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6

—¡Tu mano! ¡Dame tu mano, Francis!

Me sostengo de la cornisa. No aguantaré tanto tiempo así. Caeré en cualquier momento. Me soporto solo con una mano y con la otra tomo la de Alya, quien me impulsa hacia ella con todas sus fuerzas mientras los dos tipos rugen desde la otra ventana, pero no pueden alcanzarme. Brya me toma de la otra mano, y yo pataleo para poder subir. Con un empuje de fuerza me impulso y caigo dentro del edificio.

Por un instante, me dedico a regular mi respiración y repetirme que sigo viva; que los tres seguimos vivos.

Entonces, como una explosión, los gritos rabiosos de los dos sujetos en el departamento me llegan a los oídos como una clara advertencia: seguimos vivos, pero tal vez no por mucho tiempo.

—Tenemos que salir de aquí —digo—. Vendrán en cualquier momento.

Y tal vez sean más.

Sin reparar en el entorno, nos encaminamos a la salida y soy yo la primera en emerger. Tomo de las temblosas manos de Alya la bolsa con la comida y con la mano libre sostengo la navaja. Nos encontramos en un edificio de departamentos. Todo está desolado. Las puertas de algunos domicilios están abiertas de par en par, como si hubiesen tenido tanta urgencia por marcharse que no se tomaron la molestia de siquiera ponerle cerrojo. Me pregunto qué los obligó a irse tan repentinamente. Pero sé bien la respuesta.

Sostener la pesada bolsa con comida resulta agotador y, si nos volvemos a encontrar con un sujeto —lo cual haremos—, no tendré la facilidad para moverme. Lo mejor es que busquemos una mochila en uno de estos departamentos. Si sus dueños los abandonaron súbitamente, lo más lógico es que encontremos comida, verdadera comida y no frituras, y algo de ropa apropiada.

Les platico lo que pienso a los dos, y ellos están de acuerdo con la propuesta. Así que entramos al primer departamento. La puerta está medio abierta. La empujo suavemente con un pie, emite un chirrido de bisagras ásperas, y nos deja ver un sencillo y ordenado departamento. Aquí no parece que alguien hubiese salido con urgencia. Todo está en orden y nada parece fuera de lugar. O al menos eso parece.

—Quédense aquí, iré a buscar algo que nos pueda servir —ordeno—. Si escuchan algo extraño, díganme.

Se sientan en uno de los acolchados sillones color crema que hay en la sala y yo avanzo por un pasillo alfombrado donde hay tres puertas. Giro la manija de la primera, rezando que no encuentre nada extraño —si esa es la palabra correcta para describir lo que hemos visto—. Es un dormitorio. Hay una cama grande, lo que puede significar que pertenece a un matrimonio. La fotografía sobre el armario me confirma mi teoría. Es un hombre y una mujer jóvenes tomados de la mano y posando a la cámara con una sonrisa radiante en el rostro.

Dejo la fotografía en su sitio y abro y cierro los cajones del armario en busca de ropa que pueda servirnos. Encuentro jeans tres tallas más grandes que la mía, pero aun así tomo unos y de una vez me los pongo, aunque tengo que hacerle un nudo para que no se me caigan. Todo menos estos shorts. Ahora sé que fue estúpido vestirme así. No lo digo solo por el frío, sino por algo más. Agarro una camiseta ligera pero de manga larga, una sudadera para Brya —aunque le quedara por los suelos—, una para Alya y otra para mí, además de calcetines y guantes. Hay zapatos únicamente de mi talla, así que tomo unas zapatillas deportivas y dos mochilas. Guardo la ropa en una, me la llevo al hombro y con la otra me dirijo a la cocina para echarle comida.

Encuentro cajas de cereales, pero no caben en la mochila. Las personas que vivían aquí seguramente eran vegetarianas porque, además del cereal, solo encuentro semillas en las alacenas y vegetales pasados en el refrigerador. Hay comida que necesita preparación en una estufa, y nosotros no podemos estar irrumpiendo en un departamento con estufa y gas cada vez que queramos comer, menos cargar con ingredientes. Pero encuentro, al lado del microondas y de la pared, dos latas de atún. Las arrojo dentro de la mochila con creciente anhelo —hasta este momento no le había puesto atención a los gruñidos de mi estómago—, y salgo de la cocina para marcharnos de aquí, pero me percato de las otras dos puertas que no abrí.

En la primera hay un sillón, una sencilla pantalla de televisión, una consola de videojuegos y dos controles . Supongo que es un cuarto de videojuegos. Vuelvo a cerrarla tal y como estaba y me dirijo a la última. Le doy vuelta a la manija lentamente, temerosa de qué podría encontrar, y al ver a dos personas de rostros irreconocibles agazapados sobre una rata del tamaño de un bebé, vuelvo a cerrarla fuertemente. Corro por el pasillo directo a la sala.

—Tenemos que salir de aquí —digo.

Los dos sujetos empiezan aporrear la puerta y a emitir enérgicos gruñidos. Ya he visto de lo que son capaz. No podemos permanecer aquí por más tiempo. Pero ¿adónde iremos? Si toda la ciudad está infestada por estas terroríficas criaturas, ¿adónde iremos?

Salimos del departamento, cierro la puerta detrás de mí y descendemos por las escaleras metálicas. A cada paso que damos se escucha el ruido de nuestras suelas colisionando en cada peldaño, lo que me coloca cada vez más nerviosa. Es hasta este momento que pienso en nuestras posibilidades y me formulo preguntas que antes no me hubieran pasado por la cabeza.

Al salir de este edificio, ¿adónde iremos? ¿Acaso toda Avox está infestada de criaturas repulsivas? ¿Dónde están las personas? ¿Dónde están los guardias para cuidar de la ciudad? ¿Por qué está sucediendo todo esto?

Emergemos del edificio. El aire me pega en el rostro y me estremece, o tal vez los estremecimientos son por otra causa. No lo sé. Solo tengo claro que debo sacar de aquí a mis hermanos y llevarlos a un lugar seguro.

Nos encontramos en una calle horizontal. Solo tenemos dos caminos. Dos opciones. La izquierda o la derecha.

—¿Qué hacemos, Francis? —inquiere Alya.

—No lo sé —susurro.

Me pierdo mirando la pared del edificio de enfrente, sopesando nuestras opciones, lo que deberíamos hacer y lo que no.

—Debemos ir a casa —propone Brya, y más convencido de su idea, agrega—: Seguro que papá nos está esperando en casa.

Pienso que es improbable que volvamos a ver a papá de nuevo. Pero no lo digo en voz alta. Es imposible que siga vivo después de esta invasión de ratas. Pero no se los digo a ellos para que no se mortifiquen. Aunque, si nosotros seguimos vivos, puede que él también. Tal vez, y solo tal vez, nos esté buscando.

Miro esperanzada el nombre de la calle y en mi mente empiezo a precisar el tiempo que nos llevara ir a casa y las rutas más seguras por dónde dirigirnos.

—Buena idea, Brya. —Le sacudo el pelo cariñosamente—. Vamos a casa. 

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