15 Conclusiones
Damon
Es como las testarudas flores en los primeros días del invierno. Le dije cobarde, pero el cobarde soy yo por alejarla cuando no puedo huir. No puedo entenderla. No la quiero cerca, pero no puedo mantenerla lejos, simplemente no me deja.
En la oscuridad de la habituación que Mat y yo compartimos veo su sonrisa. Se aferraba a mi en el puente. Se equivoca si confía en mí.
Me levanto de la cama en la que pretendía estar dormido y sigo la luz de la luna hacia la ventana. Los árboles son una sola masa oscura.
—¿Day? —Mat deja la linterna con la que leía sobre su cama y me mira con preocupación. Es como una madre soltera con su hijo. Siempre ha sido así conmigo—. ¿Te sientes bien?
En dos segundos lo encuentro frente a mí. En alguna pared el reloj marca la hora, seguramente incorrecta. Lo aparto con las manos.
—Estoy bien —le aseguro; pero en vez de volver a su libro se apoya en el marco de la ventana junto a mí. No ha cambiado nada. Las mismas camisetas de manga larga para dormir, la misma expresión cuando algo le molesta—. Pero tú no.
Mat ríe y su risa suena como las primeras gotas de lluvia después de un verano demasiado seco en una ciudad apestosa.
—Las cosas solían ser simples —dice—. Antes, antes de que te fueras. Cuando éramos niños.
Las memorias llegan con la brisa que entra por la ventana abierta. Los espectáculos en la calle, las tardes sentadas en una vereda mientras Mat estudiaba y yo dibujaba. Dos adolescentes olvidados por la historia, pero no se olvidan las sonrisas.
—No podemos ser niños para siempre, Mati.
Esta vez, su sonrisa es el baile de las nubes. El viento mueve su cabello cuando se gira a verme.
—No quiero seguir siéndolo, créeme.
Por muchos años crecí en la misma casa que Mat, con su hermana menor. Los tres y su padre, que no tenía tiempo de quedarse. Llegue con once años. No era el mismo entonces.
—No sé, a veces todavía me gustaría esconderme en los armarios.
Solía hacerlo, cuando el miedo superaba la racionalidad y desprendía los monstruos de los cuentos hacia la realidad. Pero monstruos no eran los de las fantasías; siempre supe que los monstruos eran reales. Mat fingía entonces que estábamos jugando a las escondidas todo el tiempo y que yo simplemente era muy bueno. Creo que así, ambos podíamos jugar a que no era en serio, que las cosas no eran tan malas.
—Todavía te escondes. —Sacude la cabeza—. Y no te atrevas a decir que no.
Hubo un tiempo en que compartimos todo, incluso dormíamos uno junto al otro. Me aterraba la idea de que mi corazón se detuviera en medio de la noche. Nunca había dormido solo.
—No pensaba hacerlo. —Con él no finjo una sonrisa; lo sabría si intentara.
A veces me preguntó si yo sabría distinguir sus sonrisas.
—Entonces, permíteme informarte que este segundo, hoy, en el presente, te estás escondiendo de algo, cariño. —Espera mi respuesta con su contagiosa sonrisa de payaso.
—Ándate a la mierda, Matei. No voy a hablar sobre esto.
—¿Por qué? —chilla el dramático. Va a despertar a todos—. A esto me refiero. Y tú sabes perfectamente de qué hablo o no me mandarías a callar.
—No tengo la menor idea. —Y no le estoy mintiendo. No del todo.
—Por favor. Hay algo que no me has dicho —insiste. No puede saber sobre Tirso, ¿verdad?— Y aunque no me digas eso, hay algo que no te dices a ti mismo.
—Mat, ven aquí —le digo con una sonrisa fingida, más cínica que la de Éter.
Mat abre los ojos y retrocede. La única forma de callarlo es que no pueda hablar.
—No te atrevas. —Pero ya empezó a reírse.
Cuando éramos niños descubrí que a Mat lo desarmas con cosquillas. No tienes ni que tocarlo y ya se destornilla de risa. Estoy convencido que así perdió algunos de los tornillos que le faltan. El punto es que es la mejor forma de evitar la conversación.
Mat corre hacia el pasillo y yo voy con él. Por un segundo no somos adultos, sino dos niños: uno rubio y uno castaño, persiguiéndose por las escaleras de un edificio de ladrillo más antiguo que algunos de los atractivos turísticos más famosos de Nueva York.
Tropieza y empuja la puerta a otra de las habitaciones. Caigo sobre él en un golpe que me transporta al pasado. Siempre fue fácil reír con Mat, incluso después de los desastres que se sucedían uno a otro.
—Ya, ya, me rindo. —Mat rueda a un lado para botarme de su espalda. Su risa se corta en una cara de espanto cuando alza la vista.
Cuando me pongo de pie me encuentro con Valentina, Camila y Lee sentadas sobre una de las camas de frazadas opacas, con todas las lámparas al más estilo museo encendidas, y la tentación de la risa en sus sonrisas temblorosas. Lee tiene una preciosa trenza en el cabello. Mat aprendió a hacer algunas de esas cuando Lee llegó; bajaba todos los días a la cafetería de la señora Aditi para practicar.
—Hola —saluda Camila como si nada—. ¿Se unen?
—Creo que no tenemos el cabello para eso —bromea Mat. Se pone en pie y me da la mano.
Yo la aparto y me levanto por mi cuenta. Paso las manos por mi cabello. No tengo la bufanda. No pensaba salir de mi habitación. Pero Mat no piensa irse y Lee tiene esa sonrisa que implora que me quede. Los odios; a ambos y al calor que se acumula en mi cara.
Hubo un tiempo en que yo no era el mismo. Aprendí a defenderme para que Mat no tuviera que hacerlo. Aprendí que puedes actuar.
—Yo me voy a dormir —decido.
Camila me mira; me sonríe como quien comprueba su teoría, como lo hizo antes. Creída.
—¿Seguro? Estábamos a punto de enseñarle a Lee a maquillarse. —En sus manos tiene un tubo de lápiz labial.
—¿Por qué mierda querría quedarme? —Sacudo la cabeza.
—Por favor. —Esa expresión de Lee es la que usaba cuando era pequeña y que funciona de maravilla.
Camila y Mat comparten una sonrisa cuando me siento junto a Lee en la cama. Así no tengo que lidiar con los demás. Me quedo por Lee.
—No tiene el tono correcto, son demasiado claros. Va a quedar como payaso. —Le quito la base a Valentina para encontrar el color para Lee.
—Sí, son las mías. Lo siento. —Valentina se encoge de hombros.
No le he prestado mucha atención. No es la versión mayor de Camila que esperaba, pero igual me analiza como un bicho de laboratorio. Mezclo la base con tonos más oscuros antes de colocarla sobre la piel de Lee. Mat esta sorprendentemente callado y sé exactamente por qué. Pero Camila no es capaz, no está en ella no preguntar.
—¿Cómo sabes hacer eso?
Rápidamente me fijo en Valentina y la silenciosa advertencia de sus ojos, cafés como la madera de cada mueble de esta casa. No puedo negarme a responder con ella aquí.
—Era músico —miento, aunque todo acto se basa en una verdad—. Eso es todo lo que sé de maquillaje; que Fresita te enseñe lo demás.
Me alejo de su conversación y las preguntas de Mat a las dos chicas Yépez. Él siempre quiso, además de ser peluquero, maquillar a las personas para las películas.
Las ventanas de este lado dan a la carretera. Dos faros iluminan la oscuridad hasta ahora ininterrumpida. Sigo la trayectoria del auto hasta que se detiene junto al que nosotros tomamos. Un auto negro, una placa de otro color y un hombre que reconozco del incendio. Tenemos segundos y estos idiotas no ven nada. Siguen pintándose según veo.
—Valentina, ve y escóndete con Mat. No dejes que te vean en las ventanas. —Mi indicación es recibida con sorpresa y cuatro imbéciles demasiado quietos—. Mierda. Mat, metete en el baño con Valentina, enciende la ducha y si preguntan respondes tú.
—Tienen sensores de movimiento y de calor. Tienen que quedarse quietos, como si fueran una sola persona — Camila los empuja hacia la puerta. —Usen agua caliente, lo más caliente posible y métanse abajo. El agua distorsiona el sensor. Pongan música, pongan todas las señales que puedan.
Tres golpes llegan desde el piso de abajo. Valentina reacciona y tira a Mat del cuello de su pijama hacia el baño en medio del pasillo. La puerta se cierra con un golpe seco y le sigue el sonido del agua corriente. Camila debería ir con ellos, pero si los encuentran y ella está allí sería mil veces peor.
—¿Day? —Lee se levanta, tensa como un bambú seco.
—Mira qué sombras te gustan; yo ya regreso.—Camila hace que se siente otra vez sobre la cama—. Tranquila, a ti no te buscan. Si preguntan, solo estaban Mat y Day.
Camila sale conmigo al pasillo. Con Lee finge que todo está bien, pero a mi lado el miedo invade sus ojos. A mi no me buscan; no debería sentirme sumergido hasta el cuello en agua.
Llegamos al inicio de la escalera y Camila todavía no se ha escondido. No puedo retrasar abrir la puerta tanto tiempo.
—Aléjalos del techo.
Camila, cuando regresó a verla casi esperando ver que le salió otro ojo, está trepada a la ventana y a medio camino de subirse al techo.
Bien. Funciona, mientras no se caiga. No es exactamente la persona más ágil del planeta.
Entre ella, Mat y Lee, voy a perder la cordura y no necesito unas malditas gafas.
—¿Sabe qué hora es, Harry? — Abro la puerta de un tirón. Me apoyo en el marco y lo miro de arriba a bajo—. ¿No se cansa del traje? No hay nadie que lo mire.
—Howard — me corrige con su sonrisa de imbécil—. Tenemos información de un par de gafas desactivadas no muy lejos de aquí.
Pasa junto a mí con dos soldados cuyo rostro no puedo ver detrás de dos gafas semitransparentes que reflejan un sistema integrado de información. Sensores, alertas y líneas de texto pasan imposibles de procesar a la velocidad a la que pasan.
—Genial. Yo no lo hice. En realidad, mi trabajo es el opuesto —digo en el tono más árido que puedo lograr y lo sigo escaleras arriba.
—No creo que usted lo haya hecho, sino Camila. ¿No viajaba con ustedes? —pregunta. «Ustedes», como en Mat y Lee—. No vengo por los otros dos. Son cazadores y necesitamos cazadores. Sobretodo al sur. ¿A dónde van?
Sus acompañantes buscan en cada habitación. Abren puertas y golpean armarios. Cada golpe amenaza con romper los muebles antiguos y levanta el olor a polvo.
—¿Ahora que lo dice? Al sur. ¿Boston? La verdad me importa una mierda: díganme a donde ir y yo voy.— Vamos a Boston porque Cam quiere ir a Boston. No sé para qué, pero insistió en ello cuando preparábamos la cena.
—Las vías a Boston están todas cerradas desde el norte. Entren desde el este. —Howard acomoda su negra corbata en un sucio espejo que decora el horrible tapiz del pasillo—. ¿Quién se ducha a esta hora?
—Mat. Entre si quiere. —Dudo que lo haga. Todavía pretenden ser personas decentes.
O no. Uno de los hombres tira a Lee hacia el pasillo; sus manos enguantadas se clavan en su brazo. Los ojos de Lee titilan entre la determinación y salir corriendo; pero no puede correr, y yo tampoco. Cada dedo se clava como una garra metálica.
Tengo que recordarme que golpearlos haría todo peor. Cierro las manos en un puño y miro a Howard con lo que espero sea toda la indignación del mundo. Idiota.
—Había más camas destendidas —informa lo que creo que es una mujer, pero no estoy seguro.
Tiro de Lee hacia mí para soltarla de los soldados. Las garras se abren y Lee se aferra a mí.
—Sí, imbéciles, porque íbamos a dormir allá —apunto al cuarto donde estábamos Mat y yo—, pero tiene quince años, en esta mierda de mundo, en una casa que parece que tiene más fantasmas que un maldito campo de concentración y les tiene pánico a las arañas, que por cierto aquí hay como diez mil.
Tal vez exageré un poco.
Lee se abraza a mi pecho; siento su sonrisa a través de la negra tela de mi camiseta. La abrazo como lo hacía cuando era niña, más niña. Era un cuento fácil cuando era pequeña: jugar con ello, con la ternura de las personas. Ahora es mayor, ahora sería difícil que se lo traguen si Lee no fuera Lee.
Se aparta de mí con lágrimas tan falsas como todo lo demás y los ojos inyectados en sangre. Solo mis ganas de asesinarlos y ponerles sus malditas gafas no son actuadas y me roban la risa que esto podría provocar. El labio de Lee tiembla como el de los niños pequeños y una sola lágrima cae por su mejilla para morir en sus labios.
—¿Por qué nos siguen? —Su voz se quiebra sin perder el tiempo. Habla como si me hablara solo a mí, pero este teatro es para todos.
—Es un malentendido. Estos idiotas creen que tenemos a su científica loca. —Levantó la vista a Howard sobre la cabeza de Lee.
Es mi turno de advertirle; porque, aunque Lee no esté llorando de verdad, si se atreve a tocarla nuestro trato acaba con él en ese asqueroso mundo virtual.
El otro soldado, o lo que sea que sean, llega desde el pasillo para informar que no hay nadie más en la casa. Por medio instante creo ver el reflejo de las gafas en los ojos de Howard, pero cuando regreso a ver sólo encuentro café.
Howard sonríe y se acomoda el traje tan pulcro como nada de su persona. Él tiene la culpa de este proyecto, no Camila, no los que hacemos lo que sea por sobrevivir. Y si ella no puede ver eso, yo lo veré. No es justo.
—Disculpe, señorita. Puede seguir maquillándose. Dejé en su cuarto más Metaggogles. —Sus soldados bajan las escaleras antes que él. Su sonrisa cordial es una amenaza —. Espero tener más conexiones pronto Señor Saade acompáñeme a la puerta tenemos detalles que discutir .
—Que hijo de puta —murmura Lee cuando está lo suficientemente lejos. Se seca las lágrimas y me muestra una sonrisa de esas que iluminan vidas—. De nada.
—Eres horrible — bromeo—. Anda saca a Mat del baño antes de que Valentina lo asesine. Ya vengo
O antes de que diga algo que Valentina en el poco sentido del humor que ha mostrado, le parezca razón suficiente para cometer asesinato porque a Mat se le ocurra algo objetivamente ridículo. Lee salta por el pasillo para abrir la puerta sin golpear. Terrible idea pero en fin, mis problemas me esperan en la puerta.
Howard y sus soldados programados me esperan en el porche de entrada.
—Tienes un mes, dos semanas que te puede tomar llegar a Boston si quieres, pero cuando llegues Camila va a venir con nosotros voluntariamente. Cómo lo hagas no es mi problema: enamorada, drogada, lávale el cerebro, lo que tu quieras, pero en un mes ella va a estar trabajando para mi si quieres que los Metagoggles estén lejos de los ojos de tus amigos— advierte, su vista perdida en los árboles de la carretera. — Saluda a ambas hermanas por mí. Es un gusto como siempre señor Saade.
Su chaqueta ondula con el viento cuando regresa al auto, sus soldados u sus gafas dos luces anaranjadas y azules en la oscuridad que me tiene congelado en el porche. Poner Metaggogles a las personas es una cosa, manipular a Camila de esa manera es otra.
Tengo medio mes para inventarme algo, hasta entonces voy a fingir que esto no pasó. Es lo mejor para todos.
Cuando subo las escaleras, Camila sigue en el tejado, peligrosamente inclinado y de tejas ennegrecidas por los años. Se aferra a una espantosa decoración metálica sobre el estrecho tejado de la ventana.
Si Howard la conocía de algo, dudo que haya pensado buscarla aquí. Es demasiado sensata para ello, al menos lo era. Pero esa igual cuando sus soldados ven a través de las paredes
—Ya se fueron —indico con más de la mitad de mi cuerpo fuera de la ventana y la vista arriba.
—Sí, sí , escuché el auto. —Camila asiente, o al menos eso creo porque es difícil ver que hace además de estar acurrucada contra las tejas. No suelta las manos—. Dame cinco minutos.
No escondo la sonrisa como ella no la escondió conmigo. Está atrapada, como un gato en un árbol. No puede subir hacia la punta, es demasiado empinado, y tampoco puede bajar. Murmura un montón de incoherencias de las que solo distingo un "Okay". Sus pies bajan un poco para buscar apoyo y se retraen como resortes. Quisiera ver como subió.
Saco mi cuerpo por la ventana y apoyo los pies en el marco para llegar hasta el techo. Con una mano intento liberar la suya y con la otra me sostengo del marco superior de la ventana. Se resiste con tanta fuerza que sus brazos tiemblan, a punto de darse por vencidos y a nada de empujarme a mí.
—Fresita, ¿puedes confiar en mí dos segundos? —No le pido que me cuente sus secretos, solo que me deje ayudarla.
—No. no sé, mientes muy bien.
—Tú también. Mierda, solo dame tus manos y luego puedes seguir discutiendo, ¿quieres? —Si he mentido fue porque no teníamos opción—. Y a ti no te he mentido.
Niega con la cabeza, pero libera una de sus manos y acepta la mía, que ya está extendida hacia ella. Podríamos caer ambos. No importa, a mi no me importa al menos. Camila hace lo posible por voltearse y darle la espalda al vacío que nos espera abajo.
—¿Lista? — No lo está.
Afirmo mis pies e intento bajar con ella hasta que mi cuerpo está dentro de la casa y sus piernas ...deberían estar sobre el marco de la ventana, pero sus pies se agitan en el aire. Creo que está colgada de la canaleta. No calcule su altura. Suspiro y pongo las manos en su cintura.
—¿Qué haces? — grita como si su vida corriese peligro por mi culpa y no la suya.
—Confía en mí.
Tiro de ella hacia mí. Entra con un chillido más aguado que el de los niños y se aferra a lo primero que encuentra , mi cuello. Su peso me empuja hacia atrás.
Otro golpe seco me lleva a las memorias de juegos demasiado bruscos con Mat. Quizá también de algunas peleas. Tengo un vacío en el pecho que me hace toser hasta que puedo respirar otra vez.
Camila apoya sus manos en mi pecho, aunque en realidad está totalmente sobre mi.
—Perdón. Lo siento. ¿Estás bien? Es que no esperaba que hagas eso. —Su rostro le hace honor a su apodo cuando se acuesta a mi lado en el suelo de madera. Su pecho sube y baja rápido con los residuos de la adrenalina—. Perdón en serio.
—Da igual. Al menos no estás seis metros más abajo. —No hago ningún esfuerzo por levantarme.
Cuando giro la cabeza ella ya me observa, sus lentes se tuercen, pero ella no los acomoda. Hay algo en su mirada que es una chispa y el océano.
—Eres un mentiroso. —escupe—. ¿Por qué tienes esa cicatriz?
La confusión da paso a algo extraño, como un cordel atado con mucha fuerza en mi pecho. Yo no le he mentido nunca. Pero tampoco puedo responder eso. Sacudo la cabeza y regreso mi vista a la ventana, aún abierta.
—Otra pregunta. Esa no. —Suspiró a las nubes que ocultan las estrellas al otro lado de la ventana.
Camila se sienta y se inclina a un lado para quedar sobre mí y frente a mí; sus ojos, verde verano, encuentran los míos. Tengo una de sus manos a cada lado. Su cabello oculta el resto del pasillo.
—Bien, entonces te lo respondo yo. —Se inclina más cerca de mí, como si alguien más escuchara y ella no quisiera que lo hagan—. ¿Usabas maquillaje en el escenario? Bien, te creo; pero tú no lo hacías y no aprendiste para ocultar esto. — Sus dedos se deslizan sobre las antiguas marcas de lo que fue una pesadilla. No la aparto, porque necesito saber que quiere decir. Porque soy idiota en realidad—. Aprendiste por algo más porque solo sabes usar base y por la misma razón por la que yo soy experta en ocultar imperfecciones de la piel. Por la misma razón por la que nadie sabía lo que Tommy hacía hasta que salí de ahí pero tu adivinaste en menos de un minuto.
Sin pensar en lo cerca que está, me incorporo, aunque no puedo sentarme del todo. Sus manos encuentran apoyo en mis hombros y las mías en el suelo. No se aparta y yo tampoco.
—¿Qué te hizo ese idiota? —susurro al pasillo. En la habitación del fondo todavía hay una conversación—. ¿Te golpeaba?
Sus ojos son el Atlántico y todo el dolor de las canciones que pude escribir y que no tuve tiempo de terminar. Sacude la cabeza con una sonrisa color tristeza.
—No preguntes. No importa.
—Tú me preguntas a mí. ¿Yo tengo que responder y tú no a mí?
No hace falta. Como siempre, no falla en sus conclusiones y, en ellas, escribe las mías. Tommy era más que solo una mala relación. Era un monstruo de esos tan comunes que les dicen personas. No es la misma historia, pero se parece lo suficiente.
—Day, créeme que no lo vale — ríe, con la suavidad de la brisa. No lo vale, pero quiero saber. Frunzo el ceño sin atinar a algo que decir en medio de mis pensamientos convertidos en fuego—. Perdón, es que estás más enojado que Valentina cuando se enteró. Pareces un gato, encrespado y no sé.—Una de sus manos se suelta para acomodar mi cabello, despeinado tal vez por el viento o la caída. De pronto no hay fuego, solo las lluvias del otoño que tardará en llegar—. Fue hace casi un año. De verdad, no lo vale. Probablemente ya es un muñeco.
Perfecto, porque no entendí la mitad de lo que acaba de decir. Está tan cerca que huelo su perfume en cada movimiento de su cabello. Fresa y menta.
—El amor es una estupidez —murmuro. Esa es la única verdad que sé. Duele y solo eso puede hacer.
—Yo no creo eso. —Inclina su cabeza a un lado, sus manos descansan en mis hombros otra vez—. Pero sí duele, aunque no físicamente, solo...duele cuando tienes que ver a quien amas sufrir. No se puede amar sin sufrir.
—Es una mierda.
—Ya — ríe —, pero es una forma linda de sufrir.
Me sobran y me faltan argumentos. Prefiero no discutir. Las noches de verano son calientes. Su perfume huele mejor que las flores que dan paso al estridente verde de la estación. De por sí ya es difícil concentrarse.
—¿Cómo carajo tienes un perfume aquí? —pregunto. No suelo pensar antes de hablar como mi mamá decía que debería hacer. No sé cuánto tiempo llevo apoyado en mis manos, pero no las siento—. Apenas tenemos agua.
—Por la misma razón que llevo un cautín. ¿Por qué hueles a canela? —Una de sus manos juega con la tela de mi camiseta, la aprieta entre sus dedos y la deja libre.
—Me gusta la canela. —Qué respuesta más idiota y que sonrisa más idiota. La mía y la suya. La suya no, porque es dulce como las fresas. — Es una crema.
Los cables a los que les digo corazón se calientan, queman y necesitan algo que evite que mi piel se abra. Nunca imagine que crema humectante sería parte de las prioridades en un apocalipsis pero aquí estamos.
—Creo que crema y perfume no son lo suficientemente distantes para que te burles — dice con una sonrisa que duda entre los nervios y la diversión.
— ¿Quién dijo que me burlo?
No sé si el apodo debería pertenecerle solo a ella
¿Esto es normal? Para dos amigos, que son amigos desde hace apenas horas, cuando decidió usar el sobrenombre que usan mis amigos. No creo. Es una estupidez de todas formas.
En medio del silencio, extraño y compuesto, Camila abre los ojos y con un salto se pone de pie. La neblina de mi cabeza se asienta de golpe cuando veo a Lee mirándonos desde el marco de la puerta.
—Ya se que son novios, pero el pasillo no es para eso. ¿Van a enseñarme a usar rímel o no?
—Lee, linda, de hecho, no somos novios. Solo estábamos actuando para Éter. —Camila, como prometió, intenta arreglar el malentendido y esto, que no sé cómo se vería desde afuera—. ¿Valentina no te está ayudando?
Lee tuerce los labios en una mueca sarcástica.
—Valentina me dejo como un mapache y dice que confíe en el proceso. Mat casi me mete un palo al ojo. ¿Sabes que, Day?, llévate a Matei lejos de mi cara.
Me encanta Lee cuando entra en confianza: es esa burbuja de luz que hace falta en todas partes. Camila ríe con la facilidad con que suelen caer sus lágrimas.
Me asomo a la puerta.
—Vámonos, Matei. Tu manejas y mañana regresamos a Boston —llamo a Mat, que al parecer descubrió cómo hacer tinte con sombras de ojos, y ahora tiene rayos rosados en el cabello.
Lleva otro pijama y todo su cabello está mojado igual que el de Valentina.
—¿Boston? —Valentina busca una respuesta a su confusión en su hermana menor—. Pensé que nos alejábamos de los laboratorios, no que íbamos directo a ellos.
—Eso hacíamos. —Camila sumerge la brocha, o como se le llame, en rímel—. Yo... voy a arreglar esto.
Valentina asiente y deja las cosas en la cama.
—En ese caso todos deberíamos dormir.
—Espera, Day — Lee me toma la muñeca cuando pretendo regresar a mi cama. Me mira con ojos grandes que ocultan un terror de niña tras la máscara de un adulto —¿De verdad se tomaron la mentira los soldados? No me escucharon después ¿O sí?
Sonrío y la acompaño a su cama.
—Estaban afuera cuando salí, es poco probable — A menos que también su oído sea mejorado con tecnología. —. No te preocupes Lee. No voy a dejar que nada te pase.
—Me preocupan tu y Camila y Mat y todos — discute sentada en la cama.
A mí también.
—Nada va a pasarnos. — beso su cabeza como hacia cuando era niña. Lo extrañaba.
No es una mentira, es una promesa.
Cuando Mat y yo salimos, Camila se une y cierra la puerta detrás de ella Alguien, seguramente Valentina, tiene encendido el secador en el baño. Bien, Lee no podrá oírnos.
—¿Sabe Howard que estamos contigo? — Camila no aparta la vista de mis ojos.
—Que sepa o no da igual, mientras nos deje en paz.
Mat se apoya en la puerta y sacude la cabeza.
—No exactamente ¿Te dijo Howard que sabe que estamos con Cami?
Me la pone fácil. Es mejor si no saben, mejor para mi obviamente. Aprendí de muy pequeño que hay secretos útiles y nunca sabes cuando uno puede serlo. Por Lee y por Mat ¿Estaría dispuesto a entregar a Camila?
—No, no lo dijo —Al menos no literalmente Camila no aparta la mirada de mi, pero asiente y tira de Mat para abrir la puerta.
—Igual me querrán en Boston ¿No? Nos hayan o no creído, nada cambia. Buenas noches.
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