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31

Cuando amanece, no es necesario que diga lo siguiente que haremos. Evian le echa tierra a los últimos vestigios de la fogata y guarda en su mochila las envolturas desperdigadas de galletas de vainilla. Yo me amarro bien la cantimplora a la cadera, me anudo la chamarra alrededor de la cintura porque no hace frío y compruebo que lleve todo lo necesario en mi mochila.

—¿Cómo nos moveremos desde aquí? —pregunta.

—¿Qué propones?

—Viajar a pie no es seguro y no sabemos cuándo vuelva a pasar el tren por aquí. Solo nos queda... —Y mira a nuestra izquierda, a la oscuridad incalculable del tubo de desagüe.

Sacudo la cabeza frenéticamente en desaprobación.

—Ni siquiera lo pienses, Evian.

—Podríamos intentarlo.

—Hay muchos no conscientes allí. Lo mejor será que continuemos a pie con mucho cuidado hasta llegar a la parada más próxima del tren.

Él vuelve a dirigir su mirada a la profundidad desconocida de la red, pero toma sus cosas y sale del tubo. Sabe que tengo razón. Si lo que Rex me dijo estando en el refugio es cierto, las redes de desagüe son el lugar más peligroso para viajar a Grux. Además, ninguno de los dos conocemos los conductos y hacia dónde lleva cada uno. Podemos movernos por la superficie gracias al mapa, pero no tenemos uno para guiarnos subterráneamente.

Saco el mapa y lo extiendo frente a mí. El tren aéreo hace el mismo recorrido que en Avox. Solo tenemos que encontrar la parada más cercana a nosotros, porque el punto donde Ben y yo caímos no era una parada.

—Debemos volver al lugar donde caí —hablo— para seguir las vías y de esa forma encontrar una estación. ¿Recuerdas el camino?

—Sí, sígueme.

Sostengo la pistola con la mano buena. Evian dijo que en Lulux hay muchos no conscientes, así que debemos estar alerta. Probablemente aquí el ataque fue mayor y hubo menos sobrevivientes.

Caminamos con sigilo, atentos a cualquier clase de ruido, aunque después de un trecho de quietud nuestras defensas bajan y caminamos sin tanta preocupación.

—No me has dicho tu edad.

—Diecisiete años. Igual que tú —responde.

—Intento recordarte, de algún juego o alguna fiesta, pero no estás en ninguno de mis recuerdos.

—Tú sí en los míos. En muchísimos.

Tuerzo la cabeza bruscamente para mirarlo a los ojos, pero él mira al frente, tranquilo, como si no hubiera dicho nada extraño o sorprendente. ¿Qué significan esas palabras? ¿Qué quiso decir con ellas?

Pero antes de que se lo formule, su mano agarra mi codo con firmeza y me hace retroceder de súbito.

—No hagas ruido —me murmura y me jala hacia atrás para ocultarnos en unos arbustos.

—¿Qué pasa? —inquiero con el mismo tono bajo.

Me señala con su dedo una dirección que sigo con la vista. Hay un grupo de no conscientes, de al menos diez, por debajo de las vías del tren aéreo donde supongo caí. Están reunidos en un semicírculo empinados sobre algo o alguien, gritando y aventándose unos con otros.

—¿Qué crees que estén haciendo? —le pregunto.

—No lo sé, pero deberíamos marcharnos antes de que nos encuentren.

Los rostros de estos no conscientes son reconocibles. Distingo a las mujeres y a los hombres, hasta sus edades. Sus caras no están desfiguradas o sangrientas. Aún guardan algo de... humanidad en su aspecto. Aunque en su actitud no. Parecen animales rabiosos empujándose y rugiendo sin una causa exacta. Sus rostros, aunque no están dañados, sí se contorsionan por la cólera. ¿Por qué actúan así? ¿Es una manifestación del Virus X? ¿Qué sienten? Su ira parece tan genuina, como si realmente tuvieran un motivo para estar tan furiosos, con algo, con alguien.

Trastabillo y mis zapatos ocasionan un leve ruidito que me suena en los oídos como el más grande griterío. Evian, a mi lado, ahoga un jadeo y yo solo soy capaz de quedarme muy quieta rogando que los no conscientes lo hayan oído. Cierro los ojos y las respiraciones de los dos se trataban. Permanecemos inmóviles, ocultos entre los arbustos, pero no por mucho tiempo.

Entonces, como si hubiera un control remoto presionando la tecla de «pausa», los gritos de los no conscientes se silencian precipitadamente, por completo. Abro los ojos para mirar. Se levantan de lo que sea que están erguidos y escudriñan por todas partes profiriendo livianos gruñidos, buscándonos. Una mujer de la edad de mi madre y de parecido todavía humano se encuentra con mis ojos y no tarda ni un segundo en ponerse a gritar y correr hacia mí, los demás detrás de ella.

Evian toca mi brazo en una indicación silenciosa mientras sus ojos asustados me gritan: «¡corre!», y él lo hace como si la vida se le fuese en ello. Porque realmente es así.

Lo sigo. Por donde el corre, yo también lo hago. Casi le piso los talones, mientras que la mujer casi toca mi espalda con sus dedos huesudos. Empujar ramas, ver bien dónde pisoteo, seguir a Evian, huir de los no conscientes, vivir para reunirme con mis hermanos. Es todo lo que puedo pensar. En mis oídos retumban los gritos irracionales y mi mente idea un plan, una escapatoria para salir de ésta con vida.

Una mirada sobre mi hombre me avisa que ellos están cerca, pronto los tendremos frente a nosotros.

Estamos corriendo de vuelta al tubo del desagüe. Lo diviso a la lejanía, circular y oscuro. ¿Pretende que entremos de nuevo? Sería como un suicidio. Nos estaríamos entregando por nosotros mismos a ellos. A menos que...

Corro a su costado. Compartimos una mirada que me lo dice todo y confirma mis sospechas. Y después sus labios, que susurran y forman tres íntegras palabras: «Confía en mí».

Él aumenta la velocidad. Yo igual. Me propulso hacia adelante, extremidades estiras y vibrantes, y doy un salto al apretado interior del tubo después de Evian. Conforme nos introducimos más y más la oscuridad nos va tragando, pero los no conscientes han visto dónde nos metimos y pronto los tendremos haciéndonos compañía.

—Hay una reja aquí. Solo tengo que empujarla —dice con los dientes apretados. Golpea con los pies el enrejado metálico, que se zarandea por la fuerza de la patada, pero no se derrumba.

Afuera, los gritos suenan más cerca.

—¡Date prisa, Evian!

Al segundo intento la reja flaquea y con un suave chasquido el candado que la aseguraba cae al suelo, cediéndonos el paso. Al entrar, Evian pone el candado en su sitio de nuevo.

—Esto nos dará algo de ventaja.

Recorremos el tubo en penumbras postrados de rodillas y manos. La espalda me choca contra el diminuto techo. Evian va delante y yo detrás. Llega un punto en el cual podemos pararnos erguidos y correr tanteando el suelo frente a nosotros. Esto nos permite ir más rápido, pero detrás de nosotros, un estruendo nos hace temblar y aumentar el paso.

Los no conscientes han logrado tumbar el enrejado.

—¡No te detengas, Francis!

La densa oscuridad me dificulta verlo para poder seguirlo. El miedo es un tentáculo que me aprisiona y no me deja moverme o pensar claramente. Conforme nos vamos desplazando e introduciendo más y más en las redes del desagüe el aire se va viciando. Toso varias veces para respirar, y lo único que inhalo es una nauseabunda fetidez a putrefacción y desechos que se me queda pegada en la garganta y me produce arcadas.

Grito cuando una mano esquelética me toma del brazo y me hace retroceder. Otra me jala del cabello fuertemente y me tira al suelo húmedo y mohoso. No veo rostros, solo oscuridad. Alzo la pistola y disparo en la dirección donde las manos me han tomado. Los gritos suben de volumen, pero las manos me sueltan y aprovecho ese instante para ponerme en pie. Sigo disparando a la oscuridad, a las distintas direcciones de donde creo provienen los gritos. Percibo que cuerpos caen en el asfalto ensuciado, pero más pisadas se aproximan. Y la pistola se ha quedado sin balas.

Una mano me toma del hombro, pero al girarme veo a Evian. Ha regresado por mí.

Seguimos corriendo a tientas, sin tener una dirección fija. Tal vez nos aproximamos a Grux; tal vez nos estamos alejando más. Detrás de nosotros hay oscuridad, por delante también. Con nuestras retumbantes pisadas nos localizan. En vez de perderlos los estamos acercando a nosotros. Y si es verdad lo que dijo Rex, pronto nos veremos acechados por decenas y decenas de no conscientes.

—Espera. —Pone su brazo en mi cintura, deteniéndome el paso.

No es necesario que le pregunte, yo sola me doy cuenta de lo que sucede. Con la súbita parada la pistola se me resbala de las manos y caer. No sé cuántos metros, pero ni siquiera escucho el ruido que debería hacer al colisionar con alguna superficie. Las puntas de mis zapatos quedan en el borde del precipicio. Si no fuera porque Evian me sujetó...

—¿Qué haremos? —hablo con voz temblorosa, teñida de temor.

Abajo únicamente hay agua inmunda que corre a una briosa velocidad, con una profundidad desconocida. Alcanzo a ver que es de un color verde desagradable, y huele repulsivamente. Detrás de nosotros, los no conscientes corren, se empujan y lanzan alaridos.

¿Realmente éste es el fin? ¿Aquí terminará todo?

Nos miramos a los ojos. En los suyos brillan las lágrimas contenidas y un sentimiento que solo puedo catalogar como miedo. Los dos tenemos miedo.

—¿Confías en mí? —pregunta por encima de los gritos y el estruendoso rumor del agua.

Mi cuerpo tiembla. No sé si es por el frío o por el miedo que crece y crece a cada segundo de incertidumbre y fatalidad.

—Sí.

Me toma la mano. Entrelaza sus dedos con los míos fuertemente, tanto que duele. ¿Qué está haciendo?

—A la cuenta de tres —dice trémulamente, mirando al frente, solemne— saltaremos.

Le aprieto más la mano, queriendo que sea suficiente para permanecer juntos aun cuando la corriente intente separarnos.

En otra situación le hubiera dicho que no, pero ¿qué más podemos hacer?

Me acerco unos centímetros más al borde, pensando en únicamente la fuerza y la calidez de la mano de Evian. Nada más que eso.

—Uno... dos... —Su voz es un susurro para los dos. Trago saliva y le aferro más la mano—... tres.

Pasa una exhalación, un segundo insignificante para alguien en el mundo, y me dejo caer junto a él. Permito que la oscuridad que engulla, no pongo impedimentos ni lucho. Aflojo las extremidades. Mis piernas se entrecruzan y vuelan por todas partes, el cabello me acaricia el rostro y mis brazos se baten apáticos, pero sigo manteniendo firmemente asida la mano de Evian. Siento el calor de su palma contra la mía, su piel áspera, sus dedos apretándome, manteniéndome consigo. Y, después, una exhalación más tarde, sus dedos se desprenden de mi piel y dejo de sentirlo.

Sigo cayendo, pero ahora mi interior se convierte en abatimiento y solo soy capaz de pensar en eso. «Evian, Evian.» Quiero llamarlo, pero no encuentro mi voz. Me sacudo involuntariamente y doy vueltas que no puedo evitar. Las extremidades se me extienden como si tuvieran vida propia. «Evian, Evian, Evian.»

Cuando encuentro mi voz, la estimulo y la llevo por mi garganta para que toque la punta de mi lengua. Pero justo cuando pronunciaré su nombre en voz alta, para decirle que sigo confiando en él y que a él no lo perderé también, el agua gélida me engulle muy dentro, hasta el fondo.

Desciendo como un trapo viejo. Alzo las manos, las sacudo, al igual que los pies, intentando subir, salir a la superficie. Abro la boca y grito, pero de ella solo salen burbujas que me empañan la visión. El agua nauseabunda se me mete en la garganta y me escuecen los ojos. Cuando la presteza de la caída se aligera nado hacia la superficie con todas mis fuerzas. Mi mano llega primero al exterior, y después la mitad de mi cuerpo. Mis pulmones reclaman aire. Respiro tan profundamente como puedo.

—¡Evian! ¡Evian! ¡Evian!

Miro por todas partes, pero él no está.

—¡Evian, respóndeme! ¡Evian! ¡Evian, por favor!

La corriente de agua me lleva consigo aunque yo no quiero, así que braceo hacia un saliente donde pueda mantenerme fija. Me recuesto en el cemento sólido y grito con más fuerzas su nombre. Pero él no responde.

A mi alrededor solo hay largas paredes enmohecidas y agua verdusca que corre vertiginosamente. Sigo pronunciando su nombre, mi voz hace eco en los muros y el techo inalcanzable. El pánico me oprime el pecho al pensar que tal vez no lo encuentre y no lo vuelva a ver. Tengo que hace algo, no puedo permanecer aquí para siempre, tengo que buscarlo.

Me sumerjo de nuevo con la cabeza levantada y la boca abierta, gritando tanto como mis fuerzas me lo permiten, con la afanosa esperanza de que él me conteste.

—¡Francis!

La alegría y la ansiedad revolotean dentro de mí. Una ola de agua mugrienta me arrastra consigo y se filtra en mi boca y nariz. Alzo las manos para que, donde sea que esté, Evian las pueda ver y así sepa que sigo viva.

—¡Por aquí, Evian!

Forcejeo contra las olas y la corriente que quiere remolcarme muy lejos. Escupo el agua que trago, y por hallar a Evian me olvido de la inmundicia y las arcadas que debería tener por estar en este sitio.

Atisbo una manga empapada y una mano a lo lejos que se bate con desesperación por ser vista. «¡Evian!», grita cada fibra de mi interior rebosante de alivio. Nado contra corriente para reunirme con él, pero es imposible. Las afluencias de agua pasan raudamente, me entrelazan y me jalan en el lado opuesto que está Evian.

—¡Francis! ¡Francis!

Extiendo los brazos tan arriba como puedo.

—¡Aquí, Evian! ¡Estoy aquí!

—¡Iré por ti! ¡No te muevas!

Nado de vuelta al saliente para sostenerme de algo sólido. Aferro los dedos en el cemento y me limpio el agua pringosa de la cara. Él se impulsa de un movimiento y se agarra del borde a mi lado. El agua le apelmaza el cabello y respira con dificultad.

—¿Estás bien?

—Sí —respondo aliviada—. ¿Y tú?

—Mejor ahora que te encuentro. ¿Qué haremos? He perdido mi mochila y el arma.

Observo mi entorno buscando una escapatoria.

—No lo sé, no hay ninguna salida. A menos que vayamos por allí... —Apunto el camino por donde va toda el agua.

Aprieta los labios al ver la dirección de mi mirada.

—Es único que podemos hacer. —Aunque es una afirmación percibo un ligero tono de pregunta. Los dos queremos otra forma de salir de aquí, pero no la hay.

—Sostendré tu mano —dice—, pero si nos separamos, gritaré tu nombre tan fuerte para que me escuches y pueda encontrarte. Y si aun así no lo logramos... nos veremos en Grux, ¿entendido, Francis?

Solo soy capaz de asentir y extender mi mano para tomar la suya reciamente. Sus ojos desesperados y nerviosos me miran por última vez antes de susurrar: «Aquí vamos». Nos soltamos del saliente al mismo tiempo, empezando a flotar, sin poner resistencia, dejando que el agua nos lleve consigo a donde quiera. Al principio es fácil. Los torrentes nos transportan por superficie uniforme, arrastrándonos a una velocidad parsimoniosa pero constante. El verdadero peligro inicia cuando a unos metros hay un voladero.

Evian y yo braceamos contra corriente para regresar a la relativa protección del saliente, pero ya estamos muy lejos y la fuerza del agua es más fuerte que nosotros. Evian logra aferrarse a otra leve prominencia de cemento que el agua no alcanza. Me jala y me sostengo yo también.

—Tienes que dejar ir tu mochila, Francis —me dice—. Entre menos peso tengas será mejor.

Yo, y seguramente él también, guardábamos la esperanza de que fuera fácil salir de este paraje de drenaje. Pero ya veo que no.

—Llevo una fotografía en el bolsillo izquierdo. Sácala, por favor —pido.

Mete la mano en la zona que le indico y alza el trozo de papel para que el agua no pueda tocarlo, aunque ya está mojado. Me lo da y yo me lo guardo en el bolsillo del pantalón, al lado del botón. Probablemente se me rompa o se salga de su sitio, pero habré hecho todo lo posible por resguardar la única fotografía que poseo de mi familia. Evian me ayuda a quitarme la mochila de los hombros al darse cuenta de lo temblorosas que están mis manos, y el agua nos hace el favor de llevársela muy lejos de nosotros.

—La chamarra también —indica.

Me desprendo de ella con más facilidad. Toda nuestra comida iba en la mochila y, al ya no tenerla, lo hemos perdido todo.

—¿Y ahora? —le pregunto cuando me he deshecho de todo el peso, aunque yo ya sé la respuesta. Está frente a nosotros, a unos metros de distancia.

—No te soltaré. Lo prometo.

Niego con la cabeza. Un escozor me atraganta y se asienta en mi estómago duramente. Las lágrimas me pican detrás de los ojos. Todo mi cuerpo se transforma en temblores, pero no sé si de miedo o impotencia.

—Está bien, Evian, está bien. —Le toco la curva entre el hombro y el cuello, y dejo tres toques prolongados en el costado de su mandíbula—. Te veré en Grux.

Tal vez es unapromesa o una despedida. Me trago la desazón y, armándome de valor, me volteohacia el frente, en dirección al precipicio. Tomados de la mano, volvemos asoltarnos de la prominencia de cemento, jalados por la vertiginosa corriente. 

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