9
Cuando despierto, lo primero que veo es al Sr. Sterling sentado a mi lado sosteniendo dos tazas en sus manos.
—Buenos días —dice.
Paso una mano por el catre de Brya, pero la superficie está fría. Me levanto enseguida, con el miedo bombeando dentro de mí y el pensamiento atroz de que tal vez se lo hayan llevado las criaturas. Alya tampoco está en el catre.
—¿Dónde están?
—Tranquila, Francis. Están jugando dominó con Vladimir. —Señala con un dedo sobre mi cabeza. Me volteo rápidamente y los veo sentados en el suelo frente al hombre ceñudo. Me tranquilizo considerablemente—. ¿Prefieres café o té?
—Café, por favor.
Me tiende una taza y él se queda con la otra. Me siento con las piernas cruzadas y le doy sorbos hasta que me calienta el estómago y me deja un buen sabor en la boca. Miro mi reloj. Son pasadas de las once de la mañana. Estamos a veinte de enero. Han pasado tres días desde que todo empezó.
—Seguramente estás confundida —dice él después de un rato.
—Todos lo estamos, ¿no? Nadie se esperaba esto, ¿o sí?
—No, nadie lo veía venir.
Está a punto de decir algo más, pero un hombre al otro lado de la estancia pronuncia su nombre y tiene que marcharse a hablar con él. Pero antes de irse me dice que hablaremos luego sobre el tema. Termino la taza de café minutos después, y quiero otra, pero no soy capaz de levantarme y pedirla. Sostengo la taza vacía en mi regazo y me entretengo viendo a Alya y Brya jugar dominó con el sujeto de nombre Vladimir. Al rato una mujer viene a mí y sin decir nada se sienta a mi costado y recarga la espalda en la pared. No le hablo, pero tampoco me retiro. Permanecemos en silencio por mucho tiempo, hasta que ella hace un extraño ruido de chasquear la lengua, como si masticara chicle, y me dice:
—Me llamo Maxell.
Levanta su mano en un saludo formal, y con indecisión se la estrecho.
—Francis —respondo.
Me sonríe, y al hacerlo reluce un diente de metal entre su dentadura.
—Vives aquí, ¿no? Con toda esta gente ricachona.
Aprieto la taza entre mis manos. Sé que personas como yo no le agradamos a la mayoría de la población de Avox por tener una vida diferente a la de ellos, llena de lujos y «excentricidades», como ellos dirían. Es por eso que vivimos muy apartados de las personas pobres. Tenemos nuestras propias tiendas, nuestras propias villas, para no tener que socializar con las personas que no son de nuestra misma clase. Aunque no se nos aparta totalmente, pues a veces, en los centros comerciales se ven personas harapientas comprando en tiendas importantes. O hay chicos que consiguen becas completas y tienen la oportunidad de estudiar en nuestras escuelas. Y, por lo que veo, Maxell no pertenece aquí.
—¿Cómo lo sabes? —pregunto sigilosamente.
—Tus zapatos. —Los señala con un dedo calloso—. Donde yo vivo un par de esos cuesta demasiadas unidades, lo suficiente para alimentar a una familia por semanas.
No le digo que mi padre es uno de los dueños de Carruax. Eso, seguramente, la pondría loca y me odiaría el resto de mi estadía aquí.
—El Sr. Sterling también vive entre toda esta gente ricachona —replico, puntualizando la misma palabra que ella utilizó.
—Sí, pero él es diferente —objeta—. Lo conocí hace unos años, cuando mi familia y yo pasábamos por una racha económica. Nos ayudó. Y ahora lo está haciendo otra vez.
Veo los vestigios de café en el fondo de la taza cuando pregunto:
—¿Está aquí ahora? Tu familia, me refiero.
—No. Se quedaron atrás cuando todo esto empezó. ¿Y tú? ¿Viene alguien contigo?
Con la frase «se quedaron atrás», pienso que quiere decir que murieron.
—Mis dos hermanos.
Los señalo. Continúan jugando con Vladimir. Brya suelta una carcajada y Vladimir le da un golpecito juguetón en el hombro, como premiándolo.
—Eso cambia por completo mi perspectiva sobre ti.
—¿Por qué? —inquiero.
—Llegaste hasta aquí luchando contra los no conscientes, y no lo hiciste sola, trajiste a tus hermanos. Eso demuestra que no eres tan superficial como todos los ricachones.
De todo lo que dice, dos palabras se impregnan en mi mente: «No inconscientes».
—¿A qué te refieres con no inconscientes?
Me giro completamente para mirarla a los ojos, los cuales me rehúyen y sacude la cabeza.
—Más tarde. Ahora debes comer algo. —Se levanta de un salto—. ¿Tienes hambre? Seguro que sí. Ven, sígueme. Axel cocina la mejor sopa enlatada.
Estoy por preguntarle quien es Axel, pero se adelanta tanto que tengo que acelerar para alcanzarla. Me dirige a la cocina. Hay dos chicos. Uno sentado en la silla de un pequeño comedor de madera, sosteniendo una taza en sus manos; y otro frente al microondas preparando sabe qué cosa. Maxell se sienta en otra silla desgarbadamente y con un puntapié recorre la de su costado para que yo también me siente.
—Dos raciones, por favor, Axel —pide.
El chico asiente sin voltearse y saca de la alacena dos latas de sopas. Las destapa con un abrelatas, le pone una cuchara plástica a cada una y las pone frente a nosotras. Le doy el primer sorbo. Está fría y tiene ese típico sabor industrial, pero ayuda a calmar los gruñidos de mi estómago y a quitarme ese mal sabor de boca que parece acompañarme desde hace días.
—Acabas de llegar, ¿cierto?
Tardo unos largos segundos en comprender que me habla a mí.
Dejo la cuchara sobre la mesa.
—Así es —respondo.
—Soy Axel. Y él —Señala al chico de gafas con la taza en las manos—, es Rex.
Les digo mi nombre y le estrecho la mano a cada uno, y caigo en la cuenta, por sus vestimentas y sus movimientos, que no pertenecen aquí. Me pregunto si ellos, de igual manera, caen en la cuenta de que yo soy diferente, porque pertenezco aquí.
—¿Y cómo fue que escapaste de los no conscientes? —pregunta Rex.
Formula la pregunta con simpleza, como si estuviera preguntando cualquier cosa. Pero yo no le entiendo.
Antes de que pueda confesar mi confusión y pregunta nuevamente a qué se refieren con «no conscientes», Maxell me interrumpe diciendo:
—Ella no lo sabe.
—¿Saber qué? —inquiero ya un tanto irritada.
Axel hace una mueca de asombro y recorre una silla frente a mí para sentarse.
—Rex —pronuncia—, ¿cómo fue que tú te enteraste?
El susodicho deja la taza sobre la mesa y suspira, acariciándose la incipiente barba que le ha crecido.
—Escuchaba la radie en mi casa —dice Rex—, cuando lo alertaron.
—¿El qué? —Me reclino para escuchar mejor.
—La plaga de ratas. Quien las envió y para qué. Lo que ocasionan.
Hasta este momento no había pensado en eso. Había estado tan concentrada en mantenernos vivos que no me pregunté por qué las ratas invadieron Avox, y menos por qué tienen ese aspecto tan distinto a las ratas comunes. Tampoco sé qué son esas criaturas de aspecto humano que nos persiguieron.
Hasta hoy, no había pensando en nada de eso.
—¿Viste el aspecto que tienen? Son gordas y grotescas; son mucho más grandes que las ratas normales. ¿Y te fijaste en su actitud? Como si estuvieran enojadas o rabiosas. ¿Sabes qué son?
—Son ratas —balbuceo. Intento ser obvia, pero no lo logro.
Rex ríe y sacude la cabeza.
—Ratas de laboratorio, alteradas por retorcida mentes con una única intención: contaminarnos. ¿Notaste qué hicieron las ratas cuando llegaron a la ciudad?
Lo recuerdo. Salí del coche para ver por qué el tráfico no avanzaba y me subí al techo del auto. Vi una enrome mancha negra, hasta que comprendí que eran millares de inmensas ratas. La gente empezó a correr y gritar, y cuando las ratas llegaron a donde nosotros estábamos, atacaron. Vi como una se le abalanzaba a un hombre, lo mordía y al instante él caía al suelo. Entonces cuatro más se le dejaron ir encima.
—Atacaron a las personas —respondo.
—Sí, así es. Pero hicieron algo más. Sé más específica.
El tono de su voz me exaspera, como si estuviera tratando con una niña pequeña, pero aun así digo:
—Mordían a la gente.
—Exacto. —Tamborilea un dedo en el borde de la mesa—. Las ratas poseen una infección que llamamos Virus X. Al morder a alguien, se lo transmiten.
—¿Qué le sucede a una persona que es mordida? —Paso saliva.
—Se convierte en un no consciente.
Rex me explica que el día diecisiete de enero él se encontraba en su casa movible, cuando escuchó en la radio la noticia de que un inmenso enjambre de ratas alteradas llegaría a todo Avox, a todas las ciudades de la Confederación. Ninguna estación más que la de Vic Clayton transmitió esa noticia. Todas las estaciones de radio, todos los programas televisivos, todo medio de comunicación, fue deshabilitado cuando las ratas entraron a Avox. Pero Vic Clayton logró, de una u otra manera, alertar el ataque que se avecinaba. Al parecer él posee información clasificada del Virus X que transmite a las personas por medio de su estación de radio.
—¿Quién mandó a las ratas? —inquiero.
—La Confederación.
—¿Por qué lo harían? ¿Por qué querrían arruinar nuestra sociedad? ¿Qué razón tienen para matar a tantas personas?
—Esa es su razón, Francis —dice Rex—. Quieren matarnos. ¿Cuál fue la palabra que usó Vic? Ah, sí. Erradicar. Su plan es erradicarnos. Pero no con una bomba nuclear ni con una guerra, porque eso dañaría más a este ya dañado planeta. Y lo que quieren es restablecerlo. A su manera, claro.
—Matando gente no van a conseguir que la Tierra mejore — contradice Maxell. Me sorprende la ira que desprende su voz y las fuerzas con las que ha tensado la mandíbula.
—De hecho, sí. Reduciendo la población mundial la contaminación disminuirá y tendrán el control total. Crear una nueva sociedad es su objetivo. El mismo Augustus lo dijo: «¡Una Nueva Era para todos!».
A esto se refería el gobernador Augustus Rhys cuando dijo que el día diecisiete de enero marcaba una Nueva Era. Ahora lo entiendo. Este es el cambio que se nos prometió.
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