32
Me preparo para lo que se viene. Aprieto más la mano de Evian. Pienso en Alya y en Brya, en mamá y en papá. Me gustaría girarme y decirle algo a Evian, unas últimas palabras, un agradecimiento por sacrificar su vida al acompañarme. Pero cuando quedamos en el tope del precipicio, en ese pasajero instante de expectativa, y después caemos, solo soy capaz de pensar en una cosa: miedo.
Evian rompe su promesa, pero no porque quiera, sino porque las circunstancias lo obligan. Su mano se desprende de la mía y es arrojado en otra dirección muy distinta. Mi cuerpo rueda y rueda. El agua se estampa en mi rostro y me entra por la boca con rudeza, ahogándome. La caída no dura demasiado tiempo. Aunque tengo los ojos cerrados alcanzo a vislumbrar luz, brillante y cálida luz que solamente podría provenir del Sol. Pero antes de que pueda dar otro vistazo para saber si realmente he salido de las tuberías de desagüe, el agua me nubla el campo de visión y todo se torna confuso y borroso. Dejo de caer para desplazarme planamente. La mejilla me choca contra un objeto muy duro, una roca. Sigo avanzando y me estampo contra otra, ésta más grande y picuda que me pega en la cadera. El dolor me hace abrir la boca para gritar en acto reflejo, lo que ocasiona que el agua se me introduzca por la garganta y me llene los pulmones. Entro a una zona desigual cubierta por tortuosas rocas que me raspan y me golpean. Una me da en la frente. El impacto me debilita y me desfigura la visión y la cordura.
Por un momento, no entiendo lo que está sucediendo. Pero el dolor es un buen recordatorio. Encajo las uñas en una roca para aferrarme a ella y quedarme ahí, pero el cauce me jala en contra de mi voluntad. Mis uñas arañan cualquier superficie, en vano. Me estoy ahogando. No puedo respirar. No hay aire para respirar. Me contorsiono, la parte trasera de la cabeza me choca contra otra roca con dureza, y esta vez pierdo el conocimiento.
Un líquido me sube por la garganta, cuantioso y acre. Está situado en mi estómago y quiere salir. Se impulsa lentamente, y de una propulsión surge por mi boca a borbotones. Me levanto un poco para expulsarlo. Es agua. Escupo tanta que humedezco el suelo caliente debajo de mí. Mi ropa está chorreada también. Me vuelvo a recostar en la superficie lisa y arenosa. El Sol me da de lleno en el rostro, y aunque cierro los ojos me traspasa los párpados. Expulso un poco más de agua, hasta que el estómago me queda vacío y la garganta libre. Me apoyo en los codos y miro la amplia cascada que se alza a lo lejos. Toco las piedrecillas que rellenan el suelo y paso saliva para desaparecer el ardor de mi garganta. Mis brazos están repletos de cortes recientes y al tocarme la frente los dedos me quedan impregnados de sangre. Un dolor severo me recorre el cuerpo, me entumece las piernas y me nubla la mente.
¿Qué pasa? ¿Por qué estoy aquí? ¿Qué sucedió? ¿Dónde está...?
«Evian.»
Recordar su nombre me llena de ansiedad y me anima a ponerme en pie aunque las agujas de dolor me perforen el cuerpo.
—¡Evian! ¡Evian!
Gritar su nombre me rasga la garganta y me arrebata el poco aliento que poseo. Formo con mis manos una visera para poder mirar mi entorno en busca de Evian. De repente tengo la necesidad de moverme, correr, buscarlo por todas partes, hasta por debajo de una piedra. Sigo gritando su nombre mientras me apresuro por la orilla del río, pero tengo las rodillas raspadas y el tobillo derecho me duele, por lo que me veo obligada a cojear, y cuando ya no soporto el dolor, me tumbo en el suelo, muy cerca del borde del agua, con un peso invisible oprimiéndome el pecho.
Me levanto el pantalón, dejando al descubierto una fea herida en mi pierna de más de diez centímetros. La tela en esa zona está rasgada y ensangrentada, así que la corto para anudarla sobre la cortada. Me vuelvo a levantar, gritando el nombre de Evian hasta que los pájaros que me miran curiosos desde las copas de los árboles se lo aprenden y lo gorjean conmigo.
Camino un buen trecho. El río parece no tener fin, ni tampoco mis empeños por encontrar a Evian. ¿Hasta dónde habrá podido desembarcar? ¿Seguirá vivo? ¿Me estará buscando como yo a él?
Los pies se me tropiezan y se me entumen. Un líquido espeso me corre por el rostro; sé bien lo que es. Las gotitas rojas descienden por mi mejilla y saltan hacia mi blusa. La garganta se me acartona, me agacho para tomar agua del río y continúo caminando, aunque la vista se me borra en veces, a causa de los golpes o el fuerte Sol que no se apiada de mí.
Sigo caminando. Un pie delante del otro. En los bordes del río solo hay guijarros y alguno que otro brote silvestre. El murmullo del agua circulando calmosamente me distrae de mi ansiedad y mis padecimientos. Llega un momento dado en que escucho otro ruido muy distinto al del río o los pájaros haciéndome compañía, está más cerca, es lúgubre y me aguijonea el pecho de malestar al oírlo. Surge de algo o alguien y se acrecienta conforme pasan los minutos. Son... sollozos. Pasan otros dolorosos minutos para que me dé cuenta de que me pertenecen. Son mis propios sollozos. Brotan del fondo de mi pecho con un dolor agudo que me acribilla las costillas y se elevan por mi garganta para asomar por mi boca, tristes y afligidos.
Es mi llanto.
Sube de volumen conforme los minutos pasan y continúo caminando. Una vocecilla me reprende diciéndome que debería callarme si no quiero que me encuentren los no conscientes. «¡No me importa!», le grito. Las acuosas lágrimas me empañan la vista, pero no me las restriego porque mis manos están manchadas de sangre y podría ensuciarme más el rostro.
Mis cansados pies tropiezan entre ellos y caigo de rodillas en el áspero y desigual suelo. Inclino la cabeza al suelo, agotada, rendida. Lo único que quiero es estirar la mano hacia mi bolsillo para tomar el botón negro, apretarlo muy fuerte entre mis dedos y dejarme morir.
Morir.
—Morir.
Suena como algo cantarín y hermoso entre mis labios. Su entonación me gusta, la palabra me reconforta y se queda en mi mente como algo bello y tranquilo, único y exclusivo, bueno y anhelado. Lo que he necesitado desde que todo esto empezó.
Meto la mano en mi bolsillo y tiento el botón. Sentir su desgastada forma me sosiega, pero al buscar la fotografía y no encontrarla, mi pecho se comprime dolorosamente y me quedo sin aire. El único recuerdo palpable de mis padres, ahora hecho en pedazos que seguramente están nadando en el río, en la superficie o en el fondo, separados en fragmentos pequeños e irreparables.
Recargo las manos en el suelo. Estoy tan débil. Me siento desfallecer. En cualquier momento podría desplomarme en el suelo y caer profundamente dormida. Es lo que más quiero. Dormir por mucho tiempo, olvidar todo esto.
«Evian.»
Esta palabra suena mejor que la anterior. Me sabe a esperanza y ánimo, fortaleza y valor, sacrificio y afecto. Quiero gritarla a los cuatro vientos, para que sea escuchada desde aquí hasta Avox y todas las ciudades, pero mis fuerzas se han agotado.
Alzo la cabeza al cielo, a las pocas nubes y al Sol radiante. Luego bajo por las montañas a lo lejos, el tumulto de árboles más cercano, la orilla del río a unos metros y el bulto desparramado y quieto allí mismo.
«¿Evian?»
Trastabillando me levanto del suelo y corro. Cruzo el río que ahora ya no es más que un suave arroyo que me llega a la altura de las rodillas y llego al bulto tirado. Es una persona.
«¡Evian!», grita mi interior con alegría.
Le doy la vuelta y me encuentro con su rostro. Sus ojos están cerrados, el cabello se le esparce por la frente y tiene varios cortes en el rostro. Le toco el labio reventado con la piel vibrante de felicidad y acerco mi oído a su pecho para escuchar su corazón. Sigue bombeando con normalidad, pero al tocarle la mejilla no reacciona, ni al susurrar su nombre. Espero con ansias a que abra los ojos, a que me de tres toques en el centro del dorso, pero no se mueve. No obstante, su corazón sigue en movimiento, él sigue vivo, y eso es lo único que importa.
Lo arrastro a la sombra de un árbol. Le recuesto la cabeza en mi regazo, a la espera de que despierte. Pero sigue sin hacerlo.
El reloj en mi muñeca sigue en su sitio. Se le ha roto la tapa de vidrio, pero sus manecillas siguen meneándose y ahora mismo marcan las cuatro de la tarde.
—Despierta —le digo.
Me quedo muy quieta, atenta a cualquier movimiento de su parte, un pestañeo, un temblor en los labios, la agitación de sus dedos, pero una hora después comprendo que no despertará ahora, por más que intente hacerlo hablarme. Sentir su corazón retumbando contra mis dedos es mi único incentivo para seguir entera y levantarme arrastrándolo conmigo. Morir ya no me parece algo tan bello, al menos no para él, y estando en la orilla del río nos hallamos muy desprotegidos y a la vista de cualquiera. Lo remolco unos metros abajo, por una insignificante depresión para ocultarnos entre unos arbustos muy juntos.
Su ropa y la mía se va secando conforme el viento nos roza. Me entretengo acariciándole la frente y quitándole los mechones rebeldes y un poco húmedos del rostro. Sus ojos continúan cerrados, y de vez en cuando los delineo distraídamente. Pierdo la cuenta del tiempo y no pienso en nada exacto y congruente. Me quedo muy quieta, con la cabeza recargada en un tronco podrido, mirando a la nada.
—Tenemos que seguir, Gary. Estamos cerca.
La voz me hace enderezarme. Subo sigilosamente la depresión y me acuclillo para mirar. Dos hombres están cruzando el río. Uno, el que parece más joven, tiene la camiseta blanca empapada de sangre. El otro lo tiene sujetado con un brazo por los hombros para que no caiga, pero se ve tan demacrado que no creo que dure mucho tiempo. Los dos están tan concentrados en la dolencia del más joven que no se vienen a mirar en la depresión. Continúan caminando dificultosamente. El más grande intenta animarlo hablándole, y entre su conversación escucho una frase que llama mi atención: «Estamos cerca de Grux». Oírlo decir eso me hace rebotar de mi sitio y por un momento me veo tentada en alcanzarlos para preguntarles si escuché bien lo que dijo, pero me refreno y capto bien el camino que han seguido. Me costará levantar a Evian y llevármelo arrastrando para seguirlos de lejos, pero si ellos han ido por esa dirección, tal vez sea por allí que debemos ir para llegar a Grux.
Cuando los pierdo de vista regreso al lado de Evian, que continúa con los ojos cerrados pero le late el corazón a un ritmo moderado.
—Despierta —le susurro una vez más.
Empiezo a cabecear cuando el Sol se va ocultando paulatinamente, dejando un tono rosado en el cielo. Tengo hambre, estoy sedienta, cansada y me duele todo el cuerpo. Me quedo dormida fácilmente, aunque no quiero porque debo velar por Evian, pero el agotamiento me gana.
No cuento el tiempo, pero a mí se me antojan a minutos cuando una voz me despierta. No fue suficiente descanso. Aún siento los párpados pesados y el cansancio como un agobiante peso sobre los hombros.
—Francis...
Entre la penumbra vislumbro el rostro inquieto de Evian. Le doy una acaricia en la frente sudorosa para que se entere de mi presencia.
—Estoy aquí —le susurro. La irritación de haber sido despertada se me pasa al instante.
—¿Dónde estamos?
—En alguna parte del bosque, a unos metros de la orilla de un río.
—¿Tú estás bien?
Su preocupación por mí me deleita.
—Sí, yo estoy bien.
Tres toques en su brazo confirman mis palabras.
—¿Qué tan cerca estamos de Grux? —pregunta.
—No lo sé, pero podría averiguarlo.
Hago el amago de levantarme, pero su mano sujeta mi brazo, deteniéndome.
—Quédate conmigo, Francis. —«Tiene miedo de quedarse solo», pienso—. No podría soportar que ya no regresaras.
Vuelvo a mi posición, y su mano en mi brazo busca el camino hacia la mía para sostenerla firmemente.
—Necesitas continuar —dice después de unos minutos de agradable silencio.
—No ahora. Pasaremos aquí la noche —repongo—. Cuando te mejores, continuaremos.
—No quiero que te atrases por mí, Francis.
—Y yo no me iré sin ti.
Me acuesto a su lado, indispuesta a cualquier discusión que él tenga en mente para convencerme de marcharme sin él.
—Duerme, Evian.
Abre la boca, como si estuviera a punto de replicar, algo como: «Debo vigilar», pero el cansancio lo reprime y acomoda mejor la cabeza contra el tronco. El frío va en aumento. Hemos desechado las chamarras y ahora solo estamos cubiertos por delgadas camisetas desgastadas. Él se mueve un poco, pasando un brazo por debajo de mí cabeza y atrayéndome hacia él para conservar el calor.
Tiene los ojos cerrados y la respiración compasada cuando susurra:
—¿Estarás aquí cuando despierte?
Tal vez está dormido y lo dice en sueños. Aun así, respondo:
—Sí.
Y su mano continúa firmemente asida de la mía por toda la noche.
Me despiertan voces humanas. Al principio pienso que son no conscientes, que nos han encontrado y están por atacarnos. Pero al despabilarme y aclarárseme la mente compruebo que son voces lúcidas, no gritos enojados.
Zarandeo a Evian para despertarlo.
—¿Escuchas eso, Evian? —le pregunto en cuanto abre los ojos—. Personas. Hay personas.
Voy hacia el inicio de la depresión cautelosamente, sacando nada más la mitad de la cabeza para poder ver. Hay un grupo de personas en la orilla del río descansando y bebiendo agua. Son siete.
—¡Vamos, vamos! ¡Tenemos que llegar ya si no queremos ser comida de botarates! —grita una mujer en medio del grupo.
Su porte altivo demuestra que es la líder. En cierta manera me recuerda a Maxell, por el tono duro de su voz y la piel aceitunada.
Evian se pone a mi lado y mira a las personas con los ojos entornados.
—¿Crees que se dirijan...?
Dejo la pregunta a la mitad, en el aire.
—No lo sé, pero no es seguro que nos vean.
Todos cargan pistolas o alargadas hachas de aspecto sumamente filoso. Se ven peligrosos. Pero si también se dirigen a Grux, podríamos irnos con ellos. Así estaríamos protegidos. Seguramente ellos sí saben hacia dónde ir para encontrar la ciudad.
Evian se da media vuelta, decidido a continuar sentado bajo la sombra del árbol. Pero yo no puedo esperar que una brújula y un mapa nos caigan del cielo para saber hacia dónde ir.
Impulsándome de valor subo la cresta de un salto mientras el grito de desaprobación de Evian me llega muy lejano. Las pistolas y hachas me apuntan directamente, y yo levanto los brazos a cada lado del cuerpo como en las películas cuando los policías detienen al ladrón.
—Es humana, Debra —dice un sujeto del grupo, pero sigue apuntándome con el machete que está más largo que su propio brazo.
—¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Hacia dónde vas? ¿Por qué te presentas ante nosotros? —pregunta la líder.
Sus preguntas me desconciertan y el impulso de valor que sentí al principio se va desvaneciendo.
—Me llamo Francis. Vengo de Avox y me dirijo hacia Grux. Necesito su ayuda.
Evian llega a mi lado. Mitad de las armas lo apuntan ahora a él.
—¿Ayuda? —Suelta una leve risotada—. Ya no existe la ayuda ni la generosidad. Ya no. ¿Por qué debería ayudarlos?
—Necesito... De verdad necesito llegar a Grux —balbuceo—. Mis dos hermanos menores están allá. Tengo que reunirme con ellos.
La líder hace un vago gesto con la mano. Al momento todas las armas dejan de apuntarnos.
—Estamos cerca. Cinco kilómetros o seis cuando mucho. Solo deben seguir esa dirección. —Señala el camino por donde vi irse a los dos hombres—. O pueden mantenerse cerca de nosotros.
Mi mirada recorre a cada persona y después a ella.
—Está bien. Gracias. ¿Cuándo salen?
—Ahora mismo. —Un coro de quejas por lo bajo se hace presente y ella se voltea para mirar a los de su grupo—. ¡Cierren la boca! ¡Continuaremos ahora porque yo lo digo!
Las quejas se silencian súbitamente y todos se apresuran a tomar agua del río y ponerse de nuevo las mochilas.
—Debra —se presenta.
Me da un apretón de manos y después otro a Evian, que también dice su nombre.
—No les garantizo que el tramo que nos falta sea un camino de puras flores y corazones. Habrá botarates seguramente —avisa Debra—. Yo solo les señalaré la ruta correcta y ustedes se encargarán de llegar.
—Dijiste que podíamos irnos contigo —replica Evian.
—Sí, lo dije, chico. Pero si el camino se pone salvaje voy a correr por mi vida, ¿lo entiendes?
—Lo entiendo —responde él con los dientes apretados.
Toda similitud con Maxell se desvanece cuando Debra dice eso. Maxell, en una situación como ésta, arriesgaría su vida por salvar otra.
—¡Bien! —Aplaude en lo alto para llamar la atención de todos—. ¡Sigamos!
Paso un brazo por los hombros caídos de Evian para mantenerlo equilibrado y evitar que llegue a caerse. Cuando las siete personas van bajando la depresión, conservamos una distancia de unos cuantos metros entre ellos y nosotros respetando lo que mandó Debra.
—¿Crees que sea buena idea? —me pregunta Evian.
—Solo así sabremos llegar a Grux —contesto—. Si las cosas se ponen «salvajes» como dijo ella, correremos tan rápido como podamos.
Su rostro se ensombrece y baja la cabeza hacia el suelo, abatido.
—Necesito llegar a Grux —le recito lo que se ha vuelto la frase que más utilizo en los últimos días—, porque estoy interesada en que me enseñes a encender fogatas. Y después podrías mostrarme algunas técnicas de cultivo.
Mis palabras le sacan una sonrisa.
Se desprende de mi brazo alrededor de sus hombros para caminar por su cuenta, pero me agarra la mano derecha y no la suelta en todo el camino.
El Sol resplandece por encima de todas las nubes. Nos da directo en el rostro y hace que los ojos de Evian brillen. Su luz lo vuelve todo más cálido y claro, al igual que mis sentimientos. En este momento, mi pecho se alboroza de temple y esperanza.
«Lo lograremos», me digo al mirar el horizonte acogedor.
Hemos pasado por demasiadas cosas y situaciones. Aun después de sumergirnos en las inmensas redes de desagüe y naufragar en la orilla del río, seguimos vivos. Estamos a un solo paso de conseguirlo. Y es ahora, más que nunca, que no me importa ser positiva con tal de darme un poco de ánimo para continuar. Imagino al Sr. Sterling frente a nosotros, de espaldas al Sol, riéndose de mí cándidamente mientras me dice: «¿Ves que ser como mi Amelia no es tan malo, Francis?».
«Tenía razón, Sr. Sterling», acepto.
—¿En qué piensas? —me pregunta Evian, a mi lado.
—En muchas cosas. ¿Y tú?
—En una ocasión muy graciosa.
—¿Ah, sí? ¿Y qué era gracioso?
—Tú.
Arqueo una ceja.
—Jugábamos contra el equipo de Magnavox. Ellos perdían y nosotros ganábamos, pero nadie nos aplaudía porque éramos el equipo visitante. Tú acababas de subir a las gradas cuando un compañero mío asestó en la canasta. Aplaudiste tan fuerte que todos se sorprendieron y te miraron, y cuando te diste cuenta de tu error te pusiste rojísima y tu amiga Kesha te jaló para que te sentaras.
—Recuerdo esa vez —digo—. Pero no recuerdo haberte visto a ti.
—Fue muy cómico. Fuiste la sensación en Granavox por un mes entero.
—No sabía que fuera tan famosa. —Le sonrío levemente y él aprieta suavemente mis dedos.
—No es tan difícil llegar desde aquí —dice Debra para todo el grupo—. Caminen en línea recta, y cuando lleguen a una pronunciada cuesta verán a lo lejos el refugio improvisado. Son un montón de muros, pero si aun así no están convencidos de que sea allí, verán unos gigantescos letreros.
—¿Y cómo es que sabes todo eso, Debra? —le pregunta con desconfianza un hombre.
—¿Crees que estoy mintiendo? ¿De verdad lo crees? —Lo apunta con un dedo, pero al mirar el frente algo la hace relajarse y le da la espalda al sujeto—. Lo anunciaron en el radio, estúpido.
El estómago me gruñe, pero aunque las personas llevan las mochilas llenas y cargan de sus cinturones bolsas con distintas frutas, no nos ofrecen. De todos modos, no importa. Estamos por llegar a Grux, y allí podremos alimentarnos.
Una bandada de pájaros sale volando de la copa de un árbol lejano, y posteriormente más masas de aves emergen de los demás árboles.
—¿Qué está ocurriendo? —pregunta el mismo hombre, asustado.
Los pájaros graznan al unísono mientras vuelan muy lejos, casi con urgencia. ¿Por qué se marchan?
—Algo muy malo —responde Debra en un susurro audible. La mirada se le ensombrece, los últimos chillidos de las aves me hacen temblar y me entra un presentimiento.
—¿A qué te refieres, Debra? —cuestiona una mujer que carga a un pequeño entre los brazos.
Debra se queda muy quieta, con la vista fija en las copas de los árboles de donde los pájaros han huido. Lleva una mano a la pistolera de cuero que trae en la cintura, sus dedos rozan el mástil. Todos guardamos silencio y nos inmovilizamos. Cuando intento tomar mi pistola recuerdo que la he perdido. No podría sentirme más desprotegida que ahora.
Las tupidas ramas de un árbol cercano se baten y algunos saltan en sus sitios del susto. El miedo me recorre a mí las articulaciones nerviosas y un regusto amargo me sube por la garganta. Un grito llena el silencio, fuerte y aterrorizado. Mis sentidos actúan al momento para definirlo, y lo determinan como humano. Una sucesión de gritos más le siguen al anterior.
—¡Corran! —vocifera Debra.
De un árbol cercano surge un uno consciente con sangre escurriéndole de la boca y se le arroja a la persona más próxima: el hombre que hizo las preguntas. Lo derriba y le muerde un costado del cuello. La cabeza del sujeto cae al suelo, exánime. Evian jala de mi mano y mi cerebro manda la primera orden aunque me encuentro perturbada por la escena. «¡Corre!», grita mi mente. Y obedezco.
Sin soltar la mano de Evian echamos a correr entre los árboles y las enormes rocas que nos vemos obligados a esquivar. Detrás de mí, los gritos pávidos entremezclados con los coléricos de los no conscientes inundan mis oídos y me impulsan a correr más rápido. No me atrevo a mirar atrás, pero intuyo que son muchísimos, y en cualquier momento nos alcanzaran.
Tropiezo con una roca, a punto de caer, pero Evian me jala y me estabiliza para no detenernos. Debra va a unos metros de nosotros, corriendo y empujando cuanta rama se le interpone en el camino. Ella misma lo dijo: está corriendo por su vida. Evian y yo por las nuestras.
Resuena por todo el bosque una serie de estruendosos disparos en alguna parte cercana o lejana. Por el rabillo del ojo veo a un hombre corriendo con premura, pero un no consciente se le abalanza y cae al suelo con un grito como los puercos cuando son llevados al matadero. Alguien cae sobre mi espalda, haciendo que mis rodillas flaqueen y me desplome como el hombre, pero mi grito es diferente.
—¡Evian! ¡Evian!
La garganta se me corta. Rasgo el suelo con las uñas. Un brazo huesudo me sujeta el costado del cuello. Evian, al ya no sentir el peso de mi mano, se da la vuelta y nuestros ojos se encuentran. Sus pasos vacilan. ¿Me dejará? ¿Después de todo lo que he hecho por él, me dejará? Veo la afirmativa a esa pregunta brillar en sus ojos, o supongo que es así. Pero sus pasos se acercan a mí y derriba al no consciente de una patada. Sale disparado con un chillido enardecido, y mientras se repone, yo me levanto con la ayuda de Evian y seguimos corriendo. No hay tiempo de pensar en nada más que correr y sobrevivir.
Ya casi no se escuchan los gritos humanos; son más los de los no conscientes. Casi puedo percibir la victoria con la que gritan. Están ganando.
De pronto, dejo de tocar suelo y caigo en picada por una sinuosidad muy pronunciada. Ruedo sin parar. Veo las imágenes entrecortadas de árboles, rocas o pedazos de cielo. Desciendo y desciendo, sin detenerme. Un costado de la cabeza me choca contra algo, no sé definir qué, pero sí el dolor que me explota en esa zona. Las extremidades se me zarandean en distintas posiciones. Abro los dedos, intentando sostenerme de algo sólido que me haga parar, pero es imposible. Algo puntiagudo y delgado se me incrusta en la pierna. Una rama. Mi grito de suplicio me rasga más la garganta y el dolor se hace presente en todo mi cuerpo. Un dolor agudo y abusivo.
Me detengo abruptamente en suelo liso. Me quedo muy quieta, incapaz de mover el más mínimo músculo. Al intentar menear la pierna sentí el objeto incrustado encajarse un poco más. Aprieto los dientes con fuerzas y me reprimo de gritar. Viro la cabeza en diferentes direcciones para descubrir dónde cayó Evian.
Lo veo a unos metros, un bulto entre las pequeñas flores crecidas y desperdigadas por la tierra. Unas cuantas me rozan las manos. Son blancas, diminutas y con muchos pétalos juntos. Arrastrándome entre las flores y la tierra mojada por alguna lluvia me acerco al lado de Evian. Me toma un gran esfuerzo y tiempo. La frente se me perla de sudor y la pierna me duele un poco más cada vez. Con lentitud acerco mi mano a la suya. Es entonces cuando me doy cuenta de los temblores que me invaden. Tal vez es la adrenalina, que la siento muy vigente todavía circulando por mi organismo, o el dolor, o el miedo. La pongo sobre la de él, como una clase de consolación para mí misma. Es lo único que soy capaz de hacer. Me gustaría darle tres toques suaves y seguidos con el dedo índice en el dorso de su mano, pero las últimas fuerzas que poseía las he utilizado en venir hasta él.
Los gritos de los no conscientes han desaparecido, o tal vez soy yo la que no los escucha. ¿Cuánto durará de esta forma? Espero que sean algunos minutos, mientras asimilo todo y mantengo a raya el miedo a la muerte. ¿Cuánto tardarán en venir por nosotros esas criaturas?
Alzo un poco la cabeza para mirar el horizonte que hace unos minutos me parecía acogedor, y lo primero que veo son altos e impenetrables muros a la lejanía distorsionados por el calor del Sol que cae abiertamente en la superficie. Parpadeo varias veces para confirmarme que realmente los estoy viendo. Muros negros de apariencia indestructible y un solo edificio por detrás que parece tocar las nubes.
Golpeo la mano de Evian.
—Evian, despierta. Tienes que ver esto.
Llevo la mano a un costado de su abdomen y lo golpeo suavemente. Se remueve bajo mi tacto y su cabeza gira lentamente para mirarme. Tiene una fea y reciente cortada que le abarca el pómulo izquierdo hasta la sien.
Las palabras se me quedan trabadas y solo soy capaz de balbucear:
—¡Grux, allá adelante!
Abre los ojos como platos, pasmado, olvidándose por un momento del dolor que ocasionan sus heridas. Yo también me olvido de todo, menos de él y los semblantes angustiadas de Alya y Brya. Debo cambiar esas expresiones de sus rostros.
Me levanto con cuidado y a la vez con urgencia.
—Se me ha incrustado algo en la pierna. Una rama, creo.
—Te ayudaré.
Me toma de las manos y me impulsa para levantarme. Le paso un brazo por los hombros y salto en una sola pierna.
—Aguanta, Francis. Falta poco para que lleguemos.
Avanzamos. Mi corazón da un brinco contra mi pecho, queriéndose salir de su sitio, rebosante de alegría. El cuerpo me hormiguea y se vuelve imposible retener las inmensas ganas que tengo de sonreír. Me olvido del hambre, el cansancio, la sed y el dolor en la pierna para casi correr. El Sol sobre mi cabeza resulta cómodo y el horizonte no podría ser más acogedor que ahora mismo, en este momento. Más personas corren por delante y por detrás de nosotros, con un mismo objetivo. Van surgiendo del bosque, sucios y tristes, como nosotros. Las colosales puertas de acerco de la ciudad se ciernen ante nosotros y un letrero blanco con letras negras nos da la bienvenida. «CIUDAD DE REFUGIO PUNTO GRUX», reza. Volteo la cabeza para mirar a Evian y su sonrisa hace cosquillear el centro de mi pecho.
Cuando las puertas se abren para accedernos el paso, una descarga de alivio estalla en mi interior y un considerable peso se esfuma de mis hombros. Personas uniformadas de blanco surgen de otras puertas más adelante y nos mandan a todos los recién llegados a hacer una ordenada fila para examinarnos y tomar nuestros datos.
—¡Este punto es la ciudad de refugio en Grux! —grita un hombre uniformado—. No se preocupen. Estarán a salvo desde ahora. —Sonríe.
Sus palabras tocan mi interior y es el tranquilizante que necesito. Evian me toma la mano, me acaricia los dedos y deja tres toques continuos en el dorso.
—¿Qué significan? —le pregunto.
—Esperanza —responde.
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