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7

Las calles están desoladas, los autos abandonados. Hay un rumor que forma el aire al recorrer los edificios deshabitados. Si gritara, estoy segura de que haría eco y mi voz resonaría interminablemente a la redonda. Caminamos los tres juntos por la banqueta, aunque por primera vez en la historia de Avox no hay ningún conductor salvaje y podríamos caminar en medio de la calzada. Los autos están vacíos, algunos de sus dueños ni siquiera se molestaron en cerrar las puertas o subir las ventanillas. Es como si toda la humanidad hubiera desaparecido, como si todos estuvieran muertos o hubieran decidido abandonar la ciudad. Me pregunto si en Petrox, Grux, Atlantax y todas las ciudades cercanas se encuentran en las mismas condiciones.

Las dos mochilas pesan en mis hombros. No estamos haciendo un recorrido tan largo. El Sol no está tan abrasador. Pero estoy agotada. No hemos comido en un día, estamos sedientos y tenemos sueño. Pero debemos mantenernos alerta. Aunque veo a Alya y Brya suspirar del agotamiento, y aunque yo misma quiero un descanso, no propongo detenernos, porque sé que en cualquier momento podríamos toparnos con una de esas criaturas.

Alya y Brya van delante de mí. En un momento dado Alya se ofrece a cargar con una mochila y me hace más ligera la carga. Mantengo una mano en el puño de la navaja, agudizo mis oídos y miro atenta las calles y los edificios. Estoy ansiosa por llegar a casa, aunque desconozco lo que nos vayamos a encontrar.

—Estás cojeando, Brya —dice Alya.

Suelto la mochila y me acerco a él. Seguramente se lesionó el pie en el accidente de auto. Tiene los rastros de lágrimas en las mejillas y sangre seca en la frente además de una cortada. Se la toco con un dedo y siento una protuberancia. Se aleja instintivamente. Lo tomo de los hombros con una mano para volverlo acercar a mí y vuelvo a tocarle la herida.

—Tienes un trocito de vidrio en la frente —digo—. ¿Te duele?

—Un poco.

Tuerce el gesto.

Escucho el rumor del aire zarandeando las ramas de un árbol. Inmediatamente vuelvo a tomar la mochila. No podemos permanecer a la intemperie.

—Al llegar a casa te curo eso. —Trato de sonreír—. Anda, sube a mi espalda. Te haré caballito el resto del viaje.

Me cuelgo la mochila en el pecho y cargo a Brya en mi espalda. Cruza sus pequeños brazos en mi cuello y Alya y yo aumentamos la marcha. A los minutos vislumbramos los verdes jardines y los grandes árboles frondosos de las residencias privadas. Una enorme inscripción de metal lustrado nos da la bienvenida. «Villa Avox», reza en llamativas letras negras. Cruzamos el arco de entrada y la caseta, donde no hay un guardia para saludarnos o pedirnos nuestra identificación que demuestre que vivimos aquí. La primera calle rodeada de elegantes y lujosas mansiones está desolada, como lo imaginaba. Brya se sujeta con fuerzas de mi cuello y suspira trabajosamente, con temor. Al llegar a la entrada de nuestra propia casa, ninguno es capaz de moverse.

—He olvidado mi llave —digo. Siempre lo hago. Siempre olvido la llave en mi habitación, encima del buró, cuando voy a salir.

—Yo-yo la dejé en el a-auto —tartamudea Alya.

Antes de que esas palabras desentierren recuerdos en ellos, digo:

—La puerta trasera debe estar abierta. Siempre la dejamos abierta.

Mamá lo hace. Mamá la deja abierta para que yo entre cuando se me olvidan las llaves. Se cansó de despertarse a mitad de la madrugada para abrirme la puerta después de venir de alguna fiesta con Kesha.

Bordeamos la casa y saltamos la pequeña cerca al jardín trasero. La puerta sí está abierta. Al girar lentamente la manija, ruego internamente que sí esté papá; que nos esté esperando justo ahora; que aparezca saliendo de su estudio con documentos en una mano y con su eterna taza de café en la otra, y nos dé la bienvenida diciendo: «Los estaba esperando, chicos», como cuando éramos pequeños y Brya llegaba de la guardería y Alya y yo de la escuela.

Pero después de ingresar a su estudio y a su habitación, sé que papá no está aquí y no lo encontraré en ninguna otra habitación. Es en vano buscarlo.

Alya y Brya se encuentran en la sala, inmóviles y silenciosos. Les dije que no se movieran hasta que supervisara que todo estuviera en orden. Al escucharme bajar las escaleras me miran con un atisbo de esperanza, pero al ver que solo soy yo, agachan la cabeza. No es necesario que diga en voz alta lo que ellos ya saben.

Dejo el trapo húmedo que tomé de la cocina y las pinzas para sacar las cejas que encontré en el tocador de mamá. Me siento en el sillón al lado de Brya y sostengo su cabeza con una mano, mientras que con la otra tomo las pinzas.

—¿No deberías ponerle alcohol primero? —inquiere Alya.

Me detengo en seco. Nunca he limpiado o curado una herida, no sé qué procedimiento seguir y no tengo la menor idea de cómo hacer esto. Solo sé que tengo que sacar el trozo de vidrio de la frente de Brya.

—No creo —respondo indecisa—. El alcohol va después. O eso recuerdo.

—¿Me dolerá? —pregunta Brya abriendo los ojos.

—Un poco. Casi nada.

Vuelvo a reanudar mis movimientos. Ubico el trozo de vidrio sobresaliendo de su piel, y con cuidado lo tomo con las puntiagudas puntas. De un tirón lo saco.

—¡Ayyyy!

—Cállate, Brya. Pueden escucharnos —amonesta Alya poniéndose un dedo sobre los labios.

Dejo el vidrio sobre la mesa y con la toalla húmeda froto con cuidado la sangre alrededor de la herida.

—Ya está. —Le sonrío.

Cerramos con seguro todas las puertas y ventanas, cualquier abertura por donde pueda entrar una criatura. Me encargo de sacar los cuchillos de los cajones que utiliza mamá para hacer la comida y los pongo sobre el pretil de mármol.

—¿Puedo tener uno? —me pregunta Brya.

Se sienta en un taburete con los brazos cruzados y balancea los pies descalzos; siempre le ha gustado estar en casa descalzo. Él y Alya se han duchado y puesto ropa limpia. Sus rostros lucen más descansados y se han comido un paquete de galletas entre los dos mientras yo preparo la comida.

—Estás loco si crees que te daré un cuchillo —contesto.

El refrigerador está repleto de comida. Mi estómago da un retortijón y apresuradamente saco los ingredientes para preparar una comida rápida y sencilla. Nunca se me ha dado bien cocinar. Pero en estos momentos estoy tan hambrienta que podría comer cualquier cosa. Preparo unos sándwiches y pongo papas fritas en cada plato, aunque me gustaría comer uno de los esmerados y deliciosos platillos que preparaba mamá cuando estaba en casa, antes de que empezara a trabajar de ocho a ocho en su tienda de ropa. Llevo en una charola los platos y vasos con soda a la sala y los dos empiezan a devorar los sándwiches.

Me como dos, y sigo teniendo hambre, pero decido que más tarde puedo tomar otro para que ahora no me duela el estómago. Superviso por las ventanas que todo esté en orden afuera, y antes de que anochezca me doy una ducha rápida. Me restriego los músculos con fuerzas hasta que la piel me queda irritada y me visto monótonamente con jeans y camiseta holgada, no pijamas, por si a mitad de la noche tenemos que salir corriendo de aquí. Me coloco las zapatillas que uso para correr, esas de color azul que desde que las vi en la tienda me encantaron. Vacío los cuadernos de la mochila que llevo a la preparatoria y pongo ahí lo esencial: unos jeans, un sujetador, una sudadera, dos blusas, tres bragas y dos pares de calcetines. También cinco fajos de billetes de cien unidades sacados del escondite de papá. En una ocasión, hace más de cuatro años, me llevó a su estudio y del librero sacó un par de libros, donde detrás se vislumbraban billetes ordenados en montoncitos. Arrodillándose frente a mí y tomando mis manos entre las suyas, me dijo: «Si surge un problema, si tú o tus hermanos están peligro, toma este dinero y váyanse. Les será suficiente para sobrevivir mientras yo los encuentro».

Los pongo al final de la mochila, de manera que no puedan notarse fácilmente. Agrego una cobija y una fotografía de los cinco juntos, tomada hace más de cinco años. La ultima fotografía donde estamos como una familia, antes de que nos desmoronáramos y dejáramos de ser una verdadera familia.

Cierro la mochila y bajo con ella del hombro a la sala. Brya está recostado en un sillón dibujando en uno de sus cuadernos. Alya lee una revista de moda con los pies subidos en la mesita de noche como cada vez que mamá no está cerca para verla y ordenarle que los baje. Por un momento todo parece normal, como cualquier otro día.

Hasta que Brya levanta la mirada del cuaderno y veo el corte en su frente, lo que me recuerda el suceso de ayer.

Ya nada, en absoluto, es normal.

—Alya, ayúdale a Brya a hacer su mochila y haz tú la tuya. Carguen solo ropa. Lo esencial.

—¿Nos iremos? —inquiere Brya.

Mi corazón da un vuelco.

—No podemos quedarnos aquí demasiado tiempo.

—Pero si papá...

—Anda, Brya —lo interrumpe Alya—. Vamos a hacer tu mochila.

Los dos suben las escaleras y yo me dedico a acomodar las cobijas y las almohadas. Dormiremos en la sala. Es lo mejor. Así estaremos los tres juntos, y si algo sucede podremos salir rápidamente.

Escojo el cuchillo más afilado, el que usa mamá para cortar carne en trozos grandes. Lo llevo a la sala y lo dejo sobre la mesita de noche, al lado del sofá donde yo dormiré. Juntamos nuestras tres mochilas y en una más empacamos sopas instantáneas, carne seca y botellas de agua junto a las frituras que tomamos de la licorería.

—¿Cuánto tiempo nos quedaremos en casa? —me pregunta Brya al arroparlo.

—No lo sé —respondo.

Subo la cobija hasta sus mejillas y acomodo la almohada debajo de su cabeza para que esté cómodo.

—Creo que deberíamos esperar a que llegue papá —propone—. Él sabrá qué hacer y a donde tenemos que ir.

Es de noche y necesita descansar, y no quiero darle una respuesta que lo deje afligido. No quiero decirle que tal vez no volvamos a ver a papá.

—Tienes razón —digo—. Por ahora descansa.

Le doy la indicación a Alya de que no encienda ninguna luz para no llamar la atención, y después de asegurarme que todas las puertas y ventanas estén cerradas, me acobijo en un sillón.

No sé cuánto tiempo permanezcamos en casa. No sé si es seguro estar aquí. Pero tampoco sé a qué otro lugar podemos ir. En el garaje hay dos autos con el suministro lleno de gasolina, nos alcanzara para salir de Avox o ir a cualquier parte. Cuando se nos termine podría volverlo a llenar en cualquier gasolinera abandonada, o podría comprarla, cuento con el dinero para transportarnos por muchos días, hasta semanas. ¿Pero adónde iríamos?

Lo pienso por mucho tiempo, hasta que el agotamiento me gana y caigo finalmente dormida.


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