03 Idiotas
Damon
Rio porque no sé qué hacer. No es que no me esperase la pregunta, pero no significa que quiera responder ¿Quién es Gina? Las memorias estallan como burbujas. La luz del amanecer encuentra su lugar entre los edificios para darme en los ojos. Meto las manos en los bolsillos y sigo caminando.
— Perdona, pero dijiste que responderías. No tienes que, es solo que... Ajá —Cam balbucea bastante y habla tan rápido que me cuesta seguirle el paso. Me provoca taparle la boca con cinta adhesiva. — Es algo en los ojos, me imagino que lo has visto, bueno que lo viste.
—Cam, cállate — digo con la calma que puedo, que tampoco es para envidiar.
Aprieta los labios y mira las sombras de los árboles en las aceras. Se para de puntillas para tomar uno de los duraznos que crecen en él y lo parte en dos. Me mira con indecisión, pero me entrega ese y toma otro.
Bien. Yo le dije le respondería a la otra pregunta. Gina es un tema que me desagrada, pero después de la escenita que montó, a lo mejor así deja de creer que soy la peor persona del mundo. No soy bueno, pero tampoco una plaga.
— Fuimos novios. Éramos personas diferentes y tomamos caminos diferentes. Podrías decir que pensabamos muy distinto sobre nuestra relación. Ya está — digo y le doy una mordida a la fruta. Mi resumen no le hace justicia a lo que fue.
Gina y yo teníamos diferencias. Ella quería seguir donde estaba, yo no podía quedarme. Ella quería cosas que yo no podía darle. Nuestra relación fue demasiado rápida. No lo llamaría amor, o quizá no lo hago porque me duele menos así. Así puedo decir que no me importan, que las memorias de tardes sentados en las estaciones de tren con vasos de cartón y chocolate caliente, mandando todo a la mierda, no me sacan una sonrisa.
Limpio mis manos en la tela del pantalón que no da más. Ya no aguanto esto. .Vamos al único lugar en la maldita ciudad que sé que tiene una planta de energía. Estoy harto del sudor, de la ropa hecha pedazos y de la mirada confundida de Camila que me examina cómo a experimento.
• • •
El hospital es un complejo de edificios y jardines, antes bonitos, ahora desordenados. Amplios parqueaderos llevan a las puertas de vidrio automáticas. Cada vez los hospitales parecen más centros comerciales muy blancos. Siempre quise alejarme todo lo que me fuese posible de este lugar, pero las cosas cambian y yo tengo que tomar decisiones. Sobrevivir es una opción, aunque a veces no lo parece.
— ¿El ala psiquiátrica del hospital?— pregunta Camila. Me saca de mis pensamientos leyendo en voz alta el letrero que yo nunca en mi vida me molesté en leer.
— Tienen agua, tienen ropa limpia, tienen luz. Más te vale que te crean loca, aunque no te falta demasiado — digo espiando al interior de las puertas blancas en paredes blancas.
El hospital no colapsó del todo cuando las gafas fallaron en conjunto. Aún no. Los pacientes con mentes rayadas, sin necesidad de las gafas, se quedaron con sus enfermeros. Aislados y felizmente ignorantes.
— Tengo una idea mejor. Si dos enfermos entran por la puerta principal sería ridículo.
Su idea es mejor. Su uniforme robado de la sala de personal, los lentes y cara de niña buena la protegen de la vista sagaz de los enfermeros cuando me lleva de la mano al interior. Mi mochila la dejó en el pasillo con la suya y dentro de un armario de conserjería.
— Siéntese aquí señor. Eso. Yo lo llevo a su cuarto — dice cuando me deja en una silla junto a la ventana.
Desoriento mi vista todo lo que puedo. ¿Si me río parezco más loco? Es imposible no reírse cuando Camila se gira a hablar con el recepcionista. Camina con tanta confianza que podría estar en la alfombra roja, su sonrisa transmite calma. No es tan mala mentirosa como esperaba.
— Trabajo en el hospital al otro lado de la ciudad, me pidieron venir aquí con uno de los pacientes porque ya no teníamos camas ¿No le dijeron? — pregunta sin dar lugar a que se niegue.
— En absoluto, pero ya sabes cómo son. Póngalo con a la señora Saade en la 24. Pronto vendrán con el nuevo tratamiento para todos estos raros. — El hombre habla como siempre han hablado todos los doctores de los enfermos. — Si tienes problemas con el protocolo pregúntale a los otros ellos te pueden dar una mano.
El hospital no es lo que acelera mi corazón ¿Saade? Todavía no le han puesto las gafas.
Camila me toma del brazo y me lleva por el pasillo. Me estrello contra un muchacho. No parece perdido del todo, pero sus ojos no pueden enfocarse en mí.
Sacude el brazo de Camila.
— ¿Cuándo puedo hablar con mi familia? — pregunta.
Otra enfermera lo toma con gentileza para llevarlo a otra sala.
— Vamos a esperar con los otros Henry.
Camila suspira y se estremece. Sigue caminando y evita a todos los otros hasta llegar al baño. En silencio cierra la puerta y apoya las manos en la madera. El lugar se abre en dos, un pasillo largo con duchas a ambos lados, y otro pasillo con los lavabos y cubículos. Ni siquiera hay puertas. Al menos está limpio, tanto que el producto que usan me pica en la nariz.
— Te voy a traer ropa. Tenemos que irnos rápido — dice y vuelve a salir.
El agua está helada. La cortina, de una verde menta espantoso, apenas se cierra en las duchas. Con sentirme limpio me basta La puerta se vuelve abrir cuando sigo bajo el agua.
— Ni se te ocurra salir — me advierte la voz de Camila con una firmeza que trasluce miedo.
Detengo el agua y espero escuchar las gotas golpeando el piso de mármol blanco en otra de las duchas para salir. Las duchas están una frente a otra en un pasillo largo, paredes blancas, luces blancas. Hay ropa en una banca de madera y otro montón en la de enfrente. No hay una bufanda entre la ropa. Por supuesto, no quieren darles a estos locos herramientas para ahorcarse.
Habitación 24. Las palabras hacen eco en mi mente. Tenemos que irnos. Podría sacarla de aquí. Cada pensamiento es una gota. Todas las gotas que caen de la ducha detrás de la cortina cerrada. Podría hacer muchas cosas, pero ninguna sé hacerla. Habitación 24.
Estoy abotonando mi camisa robada cuando Camila sale de la ducha. Solo con su toalla. Chilla y se gira como si eso fuese mejor. No es como que pueda ver nada, ni ella sin sus lentes que dejó en la pila de ropa.
— Te dije que no salieras — reclama.
— ¿Qué querías que haga? — Me volteo y me pongo la bufanda que llevaba puesta antes. Solo vi la toalla blanca y su cabello escurriendo agua de un tono más oscuro que el caramelo de siempre, menos de lo que se ve con algunos vestidos. Casi no vi rastro de su piel naturalmente bronceada. — ¿Querías que me congelara? No vi nada de todas formas. — Aun así, siento la cara arder. Me divierte molestarla, pero incomodarla no es algo que pretendían hacer.— Y tampoco te estoy viendo.
— So-solo no voltees. — Escucho como se cambia y las palabras murmuradas en español.
Por si acaso, cierro los ojos también hasta que su mano toca mi hombro para que me gire.
No deberíamos estar aquí. Fue una idea terrible. Sabía que ella estaría aquí. ¿Cómo iba a suponer que nos mandarían a la misma habitación?
Otra vez sus ojos me observan. Se detienen en mi bufanda y suben a mis ojos. No sé qué tanto ve si ella escogió los jeans, la camisa y el suéter negro que no me he puesto.
— ¿Estás bien? — pregunta. — Estás temblando.
Prefiero no responderle esa pregunta. La respuesta nunca sería sí.
— Hace frío y no he comido ¿Qué esperas? —No es totalmente mentira. Prefiero distraerla. — ¿Tú crees que el cabello todo mojado no va a levantar sospechas? — pregunto levantando una ceja.
— Les digo que estabas muy perdido para bañarte solo. — Se encoge de hombros en lo que exprime su cabello con una toalla —Actuaste muy bien de todas formas. Se te da bien lo de atontado.
— Gracias — escupo con sarcasmo. — Pero esa sigue siendo una excusa estúpida.
Lanzo la toalla sobre la pila de ropa sucia. Las gotas de mi cabello todavía mojado me llegan a los ojos.
— Quería decir parecer, no ser — aclara acomodándose la camisa gris. —. No va a importarles. Da igual, lo que importa es salir No nos van a dejar salir por la puerta. Busquemos una ventana en la habitación.
— Bien, bien , como quieras. — Camila emprende otro camino hacia el comedor.
Lleva la bata de los doctores desabotonada y una etiqueta con un nombre que no es el suyo u que hace suyo en cada gesto.
Las mesas del comedor, agrupadas como en colegio público, intercalan adultos dementes y enfermeros. Algunos comen solos, otros con ayuda. Las sillas están pegadas al suelo y los platos son todos de cartón. Solo veo cucharas. Al fondo la pared está pintada de azul y un mesón con un vidrio tiene bandejas preparadas. Aquí hay ventanas amplias que muestran el cielo nublado de la mañana. Pero ninguna se puede abrir.
— En una hora más o menos — le dice un enfermero pelirrojo a otro sentado frente a él en la mesa junto a la ventana. Camila me sienta junto a ellos —. No puedo esperar a acabar. Llevamos como veinte turnos aquí.
— ¿Verdad? Los otros pueden jugar en el Linkverse y a nosotros nos dejan trabajando — dice el otro migando un pan. — Que vivamos aquí ya es bastante malo, al menos deberían dejarnos usar celulares, como si importara que nos distraigamos un poco.
La gente no solo se distraía, se perdía. Pero era más fácil salir cuando el mundo viruta no estaba pegado a tus ojos y conectado a tuc cerebro.
La cara de espanto de Camila no es muy discreta. Se agacha y pretende acomodarme la camisa púrpura. Deshace un botón y lo vuelve a abotonarb.
— Creen que afuera. Que son felices, que está bien que... — murmura sin atinar a lo que intenta decir.
— Me di cuenta. Solo vámonos, — susurro.
Permanezco tenso de pies a cabeza hasta que se aleja. No soporto su cálida respiración tan cerca, sus pecas tan definidas y sus dedos rozando mi piel entre la tela. No porque sea ella, no soporto a nadie tan cerca. La empujo hacia atrás.
— Eh tú. No hagas eso con tu enfermera. Ven aquí, déjala comer. — El pelirrojo me habla como a un infante. Se levanta y me trae una bandeja. Le tomo de la manga para retenerlo un segundo y le sonrío , una sonrisa gigante y fingida. — Eso, muy bien, come.
No me quejo. Me gusta el pan, la avena, la fruta, todo lo que sea comida y comida caliente. Observo a los demás para imitarlos ¿Qué exactamente intento parecer? A este punto no sé. Tampoco importa cuando nadie presta atención. O tal vez no importa porque todos siempre han creído lo que no soy.
Camila se sienta a unos puestos de mí y conversa con una de las enfermeras, de cabello negro y corto. Sonríe y se acomoda los lentes, como si no le importase nada, como si no pasara nada, como si no estuviese rodeada de locos, uno de los cuales ha tirado su bandeja al suelo.
— ¿Enamorado de tu enfermera? — bromea el compañero rubio del pelirrojo que lleva el cabello en el moño más espantoso que he visto.
Me tienta lanzarle la bandeja también. Lo miro en silencio y opto por terminar de comer.
— Eres nuevo ¿No? No tienes ni nombre puesto. Mira te lo pongo yo — dice el pelirrojo con una sonrisa que asustaría hasta al niño que cree que soy. Saca unas etiquetas y un marcador de su bolsillo. — ¿Cómo te llamas?
— ¿No ves que el pobre es idiota? No creo que pueda hablar – dice el otro en mi lugar.
Explicar mis razones llevaría demasiado. Mucho más de lo que me toma levantarme de la silla. Tomo al doctor de las solapas de su bonita y pulcra bata de imbécil. Lo levanto del suelo.
— ¡Damon! — grita Camila a nuestra espolada con una indignación que no había oído en ella, ni siquiera con Gina. — Suéltalo ¿Qué te pasa?
Cuando te ves como ella, pero aún más cuando te ves como yo me veo, la violencia puede significar que acabas muerto. Tez más oscura, facciones latinas. Camila pasa por blanca, yo no. Pero ya no hay policías que molesten y a los locos se les perdona todo o acaban muertos. Ninguno de los resultados me molesta particularmente.
Me giro para mirarla. Me mira con desesperación, con sus ojos azules oscuro bien abiertos. Suelto el hombre que cae sobre el asiento de plástico. Se acomoda la bata con calma.
— No se preocupe señorita Castel — dice, seguro por lo que dice su etiqueta. —, pasa todo el tiempo con los más enfermos.
Camila me toma del brazo y me mira llena de confusión. La tormenta que jamás pensé llegar a ver en sus ojos se clava en mi a través de sus lentes de marco purpura infantil.
— Sí, ya lo sé. Es un poco impulsivo. No mide las consecuencias — dice sin apartar sus ojos de los míos.
Así que eso piensa de mí. Me alegra saberlo. Igual que todos. Me suelto de su agarre y me alejo por el pasillo. Escucho las disculpas de Camila y sus pasos detrás de mí.
— ¿Se puede saber que te pasa? Damon ¿Qué te dijo? — pregunta como un disco rayado. Camina detrás de mí por el pasillo. — Aquí hay mucha gente que necesita ayuda en serio ¿Sabias? Ellos tal vez no puedan controlar lo que hacen, pero tú sí.
Entro en la habitación 24 y cierro la puerta. Está vacía. Dos camas tendidas en sábanas blancas se ven iluminadas por la luz de una delgada ventana ubicada más alto que mi cabeza. Adiós a la idea de salir por ahí ¿Ella estaba en el comedor? No la vi.
Camila se sienta junto a mí. En sus manos lleva un membrete como el que intentó ponerme el pelirrojo.
— Tenemos que salir de aquí. Oye ¿Estás bien? — suspira, aceptando por fin que no pienso responder. Tiene el descaro de preguntar después de lo que dijo sobre mí. — Dime tu apellido, así preguntan menos.
— Inventa uno — Miro las fotografías en la mesa de noche.
Le dejaron quedárselas.
—¿Por qué no puedo usar el tuyo? De paso me lo dices, así sé si te conozco de antes.
—Lo dudo muchísimo —murmuro, el marco de fotos en mis manos. —. Saade. Damon Saade.
En la foto mi madre, más joven y con el brillo aún en los ojos, carga un pequeño yo, sin bufanda y con una sonrisa verdadera.
— Vaya coincidencia, quiero decir, no hay muchos Saade aquí, es un apellido portugués y tú eres de aquí ¿No? —dice en lo que anota mi nombre. Levanta la mirada y encuentra la mía. — O tal vez no es coincidencia.
No dice más. Sus ojos van a la imagen en el marco, simple y negro. Le entrego la imagen para responda sola sus preguntas.
—No te atrevas a mirarme así Cam, no me pongas esa cara porque estoy harto. — Saco la fotografía de su marco y la guardo en mi chaqueta. — La vida pasa y a veces es un maldito desastre.
Cuando levanto la vista, Camila se para frente a mí. Me entrega el nombre con mirada neutra y una pequeña sonrisa que desaparece tan rápido como apreció.
— No soy quién para mirarte de ninguna manera. Todos tenemos nuestro propio desastre — dice. — . Pero si no nos vamos ahora nos va a alcanzar el que yo causé. —La preocupación se transporta de su voz a sus ojos.
— ¿De qué estás hablando? — Me coloco el membrete en la camisa.
— Las enfermeras hablaban en el desayuno de un nuevo tratamiento para todos los enfermos mentales. — Camila mira por el pasillo. Los enfermeros gritan que lleven a todos a sus cuartos. — Cuando trabajaba en Kdlinks , la empresa de los Metagoggles, desarrollamos un software extra para las gafas para restaurar conexiones neuronales. Se sabe ya que algunos videojuegos ayudan al neurodesarrollo, pensábamos que ayudaría a quienes no podían acceder al universo virtual corriente.
No entiendo nada.
Por la rendija de la puerta puedo ver los pasillos. Comienzan a vaciarse y las voces se apagan para dejar solo los gritos y balbuceos de los que están más perdidos entre los enfermos. Locos.
— ¿Para los idiotas? — pregunto.
Camila me mira con el ceño fruncido.
— Que les van a poner gafas a todos y después van los doctores.
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