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11 Fugitivos

» 01 de abril, 2XX8

Camila

—Damon, otra vez. —Le enseño la pantalla con las letras rojas. El mismo mensaje de hace algunos días. El mismo terremoto que amenaza con romperlo todo.

Esa noche no puede decirle, ni los tres días siguientes; ¿cómo podría? Después de lo que me dijo, después de casi verlo morir. Esperé y otro mensaje llegó. No pude ignorarlo más tiempo.

—Léemelo tú, Fresita. Ese color es horrible de leer —protesta sin regresar a ver.

Está sentado sobre mi escritorio, dibujado en un cuaderno como una agenda con encuadernado fucsia. Estoy segura de que es su color favorito.

—Lo mismo que los últimos tres. — Apago la pantalla y me acerco a él. Chasqueo los dedos para que me preste algo de atención—. No van a tener paciencia para siempre, ¿Sabes?

Damon levanta la mirada con fastidio. Aunque ya sé sobre la cicatriz, no suele quitarse la bufanda frente a mí ni frente a nadie.

— ¿Crees que no lo sé? ¿Qué sugieres? —Cierra el cuadernillo antes de que pueda ojear los bocetos hechos en lápiz o com colores—. No queda mucho de donde elegir.

—Seguir como antes supongo. Ver dónde nos lleva el camino. —Suspiro y me acomodo los lentes—. No sé, salir de Nueva York.

Damon guarda el lápiz en el bolsillo de su chaqueta. Cuando se levanta queda frente a mí, como tantas veces estos quince días que hemos pretendido ser novios.

Estoy harta de mentir. Al menos cuando nos vayamos, ya no tendré que hacerlo más.

—Bien Cam, empaca tus cosas. Nos vamos cuando todos estén dormidos — dice con media sonrisa, como si huir le sonará a aventura y no a sentencia de muerte.

Tampoco es que le importe si es así. A mí sí y aun me molesta, aunque no tengo derecho a que sea así.

—¿A dónde van? —Lee entra en mi habitación. Suele hacerlo cuando quiere que le explique algo que encontró en un libro; también suele hacerlo en los peores momentos—. Perdón ¿Interrumpo algo?

Damon levanta la mirada hacia Lee. Ya no hay odio en la de ella, pero queda cierto recelo, como el olor a caramelo quemado en la cocina después de un postre que no salió del todo bien.

—Nada, Lee. Damon y yo... —Ni siquiera sé qué decir.

—¿Vas a irte otra vez? ¿Es eso? — mira a Damon indignada. Lee es una lata llena de pólvora, y el único pedazo de conversación que escuchó es toda la chispa que necesita—. Se van ambos. Otra vez. Y me dejan con Éter.

—Lee, no es eso —intento decir . La mano de Damon en mi brazo me detiene de inventar más mentiras.

—No tenemos opción, Lee. —Pocas veces veo una faceta seria de Damon, una que podría ser medianamente responsable.

Las apariciones de Lee suelen ser como burbujas que no ves venir y que explotan antes de que puedas comprenderlas. Se desvanece.

—Llévame. —No es una petición; es una demanda hecha con lágrimas y metal. — Llévenme o voy por mi cuenta.

Busco los ojos de Damon y encuentro su mandíbula tensa. Pasa las manos por los rizos de su cabello.

—Aquí tienes todo Lee. Tienes edad para elegir; pero, mierda, allá afuera no tenemos nada.

Esta discusión no me pertenece; es una que se desenvuelve entre los recuerdos de algo más y dos que se conocen más tiempo del que yo puedo entender.

—Tú me prometiste. Me prometiste que te ibas a quedar. — Veo en los ojos marrón de Lee el reflejo de La niña pequeña que alguna vez fue—. Cumple tu promesa, cobarde.

Damon sostiene su mirada. Es el primero en ceder. El sol de la mañana que lo ilumina desde la espalda oscurece sus ojos cuando se dan por vencidos.

—Lee ¿Estás segura? —intervengo. Me acerco para acomodar su cabello. Ya es más alta que yo, pero no puedo dejar de ver a la pequeña que conocí—. No sabemos a dónde vamos.

—No me importa. — La terquedad la tomó de Damon—. Yo voy.

Se va sin dejar espacio a discusiones, en un torbellino de una decisión acelerada.

Damon recoge su libreta con una expresión divertida que no soporto.

—¿Qué exactamente es gracioso? —Me cruzo de brazos.

—Es más terca que tú —se burla con una sonrisa que amenaza con prenderme en fuego.

—Y más que tú al parecer ¿Qué le prometiste, Damon Saade?

Aún después de tres semanas de conocerlo, de verlo cada día, lanzar una pregunta es como lanzar una moneda. La respuesta es un tal vez y la moneda que lo decide está trucada.

—Elige otra pregunta, Cam —dice, tomando todos mis instrumentos para sacarlos de su caja, para inspeccionarlos, obviamente, y tirarlas sobre todo el escritorio.

Le quito una tarjeta electrónica de las manos antes de que pueda romperla intentando oprimir los botones.

—Bien, como quieras — Esa respuesta ya la dio Lee de todas formas, pero tengo tantas otras. Sobre él, aunque esas no las suele responder. Sobre Lee y Diego y Éter y Mat. Elijo la más superficial de todas, la que tiene más posibilidades de encontrar respuesta. — ¿Por qué se llama Lee? Ese no es nombre de chica. Creo.

Detengo sus manos en un intento por que deje mis cosas. Se suelta con una sonrisa y toma uno de mis marcadores.

Está de buen humor. No es muy común; y me saca una sonrisa ver este lado algo torpe, algo infantil que nunca puedo ver. Tiene algo más de color, algo más de vida.

—Lee es para ambos técnicamente. A sus padres no les importó lo suficiente y eligieron algo neutral. A ella le gusta. — Toma mi mano y no la aparto. Con el marcador traza una sorprendentemente bien dibujada fresa en mi dorso de mi mano—. Le ofrecí cambiarlo. No quiso. Pero no usa su apellido.

—Entonces tus eras su tutor legal. —Intento que siga.

—No, nunca lo fui. — Deja el marcador y se muestra serio—. Me toca. No eres de aquí ¿De dónde eres?

Nunca me pregunta nada. Menos tan de la nada. Supongo que me voy acostumbrando a que sea tan...aleatorio.

—Quito, Ecuador. No sé si sabes donde es, pero es Latinoamérica. —respondo automáticamente—. Vine con mi hermana por la universidad y a acabar los últimos años del colegio aquí con toda mi familia y nos quedamos. Buenos, mis padres, mi hermana y yo nos quedamos. No sé, había más oportunidades supongo, aunque esas oportunidades nos trajeron a este punto en la historia. Bueno, el punto es que soy de Ecuador. Mi abuelo era de Alemania.

—Serías pésima en un interrogatorio. — Damon pasa por mi lado y me alborota el cabello—. Para tu suerte hablas tan rápido que a lo mejor no te entienden un carajo.

Sale de la habitación antes de que pueda responder. Tampoco sabría qué decir.

A veces pienso que hablo demasiado. Siempre en realidad. Busco mi mochila para meter mis cosas. A él parece divertirle, al menos últimamente. Pero no quiero aburrirlo. En cualquier momento, esa tolerancia o ilusión o lo que sea, se va a caer en pedazos como cayó la ilusión de los Metagoggles y como cayó mi sueño de cambiar el mundo.

• • •

—¿No deberíamos decirle algo a Mat? —Lee susurra en la oscuridad del pasillo.

—No. Mat no sabe cerrar la boca. —Damon busca callarla antes de que alguien pueda oírnos, pero él también mira atrás.

La cena hace horas que acabó. Los cuartos están a oscuras, los pasillos se sumergen en el crujido de la madera y el peso del silencio, de los rayos lejanos de una tormenta que le pertenece a la ciudad.

—Vamos —susurro y empiezo a bajar las escaleras.

Cuando llego al primer piso, las luces se encienden todas a la vez, como activadas por sensores que sé que no existen.

Éter se levanta de uno de los sillones frente a la chimenea. Al instante se paran Mat, Lhun y Diego. Los ojos de los cuatro se fijan en nosotros, en los tres intentos fallidos de fugitivos congelados al borde de una escalera.

—Pobres idiotas. — Éter ríe y se pasa las manos por el cabello. Envidio su maquillaje. A mí nunca me quedaron las sombras así—. Planeando a plena luz, esperando no ser escuchados. Para ser justos, no hacía falta. ¿Qué tan idiotas tienen que ser para huir del gobierno que nos contrata? Lo esperaba de Day Day aquí, pero ¿Cami? ¿Lee? —Éter sacude la cabeza en sobreactuada decepción—. Corazones, pensé que eran más inteligentes que eso.

—Éter —Mat dice, su mano extendida como si con ello pudiese detener el incendio que ya empezó.

—No empieces con tus estupideces de Miss Universo Matei —Diego interrumpe.

—¿Miss Universo es pedirte que seas razonable? —Mat salta, como un león que lleva tiempo agazapado entre la maleza.

—¿Quieres ponerte de parte de los traidores , Matei? Adelante. —Éter lo incita a pasar con un gesto que apunta directamente a Damon.

Damon mantiene una sola expresión: una seriedad que es máscara de una ira como serpiente de hielo, como las olas que se retiran para regresar.

—Mat —llama—, no tienes que seguirla como perro.

Mat aprieta los labios y sacude la cabeza.

—Yo no voy a decidir —dice y se aleja a una de las paredes.

Damon no dice más, tampoco rompe la máscara que ahora sé que lleva; pero dudo que le agrade.

—¡Vaya!, tenemos un jugador neutral. Que pena que los que no eligen bandos también son traidores. —Éter saca de su bolsillo una pantalla como la que yo uso en los sistemas eléctricos, pero mucho más pequeña; un teléfono, de los que yo abandoné hace mucho por los rastreadores GPS que llevan. Al encenderla el brillo azul ilumina su mano—. Aquí están. Pueden venir cuando quieran.

—¿Qué va a detenernos aquí, Éter? — Damon da un paso al frente..

El chasquido de la pistola al cargarse le da la razón.

Éter se pasa una pistola de una mano a otra. El metal negro absorbe toda la luz cuando la alza. Apunta directamente a mi cabeza.

—A ti no puedo matarte porque te quieren viva. — Apunta a Damon—. A ti tampoco porque, bueno, no sé qué quieren contigo. —La pistola regresa a mí con una sonrisa podrida. —. Pero nadie dijo nada de agujerear órganos no vitales.

Damon me quita para ponerse al frente y busca en las ventanas como salir de aquí cuándo Éter bloquea la salida.

—Day, no hay manera —susurra Lee.

—No te va a pasar nada. — Damon mira el cañón de la pistola y levanta la vista a los ojos azul venenoso de Éter retándola a disparar.

O es muy valiente o sabe que no lo hará. Me aferro a su mano y en ella coloco un pedazo de pantalla que yo no tengo ni la voluntad ni la puntería para usar. La guardé cuando rompí la pantalla esta tarde. Por si acaso. Sin esa cosa, no pueden seguirnos.

Damon cierra los dedos sobre el pedazo. Él no duda. Lanza el vidrio a la mano de Éter. Se entierra sutil como se parte un pastel. Es casi idéntico incluso en cómo sale el relleno, más líquido quizá, más rojo.

Las gotas manchan la alfombra blanca crema cuando la pistola se dispara El silbido de la bala se pierde en el estruendo del cañón y el golpe cuando abre un agujero en la pared de atrás.

—Alto al fuego. — La puerta de la casa se abre con un golpe detrás de nosotros. Un hombre en traje negro, cabello rizado y negro, ojos grises perfectamente reconocibles se abren paso hacia el frente. — ¿Qué es todo esto, Éter? Los quiero vivos. No sirven muertos.

—Howard. — Retrocedo un paso.

—Buenas noches, Camila —saluda, como si solamente entrará al laboratorio a revisar, tal vez a traer café.

Tenemos que salir de aquí.

—¿Quien...? —pregunta Damon.

—El encargado del proyecto, del Linkverse — Howard interrumpe y se presenta—. Hablamos por teléfono alguna vez, señor Saade. No se preocupe, hoy vengo solo por ella. Vamos Camila, tenemos trabajo que hacer.

—Ya diseñé las gafas. Déjenme en paz. — Retrocedo. Intento dirigirme hacia las ventanas. Podré salir herida, pero no pienso salir con ellos. — ¿Qué más quiere de mí?

—El trabajo no está terminado. — dice con una calma irracional. — No nos sirven zombis vivientes, nos sirven los trabajadores. ¿No lo entiende? Es una nueva revolución industrial y usted está al frente — Howard busca algo en su reloj y oprime otro botón.

En segundos que no puedo contar soldados rodean la casa y parecen en los ventanales y entran por la puerta. Diez o más, con corazas negras y visores sobre los ojos como Metagoggles transformados en armas. Cierro mis brazos sobre mi pecho. No. No. No ¿Qué hice?

—Tomen a Camila y pónganle las gafas a los demás. — Howard se da la vuelta y sale con una calma exasperante.

—¡Ese no era el trato! — Éter aprieta el mango de la pistola.

—Ah sí, bueno. Ese contrato ya expiró. — Howard sonríe como sonríen en las películas de terror. Son monstruos a los que yo les di el poder. —. Creo que puede entender; ambos somos oportunistas, al fin y al cabo.

Éter tiene un infierno en los ojos que amenaza con desbordarse. Clava los ojos en Damon y temo que elija culparlo a él, acabar con esto. Si le ponen las gafas no va a sobrevivir.

En el rostro de Damon se abre una sonrisa que no se queda lejos de la Howard. Éter lanza el pedazo roto y ensangrentado de pantalla y vuelve a atraparlo.

—Cam, quiero que tomes a Lee y corras lo más rápido que puedas —dice despacio, con los ojos fijos en Éter.

Es una cuenta regresiva que no se escucha y que acaba cuando el vidrio roto vuela una vez más. Cruza el aire hacia uno de los agentes en uniforme militar. Cierro los ojos para no ver como se estrella con las gafas se clava en la piel detrás, los pedazos de vidrio aun parpadeando se hunden para dejar ciego a un ser humano.

Tomo al mano de Lee. Yo no sé pelear, pero sé que lo único que se necesita para arreglar enemistades es un enemigo en común.

Damon se lanza contra el hombre que atacó y le quita el arma de las manos. Diego y Lhun le siguen. Se abalanzan sobre otros dos—que no han atinado a reaccionar.

Espero que no hayan mandado a los más expertos.

Éter dispara a los que bloquean el pasillo hacia el patio. Avanzamos, contra seres humanos y entre balas que no veo dónde terminan. Es como si no pudiesen enfocar el blanco, no del todo, se mueven despacio como personajes de un videojuego antiguo. Algún fallo en el sistema tal vez, un sistema demasiado nuevo para soldados entrenados sin gafas.

Pasamos junto al ventanal que se derrumba en una lluvia de cristales. Lee se cubre la cabeza con las manos cuando pasamos corriendo entre disparos mal apuntados en medio del caos.

La puerta. Tenemos que cruzar esa puerta trasera, la que da a los jardines. ¿A los jardines? Hacía más soldados. ¿Cuántos hay? No hay más a donde correr, nada que no nos encierre. Diego nos alcanza en el final del pasillo.

Hay más cuerpos que personas en la sala, empapando el suelo que está mañana Lhun había limpiado. Da igual. No creo que regresemos. Ninguno de nosotros.

Escucho la respiración de Damon detrás de mí. Me pego a una pared con los otros cuatro al frente, los que saben portar armas. No hay ventanas. Solo una salida detrás de nosotros y una al frente donde no tardarán en acorralarnos desde el vestíbulo.

—Dispárenles a las luces — dice Damon. Su respiración entrecortada me preocupa.

—¿Y luego como vamos a ver, idiota? —Lhun dice a su lado.

Les dan, o al menos intentan darles, a los soldados que entran por lo que era un ventanal u ahora es un agujero enorme.

—¿Tienes una mejor idea? —pregunta.

—Cualquier cosa es mejor idea. —Éter sonríe con burla.

No es la primera vez que hacen esto, ¿cierto? Damon nunca va a responderme eso.

—Sí, cualquier cosa. —Mat saca un mechero de su bolsillo; la llama danza contra el azul de su cabello—. Corran. ¿Lhun?

—Hay tarros de gasolina cerca de la entrada .—Lhun dispara hacia el final del pasillo que da a la sala.

—¿Y eso es menos idiota? —pregunta Damon.

La puerta no va a protegernos para siempre. Los soldados parecen multiplicarse por mitosis y nos arrinconan en la entrada, hacia donde quieren que huyamos.

—No hay tiempo. —Empujó la puerta y tiro de Lee conmigo.

¿Cuál es la probabilidad de que todos salgamos vivos? Podría calcularla, pero no sé cuántos soldados hay y estoy pensando tonterías. Es mejor que pensar en balas que fallan cuando intentan darles a blancos en movimiento.

Lhun corre a los tarros de gasolina y apenas veo como los derrama en el césped seco. Mat solo prende una chispa.

—No esperaban que ataquemos —Damon farfulla detrás de mí. Rodeamos la casa hacia la entrada principal esquivando soldados. Dime que no hay suficientes por favor. Damon le dispara al sensor de la puerta a solo unos metros—. No tienen suficientes refuerzos.

Gracias.

Tiene razón. Estaríamos perdidos si hubiesen venido preparados para matar. Si el intento de armas implantadas en ellos estuviese calibrado.

Hay más dispares detrás. Hay gritos y el olor a humo, a la paja seca al consumirse, a gasolina. Me cubro la nariz con la tela de mi saco.

—Mis putas flores —Diego se queja. Se adelanta y me toma del brazo para que corra más rápido.

En la entrada nos detiene un hombre. La primera bala pasa de mí. Me necesitan viva

Diego se lanza contra él para empujarlo contra el muro de piedra que rodea la casa. Hay dos dispares. Con uno el hombre se queda inmóvil. Con el otro Diego murmura otro insulto en un idioma que no conozco. Su mano cubre su hombro cuando se levanta. Entre sus dedos la sangre tiñe de rojo la piel y refleja las llamas.

Detrás de nosotros y detrás de las puertas que cruzamos, una pared de fuego divide la casa y los soldados del bosque. Se esparce con el viento, con la facilidad del agua. El fuego es un agujero negro que busca devorarlo todo y yo no quiero quedarme para verlo.

Tengo el corazón perdido en el vacío y una bomba de tiempo lo ha reemplazado.

No puedo respirar. El aire se vuelve ácido, caliente.

¿Quién está conmigo? Entre la oscuridad y la inconsistencia de las llamas no veo nada.

Corremos hacia el bosque por donde llegamos por primera vez. Al sur. Al norte. No tengo idea y no tengo tiempo de averiguarlo. Corremos sin ver atrás, sin detenernos hasta que choco con la espalda de Diego.

—Sigan y salgan de aquí. Más te vale cuidar de Lee. —Se gira, me mira—. No dejes que te atrapen esos imbéciles.

Al menos Lee está conmigo, o eso entiendo según lo que dice Diego y las garras que se cierran sobre mi brazo. Se aferra con la fuerza para cortar la circulación.

—Diego, espera, Damon ¿dónde está? —pregunto buscando en una oscuridad a la que no me acostumbro.

Los disparos en la lejanía son reemplazados por gritos para que apaguen las llamas y salgan de ahí. Saben que ya no estoy en esa casa, ni en ningún lugar cercano.

Espero que los dejen en paz.

—Aquí conmigo —escucho la voz de Mat. Dos figuras salen de entre los árboles—. Éter y Lhun salieron por una de las entradas laterales. ¿Están todos bien?

—Digamos que sí.— No puedo ver que tan profunda es la herida y Diego no se queda más tiempo. —Espero no verlos nunca más.

En la pesada oscuridad del bosque que no conozco bien, no veo qué camino toma, pero sus pasos se alejan.

—¿Y ahora qué? —Lee pregunta. Tiembla como las láminas de aluminio en el viento. Se apega a mí; su cabello me hace cosquillas.

Tomo aire que sabe a metal y ceniza, con la adrenalina recorriendo mi sistema aún. El miedo podrá llegar luego, cuando cierre los ojos. Ahora simplemente no lo entiendo. Solo sé que cada persona que haya muerto murió por mi culpa.

—Tenemos que adentrarnos más. —Damon habla entre bocanadas de aire—. Mat , ¿puedes caminar?

—Solo me rozaron. — Casi puedo escuchar la sonrisa de Mat.

Entre las copas de los árboles, el cielo de la noche se tiñe de rojo.

No hay casa. No queda nada.

Sé que quieren, al menos lo sé ahora. Controlarlos del todo. No pueden hacerlo solos. No van a dejarme en paz. ¿A cuántos más voy a arrastrar conmigo?

Pero no hay tiempo de parar a contar y mucho menos de pensar. Seguimos en la oscuridad hacia el interior. Prefiero los animales salvajes que los humanos.

Solo cuando la oscuridad ha vuelto a consumirlo todo nos detenemos. Damon enciende una linterna y busca en la oscuridad. Un riachuelo pasa a nuestro lado entre latas y basura olvidada por personas descuidadas. Al menos ya nadie puede ensuciar más este sitio.

—¿Están bien? —vuelve a preguntar apuntando con mi linterna a las dos.

Lee asiente y yo también. Me dejo caer en el césped con ella y la abrazo con fuerza. Mis manos tiemblan cuando las paso por el cabello de Lee que apoya la espalda contra mi pecho y se encoje en mis brazos.

—A mí me querían viva. No me hicieron nada—digo. Aparto un poco a Lee para ver su rostro. Es demasiado joven. El miedo entra y sale de sus ojos como el intermitente parpadear de las torres de comunicación. Vuelvo a abrazarla.—. Tranquila, estás bien, estamos bien

Mat mira alrededor como si con ello pudiese ubicarse en medio de esta nada.

—Podríamos regresar a la ciudad por la mañana —sugiere y se gira a Damon, quien se apoya en un árbol y revisa los números en el reloj.

No me gusta nada la forma en que se ríe, sin un atisbo de gracia, sin histeria. Su risa es pura ira, esa que se filtra en la consciencia y derrite todo a su paso como ácido.

—Mat, eres un hijo de puta. 

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