01 Contradicción
Damon
» 12 de marzo, 2XX8
Ella no es un muñeco. Pero eso es obvio. Sus lentes son de los normales, los de vidrio sin brillo. No son pantallas y no ocultan los ojos medianamente humanos y totalmente vivos detrás. Son verdes, inundados en tanto que no sabría describirlo. Yo tampoco los estaría viendo si no fuese porque no había tomado aquellas gafas para transformarme en un zombie como esos de las películas de los teatros. No que todavía funcionen los teatros cuando todos pueden ver lo que quieran cuando quieran donde quieran. Todos menos nosotros.
La verdad no sé si todavía ven algo.
Las calles permanecen vacías, iluminadas en luz neón. Rosa. Naranja. Azul eléctrico. Reflejos sobre ventanas oscurecidas de habitaciones donde nadie tiene la voluntad para encender la luz.
— Entonces. ¿Cómo te libraste de eso? — pregunta Camila al pasar junto a un cuerpo en la vereda.
Tenía que surgir la pregunta en algún momento, más pronto que tarde; una hora desde que el azar nos juntó en nuestros caminos sin camino y la curiosidad no podía faltar.
Las extremidades del muñeco, como los apodé desde que empezaron a aparecer, están dobladas en ángulos que le darían envidia a una animal de globo. Sus ojos están cubiertos en mucosa blanca y las gafas, sus preciosos Metagoggles, sueltan sus últimas chispas a un lado, ahogadas en un charco de lo que quizá sea saliva. Sus últimos respiros se reproducen en espasmos.
Camila sube la bufanda sobre su nariz y voltea la vista hacia el cielo, tan iluminado que ya casi no es azul, y las torres de edificios extendiéndose al infinito. Nunca soy capaz de apartar la vista. Curiosidad, insensibilidad, un poco de ambas o una adicción al sentimiento que te retuerce las entrañas.
— Cuando salieron y como todos creyeron que eran la divina papaya, los precios eran demasiado altos — digo, con las manos en los bolsillos de mi maltratada chaqueta negra. Busco las palabras que creerá— . No tenía el dinero para comprar algo así y luego vi lo que hacían. Vaya que si cambiaron el mundo.
Es una verdad a medias. Dinero tenía, pero su uso estaba designado a hospitales, no a lujos de realidad virtual y de todas formas, no podría usarlas.
— No digas eso.
Rio sin diversión, con la misma frialdad que los cables sueltos de las instalaciones eléctricas que debieron ser reparadas hace meses. Mis botas salpican el agua de los charcos en los agujeros de la carretera.
— ¿Es mi culpa que sea cierto? — con un gesto apunto a las calles desiertas y los autos parados frente a semáforos que siguen cambiando sin un propósito. — Mira, da igual ¿Tú cómo te libraste?
No es solo su aspecto, sino un acento ligero, como el olor de los jazmines en verano, lo que delata que ella tampoco es de aquí. No del todo o no en absoluto. Su color es demasiado bronceado y su idioma no es este.
— Yo las diseñé. — Su mirada se pierde e los reflejos de paredes de vidrio y metal — Se supone que el Linkverse nos uniría, que les daría a las personas la vida que querían. — Su voz se apaga y se quiebra como el cristal. — Mira lo que hice Damon, míralo porque yo no puedo.
Al susurro que se ha vuelto su voz le siguen las lágrimas, testigos de la verdad en sus palabras. Son ridículas, inútiles y sin sentido. Son solo muñecos, reflejos opacos de lo conozco y que procuro borrar de mi mente. Es más fácil, y ella haría bien en pensar igual. Pero las lágrimas caen. Qué curioso. No las había visto en mucho tiempo, gotas cristalinas sobre la piel enrojecida de las mejillas. Nada como aquellos áridos desiertos que se han secado más allá de lo humano.
Y pensar que siempre creí que estaba más cerca de ser un monstruo que cualquier otro.
— No te molestes — digo —. No hay caso, están fritos ya, como papas fritas. — Camila ríe con lágrimas todavía recorriendo sus mejillas hasta sus labios rosados. Los Metagoogles querían eliminar el sufrimiento, hasta el recuerdo de él, y, con el dolor, se llevaron las risas.— No veo por qué te martirizas. Esto es un apocalipsis como los de las películas de ciencia ficción. Una mierda, pero, en fin. Alguien más nos habría llevado hasta aquí si no eras tú.
Es como un cortocircuito, pero los humanos no son máquinas y las funciones no se cancelan. Ríe entre sollozos. Es grato escuchar algo que no sean aquellos sonidos guturales en un idioma desconocido y borboteante. Imito su sonrisa.
Dicen que los ciegos sonríen, aunque nunca han visto a nadie sonreír ¿Qué tienen esas gafas para quitar algo innato?
— ¿Puedo asumir que no te gustan las papas fritas? — pregunta Camila y, aunque somos extraños, toma la tela de mi chaqueta y se aferra a ella.
— Puedes.
No me agrada que se me cuelguen, pero evito discutir. Aferrarse a los más próximo a un ser humano en toda la cuadra y tal vez toda la ciudad es lógica. Para ser justos, ella también es la primera persona realmente viva que veo en semanas. Al principio me convencí de que no importaba, pero el silencio agudo termina por punzarte la mente y entonces empiezas a creer que te volverás tan loco como los muñecos.
A juzgar por el estado agotado de su rostro y su ropa, probablemente lleva caminando semanas igual que yo. Esos jeans casi son coladores y su camisa tiene algo fluorescente manchando las mangas como café radioactivo derramado. Nuestra fortuna no es del todo diferente. Fortuna o, todo lo contrario. También su cabello castaño parece un ovillo que pasó por las manos de un gato..
Las calles naufragadas en autos chocados, volcados y destrozados se abren a carreteros amplios y vacías. Parlantes que permanecen encendidos traen música a la ciudad. Música de la que se baila, de esa que suena en las reuniones en salones de eventos y salas de estar, que, la última vez que me atreví a revisar, apestaban a comida podrida y sueños en decadencia. Cerré las puertas.
Camila murmura las palabras de aquella canción que hace meses no para de sonar en todas las estaciones. Yo la sé, por supuesto, y la detesto. No es ni será jamás música: un patrón repetido para vender es lo que es.
— Salgamos de aquí. Es imposible que seamos los únicos que quedan. — Me suelto del agarre de Camila para forzar la puerta de un auto estacionado.
—¿Qué haces? — Camila se acerca alarmada. — Eso es de alguien.
Tiro de un cuerpo por las solapas de la camisa. A través del cristal transparentado de los Metagoggles apagados, todo lo que había sido iris tiene un recubrimiento blanco lechoso. Lo que alguna vez fue un elegante corte es ahora un nido de pájaros, y la camisa una sola mancha de saliva. Decir que apesta es ser amable.
— No creo que le importe — digo indiferente y lanzo al hombre al pavimento. El crujido cuando toca el suelo me recorre los huesos.
— No voy a entrar ahí. — Camila se cruza de brazos y da un paso atrás.
— ¿Ahora te pones moralista? — Cierro la puerta con un golpe que hace eco entre los edificios. Vaya momento para decidir tener principios. Un poco demasiado tarde. — Bien, pero no te vas a negar a buscar comida, ni a seguir caminando antes de que nos vea un cazador.
— ¿Cazador? — repite con cara de espanto. — ¿Qué cazador?
No puedo creer que no los haya visto.
— Eres más despistada de lo que pareces — me burlo. —. Buscan a los que no se han puesto los Metagoggles y les hacen un lindo regalo que les fríe el cerebro. No quedan demasiados en la ciudad. Tampoco quedan personas que cazar.
— Son opcionales, son ...
Rio. ¿En verdad cree eso?
— Claro que sí, y yo me convierto en dragón cuando sale la luna.
Camila se rehúsa a decir más, aunque a mi poco y nada me importa. No es del todo cierto, si lo fuera no la esperaría para que me alcance en la acera. Si me detengo a verla, en la tenue luz neón distingo sus delicadas facciones y los tonos acaramelado de su cabello. Mira a sus pies la mayoría del tiempo, lo que la hace parecer más baja de lo que ya es.
Empujo la puerta de vidrio a una tienda desolada. De las estanterías tomo aquello que me llama la atención para meterlo en mi mochila negra. Comida, medicina, cualquier cosa que el instinto sugiera a una mente alterada.
— Creo que esos inútiles se alimentan de cables — digo finalmente, en un intento algo ridículo de hallar paz con el único otro humano que sigue siendo humano.
— No funciona así — discute. Al parecer seguir las bromas se le da fatal. —. Los conectamos por tubos y se encargan los del gobierno. Todavía buscaban algo más eficiente cuando me fui ¿no has visto los tubos?
Creída , pero eso no evita la culpa que tira de ella al suelo ¿O sí?
— Cables, tubos, la misma cosa ¿No te querrán ayudando tus amigos del gobierno? — Despliego una sonrisa cargada de cinismo. — Si así lo es, soy demasiado idiota si me quedo contigo.
— Quizá sí, en cuyo caso, ¿por qué sigues aquí? Claramente ves más utilidad de la que dices en esto. Esa una hipótesis, pero no te veo como alguien, para ponerlo en tus palabras, estúpido— balbucea para sí.
— Las palabras largas te hacen ver pretenciosa, no inteligente. — Alzó la mochila que, al pasar, bota las bolsas de comida basura al suelo. — Me quedo porque eres lo más próximo a un humano y sinceramente creo que piensas lo mismo porque está muy claro, Cam, que no me soportas.
— No me digas así.
— Demasiado tarde, Cam.
Rueda los ojos, pero no insiste más. A mí me gusta.
De las estanterías toma varias botellas de agua mientras yo salto sobre el mostrador para tomar medicamentos. Nunca me aprendí el nombre de ninguno, pero me sé los colores de las cajas.
— Técnicamente me quieren a mi — dice Camila con un suspiro aburrido lo más fingido del mundo. —, técnicamente también te querrán a ti ¿Sabes? Para que las uses.
— No. Me quieren para muchas cosas, pero no para que las use. — Salto una vez más sobre el mostrador y me dirijo a la puerta. — ¿Vamos?
— ¿Para qué te querrían? — Camila me sigue con miradas curiosas y desvergonzadas.
— Eso no te importa. — Es fácil actuar cuando llevas haciéndolo tanto tiempo, no mostrar nada. A veces los ojos te traicionan, pero casi nadie se fija. — Lo que te importa es que va a ser más fácil si somos dos.
— ¿Por qué debería confiar en ti? Suena a qué vas a asesinarme — escupe Camila. Su mochila turquesa esta tan llena que le cuesta levantarla. —; pero no creo que lo hagas, quiero decir, eres terco, pero no pareces tan dedicado.
— Gracias — sonrió con ironía.
De las perchas tomo una bufanda negra similar a la que tengo alrededor del cuello, aunque esa es fucsia. Apesta ligeramente a un perfume floral y no es lo mismo, pero necesito una extra.
— ¿Listo? — pregunta Camila y, esta vez, ella camina al frente.
Es divertido verla tomar el frente como si fuese un logro. Vaya que infunde reparto y hago nota en el sarcasmo. Tengo que admitir que lo que pensé era una brisa de esas que soplan entre los árboles podría ser un viento de agosto que levanta cometas y rompe las conexiones de luz. No puede ser una tormenta, no tiene la fuerza que se necesita.
• • •
Nos detenemos en el puente. Ella se inclina sobre la baranda y mira al rio que corre debajo, ajeno a los desastres de la humanidad y sus tragedias. No estamos tan lejos como quisiera del cruce de caminos donde nos vimos, bajo la luz de los semáforos, caminando en direcciones contrarias y más alerta que espías en una misión secreta.
— ¿A quién perdiste? Cuando todo esto empezó quiero decir — pregunta cómo si no fuera lo más intrusivo que se le pudo ocurrir.
Vaya coraje para hacer esa pregunta. Me inclino en la baranda de espaldas al agua. Podría ignorar la pregunta, pero no creo que se rinda. Es más complicado de lo que cree. No me gusta mentir.
— Nada. No perdí nada.
Llega un punto en que has perdido tanto, qué hay una sola respuesta.
— No te creo.
El viento enreda su cabello en sus lentes de marco púrpura. Pensé que solo hacían esa clase de marco para niños.
— Cree lo que quieras. ¿A quién perdiste tu?
— A todos. — Se gira para mirar hacia los autos estrellados a nuestro alrededor y los brillos de las gafas dentro de cada uno.
Parece que no es capaz de soportarlo, pues vuelve la vista a la corriente que espuma debajo. Sonrío de medio lado y sacudo la cabeza. La mirada que me dirige podría partir el cielo y traer la lluvia. A veces Camila podría ser una nube gris, enroscada entre la ira y el dolor.
— No me mires así cuando tú sabes que yo no hice nada.
Sé perfectamente lo que hago. Es un clavo, una flecha hacia las junturas de algo que ya está roto. Sus ojos vuelven a inundarse tras el vidrio de sus lentes y me recuerdan al océano Atlántico. Su pregunta, su problema. Ella se metió en temas personales.
— Tampoco yo. Funcionaron mal. ¿Sabes? No tenían que freírles el cerebro. — Alza la voz, aparta las ondas de su cabello de su rostro y limpian las lágrimas bajo los marcos. — A veces los aparatos no funcionan como deberían.
— Quizá — respondo con el aire atorado en la garganta. —. Pero falla uno, no los millones que caritativamente le dieron a todo el maldito planeta.
— Un fallo de manufactura — murmura.
— No puedes ser tan inocente.
El verde de sus ojos me mira vacío, con cejas que se alzan y se bajan en confusión, sin respuesta. El viento empuja la basura, me atraviesa helado y se queda en sus ojos. Tal vez si se puede ser tan inocente.
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