10 Cristal
Damon
Hay algunas cosas que me gustaría saber. Una de ellas es por qué Mat me gritaba que soy un imbécil. La mayoría de las otras son preguntas sobre el dolor que recorre todo mi cuerpo y una muy importante involucra mi bufanda, porque definitivamente no la tengo puesta.
Abro los ojos a la oscuridad de la madrugada, más oscura que antes al menos. Una lámpara junto a la cama en una que no es mi habitación ilumina una silueta acurrucada en un sillón. Sentarme hace que el mundo se oscurezca por unos segundos. Ni siquiera yo entiendo bien los insultos que salen de mi boca, ni en que idioma están.
— ¿Damon? — pregunta la inconfundible voz de Camila desde el oscuro bulto de mantas del sillón —. Estás despierto. — Hay un suspiro de alivio en sus palabras que no se llega a escuchar, pero ahí está.
Me encantaría preguntar qué carajo está pasando, pero la cabeza es una de esas cosas que me duele como si intentara explotar por dejar de existir. Me dejo caer sobre la cama contando cada respiración como si con ello algo mejorara.
— ¿Cómo te sientes? — Camila se acerca envuelta en una cobija gris oscuro.
— Como si me hubiera lanzado del edifico más alto de la ciudad — murmuro. Le encantan las preguntas estúpidas—. ¿Qué pasó?
A mí también parecería que me gustan porque es bastante obvio. Ha sido obvio desde que esta mañana desperté con un vacío en el pecho y el fantasma de la fiebre nublándome la cabeza. Lo confirmó Lee después, cuando me desmayé al mediodía y le hice prometer que se mantendría callada.
— ¿Qué te acuerdas? — Camila se sienta junto a mí.
Habla con una suavidad que no me es ajena a ella. Me es ajena la forma en que me mira desde arriba, con las manos dudosas, a medias escondidas, acercándose para acomodar las mantas.
— Quería salir a tomar aire. — Omito la parte sobre cuánto me estaba costando respirar.
— Mat cree que te desmayaste bajando las escaleras. Escuchamos un golpe y salimos a ver. — Camila toma aire y retira sus manos, que tiemblan como tantas veces temblaron las de mi madre en situaciones similares—. Yo... — Camila se acomoda los lentes que no están movidos. —. Yo arregle eso, bueno el circuito. Perdón, no tenía otro diodo LED azul entonces usé morado.
La primera parte podía adivinarla. No es la primera ni la última vez que algo así pasa; una de las catástrofes de nacer con una falla de fábrica. Pero pensaba que, si llegaba a suceder en este apocalipsis, no habría nadie que pudiera hacer nada.
La vida tiene formas curiosas de entrecruzar caminos como hilos de colores que ni siquiera deberían combinar.
— El color es lo último que me importa — digo. Utilizo su brazo para sentarme en la cama.
El mundo deja de lanzarme como la marea de un lado al otro y se estabiliza en un rítmico vaivén que puedo tolerar. Suelto su brazo y bajo los pies al suelo. Mi bufanda espera paciente en la mesa de noche. No creo que tenga mucho sentido volvérmela a poner ahora. Ya vio todo. Y eso es muy diferente a que lo sepa todo.
— ¿Por qué no me dijiste nada? — pregunta Camila como si lanzara una flecha que lleva mucho tiempo en la cuerda tensa de un arco.
— ¿Nada de qué? — Finjo cada pizca de ignorancia ante una pregunta que entiendo perfectamente.
Levanto la camiseta de un color distinto al que llevaba antes para ver la placa que ahora brilla en un tenue y constante violeta. Mi reloj marca los mismos números de siempre, contrario a lo que pasaba hace unas horas cuando desvariaban.
Camila se pasa las manos por el cabello y sacude la cabeza. Deja caer la manta sobre la cama.
— Nada — suspira —. ¿Me vas a decir por lo menos qué es lo que te pasa?
La miro por unos segundos considerando seriamente no decirle nada. Somos esclavos de los secretos que revelamos, del reflejo que pintan de nosotros, de las debilidades que dejamos entrever como junturas en una armadura. Que alguien sepa dónde disparar no es algo que me agrade. Pero no todos tienen el mismo concepto precario de lealtad.
Camila me salvó cuando no he hecho más que herirla, muchas veces a propósito. Pero ella siguió a mi lado al punto de ser la que se quedara en la habitación hasta que despertase. Lo único que tiene que hacer es mantenerse lejos.
Acercarse es como meter las manos en el fuego y no quiero que nadie más salga quemado.
Me estoy cayendo de todas formas, desde un precipicio y hacia el vacío. Los secretos son escudos y son las manos que te empujan desde la cornisa, que te quitan las cuerdas. Las alas me las cortaron hace mucho. Tal vez me las corté solo.
¿Y si decirlo detiene la caída? Porque creo que se lo debo de todas formas. Le debo mucho más que esto, pero no por un arreglo eléctrico de último segundo. Le debo que me haya recordado que es ser humano, verdaderamente humano.
— Falla de fábrica — digo, aunque no le hace mucha gracia; así es como aprendí a entenderlo. —. Funcionaba decentemente hasta que no. Un trasplante era un riesgo y le propusieron esto a mi mamá.
— Como un androide. — No es una pregunta, pero bien podría serlo.
— Algo así. El proceso era totalmente experimental y hasta donde sé soy el único en el que funcionó. — Me levanto para acercarme a la ventana. Camila se levanta para ayudarme a abrirla. El viento trae consigo el colorido olor del césped y la lluvia cuando se mezclan.—. Tiene sus problemas, menos que antes. Y estoy vivo.
— Ahora entiendo como no estabas en drogas como los otros artistas — dice apoyándose en el marco en la forma en que se apoyan las personas cuando están cansadas, pero se rehúsan a dormir. Un segundo después salta. Por la forma en que se abren sus ojos y sacude las manos no creo que lo pensó antes de decirlo. A mí me hace gracia. —. No que seas del tipo que hace esas cosas, sólo que, bueno, la fama y ya sabes.
Sin la manta puedo ver el suéter lila con el que la vi ayer y los pantalones negros de pijama. Me encojo de hombros con una sonrisa de lado.
— Y como no estaba prendado del alcohol o comiendo comida basura o con uno de esos maravillosos Metagoggles. — Es la verdad y no pienso negarlo.
Un niño idiota buscando sentir algo más, una familia en escombros y una madre que no puede indicar más el camino correcto en un mundo confuso; son la receta perfecta para las adicciones. Excepto que tenía un corazón que no podía resistir y algún instinto de supervivencia Me tentó probar, pero tenía promesas pendientes.
Ya no soy tan idiota como para que algo en ello me llame la atención.
— ¿Los Metaggogles?
Sonrió por lo predecible que es. Me convencí de responder todo por una vez en mi vida y me está costando cada secreto que he guardado con verdades a medias.
Cam no pierde el tiempo y por eso es tan buena en lo que hacía, o hace. Sabe qué preguntar y cómo hacerlo, con que suavidad, como una invitación implícita. No necesito saber que a sus veinticuatro años tenía un proyecto estatal a su cargo para saber qué es más inteligente que cualquiera que conozca.
Las farolas afuera ahora están todas encendidas, seguramente obra de Camila. Iluminan la habitación del lado donde no llega la luz de la lámpara.
— Cortocircuito. —Casi puedo ver las flechas que conectan sus ideas como uno de esos mapas mentales que aman los profesores de historia y donde no se entiende una mierda—. Tú sabes más que yo, Cam. ¿Qué pasa con dos aparatos que demandan tanta energía de un solo sistema? Digamos el mismo sistema nervioso ¿Y si uno está muchísimo más cargado? ¿Si llegaran a cruzarse las conexiones?
—Se podrían quemar ambos o al menos uno —responde automáticamente. Sus ojos pasan de la intriga a la preocupación y a tantas emociones que un huracán se queda atrás—. ¿En serio pasaría eso? ¿Por eso me dijiste que no te quieren para eso los del gobierno? ¿Para qué te quieren exactamente?
Me tienta taparle la boca, pero me basta con mirarla esperando que se calle dos segundos.
—Eso dijeron los doctores Fresita. Yo no sé —digo. Entiendo lo que he escuchado siempre, y se me daba bien espiar las conversaciones de otros—. En cuanto a lo otro, — Vuelvo a tomar aire con el mismo esfuerzo que me tomaría levantar un ladrillo. — tampoco me queda muy claro.
Técnicamente no es mentira. Me quieren para cazar cazadores y es eso lo que he hecho, pero no sé por qué ni para qué.
Veo la duda como una chispa demasiado curiosa. La pregunta se hace visible en sus ojos antes de que llegue a sus labios.
— Pero...— Se detiene cuando se da cuenta de la fuerza con la que me sostengo del marco de la ventana para tenerme en pie—. ¿En serio? Puedes solo decir que te sientes mal.
—Claro. — Sonrío porque no tengo el aire suficiente para reír.
Camila me toma del brazo para que me siente en el sillón. Se para frente a mí con una metafórica serpiente molesta enroscándose a su alrededor.
—¿Por qué el sarcasmo?
Me recuerda alguna vez en que no era ella la que se paraba frente a mí con los brazos cruzados sino Gina, con mucha menos luz y en una tarde de invierno mucho más fría. Tenía un apartamento cerca del rio y, como ahora, mi corazón, desactualizado y problemático, me forzaba a hacer frecuentes visitas al hospital.
—No puedo Damon. —Gina abrió los brazos con las lágrimas ya predispuestas a armar un drama, como los que había hecho toda la semana, casi por reloj a las cinco. Su susurro se volvió casi un grito a voz quebrada como masa de tarta — No puedo pasarme la vida en un hospital preguntándome si mi novio se va a morir mañana. No puedo.
—¿Qué hago, Gina? — Estaba cansado. Estaba harto, casi desesperado. — Yo tampoco quiero estar cada pasando un día en un hospital, créeme, pero dime. Si se te ocurre algo distinto dime.
Era la misma conversación, todos los días.
—No sé Damon. No lo sé. — Gina sacudía la cabeza, los brazos extendidos y las palabras que preceden a alguien que se ha dado por vencido. Afuera empezaba a oscurecer y los carteles en rojiza luz neón iluminaban las afiladas facciones de su rostro, ocultando la mitad de Gina que llevaba mucho tiempo mintiéndome sobre la de por sí mentira del amor. — Creo...creo que es tiempo de que me vaya.
—¿Así nada más? —Me levanté para acercarme a ella, para buscar algo en sus ojos o sus manos que hace tiempo se habían enfriado—. ¿Hay problemas y entonces el amor lo tiras a la mierda?
Gina retiró sus manos y tomó un paso hacia atrás con las manos en alto para detenerme.
—Perdóname. No puedo. No puedo seguir fingiendo que te amo. —Gina se alejó para tomar la maleta que no había visto junto a la puerta—. Nos vemos Damon.
—Damon ¡Damon! —Camila se agacha frente a mí y con suavidad me sacude el brazo. — Hey, aquí ¿Me escuchas? ¿Estás bien?
— Sí Fresita, perdóname. —Busco enfocar su rostro en la tenue luz de la habitación que captura a la perfección su preocupación en las sombras de su rostro. —. Creo que me caí en una memoria.
—¿Dónde estabas? — dice sin levantarse. Sus manos no sueltan mi brazo.
Fui vago cuando le respondí aquella vez, pero ya que estamos dispuestos a mandarlo todo al infierno, hagámoslo bien.
—El día que Gina decidió que mi corazón era la suficiente razón para romper conmigo. — Sonrío por inercia. Es más fácil, más fácil que dejarme caer a las llamas o las ascuas que aún arden y aún queman.
Mi honestidad no es culpa mía; es culpa del dolor y de la extraña dimensión de las horas entre la medianoche y el amanecer; las trampas de la oscuridad y de las personas que somos cuando el mundo se ha quedado dormido, más reales, más humanas.
O tal vez es lo que le debo y nada más. Tampoco es un secreto y si hablamos de secretos, el de la bufanda me importaba mucho más que este. Todavía me importa más.
Camila estudia mi expresión, mi cabeza apoyada en mi mano, la camiseta que ni siquiera sé si es mía o de Mat.
—Y yo que asumí que tú fuiste el que se fue — susurra. Se aclara la garganta antes de seguir, como si con ello reescribiera lo que piensa de mí. —. Que razón tan egoísta para dejar a alguien
Y aunque podría decir más, elijo quedarme en silencio, el peso de la noche y de la verdad, elijo sus ojos tan claros detrás de los cristales. Pero ella elige hacer preguntas y yo me mantengo fiel a mi promesa silenciosa. Solo hay una que no le respondí.
—¿Por qué no me dijiste nada?
—No era importante. —Es una respuesta tan automática como es cierta.
—¿No es importante? —Cuando se enoja, lo primero que cambia son sus ojos, lo segundo es el color de su cara y finalmente frunce el ceño—. Podrías haber muerto.
— ¿Y? —Empujo mi cabello hacia un lado—. Tampoco importa tanto. A mí no me importa por lo menos.
La sonrisa de lado termina por sacarla de quicio. Se levanta con un gesto exasperado de las manos.
—¿Tampoco importa tanto?
—¿Vas a repetir todo lo que digo?
—Me estás diciendo que no te importa si te mueres. —Sus palabras se cortan una a una con la precisión de un médico —. Acabo de salvarte la vida, ¿y me dices eso?
Me levanto para quedar cara a cara. No es la primera vez que estamos tan cerca. Ella es mucho más baja, pero alza la cabeza para mirarme a los ojos.
—¿De verdad quieres oírlo? — pregunto; porque si vamos a ser honestos vamos a serlo de verdad, porque la verdad es pegajosa y muchas veces apesta y por eso se esconde—. Sí, no me importa y dejó de importarme hace mucho. Es más, por mi mejor si estoy muerto.
Camila retrocede un paso y sacude la cabeza. Abre los labios sin atinar a alguna palabra, pero yo tengo algunas que hierven bajo una coraza de hielo que empieza a derretirse.
—Mi mamá ya no me reconoce. El amor es una mentira y una farsa. Hasta hace unos días no sabía nada de mi mejor amigo; pensé que me odiaba. No sirvo para una mierda. La fama al parecer significa que estás completamente solo y que no puedes ser tú mismo y de todas formas nada de eso importa ya porque el mundo se fue al carajo
» ¿Qué importa si me muero? ¿Por qué te enoja tanto? ¿No tengo permitido decir algo así? La libertad es otra mierda ¿Sabes por qué? Porque para todos está bien hasta que no lo está y dices algo que nadie quiere escuchar. A la mierda con eso ¿Querías que te responda? Bien, prefiero estar muerto. —Tomo aire\que se siente frío contra mi pecho contraído. Los hombres no lloran—. Estoy harto de tener que sobrevivir todo el maldito tiempo.
Los hombres no lloran, pero Camila llora. Las lágrimas son un perfecto reflejo de la lluvia que ha dejado de caer, de las mil agujas de hielo que abren grietas en la superficie de lo que voy a llamar alma porque mi mamá le decía así.
—Damon yo...yo no —tartamudea como si mi honestidad fuera ácido, algo que quema, algo que temer cuando se riega.
Miro a otra parte y busco en el aire frío de la noche algo que apague el fuego en las murallas que se derriten y caen a pedazos. Mi intención no era asustarla. Alguna vez asusté también a Mat por decir algo muy similar muy cerca de la baranda de una terraza en un doceavo piso.
—No soy un cobarde, ni tan idiota. No pienso suicidarme si eso es lo que piensas. Pero si algo pasa, tampoco me importa— interrumpo.
Tampoco importa.
—Tal vez a ti no te importa, pero ignorar a todas las personas a las que les importas, eso es muy distinto, no puedes pretender que tu vida no tiene ningún valor— Camila, resquebrajando lo que queda del hielo, acaba de llamarme egoísta de la forma más sutil. Sus manos hacen un intento inútil por limpiar las lágrimas que siguen cayendo—. A mi si me importa. A Mat le importa. A Lee le importa.
Las palabras suelen ser piedras que rompen cristales, no hilos de plata con los que se unen brechas de la tela. De todas las cosas que esperaba, esa no era una. No somos exactamente amigos. No somos nada. Soportes de metal en muros a punto de derrumbarse.
No tengo palabras.
La abrazo, dejo que su cabeza se hunda en mi pecho que aún late, y si late es gracias a ella. Apoyo mi cabeza sobre la de ella y cuento los segundos que no puedo seguir a falta de un compás. No vale contar el tiempo qué pasa congelado, eterno, y a toda velocidad en medio de la noche.
Busco mi voz en un nudo que no me deja hablar. Prefiero callar antes que intentarlo y acabar en pedazos. He dicho suficiente.
Camila es quien se separa y busca mis ojos. Las suyas son el mar atlántico sumergido en agua. Los míos son un desierto secado a la fuerza y ahogado en una tormenta. Los caminos de las lágrimas cristalizan el rosa que tiñe sus mejillas
—Tal vez no quieres estar vivo ahora y está bien, no voy a obligarte a pensar diferente. Pero las cosas cambian y alguna vez quisiste estar vivo, puedes volver a quererlo — dice. Aprieta los labios y las lágrimas vuelven a caer, deslizándose con la misma gracia que las gotas en las ventanas de los autos. Sus manos se aferran a mi como un ancla que sostiene un barco cerca de la orilla—. Así que vas a tener que quedarte.
—No me he ido —le aseguro.
Tomo sus manos para pretender que yo la sostengo a ella y no al revés.
Alguna vez le advertí que iba a encontrar una pregunta cuya respuesta no le iba a gustar. No tenía que ser esa. Nunca quise hacerla llorar. No se supone que debía importarle.
— Bien. —Se separa para cerrar la ventana, toma la manta y se acurruca en el sillón.
Sus manos vuelven a limpiar las lágrimas como tantas veces y se vuelve a cerrar en la manta.
Afuera el azul se ha vuelto grisáceo y amenaza con traer el sol demasiado pronto. Estas son las conversaciones que se quedan en las horas antes del amanecer. Los hilos se desenredan y se desatan entre nosotros. Otra cosa más que podemos pretender que nunca pasó. Pero no es tan fácil olvidar.
— Camila —llamo cuando vuelvo a sentarme en la cama con los pies en el suelo y mis ojos en los suyos que me miran desde su nido. No sé si me ve sin los lentes—. Gracias.
Y por no nombrar todas las cosas que le agradezco, lo dejo en un simple gracias.
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