12 Migrantes
Damon
Mat me mira entre sorprendido y dolido. Conozco esa expresión a la perfección, pero no conozco a mi mejor amigo.
—¿Qué? —pregunta el muy imbécil.
Lo peor que puedes decirle a Mat es lo que acabo de decir, porque es verdad. Quería herirlo. No sé en qué estoy pensando, pero no pienso retroceder.
—Eres un hijo de puta. — Lo repito porque soy idiota.
Los ojos de Mat me buscan como los de un niño que no entiende del todo. Son las heridas que yo vuelvo a abrir, las grietas pegadas a la fuerza y que veo separarse otra vez por mi culpa , las que me hacen apartar la vista.
—Day, ¿qué hice?
—¿Qué hice? —lo imito. Dejo caer la mochila que tenía empacada y me acerco a él—. Sigues a Éter como un perro. ¿Y yo? te importo una mierda.
No me importa donde estén Camila o Lee o lo que hagan; Mat es, o puede dejar de ser, mi mejor amigo. Él abre los brazos sin entender lo que está pasando.
—¿Me importas una mierda? ¿Cómo puedes decir eso? —Se lleva las manos al pecho el muy teatrista.
No quiero golpearlo. No puedo con este idiota. Debería tener control sobre mis acciones, pero siempre se me ha dado muy mal eso; solía meterme en problemas con los profesores hasta que se rindieron. Lo empujó hacia atrás y Mat se tambalea.
—Damon —. Camila me dice como una advertencia.
Que no se meta.
—Te preguntó y te quedaste a su lado. —Eso no es todo y lo sabe.
Apenas lo veo en la oscuridad del bosque. Lleva una linterna en la mano que le ilumina la cara y me deja ciego cuando mueve las manos.
—¡Porque tengo que sobrevivir! ¿No es eso lo que hemos hecho siempre? —Mat se exaspera fácil, pero no suele alzar la voz—. ¿Qué querías que haga? No me contaste nada. No te importó dejarme allí sin saber dónde estabas. Asumí que no me querías con ustedes.
Ni Lee ni Camila conocen toda la historia. Esto va atrás más de una década y lleva secretos que ahora son una amenaza. No he dejado de confiar en él y esa es la peor parte.
—¿Qué habría sido diferente de lo que tú hiciste? Estaba en todas las putas pantallas de Nueva York y nunca intentaste decirme nada. En tres malditos años no sabía dónde estabas, no sabía si estabas vivo, no sabía nada . —No es lo que tenía pensado decir. Muy tarde—. Eras mi único amigo, y hasta donde yo sabía te importaba una mierda.
—Damon —Mat baja la voz y trata de acercarse. Cuando extiende la mano agarro su muñeca con fuerza y él vuelve a retroceder—. Perdóname, yo...
Aprieto la mandíbula hasta que me duele la cabeza. Ya me dolía de todas formas. Asiento, aunque me arde la cara, el corazón lo tengo comprimido a una canica y latiendo como reloj acelerado. No sabría decir qué quiero hacer, pero sí sé que debo retroceder antes de que haga algo. Pasaron años sin saber nada de él. El dolor, cuando se sostiene lo suficiente, se vuelve algo más y estalla, como las llamas de la casa a más de un kilómetro de aquí.
—Basta. —Camila se para entre ambos y me mira con una determinación que en ella es poco común cuando se enfrenta a alguien—. ¿Sabes lo difícil que es hablar contigo? No escuchas. No tienes derecho a hablarle así.
Mat muerde uno de sus dedos. Su expresión cambia totalmente cuando se apresura a poner una mano sobre Camila. Muy tarde.
—Perdonado estás desde hace tres años, imbécil —hablo sobre Camila como si no estuviese y recojo mi mochila.
Comienzo a caminar sin esperar a que nadie me siga. No importa. No vale la pena. Ahogo lo que queda como se apaga un fuego, sofocándolo, encerrándolo hasta que no queda oxígeno. Busco los números en el reloj; cambian cada minuto.
Noventa y seis. Ciento diez, ochenta y cuatro. Aprieto las manos esperando ver como bajan los números, casi deseando que lleguen a cero.
¿Sabes lo difícil que es hablar contigo?
—No deberías decirlo así —Mat susurra como si yo no estuviese cerca.
Soy muy bueno escuchando. Los secretos me mantuvieron vivo mucho tiempo. Lo que se susurraba en las paredes, lo que callaba porque no tenía opción, lo que se oculta con un poco de maquillaje.
Me oculto de mí mismo en las sombras del bosque. Me escabullo de la luna para no reflejarme en ella. No me agrada la persona en los espejos.
—No entiendo —Camila susurra.
—Mat. Cállate — digo alto.
No quiero saber que tiene que decir sobre mi. No quiero ser esa persona, la clase que necesita un manual de instrucciones para que los demás la toleren. Está bien si piensa eso de mi. Prefiero saberlo.
Mat no dice más, pero en unos minutos lo encuentro caminando junto a mi. Aquí el bosque es menos denso y vuelvo a ver la luz neón entre los árboles. El rosa y su cabello azul le dan un tono púrpura a su rostro.
A veces todavía veo al chico de doce años que conocí.
—Tienes razón. Yo no te busqué —dice y apunta al camino. Sabe cuándo venir a buscarme. Suspira—. La verdad es que, me contaste lo que ibas a hacer con Éter y yo me acobarde.
—Esa parte me la sé. —Le sigo sobre la reja de la última vez—. Dijiste que te quedabas, que ahí tenías lo que necesitabas.
Salto sobre la reja y aterrizo junto a Mat, que me da la mano para levantarme.
—Lo que no sabes es que se lo dije a Éter. —Mat hace una mueca como un niño al que han atrapado robando dulces. No soy muy ajeno a esa situación—. Ya tenía sus sospechas pero... Ajá, por eso te descubrieron. Luego, cuando te vi en las pantallas, lo habías logrado y yo casi arruino todo eso. No podía verte a la cara sabiendo que le hice eso a mi mejor amigo.
Mat juega con sus manos, con el anillo que siempre ha llevado y que era de su madre, de una prostituta.
—Eres el que me convenció de que podía hacer música, Matei. Preferiría mil veces haber escuchado que me clavaste cincuenta cuchillos en la espalda que esos tres años —digo y parpadeo hasta que el fuego se extingue. Me aclaro la garganta y meto las manos en los bolsillos—. Perdón por lo que te dije.
—No. —Sacude la cabeza—. Me lo merecía y, bueno, tampoco es mentira. —Mat intenta formar una sonrisa que parece más un pobre intento de no llorar. — ¿De verdad te ibas a ir sin mi?
¿La verdad? Para cuando bajamos las gradas estaba a punto de ir a despertarlo.
—No. Pensaba taparte la boca con cinta adhesiva y llevarte con nosotros.
—¿Cinta adhesiva? Me ofendes.
—Ambos sabemos que no.
—Nop. Te quiero demando. — Mat nunca ha tenido problema en que yo no sea capaz de decir cosas así. Deja una mano sobre mi hombro y se gira para ver si las chicas nos siguen—. ¿A dónde vamos?
Cuando no ve, aprieto mis ojos con las manos y respiro el helado aire de la madrugada, esperando que se lo lleve todo consigo. Como odio a Mat.
—Pensé que ustedes sabían. — Camila se detiene junto a Mat.
Me mira con cautela cuando me giro . Lee por poco camina dormida, pero no se atreve a quejarse porque ella insistió en venir. Estaba más segura con Éter.
—Lee, ven aquí. Estás desafiando lo que es posible —le indico con una sonrisa actuada que, después de tres años, se me hace más familiar que la real. Es más mía.
—No. Estoy bien. Sigamos —Lee, con los ojos medio cerrados, se amarra el cabello en un mono usando sólo su cabello, no tengo idea de cómo, y reajusta la mochila negra—. ¿Dónde estamos?
—En la ciudad. —Mat mira alrededor de la calle que termina en la entrada del bosque—. ¿Tenían algún plan?
—Si Cam me dejara sí, pero no me deja. Tengo el mismo plan desde que empezó este apocalipsis. —Apunto hacia los autos aparcados y olvidados que ya no le sirven a nadie.
—Eso es robar. —Camila se cruza de brazos.
Le encanta decirme lo que hago mal. Pero ya no estoy solo. Intercambio una mirada con Mat, que sólo sonríe y busca en la acera un auto que le llame la atención.
—Calma, Fresita. A nadie le hace falta aquí.
Lo último que quiero es hablar con ella. Por lo menos no estamos solos.
—Tampoco sería la primera vez que lo hacemos. —Mat le guiña el ojo a Camila que lo mira como una tormenta eléctrica.
Con Mat escogemos un auto negro lo suficientemente grande para los cuatro. Se ve rápido. A un lado del auto y de pie junto a la puerta del conductor, el propietario nos mira vacío. Gafas blancas, manos inertes.
Mat retrocede con asco.
—No. Ni se te ocurra. — Camila se queja. Lee la retiene por el brazo.
—No podemos caminar tanto, Cam; y es verdad, nadie lo necesita ya.
Es uno de los pocos que aun se sostiene en pie . Me acerco para quitarle las llaves. En un movimiento brusco levanta el brazo y me de con el metal en el ojo.
Por instinto retrocedo, pero no lo suficientemente rápido. La punta de la llave me deja una bonita raya desde la ceja hasta quien sabe donde. Me duele todo un lado de la cara.
Lo miro a través de la mano con la que me cubro el ojo. Me lanzo de lado para que se estrelle contra el lateral del auto. Si el movimiento fue un espasmo o intencional no quiero averiguarlo. Su cuerpo se dobla como plastilina . Cae al asfalto y se desmorona como un muñeco inflable sin aire.
—Muñecos —murmuro.
Pateo su mano y las llaves se desplazan un metro más allá, donde Mat las recoge. Las limpia en su chaqueta de Jean como si estuvieran cubiertas de algo más que sudor. Tal vez saliva.
—¿Yo conduzco? —La sonrisa de psicópata hace que Camila retroceda—. Bueno —dice con demasiado entusiasmo y por poco salta al asiento del conductor.
Lee me mira con cierto recelo; su mano se queda sobre la manija de la puerta trasera.
—¿Prefieres que maneje yo? Con gusto lo hago. —Me cuesta abrir uno de los ojos. Malditos muñecos—. Mat es mejor opción créeme. —Le indico con la otra mano que se suba al auto.
Me subo el asiento del copiloto y buscó en el espejo lo que me haya hecho ese idiota. Una raya más rosa que el resto de mi piel cruza como la cicatriz de una mala película de acción. Parpadeo intentado mantener el ojo izquierdo abierto a través de las punzadas de dolor.
—Tengo una crema, ¿quieres? —Camila extiende su mano entre los asientos delanteros con un tarro blancuzco como de pasta de dientes.
De ella es lo único que veo. Alzo la vista al espejo retrovisor. Lee se recuesta contra la ventana, abraza su mochila y cierra los ojos. Camila me mira a través de sus lentes morado infantil.
No respondo.
• • •
La ciudad pasa en un borrón neón. Despierto contra una ventana empañada por el vaho de cuatro respiraciones y el frío exterior. Hay un silencio adormecido en el auto, como un animal a punto de despertar. Son más de las cuatro de la mañana según mi reloj.
—¿Por que no debí decir eso? —Camila pregunta volviendo atrás a una conversación que yo deseaba dejar atrás.
Esta vez, prefiero seguir con los ojos cerrados. Esta vez, preferiría estar dormido; pero tengo el mal hábito de escuchar.
—Primero, porque todo lo que él dijo era verdad —dice Mat. No puedo ver que hace—. Segundo, porque no es muy cierto: siempre escucha. Solo no parece porque solo a veces se acuerda si le preguntas un minuto después Y tercero, porque solo actúa así cuando le haces daño en serio.
—Verdad o no, no esta bien Que te trate así.
—No creas que dejo que me insulte así, Cam, pero yo también le he dicho cosas horribles.
Hay pocas veces que puedes escuchar a Mat hablando en serio. Generalmente es un payaso. Él y yo os conocemos desde hace tanto tiempo, desde mucho antes de que se levantaran las paredes de hielo.
—Sigo sin entender. —Casi puedo imaginarla apoyada en la ventana, con la mirada en Mat a través del espejo retrovisor.
—Tienes una hermana ¿No? Bueno, imagínate la misma situación, pero con ella y tú.
—No sé si trataría a mi hermana así. Lo siento Mat, pero no encuentro justificaciones posibles.
—Esa es la parte que no puedes entender, Cami, y creo que tienes que dejarlo así.
—No, Mat. Quiero entender: ¿por qué dejas que te diga eso?
—Porque cuando él se fue le dije que era un idiota por creer que podía funcionar y que deje de hacer estupideces, que piense un poco. — Mat repite casi al pie de la letra lo que dijo ese día—. Y después de que todo el mundo te diga eso por ser migrante o lo que sea, que tú mejor amigo te diga algo así, bueno, en palabras de Damon: es de hijos de puta.
Por un momento solo se escucha el murmullo del motor en una calle desierta.
—Tienes razón, creo que no puedo entender. Perdón por meterme así, yo solo...
—No te preocupes —interrumpe Mat—. Y no te disculpes por intentar hacer lo que parecía correcto. La disculpa se la puedes ofrecer a Damon. Por cierto que pueda ser, decirle imposible a alguien lastima.
—Sí — suspira —, créeme que lo sé. No sé en que estaba pensado.
—Todos somos idiotas de vez en cuando.
Camila se queda en silencio por un momento. Su respiración es como una rosa sin gracia, como si estuviese de acuerdo con Mat. A ella tampoco le guardo rencor. No mintió; no importa si le dio a una herida vieja o no.
—No siempre dicen eso, ¿o sí? A los migrantes. A mí no me lo dijeron, ni a mi hermana.
—Bueno no, depende el tipo de migrante que seas —Mat deja la conversación a medias y lo siguiente que dice, lo canturrea como el animador de fiesta es—. Oh cariño, deja de escuchar a escondidas.
Levanto la cabeza con media sonrisa y me paso una mano sobre los ojos en un intento por despertarme del todo.
—Deja de hablar de mí. — Ahora es solo una broma; y así se lo toma Mat, porque aun con lo borroso que está todo del lado izquierdo, lo escucho reír.
—¿A qué te refieres? — Camila no sabe dejar ir las cosas.
—A que tu migraste porque querías, no porque tenías que — respondo en lugar de Mat—. Y eso es una gran diferencia. Más que nada por la parte de trabajo legal.
Cada palabra que hablo con ella me sabe amargo, como intentar distinguir entre un veneno y un trago puro. Es una verdad fea.
No tengo que explicar más allá. Sus padres podían trabajar aquí, sus padres tenían los papeles, el dinero. Ella pudo hacer lo que ella quería. Un país de oportunidades, no otro pozo de sueños rotos e ilusiones.
Camila busca en el silencio preguntas que nunca parecen acabarse. Ahora tiene quien se las responda todas.
—¿Qué hacían con Éter? — Es demasiado inteligente para su propio bien, y eso quedó más que claro esta noche.
—¿Qué tanto te dijo? — La pregunta de Mat busca dar con un límite invisible.
¿Cuánto puedo balbucear?, es lo que quiere decir.
Las luces cambian constantemente. El cielo, de un iluminado tan artificial, empieza a aclararse en uno natural. Se acerca el verano y empieza a amanecer antes.
Busco los ojos de Camila. Nada, no le dije nada. Lo que hacíamos eran crímenes, lo que éramos era criminales. Hicimos lo que teníamos que hacer. No me gusta hablar del pasado, pero a ella tampoco. En todo lo que habla, no sé nada de ella.
—No especificó nada. —Camila murmura y mira a otro sitio.
Nadie dice más, como si el silencio fuese mejor que todo lo que tenemos para decir.
Mat se detiene en una gasolinera.
—Quédense aquí, ya regreso. —Sale del auto y se va entre saltando y corriendo a la tienda, seguramente a buscar algo de comida o gasolina. Tal vez ambas.
Salgo del auto y cierro la puerta con cuidado de no despertar a Lee. Bajo la luz dolorosamente blanca y azulada, veo como Camila hace lo mismo. Se apoya en el auto junto a mi con los brazos cruzados. No me mira.
—Te hago un trato, Cam. Tú respondes una pregunta mía y yo una tuya. —Siempre funciona y de maravilla—. Después se acabaron las preguntas.
Ambos sabemos que eso no va a durar, pero significa un par de horas sin interrogatorios.
Nada de lo que hicimos tiene consecuencias en este punto. Ella se encargó de eso con sus Metagoggles.
—Bien, haz tu pregunta. —Camila hunde las manos en los bolsillos de su chaqueta negra y la cabeza en la capucha roja, como una tortuga —. Pero antes: perdón por decir lo que dije, yo no quería... digo, ya sabes.
—¿Cam? No te disculpes por decir la verdad.
—Solo eres imposible a veces.
Sonrió un poco.
—¿A veces? —repito.
Camila se torna un divertido color fresa y mira a otra parte.
—A veces, cuándo no sé, solo a veces.
Miro a un cielo sin estrellas. En los bolsillos de la chaqueta de cuero encuentro una moneda. Sigo la luz que se refleja en la superficie como en el agua. En realidad, no sé qué preguntar. Supongo que solo hay una cosa que quiero saber.
—¿Cuándo no te escuché?
Camila sigue el movimiento de la moneda cuando gira en el aire y cuando vuelvo a atraparla. Se acomoda los lentes, aunque no se han resbalado y sube la capucha de su chaqueta.
—No sé. Yo... ¿Nunca? No sé; no parece que escuchas o no sé; es que me mandas a callar. —Cuando no respondo, porque no entendí nada, toma aire y se gira para mirarme—. Y cuando te enojas, creo, puede ser. No sé, cuando Tommy estaba así ya no escuchaba. Bueno, es que escuchaba en realidad. Es estúpido. No sé.
Tengo la ligera sensación de estar frente a una sombra, un holograma de lo que solía ser antes de Tommy. Le entrego la moneda.
—¿Mi nombre es Tommy?
Camila toma la moneda y una tímida sonrisa, entre divertida y confundida, aparece en sus labios. Sacude la cabeza.
—¿Soy tu novio? —vuelvo a preguntar, y ella sonríe más.
—Depende a quien le preguntes.
Deberíamos romper esa farsa para Mat y Lee, aunque tal vez, eso ya se hizo añicos en el bosque.
—No, no lo soy y no soy ese imbécil. —Sonrío a medias—. Soy imbécil de otras formas. Me gusta escucharte aunque no lo creas.
Sonríe, me mira un segundo y deja diluir aquel atisbo de alegría. Me gustaría saber lo que piensa, podría intentar verlo en sus ojos que son casi tan claros como las pantallas que lee, pero no lo hago. Tal vez no quiero saber. Tal vez no entendería de todas formas.
Camila cierra los dedos sobre la moneda. Asiente y la observa a la sombra entrecortada del auto, entre haces de luz artificial.. Su vista se pierde en las calles, en los autos, en las veredas y en los árboles descontrolados que pintan mosaicos en el suelo con hojas de colores y flores caídas.
—Creo que me toca —dice. Escucho a Mat al otro lado del auto poniendo gasolina. Huele asqueroso—. ¿Qué hacían con Éter?
No hay nada que pueda perder.
—Lo típico: robar a los turistas, cobrar por protección en nuestras fronteras o sea vacunas, algunas peleas, vender drogas. — Me cruzo de brazos y me apoyo en el auto.
Su reacción es casi inmediata, tanto que la capucha cae hacia atrás cuando regresa a verme. Sus cejas no se deciden entre alzarse o fruncirse, pero sus ojos son el mismo verde decidido de siempre que contradice todo lo que sé de ella.
La cara de espanto de Camila es un espectáculo mejor que el que montamos para Éter.
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