14 Hermanas
Camila
Después del almuerzo, con el sol descendiendo entre los árboles de la calle, regresamos al auto, ahora con provisiones. Voy adelante con Mat; por el espejo veo a Damon perdido en la ventana y a Lee, más bien solo su cabello, perdida en un libro de Física.
Lee tiene, tenía un gran futuro por delante. Yo le quité eso. Lo tenía en su curiosidad, la misma que veo en Damon cada vez que le hablo de mil cosas científicas. Quizá no fue ingeniero ni científico, pero su nombre igual fue conocido. Suele mandarme a callar, pero a veces se queda en silencio y escucha. Creo que le asusta no entender.
Entre las cosas del auto, encontré un dispositivo de esos viejos que apenas tienen pantalla y sirven para poner música y nada más. Se conecta por un endeble, y casi deshilachado, cable a la radio y la música cubre el silencio.
Tengo demasiados pensamientos como para hablar con Mat. Terminaría hablándole sobre Valentina y las tardes en que salíamos a tomar café, solas las dos; las noches de películas y pizza; las peleas por la ducha y las series que veíamos juntas. Terminaría llorando es lo que quiero decir.
—No podemos seguir. —Mat se detiene en el borde del puente que sale de la ciudad y se dirige al sur.
Es por donde vine, aunque yo tomé vías menos colapsadas y tampoco es que me importase mucho.
Aquí los autos no frenaron a tiempo. Lee se sumerge entre las páginas para evitar los autos volcados, golpeados y, algunos, solo formados como bloques de lego uno contra otro.
Cada vez veo más muertos, más cuerpos desintegrados en mundos virtuales y quemados hasta su centro, hasta su voluntad. Por mi culpa.
—Podríamos buscar uno al final del puente y cambiar de auto —sugiero.
Solo quiero salir de aquí.
—¿Quién eres y qué pasó con Cami? —bromea Lee.
El libro se queda en el auto cuando salimos a sortear autos en busca de alguno en buen estado. Hacia la mitad del puente hay más espacio en el resquebrajado concreto que deja ver más allá de un montón de metal a los detalles de la escena apocalíptica.
Algunos muñecos caminan al final del puente sin rumbo. Los más conscientes, los que no han entrado en una fase que inhiba su movimiento real por el virtual. Uno se descompone en un movimiento que lo retuerce como una trenza y lo suelta contra el muñeco. No necesito acercarme para escuchar las vértebras como fuegos artificiales al quebrarse.
—Lo difícil va a ser transportar todo al otro auto —comenta Mat pasando entre un auto rojo y uno gris. Usa los espejos para alzarse sobre la parte colapsada—. Bueno, no que tuviésemos tanto.
Su sonrisa es natural, pero para mí es un veneno delicado. Subo como puedo sobre el capó del auto rojo y me deslizo al asfalto. Frente a mi hay un auto blanco igual al de mi hermana mayor. Salieron a buscarme o eso dijo Damon, pero nada dice que llegaron.
—¿Valentina? — pregunto al vacío.
Solo hay una persona en el auto. No tengo tiempo de pensar que le pasó a Frank. Hay muchas posibilidades y una de ellas es que haya saltado, víctima de la inconsciencia y lo que sea que haya estado haciendo en su mundo virtual.
Ignoro las preguntas cuando me acerco al auto. Mis manos actúan como escudos a la luz para ver al interior, a la melena de cabello café y la chaqueta roja que le encanta. Las gafas reflejan su luz blanca sobre el tablero del auto. Tiene que ser alguien más, producto de mi imaginación. Pero no lo es.
—Lee, hazme un favor: tráeme mis pastillas. Están en algún sitio en el auto. —Damon habla con una calma irracional en algún punto detrás de mí.
—¿Te sientes bien? —Lee hace la pregunta que yo tengo y que mis labios no pueden formar—. ¿Quién es ella?
—Sí, solo es rutina. —Me pierdo la sonrisa de Damon; no tengo la fuerza para apartar la vista de mi hermana mayor. Pero la escucho en su voz—. Yo no debería correr tanto, anda tu y yo ayudo aquí. Parece que Camila vio algo útil. Te cuento cuando regreses.
Miente. ¿Por qué miente? ¿Por qué la aleja? No la quiere aquí. Los pasos de Lee se alejan entre los autos. Valentina es todo lo que puedo ver. Una sacudida lanza su cuerpo contra el volante. De su nariz corre un hilo de sangre, un hilo rojo y delicado.
Retrocedo todo lo que puedo. Dos manos que ya se me hacen conocidas y el olor a canela me detienen.
—¿Quién está en ese auto, Fresita? —escucho a mi espalda, pero solo puedo sacudir la cabeza.
Damon me gira para buscar mi expresión o una respuesta. No puedo darle ninguna. Me aferro a sus brazos para mantenerme en pie. Le pusieron las gafas.
Cuando me llegó su primer mensaje salí del laboratorio sin quitarme la bata. Corrí a casa de mis padres y donde yo vivía por entonces. No había salido del laboratorio en días. Los encontré con las gafas, deshechos en la poca humanidad que les quedaba. Apague las gafas y apagué su vida.
—Mat, saca al muñeco del auto. —Damon mantiene sus ojos fijos en los míos.
—¿Por qué? ¿Quién es? —Mat lo cuestiona, pero escucho la puerta del auto abrirse—. Con ella forcejearon; tiene las marcas en el cuello. Estos están más limpios. Espérame déjame desconecto el coso de alimentación. —Mat tararea una canción, una que, según recuerdo, es de Damon—. Sí, a estos los tienen bien cuidados. Seguramente es porque están al borde y es más fácil llegar. Pero mira esas marcas: ellos segurísimo no las tomaron por elección, nah que va, estos son los que intentaban salir.
No entiendo la mitad de lo que eso significa. Cuando me doy la vuelta, Mat tiene a mi hermana en sus brazos. No necesito ver su rostro, veo su cabello como el mío y sus manos como las de mamá.
—Valentina —susurro sin atreverme a tocarla.
Le hice esto a toda mi familia. Mat la deja en el suelo y mira a Damon con cara de confusión, parecida a la que pondría un niño pequeño.
—Quítale las gafas —escucho decir a Damon. ¿Perdón? Quisiera girar a verlo, a ver si estoy entendiendo bien lo que dice, pero no soy capaz de moverme—. Apágalas antes y espera antes de quitarlas.
¿Qué?
Ese proceso es demasiado detallado como para que solo se le haya ocurrido que funcionaria. Consigo apartar la vista de Valentina para buscar al autor de la idea más peligrosa que he oído, porque ya se me ocurrió a mí, porque acaba mal, muy mal. En sus ojos no hay duda, pero tampoco hay seguridad.
—¿Estás seguro de que eso va a funcionar? —Mat sostiene su duda en cada palabra. Ya no veo a Mat ni a mi hermana—. ¿Cami?
Aunque sea me lo pregunta, pero tampoco sé qué hacer.
—Está muerta de una forma u otra. Al menos podemos intentar. — susurra Damon —. Camila, ¿qué prefieres? Sabes que esas cosas no son vida. Tú me lo dijiste.
Tiene razón. Dije que ponerlas a alguien equivalía a asesinar. Cierro los ojos, aprieto los labios y asiento. No quiero ver. No puedo ver. ¿Qué hice? Esto es una estupidez. Mi hermana ya no existe. Da igual.
Maté a mi hermana.
—Mat, quítaselos.
Valentina es todo lo que tengo de familia, aquí y, hasta donde sé, en todas partes. Lo que le pase es mi culpa.
Cuando me giro Mat está a punto de apagar las gafas, sus dedos encuentran el botón. Cuando le quite las gafas, su corazón dejara de latir, como se calló el de mis padres. Cuestión de segundos.
—¡No! — grito. No me siento gritar.
Mi cuerpo se abalanza por sí mismo, como un autómata rebelde. Antes de llegar a Mat dos brazos me rodean y me levantan del suelo. Grito: para que me suelte, para que no lo haga. Veo entre la neblina de las lágrimas. Necesito que me suelte. Necesito evitarlo. Aun respira.
Mi cuerpo actúa por su cuenta. Empujo como nunca lo había hecho antes y los brazos me sostienen con más fuerza. Mi voz suena ajena, hace eco y me llega desde lejos. No hay suelo bajo mis pies; no hay nada que me sostenga y hay algo que no me deja moverme. Pateo para soltarme y encuentro un abrazo. Me gira para que ya no pueda ver. Igual no veo nada, no entiendo nada, no existe nada.
—Mat. — La voz agitada de Damon lo apresura.
Quiero que se detenga. Todo es un borrón de colores. Mi pecho arde con el fuego de mil incendios. Golpeo los brazos que me retienen y me apartan de mi hermana. Solo me aprietan más, me abrazan contra la suavidad de una tela rosa y el olor de la canela cuando se mezcla con vainilla. El jabón de mi hermana siempre era de vainilla.
—Eso hago. Me dijiste que espere.
Ya es tarde. Me aferro a la tela de una chaqueta familiar con un olor familiar. Ya está hecho.
No tengo más gritos, más golpes que dar, solo lágrimas. Cierro los ojos. ¿Quien me sostiene? ¿Dónde estoy?
—Fresita, tienes que respirar o te vas a desmayar —advierte la voz de Damon cerca de mi oído.
Son sus brazos los que me aferran contra sí, lejos del suelo donde podría lastimar a Mat. Estaba a punto de empujarlo por la baranda.
¿Cómo podría respirar? Me quitaron todo lo que tenía. Nadie me lo quitó. Me encargué de destruirlo yo sola.
—Ya está. —Escucho como Mat se levanta, pero no me atrevo a mirar.
Damon se mueve conmigo en sus brazos. Se agacha y me bajo con él, por un instante hay un silencio ahogado entre el río y mis sollozos. Una de sus manos me suelta, la otra me mantiene contra su pecho.
—Hay pulso. — habla tranquilo, como si no pudiese haber matado a mi hermana—. Hay movimiento de pupilas con la luz y respiración regular. Ya no sangra su nariz y sorprendentemente no apesta.
Se incorpora conmigo. Sus manos acomodan mis lentes y limpian las lágrimas a su paso. Todo mi cuerpo se siente como una gelatina que no ha tenido el tiempo suficiente para solidificarse.
—¿Estás bien? —pregunta con la suavidad que no escucho desde que entré a su habitación a medianoche. —. Porque Valentina está bien. —Mira sobre mi cabeza a Mat y asiente—. No te desmayes antes de saludarla.
¿Por qué tiene que decir estupideces cuando iba tan bien?
Espera; ¿«saludarla»?
Me giro con un agujero donde antes tenía un corazón. Caigo de rodillas en el pavimento. La luz del atardecer cae sobre los ojos de Valentina, que se cierran por instinto. Sus manos buscan a qué aferrarse para levantarse.
Tomo sus manos en las mías. Mat se aleja con una sonrisa y regresa donde su mejor amigo, que es un idiota y que tenía razón.
—¿Cami? —Lee llega corriendo entre los autos. El tarro de pastillas suena como una maraca en sus manos—. ¿Qué pasó?
—Nada —Damon se apresura a mentir. No sé qué cara puso Lee, pero cambia su respuesta inmediatamente—. Encontramos a la hermana mayor de Fresita. Resulta que sí se pueden quitar las gafas.
Mat chasquea la lengua. Los escucho, pero no aparto la vista de Valentina. Apoyo su cabeza en mis piernas, busco sus latidos en su muñeca.
—No sé, Day Day, es muy aleatorio. Lo intentamos con un chico hace dos semanas. Hicimos exactamente lo mismo, pero eh —dice Mat. — No está muerto, pero tampoco está despierto. Eta un experimento antes de intentar con Tirso.
—Bueno, la mitad de los casos ya es algo. —Lee bate el tarro de pastillas—. ¿Quieres estas?
—¿Quién es Tirso? —Valentina murmura. Sus ojos se abren y encuentran los míos—. ¿Bebe?
Se levanta tan rápido que su cabeza choca con la mía y empuja los lentes contra mi nariz. Es esa clase de golpe que es peor que ahogarse con agua de piscina. Me cubro la nariz.
—Perdón, perdón. —Valentina pone sus manos en mis mejillas. Entre las dos, nunca hablamos en inglés—. Estabas llorando, ¿qué pasó? ¿Qué te hicieron?
La furia de Valentina, cuando se trata de alguien que ama, es como el Vesubio en tiempos de Pompeya. Un apocalipsis peor que el que yo creé.
—No. Yo hice esto. —La sonrisa contradice todo lo que, hace unos segundos, sentía—. Digo, yo hice las gafas y te las pusieron a ti y a mamá y a papá y a tanta gente —No puedo evitarlo, las palabras se me escurren en las lágrimas que vuelven a caer.
Valentina me abraza. Huele a sudor, pero supongo que no me importa mientras sea mi hermana. Sus manos ordenan mi cabello.
—Luego me lo cuentas. —Valentina me da un beso en la cabeza y me usa para levantarse. Se apoya en mis hombros para no caer.
Cuando tenía dieciséis, me volví tan alta como ella. Las bromas, igual, no se detuvieron, tampoco los apodos.
Mat es el primero en acercarse.
—Lamento potencialmente haberte matado. Soy Matei, Mat. —Sonríe tan radiante como el atardecer y apunta a los demás—. Day, digo Damon y Lee.
Lee saluda con la mano y una sonrisa tímida. Damon, por otro lado, cruza los brazos y se limita a un gesto con la cabeza.
—Veo que tenías ayuda. —Valentina observa a cada uno como si con ello decidiera que piensa de ellos. No es como si tuviésemos mucho de donde elegir—. Valentina Yépez, hermana de la súper genio de aquí.
Valentina se acomoda el cabello y lo ata con un elástico. Su mirada, sus ojos cafés y firmes como solo una abogada tiene, estudia el puente.
—Te pusieron los Metagoggles a la fuerza —apunta Damon—. Estamos en el algo de Abril del mismo año. El mundo está en la mierda. Bienvenida.
Damon se aleja para traer las cosas y Lee le sigue como un patito. Ella siempre lo sigue.
—Perdón por él. —Mat sonríe y le entrega a Valentina una botella de agua de una mochila que ni siquiera vi que tenía—. Aunque tiene razón la verdad. Nosotros vamos al sur. Asumo que vienes con nosotros.
—Danos dos segundos. — Valentina levanta dos dedos y se apoya en mí para llegar al barandal que divide la carretera del vacío—. ¿Podemos confiar en ellos? El de los ojos de dos colores oculta cosas.
Sé que tiene razón, lo que no entiendo es como adivina tan rápido a las personas. Me apoyo en la baranda y mi hermana me toma del brazo para que no haga eso.
—Sí. O sea, más o menos. Hasta ahora me han ayudado a correr del gobierno y los cazadores.
—¿Gobierno? ¿Cazadores? Camila... —Valentina suspira y su mano se apoya en su frente. Esa es su cara de «quiero asesinarte».
—Te explico en el auto. Suena peor de lo que es. —La verdad es bastante malo. No tanto como lo que no he dicho—. Tina, Mamá y Papá, tienes que saber que también les quite las gafas —No puedo decirlo. A ella no—. Y... con ellos no funcionó.
Un nudo me tortura en el pecho. Ya no quiero llorar más. Mi hermana mira al sol reflejado en el agua turbulenta y contaminada de la ciudad. Lo último que queda de luz antes de la noche. Dos meses es mucho tiempo y no el suficiente. Aprieta los labios y cierra los ojos.
— Sabía que algo malo les pasó. —Valentina suspira y me acomoda los lentes. Una sonrisa trémula al borde del agua busca reconfortarme—. No es tu culpa.
—No se siente así.
• • •
Esta vez nos detenemos en un hostal en medio de la nada; una casa totalmente rectangular, antigua, de techos triangulares y de un blanco desgastado. Las luces se encienden con lo que asumiré son paneles solares y un generador. El auto que Mat eligió es más amplio que el anterior y de color blanco.
No me gusta viajar en la noche, entre calles que parecen pasillos oscuros sin final, sacados de una pesadilla. Pesadillas tengo de sobra. Al menos contarle a Valentina lo que ha pasado las últimas semanas me distrajo por un tiempo.
Lee le cuenta sobre Mat y ella, pero sobre Damon hay poco. Él está en silencio. Si no fuera porque es quien maneja pensaría que ha estado dormido.
—Deberías bañarte —le sugiero a Valentina, mi mochila en mis manos.
—¿Tan mal huelo? —bromea—. Bien, espero que haya agua caliente.
Ella se lo toma mejor, con su mejor cara de abogada sería. No llora, no frente a los demás.
—Yo no contaría con eso. Pero tenemos comida. —Lee levanta las bolsas de comida y le sonríe. Corre antes que nadie al interior.
—Lee. —Damon baja del auto y murmura algo en portugués—. Lee, no corras en las malditas escaleras de madera. ¡Mat! —Habla alto sin gritar y alerta a su mejor amigo—. Mierda. Que no corra por las escaleras.
Mat hace un saludo militar y entra detrás de Lee, dejando todo el equipaje que cargaba junto a la puerta.
—Oh Leeeee —lo escucho canturrear.
Valentina ríe a mi lado.
—¿Es su padre? Se ve algo joven. Digo, no juzgo, pero se ve muy joven.
—¿Qué? —La pregunta me causa gracia—. No, es como su hermano, pero no son hermanos, solo amigos, creo. No es así con nadie más.
En realidad, existe un Damon distrito para muchas cosas y es un espectáculo verlo intercambiar entre uno y otro. Él es el que se desmayó en las escaleras para empezar y por irresponsable.
—Lee me recuerda a ti a esa edad. —Valentina sonríe a la puerta abierta de la casa. Es poco más que una casa de Hacienda transformada en hotel—. Todo es culpa de ese Toby.
—Tommy —corrijo sin pensar. Tiene razón, pero no voy a dársela, al menos creo que la tiene. Después de Tommy no estoy segura de muchas cosas, no siquiera de lo que siento. Prefiero hablar de otra cosa—. Claro, no puede recordarte a ti porque te la pasabas de fiesta. De lunes a sábado.
—Pasaba hermoso —Valentina dice ofendida antes de reír—. Te veo adentro. —Me apreta la mejilla como una abuelita y me quita la mochila con ropa antes de entrar.
El jardín es un desastre de césped demasiado alto y arbustos crecidos. Las escaleras de madera que suben al porche parecen más antiguas que la guerra civil. Adentro las luces empiezan a encenderse, pero aquí, cuando el auto se apaga, todo queda a oscuras.
—¿Estás bien? —No lo escuché acercarse y detenerse junto a mí. Tiene los ojos fijos en su reloj—. No me respondas. Vas a empezar a llorar. Eres transparente.
—No. Estoy ...no sé. —Paso las manos por mi cabello para acomodarlo—. Tengo dos preguntas.
La sonrisa de lado me dice que es exactamente lo que esperaba. La bufanda, desacomodada, me deja ver el rastro de la cicatriz, una que oculta con un movimiento que es casi un tic.
—Obvio —dice—. ¿Sabes qué? Tienes tres.
¿Tres? Bien, tengo que pensarlas bien porque si me dijo tres va a responder las tres. Pero no puedo hacer las que quiero en verdad porque entonces no me va a dejar preguntar más.
—¿Por qué le dijiste a Lee que trajera tus pastillas? Que por cierto nunca me había fijado que tomas pastillas.
Una de tres. Damon ríe y sacude la cabeza.
—Pensé que podías deducir eso sola. Supongo que no estabas en condiciones de pensar. —Sus ojos buscan la silueta de Lee en alguna de las ventanas—. No, Fresita, ya no tomo pastillas en absoluto, pero eso no lo sabe Lee y tenía que alejarla.
—¿Por qué? —Rayos, ¿eso cuenta como otra pregunta?
—Te queda una pregunta —confirma—. Porque te admira y mucho. Me estaba arriesgando a que colapses si las cosas salían mal. —Se encoge de hombros y me mira—. Y al parecer si salían bien también. Podría asustarla, verte así.
—¿Cómo sabías que iba reaccionar así?
Apenas estoy procesando lo qué pasó y mi horrible reacción. Todo se resquebrajaba ante mis ojos y era culpa mía.
—Me la esperaba. Te conozco un poco más y tienes unas reacciones pésimas —interrumpe mis pensamientos—. No que no sean justificadas.
—Lo siento. —Mi rostro se calienta con la difusa memoria de los minutos antes de que despierte Valentina—. Perdón si te lastimé. No quería... digo, en serio no quería. Perdóname.
Damon mete las manos en los bolsillos y, tal vez por el viento, lo imito. Ni siquiera tan lejos de la ciudad hay estrellas.
—Asumí que no era lo que querías. No tienes que disculparte —dice sin más—. Última pregunta.
—¿Cómo sabías que hacer? — Bajo la vista para mirarlo y me encuentro con su mirada. No sé hace cuanto está ahí.
—No sabía.
Imbécil. Lo hizo sin pensar y, a la vez, era más razonable que cualquier otra opción. Aparto la mirada y me refugio en la chaqueta. Es un imbécil que aguantó todos mis golpes sin soltarme. A veces no entiendo: cómo puede haber tantas personas en una sola. El olor a canela, los brazos que no me permitían caer al abismo. Y el poste que se para junto a mí con la misma expresión que una torre de ajedrez.
—Gracias —susurro.
No por hacerme pasar unos de los peores minutos de mi vida con su idea, sino por sostenerme mientras los vivía y devolverme a mi hermana.
—Tú también has hecho cosas por mí, Cam —dice indiferente, como escapando de la gratitud.
—No me parece que la vida se basa en deudas, Day.
No somos amigos. No lo creo. Pero es imposible que, después de tanto, no haya siquiera los cimientos de algún tipo de puente. Al menos no puedo decir que sea un extraño.
—Yo no dije eso.
—Entonces explícalo.
—¿Cómo carajo consigues hacer tantas preguntas sin preguntar nada? —se queja a pesar de la sonrisa—. Digo que tú ayudas y ya. Yo puedo hacer lo mismo, aunque no sé si estaba ayudando o empeorando las cosas.
—Era el único camino. —Ahora sé que es cierto.
—Puede ser, pero podría haber dejado las cosas como estaban.
Podría, pero no lo hizo.
—¿Por qué no lo hiciste?
—No te quedan preguntas, Fresita —sonríe el muy cínico.
—Como quieras. —Me rindo. Avanzo hacia la casa y, en los escalones, me detengo. No me quedan preguntas, pero esta no es una pregunta—. No te gustan los extraños.
Damon, que se había dado la vuelta para tomar sus cosas de la cajuela del auto, levanta la mirada con una expresión confundida.
—Como a cualquier ser racional menos Mat. —Se carga la mochila al hombro y me encuentra en la escalera—. ¿Y?
Sacudo la cabeza. La sonrisa, esa que es inevitable tras un descubrimiento, es una que trato de ocultar y que lo enfurece. Sus ojos se vuelven microscopios que escudriñan. Me acusa de analizar a la gente, pero hace lo mismo.
—Eres tímido —sonrío. Damon no sonríe para nada, me mira como si le hubiese preguntado sobre su mamá, cosa que no me he atrevido a hacer ¿Por qué no sé callarme? Mi sonrisa se desvanece con la misma velocidad con que me hago a un lado. — No quería ofenderte, perdón.
Veo la tormenta que se enciende como un chispazo tras sus ojos. Uno brilla dorado en la luz, otro se funde en el negro como el mar a medianoche.
—Y tú cobarde —escupe. No lo niega—. ¿Por qué estamos teniendo esta conversación?
Se defiende tanto como dice la verdad. Pero duele. Los primeros tablones del puente sobre inestables cimientos se hacen pedazos o se afirman uno contra otro. Pasa a mi lado al interior de la casa.
—Por cierto, deberíamos aclararles que no somos novios antes de que a alguno de le ocurra la brillante idea de decirle a tu hermana. —El sarcasmo carga cada una de sus palabras e inunda sus ojos.
Como en la casa con Éter, su personalidad se despedaza en un personaje. No se cual es cual ni cuando hablo con cual. Sé que, al atardecer, el que me sostenía era el real.
—Creo que ya saben. Si hay malentendidos yo me encargo —le respondo, con el vacío del viento en mí.
Cobarde, pero no quiero ser cobarde. Cuando llega a la puerta que sale del pasillo de entrada, cerrada, verde y espantosa como solo una casa antigua puede tener, encuentro mi voz.
—No tienes que hablarme así ¿sabes? —Mi voz tiembla y busco apoyo en el pomo de la puerta principal.— Eres amable y no tienes que fingir que no.
Solo veo su espalda. Las lámparas, con sus cristales opacos, borran los detalles. Lo escucho suspirar.
—Ya sé, Fresita. Perdóname.
Sonrío, despacio, con la seguridad de las hojas a la deriva de la brisa. No espera mi respuesta y sube, corriendo, como le dijo a Lee que no hiciera.
Cierro la puerta detrás de mí y subo uno a uno los escalones. Lee y Mat hablan a gritos, pero las memorias en mi cabeza son las únicas palabras que entiendo.
«La mitad de las posibilidades es mejor que ninguna» dijo Lee, y tiene razón, aunque no sea la mitad, ni cerca de la mitad.
«No es tu culpa» dijo mi hermana, pero sí mi responsabilidad. Tiene que haber algo más seguro, algo que sí funcione al menos en la mayoría.
«Cobarde» me acaba de decir Damon, y tampoco lo niego. Después de todo, he escapado demasiado tiempo.
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