No le crea, ayuda mucho. —Camila se queda a mi lado, de pie en medio de la sala, para contradecirme.
—Suenas como uno de los chicos: Nate, siempre quiere ayudar a los demás pero no le gusta llevarse el crédito. Es un niño espectacular —dice con el orgullo como una llama en sus ojos—. Salió a buscarnos más comida hace unas horas. Es de la misma edad que Lee e igual de valiente.
Lee sonríe con una inocencia a medias falsa en ella, pero que no es actuada.
—Créame, yo no soy como él.—digo, más serio de lo que quisiera parecer.
Creo saber quién es Nate. Un muchacho espectacular. Y yo acabo de destruirlo.
—Podrías serlo. Podemos cambiar todos los días, Damon. — El Padre Adrián no pierde la oportunidad ni el tiempo, pero sus palabras caen en un torbellino que no puede distinguir lo que traga. Mira la hora en su reloj y se apresura a terminar el café que quedaba en la taza de porcelana blanca—. Disculpen, pero tengo que irme, tenemos niños en el refugio. Las hermanas están con ellos, pero son muchos.
El padre abre la puerta para bajar a la calle. Por el espacio que deja veo a Mat y Valentina acercándose. No hay ningún Frank con ellos.
—Padre —llamo, pero no me atrevo a hablar sobre Nate, a confesar lo que hice—. Que Dios le bendiga.
No soy valiente como su niño. Entonces, digo lo que mi mamá les decía a los sacerdotes, de las pocas cosas que aún pueden unirme a ella.
—Igualmente. —El padre Adrián cierra la puerta al salir.
Por las cortinas blanco transparente de la sala veo como se detiene a conversar con Mat y Valentina antes de seguir su camino.
—No sabía que eras creyente —dice Lee, que suele quedarse callada cuando hablan adultos; una costumbre que intenté quitarle.
—No soy.
Lee me saca la lengua, pero no es común en ella presionar, eso se lo deja a Mar.
Lee sale llevándose la taza a la cocina justo cuando Mat entra haciendo un escándalo y regañándome por perderme. Sus palabras me resultan más confusas que escuchar a Lhun hablar con sus clientes asiáticos en el restaurante y bar que solía hacer las veces de cuartel central para Éter.
—Déjalo respirar, Mat. —Lee regresa con un paquete de galletas de chocolate blanco.
—¿Un respiro? Siempre hace esto.—Mat le quita una de las galletas y se lanza al sillón.
—No es siempre —discute Lee sentándose frente a él—. Mira, ya está ahí sentadito; deja tus hábitos de madre soltera.
—Cuando ustedes dos y Andrea dejen de preocuparme yo dejo de ser helicóptero —Mat dice con una sonrisa de lado y una sombra en los ojos.
De Andrea, la hermana menor de Mat, igual que de Frank, no sabemos absolutamente nada.
Valentina sube las escaleras. Pasa de los demás y de las discusiones infantiles. Cuando Camila hace el intento de seguirle, ella levanta una mano para detenerla. Sostiene con fuerza el anillo de matrimonio. Sé que era abogada. Sé que, como los artistas, los abogados son buenos actores. Pero ningún acto es eterno.
Me siento junto a Mat, pero solo veo la sonrisa del padre Adrián. Escucho como la música distante del carnaval, la voz de aquel chico, de Nate.
Un peso en mis hombros, más físico que mis culpas, me distrae de mis pensamientos. Camila tiene una mano en mi hombro y pasa la otra por mi cabello desde atrás del sillón. Que esté tan cerca hace que los números en mi reloj suban a niveles poco saludables. Juraría que los corazones pueden detenerse solo un instante y seguir como si nada.
—Ven un segundo —me susurra.
—Mat va a matarme si vuelvo a desaparecer. —Mantengo la mirada al frente para no ceder tan rápido.
Pero Mat está ocupado con Lee, barajando cartas y con demasiadas galletas en la boca. El sol empieza a ponerse entre las calles del pueblo. Van a buscar a Nate y no van a encontrarlo.
—Solo vamos al jardín.
Y eso basta para convencerme.
Sigo a Camila para no estar aquí, para salir de mi cabeza.
Todo eso es mentira.
Afuera, bajo un árbol frondoso, un columpio de llanta cuelga de una de las ramas más anchas. Camila se sienta en el columpio.
—¿Pasó algo? —pregunta cuando me siento en el césped frente a ella.
Sacudo la cabeza con la vista fija en el pasto que arranco del suelo. El torbellino en mi pecho se desespera con mi mentira y amenaza con desatarse.
—Creo que vi a Nate: tenía una bolsa con comida y era solo un niño, Cam yo ... —Pero no sé cómo decirle más porque me odiaría, y eso es algo que no puedo soportar.
Camila detiene el movimiento del columpio. Se sienta frente a mí en el suelo y espera paciente las palabras que no puedo decir. Cruza las piernas y deja un espacio entre nosotros. Lo que más quiero es estar cerca y es lo último que ella necesita.
—Tenía las gafas y tú sabías —concluye por mi, aunque sea incorrecta, o solo a medias correcta—. Day —suspira.
—No, no me mires así. —Le lanzo césped para borrar esa mirada de sus ojos.
Me vuelve loco, y no quiero estar con nadie más.
—¿Cómo te miro? —Sonríe, inclina la cabeza a un lado y es imposible no empezar a sonreír.
Hago un puño con más césped para lanzárselo y no responder lo que no sé. Ríe y ninguna de mis canciones puede llegar a ser igual de melódica. Cierra los ojos con fuerza y me lanza el césped que acaba de arrancar.
Entre risas que olvidan el dolor le tiro lo que había acumulado a mi alrededor. Camila se cubre con los brazos y me empuja al suelo. Cae conmigo y su risa se apaga en una sonrisa que es digna de todas las fotografías.
—Dulce, con puntitos y roja, Fresita —me burlo de sus mejillas sonrojadas.
—Dulce, lindo y una excelente almohada —replica, acostada de lado como yo. Su sonrisa de repente estalla en risas—. Y rojo, me faltó rojo.
La luz del atardecer transforma sus ojos en un mosaico y su cabello en caramelo derretido. Me acerco porque soy idiota, por esas estupideces que hacen que quieras seguir vivo. Las risas se funden en silencio, con una proximidad que no entiendo. Se acerca y recuerdo un beso distante que quise olvidar, pero se me da muy mal olvidar. Me acerco y todas las ideas se disuelven. Cierro los ojos y ella también.
Pero sus manos en mi pecho me detienen antes de que un beso pueda darle la razón a Mat.
Aparta la mirada, la baja y deja sus manos en mi pecho como si así formase una barrera. No hace falta. Suspira y se aparta de mí del todo. Sacude la cabeza.
—No. Esto no está bien, no así. —Se levanta del césped y se sacude la ropa—. Perdón, Damon.
Me incorporo, con el corazón en un hilo, con la ira de algo interrumpido y la misma sensación que te dejan las presentaciones de niño cuando ninguno de tus padres aparece entre los asientos.
—Camila —llamo cuando se gira para irse.
Estiro la mano con la intención de retenerla, de al menos preguntar qué hice o qué está mal, pero ella retrae las manos a su pecho y vuelve a sacudir la cabeza.
Escucho las lágrimas en su voz cuando repite lo que ya me dijo y corre al interior de la casa.
—Perdón, Damon.
Por estas cosas prefiero simplemente no intentarlo, para no escuchar otra vez que todo lo hago mal. Respiro profundo para no ceder, para no ser alguien que no quiero ser. Cierro los ojos y me dejo caer en el césped hasta que el calor del atardecer se vuelve el frío de la noche; enfría la ira y todo lo que está detrás, que ni siquiera quiero nombrar.
—Day —Mat me llama desde la puerta—. El padre Adrián está aquí. No encuentran a Nate; necesitan ayuda para buscarlo.
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