30
Cuando le disparé a Maxell una ola de culpa me carcomió por dentro y la amargura cayó sobre mí como una losa. Maxell se merecía algo mejor, una vida más larga, una oportunidad más para luchar.
Ahora, cuando aprieto el gatillo y cierro los ojos fuertemente para no mirar, el ruido del cuerpo colisionando en el suelo me reconforta. Y posteriormente, yo también caigo.
Regreso en sí repentinamente. Soy consciente de todo: la superficie dura debajo de mí, la luz rojiza detrás de mis párpados, la chamarra cubriéndome contra el frío y la suave mano que me acaricia la mano, los dedos, los nudillos. El dedo pulgar marca un trazo por toda mi mano y en el centro del dorso da tres toques seguidos y ligeros.
—¿Qué significan? —Mi voz es ronca y quebradiza. Permanezco con los ojos cerrados. La mano se detiene, pero después de unos instantes retoma su caricia tímidamente.
—Lo que tú quieras. —Y otra vez tres toquecitos suaves en el centro del dorso.
Separo los párpados con lentitud. Me siento tan débil que se me cierran por sí solos. Evian está conmigo. Su rostro sereno y sus ojos preocupados me hacen sonreír, o al menos hacer una mueca. Sostiene mi mano entre las suyas y vuelve a darme tres golpecitos.
Cierro los ojos ahora que ya lo he visto aquí, a salvo conmigo.
—Puede significar varias cosas —susurro. El agotamiento tira de mí con fuerzas—. Esperanza. Felicidad. Ánimo. Cariño.
Un último tirón más y solo soy capaz de darle tres débiles caricias antes de que el agotamiento me lleve consigo.
Esta vez estoy mejor. Me siento mejor. No abro los ojos porque tengo miedo de encontrarme en un escenario sombrío, sola o rodeada de no conscientes. Finjo dormir, solo hasta que perciba ruido o alguna voz conocida. Pero todo permanece en silencio y mi paciencia se acaba. Entreabro el ojo derecho. Las mochilas y las cantimploras reposan en una pared curvada, circular. Hay delgados troncos apilados. También un esplendor rojizo, un fuego ardiendo que una silueta encorvada aviva echándole más leña a ratos. Lo reconozco. Lo reconocería en cualquier lado. El arco perfecto de su nariz y el perfil fuerte y a la vez suavizado.
—¿Cuánto tiempo he dormido?
Se sobresalta, pero al comprobar que soy yo se levanta del fuego y camina hacia mí agachado para no chocar la cabeza contra el estrecho techo arqueado.
—Diez o quince horas. ¿Cómo te sientes?
—Mejor. —Escudriñando mí alrededor agrego—: ¿Dónde estamos?
—En la entrada de un conducto de drenaje que desde hace mucho no se utiliza. Es el único sitio seguro que encontré. Lulux está atestada de... no conscientes.
—¿Qué fue lo que sucedió? No recuerdo cómo llegamos aquí.
—Porque estabas inconsciente. Después de que le disparaste a Ben...
—¿Ben? ¿Así se llamaba el sujeto? ¿Sí lo conocías?
—Te lo explicaré todo, Francis. Después de que le disparaste a Ben te desmayaste. Te traje aquí y saqueé una farmacia para conseguir vendas y pomadas para tus heridas.
Me percato del vendaje que cubre mi mano izquierda y luego me llevo la mano sana a la nariz, también vendada. Siento los ojos hinchados y al tocármelos me duelen. Me incorporo un poco para explorar las heridas y cuántas son. Me levanto el borde de la camisa y cuatro grandes moretones esparcidos relucen por mi abdomen.
Evian voltea la cabeza para no mirarlos.
—Hay demasiadas criaturas. Me persiguieron y no me dejaron en paz. La ciudad está llena. Éste es el sitio más seguro que pude conseguir para los dos.
—¿Lo conocías?
Su respuesta tarda, pero finalmente llega:
—Sí.
—Nos seguía, ¿cierto?
—Sí.
—¿Por qué?
Se recuesta en el lado opuesto de la pared curva y suspira. La lumbre le ilumina y a la vez le oscurece las facciones. Le hace brillar los ojos, como si llevara dentro de ellos la misma llama.
—Antes de que cortaran los suministros y los medios de comunicación una... amiga de la preparatoria se comunicó conmigo. Me dijo que estaba escondida en el sótano de su casa, no sabía qué hacer. Le comenté que podía ir a la casa de mi tío a vivir conmigo. Dijo que lo haría. Pero en su última llamada ella lloraba y me pedía ayuda. Unos tipos la perseguían. No podía ayudarla, dejarlo todo e ir tras ella cuando no tenía la certeza de encontrarla. La presionaron para que les hablara de la casa de mi tío y después para que les diera la ubicación. Los hombres me hablaron un día antes de que cortaran todo amenazándome con matarla a ella si no les daba mi ubicación. Obviamente necesitaban la comida.
—Ben, el tipo del tren, ¿era uno de ellos?
—Sí. Lo conocía. Era de último año.
—¿Por qué me pediste que esperáramos un día más antes de partir?
Mira el fuego, las llamas que consumen la leña y que pronto necesitarán más para mantenerse vivas.
—Tenía la vaga esperanza de que ella viniera.
—¿Cómo se llamaba? —inquiero.
Deja de mirar el fuego para mirarme a mí, ceñudo y confundido.
—Lena. No creo que la conocieras.
—¿Era tu novia?
—Una amiga —responde difícilmente—. ¿Tienes otra pregunta?
—¿Por qué no te quedaste a esperarla si te preocupaba y era tu amiga?
Observa con más intensidad el fuego, como si quisiera extinguirlo o traspasarlo. Transcurren minutos de silencio interrumpido por el ulular de un búho o el murmullo de las llamas. Recuesto la cabeza contra la pared y aprieto más la chamarra contra mi cuerpo. Los ojos se me cierran aunque intento mantenerme despierta.
—No puedo decírtelo —responde por fin, pero yo ya estoy muy fatigada para insistir.
La próxima vez que despierto Evian está inclinado sobre mí a escasos centímetros limpiándome la sangre seca y el sudor del rostro. Está tan concentrado en su labor que no se da cuenta de que he despertado hasta que carraspeo levemente y se percata de mis ojos como platos, mirándolo directamente a él.
Se retira con incomodidad.
—¿Tienes hambre? —pregunta después de un silencio tenso.
—Eh, sí.
Me tiende de la mochila una lata de sopa de champiñones, una barra de cereales con fruta y la cantimplora.
—¿Qué día es hoy? —le pregunto.
—Miércoles cuatro de marzo.
Un vistazo a afuera me muestra que aún es de día. No hay Sol, por lo que probablemente sea de mañana.
—Debemos retomar el viaje. Podríamos continuar hoy.
Me mira la mano vendada y luego el rostro. Niega con la cabeza.
—No como estás. Esperaremos un par de días más, solo hasta que te mejores.
No es una sugerencia; sino una orden que, según él, debería obedecer.
—Ya mejoré —replico.
—Solo ha pasado un día, Francis, no te expongas.
—Tú no lo entiendes, Evian. Necesito —Remarco cada palabra— ver a mis hermanos.
—Lo harás. Pero nos iremos hasta que te repongas.
Dando un salto sale del conducto y se aleja, zanjando la conversación y dejándome con objeciones trabadas en la punta de la lengua.
Regresa un poco después, con la cantimplora llena y más leña para la fogata de esta noche.
—¿De dónde sacas el agua? —inquiero.
—Hay un riachuelo a menos de un kilómetro.
Se sienta frente a mí, las puntas de sus zapatos muy cercas de las mías.
—Necesito cambiarte el vendaje.
De mala gana le extiendo la mano. No quiero ver el resultado que la navaja dejó, así que giro la cabeza hacia un lado, a los leños chamuscados y las cenizas, mientras Evian se acerca un botiquín y empieza a quitarme las vendas. Necesito distraerme para no pensar en la herida, así que le pregunto:
—¿Conseguiste el botiquín de la farmacia?
—Sí, no fue difícil encontrarlo. Al parecer toda la gente salió de la ciudad sin llevarse nada o...
No lo dice ni yo completo su frase. Pero los dos lo pensamos.
Antes de que el silencio lúgubre continúe, digo:
—Gracias, Evian. Por acompañarme en este viaje. Por todo.
Lo miro al rostro mientras se lo digo. Levanta brevemente la atención de la herida para sonreírme y vuelve a lo suyo. Yo fijo la vista en cualquier parte que no sea mi mano cortada. ¿Cómo lucirá? ¿Tendrá un boquete que me traspase la palma como creo que es? No me atrevo a echarle un vistazo de todos modos.
—Listo. —Me da tres toques en el centro del dorso vendando y guarda el material en el botiquín.
—¿Haz dormido?
—No mucho.
—Duerme. Yo vigilaré por si algo sucede.
—No, estoy bien, Francis.
Aunque, cuando me mira, noto los círculos hundidos y negros alrededor de sus ojos fatigados. Desde que lo conozco le veo ojeras, pero hoy están más acentuadas.
—En ese caso, yo tampoco dormiré —objeto.
—Bien, así tendremos más tiempo para conocernos.
Se recuesta contra la pared y me lanza una mirada curiosa mientras una sonrisilla desafiante le danza en los labios.
—Pregúntame lo que quieras —digo.
—¿Por qué te cortaste el pelo?
—Una amiga dijo que me vería mejor de esta forma.
—¿Kesha?
—Sí. ¿De dónde la conocías?
—Te veía a ti y a ella en algunas fiestas. Platiqué con Kesha unas semanas después del incidente con mi compañero de baloncesto. Incluso una vez me distes las gracias.
—¿Por qué?
—Ibas a caerte y yo te sostuve.
—No lo recuerdo... —susurro.
—Habías tomado mucho.
—Oh.
Giro la cabeza hacia un lado, a la espesura del bosque que se alcanza a ver desde aquí. No quiero que vea en mi expresión la incomodidad que me embaraza al mencionar esos sucesos vergonzosos que viví con Kesha.
—Te queda bien corto —me dice.
La tirantez en el ambiente y en mis hombros se disminuye un poco.
—Gracias. Eres el primero que piensa eso. A mis padres no les agradó.
Porque ellos lo entendieron como un acto de rebeldía por mi parte.
—Ahora es tu turno —habla— de hacerme una pregunta a mí.
Lo pienso por unos momentos. Me gustaría preguntarle por qué no me quiso decir la razón que tuvo para acompañarme en este viaje si existía la posibilidad de que Lena se reuniera con él. Pero sé que no me responderá y solo se disgustará.
—Además de cazar, utilizar un arma y cultivar, ¿qué más te enseñó tu tío?
—Me enseñó a conducir a los trece, encender fogatas y curar heridas. —Señala el vendaje en mi mano.
—Muy efectivo. Yo ni siquiera supe limpiarle una herida a Brya. No era algo que nos enseñaran en la escuela. ¿Tu tío donde aprendió?
—Vivió antes de que se fundara la Confederación en un pueblo donde tenía que saber todas esas cosas si quería subsistir. Ahora todo es... o más bien antes era todo más fácil. Pero a mi tío no le gustaba esta forma de vida.
—¿Por qué te impartió sus conocimientos? —inquiero, aunque sé que él no tiene la respuesta—. ¿Crees que te estaba preparando para esto?
—A veces lo pienso. Él siempre vivía para el futuro. Almacenaba toda esa comida por si se llegaba una escasez, construyó el pozo por las mismas razones y mantuvo oculto el cobertizo por si teníamos que escondernos. Tal vez sabía que ocurriría algo o lo intuía.
—A mí no se me pasó por la cabeza nunca —murmuro.
—A mí tampoco.
Me como cuatro galletas con vainilla y bebo la cuarta parte de la cantimplora. La tarea se me dificulta por la mano vendada, y de vez en cuando la miro con irritación. No me duele, ni siquiera siento una leve punzada. Pero nos hará retrasarnos si Evian continua pensando que me encuentro débil.
—Deberías dormir —le digo—, antes de que anochezca y tengamos que montar guardia.
—No quiero dejarte sola. —Tuerce el gesto.
—Estaremos los dos aquí y solo serán un par de horas. Anda, no me hagas obligarte.
Resoplando por lo bajo se recuesta en la posición más cómoda que puede, se echa la chamarra encima y cierra los ojos. Me entretengo comiendo tres galletas más y dándole sorbos a la cantimplora hasta que percibo que se queda profundamente dormido. No durará dormido por mucho tiempo, así que salgo del tubo sin hacer el más mínimo ruido para no despertarlo. Necesito salir de ahí, de ese espacio reducido y asfixiante para relajarme y estirar las piernas. Además, necesito demostrarme que estoy bien.
Desentumo las piernas y me estiro para hacer crujir mis articulaciones. Me duele el rostro y el abdomen, pero puedo caminar bien y seguramente también correr. Sin perder de vista la red donde estamos hospedados camino para distraerme, respirar aire fresco y pensar. Debo convencer a Evian de continuar con el viaje mañana mismo. Mi herida es superficial y no nos dificultará la marcha. Debo demostrarle que estoy bien para continuar. Debe de ver el anhelo que me consume por llegar a Grux de una vez por todas. Y si aún así no acepta, tendré que amenazándolo diciéndole que me iré con o sin él. Estoy segura de que eso lo hará reanudar el viaje.
Cuando caminar no es suficiente, empiezo a correr en línea recta para no perderme. Dejo varias pistas en los árboles para encontrar el camino de vuelta, como ramas quebradas o cruces en la tierra. Al principio las piernas me duelen y me canso muy rápido, pero no dejo de correr. Cuando creo que me he alejado mucho disminuyo la velocidad y me doblo con las manos en las rodillas para tomar aire. Un ardor creciente me pincha el pecho por la carrera y la garganta se me reseca.
Pero todavía no quiero parar.
Busco un árbol entre todos, el más alto, macizo y con las ramas más fuertes para escalar. Al principio es trabajoso treparlo porque tengo la mano izquierda vendada y sin demasiada movilidad. Cuando voy a la mitad, mi pie pisa una rama no tan fuerte que se rompe y me hace caer a mí junto a ella. La espalda me choca contra el suelo, pero no me sofoco como lo hice al caer con el sujeto del tren.
Me levanto con lentitud y me sacudo la ropa. Vuelvo a intentar ascender. Y esta vez lo consigo. Miro por todas partes, hasta que vislumbro un cúmulo grande de casa con tejados altos de lámina que supongo es Lulux. No es como Avox con sus decenas de rascacielos que parecen tocar las nubes. Hay pocos rascacielos, menos de quince. La ciudad está a la lejanía, rodeada de árboles colosales y, un poco más a la derecha, formas negras que, cuando las enfoco bien, advierto que son casuchas. Están muy unidas unas de las otras y hay más que en el centro de Lulux. Deben de ser las partes bajas.
Después de apreciar un poco más el paisaje regreso a la red siguiendo la ruta que marqué con las ramas quebradas y los dibujos en la tierra. Cuando estoy cerca, veo a una forma humana saliendo del tubo, y por una fracción de segundo donde el corazón se me dispara pienso que es un no consciente.
Me acerco más y mi corazón vuelve a su ritmo normal. Es Evian.
Corre hacia mí con el semblante preocupado y a la vez enojado.
—¿Dónde estabas, Francis? ¿Por qué saliste? Pensé que... Pensé... Me tenías muy asustado.
—Estoy bien. Solamente salí a caminar. Ya regrese.
Levanto los brazos a los lados para que vea que sigo perfectamente bien. Su expresión se relaja, pero solo un poco.
—Te pudo haber ocurrido algo —masculla.
—Pero no fue así. De hecho, me siento mucho mejor.
—Ya veo. —Estira su mano hacia mí y me toca la barbilla con un dedo. Siento una levísima punzada de dolor—. Te cortaste.
—Seguramente me raspé cuando caí del árbol.
—¿Subiste a un árbol?
Abre los ojos como platos.
—Sí, Evian. —Lo paso de largo y me siento en la entrada del tubo—. Deja de comportarte como mi padre. Ya estoy bien. Mañana retomamos el viaje a Grux.
No dice nada. Entra al interior del tubo y lo escucho hurgando en la mochila. A los segundos regresa con un frasco pequeño en las manos y se posa frente a mí.
—Pomada. Para tus moretones.
—No me molestan.
Sin hacerme caso abre el frasco y con el dedo índice embadurnado del ungüento de una tonalidad blanca me lo unta abajo del ojo con mucho tacto. Lo oigo susurrar: «A mí sí», pero no estoy segura si fue real o mi imaginación.
—¿Murió? —le pregunto después de un rato.
Lo tengo tan cerca que puedo mirar sus ojos con atención. Son azules, con delgados aros alrededor de las pupilas de motas verdes.
—¿Quién? —pregunta de vuelta, muy concentrado en esparcir la pomada sin presionar demasiado para que no duela.
—Ben.
Su dedo se queda quieto en el diminuto corte que a navaja hizo en mi cuello.
—Sí.
Ya lo sabía. Solo quería escucharlo a él decirlo para confirmar mis dudas.
—Yo no... —balbuceo. Y al final me interrumpo, porque ¿qué diré? ¿Que no quería hacerlo? ¿Que me arrepiento cuando la verdad es que no? ¿Que lo hice porque él me lo suplicó?
—Shh. Está bien, Francis. —Me unta la pomada en el corte del cuello—. Nosotros estamos bien.
Me toma la mano y me da tres toques suaves y seguidos en el dorso con la intención de tranquilizarme, y consiguiéndolo.
Cuando termina de administrar el bálsamo en los moretones de mi cara me deja sola para darme intimidad para que yo me aplique en los que tengo en el abdomen. No se tarda tanto, unos cuantos minutos solamente. Al parecer no me quiere dejar sola porque sigue pensando que estoy débil. No discuto más con él. No hay nada más que debatir: nos iremos mañana quiera él o no.
—Dormiré un par de horas para después vigilar mientras tú descansas —propongo.
—Prefiero ser yo quien vigile toda la noche —replica.
Estoy lo suficientemente fastidiada para no querer discutir, así que me recuesto contra la pared con la chamarra encima y mascullo:
—Como quieras.
Miro las llamas de la fogata que él preparó y me duermo con esa imagen en la cabeza.
Sueño. Pero no con mamá como me gustaría. Quiero verla y platicar con ella, escucharla decir que me querrá siempre. En cambio, veo a Maxell. Sus manos sujetadas por gruesas cadenas de hierro que le marcan la piel y le hacen heridas profundas por la fiereza con la que se zarandea con la intención de liberarse, en vano. Es como si el dolor no le afectara, no lo sintiera.
Se revuelve con violencia, gritando balbuceos incomprensibles con una furia irracional que únicamente va dirigida hacia mí. No la reconozco. Su rostro es una masa contraída y sus ojos son dos carbones ardientes que podrían quemarme si estuvieran libres.
Susurra palabras que no entiendo, expulsa saliva mientras habla, y me mira. Entre todo lo que dice, interpreto una frase congruente y completa: «Tú me hiciste esto».
Me despierto con un grito ahogado en la garganta y la respiración hendida. Un líquido me escurre por el rostro. ¿Lágrimas? ¿Sangre? Pero a los segundos me percato de que es sudor, y estoy bañada en él. Evian está frente a mí, sus dedos fríos en mis hombros zarandeándome para que reaccione. El azul-verde de sus ojos ha desaparecido; ahora son rojos, reflejan las llamas intensas de la fogata.
—¿Estás bien, Francis? Estabas teniendo una pesadilla, ¿verdad? Susurrabas un nombre... Creo que era... Maxell. Sí, llamabas a alguien llamado Maxell.
Empujo sus manos lejos de mí. No quiero que pronuncie su nombre en voz alta. No quiero recordarla ni el sueño que acabo de tener.
—¿Sucede algo?
Gateo al borde del tubo y saco las piernas al exterior para que el aire me enfríe y seque el sudor que me corre por todo el cuerpo como agua.
—Solo... olvídalo, Evian.
Me abrazo el pecho con los brazos, asustada y culpable. Pasan largos minutos para que me dé cuenta de que estoy temblando. Siento la mirada de Evian clavada en mi espalda, pero no soy capaz de encararlo para disculparme por mi actitud áspera y grosera o darle una explicación.
Balanceo los pies y miro la Luna brillante hasta que la inquietud que el sueño dejó en mi pecho desaparece y los recuerdos pierden ese brillo encogido. Me arrastro de vuelta a la seguridad y resguardo del interior del tubo, a poca distancia del fuego y de Evian, que mira la lumbre quedamente. A tientas busco mi mochila y después la pistola. La sostengo con fuerzas, con el temor de que pueda soltarla sin sentirlo. Le pongo el seguro y abro la parte donde Maxell me enseñó que iban las balas.
El movimiento capta la atención de Evian. Me mira confundido y después a la pistola. Seguramente se preguntará qué intento hacer.
Le muestro la parte interna, la posición de las seis balas bien acomodadas.
—Maxell era una mujer del grupo donde yo estaba. Le quitamos la pistola a un guardia muerto. Maxell me dijo que éstas tienen capacidad para diez balas, pero el guardia había utilizado dos, así que quedaban ocho.
Veo sus ojos moverse por cada bala, contándolas una por una, para llegar al resultado de que aquí hay seis balas.
—Usé la séptima en Ben y la octava en Maxell. —Mi voz es un susurro tembloroso, ahogado—. La maté. Por eso escuchaste que susurraba su nombre en sueños.
—¿Cómo fue que...? —No termina de hacer la pregunta, pero sé a lo que se refiere.
—Le disparé antes de que se convirtiera por completo en un no consciente. Ella prefería morir antes que ser uno de ellos. Pero yo...
—Te sientes culpable —completa.
—Como no tienes idea.
Con lentitud, casi con timidez, desliza su mano hacia donde se encuentra la mía, sobre mi pierna cerrada en un fuerte puño. La abre y la extiende dorso arriba, sin mirarme, muy centrado en sus movimientos. Me toca los huesos que se destacan de mi piel y forman mis dedos, para posteriormente darme tres toquecitos que podrían significar muchas cosas y a la vez nada, pero que en este momento, en esta circunstancia, significan «ánimo». Un «todo estará bien» silencioso pero retumbante.
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