3
Antes, llegaba de la escuela y comía con mis padres y hermanos. Conversábamos todavía después de haber terminado y mi madre y yo platicábamos en la cocina mientras lavábamos los platos. Tenía una buena relación con los dos. Los cinco éramos una familia.
Entonces conocí a Kesha y mi propia casa se volvió en el peor lugar donde quisiera estar. Empezaron los gritos y los castigos.
Me gustaba el «antes». Ahora llego a casa y lo único que hacemos mi madre y yo es pelear, sobre cualquier cosa. Y este momento, no es la excepción.
—¡No, Francis! ¡Ya te dije que no! —grita ella.
Intenta colocarse rímel en las pestañas mientras lidia conmigo. Quiero que me deje ir a la fiesta que habrá el viernes en la casa del novio de Kesha. Pero ella no quiere dejarme ir. Solo es necesario decir «Kesha» para que cualquier plan que tenga que ver con mi mejor amiga a mi madre no le parezca.
—¡Mamá, por favor! ¡Ya le dije a Kesha que iría! —grito yo.
Un poco de rímel le cae a la mejilla, y al intentar retirarlo con su dedo lo esparce más. Suelta una maldición por lo bajo —no las dice cuando están mis hermanos presentes—, y entra al baño para tomar una toalla. No cierra la puerta, por lo que me quedo erguida y con los puños fuertemente cerrados en la entrada. No pretendo irme de aquí hasta conseguir que me deje. Aunque sé, y ella sabe, que iré aunque no me lo permita.
—¡Pues dile que no! ¡Sabes que no me gusta que te relaciones con ella! —Se limpia el rastro de rímel y mira su reloj—. Es mi última palabra, Francis. Iremos a comer con tu padre y quiero que te comportes.
No puedo replicar algo más, porque ella sale de su habitación y cierra la puerta de un portazo, dejándome con cientos de palabras en la punta de la lengua.
Mi padre ha concertado una comida con nosotros en el restaurante más famoso y prestigiado de Avox, La Barca. Esta será la última vez que lo veamos en un largo tiempo. Tiene que salir de viaje a Atlantax y no sabe con exactitud cuándo regresara; lo único que tiene fijo es que será un viaje de meses. Mi padre es uno de los dueños mayores de la compañía de autos más importante en la Confederación, así que tiene que estar saliendo de Avox constantemente para arreglar los asuntos de la compañía Carruax. Esta comida será la última que tendremos en largos meses.
Salgo de la habitación de mis padres y me dirijo a la mía para colocarme unos shorts, los más cortos que tengo. Pretendo hacer enfurecer a mi madre, tal vez así me deje ir a la fiesta.
Me siento desnuda con estos shorts, pero no me importa. Hace unos meses eran unos jeans, mis favoritos. Entonces Kesha me vio con ellos y me llamo «mojigata», me hizo quitármelos, tomó unas tijeras y los cortó. La miré callada mientras hacía su tarea, preguntándome internamente si era lo correcto o no. Pero deseaba ser aceptada por ella y por todos en la preparatoria, por lo que cuando me los tendió y me dijo que me los colocara de nuevo, lo hice. Y fingí que me gustaba el resultado cuando me miré en el espejo. Ella me dio unas palmadas en la espalda y me dijo: «Ahora sí cautivaras a algún chico».
Y lo hice. Pero no me sentí cómoda conmigo misma.
Ya me acostumbré. Así que cuando me veo en el espejo no me importa si mis piernas quedan al descubierto y los shorts solo alcanzan a tapar mi trasero. El espejo ya no me reconoce; ni siquiera yo. Pero eso tampoco me importa a estas alturas.
Me coloco un poco de brillo labial y salgo directo al coche. Me siento en el asiento trasero y espero a que los tres estén listos. A los minutos ellos también salen. Alya, mi hermana, se sienta junto a mamá y Brya, mi hermano, conmigo. Mamá arranca y salimos de Villa Avox; parece más tranquila, pero enfurecerá cuando me vea vestida así.
Su celular suena, y contesta rápidamente. Se limita a decir:
—Ya vamos para allá.
Es papá. Seguramente él ya llegó a La Barca y nos está esperando.
El viaje transcurre en silencio. Alya y Brya hacen comentarios sobre cualquier cosa, pero al ver que mamá no tiene ánimos para conversar prefieren guardar silencio. Nuestra relación como familia no es buena; eso tampoco podría importarme menos. En estos momentos tengo una ira ciega que agradezco que ni Alya ni Brya intenten hablar conmigo. Me enoja que mamá no me de permiso para ir a la fiesta del viernes, aunque, de todos modos, iré. Me escaparé por mi ventana y, si me descubre, me dará un castigo, pero ya habré ido a la fiesta.
—Mamá, Francis trae los shorts —dice Alya— que le prohibiste que se pusiera.
—Cierra la boca, Alya —alego.
Mamá se limita a lanzar un suspiro cansado y a mirarse en el espejo retrovisor mientras da la vuelta a la avenida St. Nevis. Está atestada de autos y nadie avanza.
—Maldición —susurra mamá. Golpea el volante con las manos.
Son decenas de autos encendidos y parados. Algunos hacen sonar el claxon, pero aun así no avanzan. Intento alargar el cuello para mirar el inicio del tráfico, tal vez dos autos chocaron o alguien murió, pero no alcanzo a ver nada. La hilera de autos es interminable.
Me cruzo de brazos. Alya enciende la radio en una estación de música moderna, pero lo único que se escucha es interferencia. Le cambia a otra estación, y a otra. Ninguna sirve.
—Qué extraño —murmura.
Los minutos pasan y el tráfico aumenta. Cada vez la hilera de autos crece y no se puede avanzar. No sé a qué se deba. Un hombre ha salido de su auto, sin molestarse en cerrar la puerta, y ha echado a correr por una calle. Mamá lo mira, pero no dice nada.
Miro mi reloj de mano. Han transcurrido veinte minutos desde que estamos aquí varados.
—Ahora vuelvo —aviso.
Salgo y cierro la puerta detrás de mí. Me quedo por un momento aquí, mirando los autos apilados detrás del nuestro. Son muchísimos. La avenida St. Nevis es grandísima; me pregunto si toda se ha llenado de coches. ¿Por qué no avanzamos? ¿Acaso los semáforos no funcionan? ¿Por qué no llegan los guardias a arreglarlos?
Camino entre el poco espacio que se forma entre un carril y otro, hasta que llego a donde el hombre dejó su coche abandonado. No se molestó en cerrar la puerta y corrió como si se le fuese la vida en ello. Cuando el tráfico termine, los guardias se lo llevaran y no se lo entregaran nunca. O alguien se lo robara.
Estiro el cuello y me paro de puntillas, pero no alcanzo a ver y escuchar nada. Más gente se ha unido a sonar el claxon y ahora suena estruendoso por toda la avenida. Los trabajadores han salido de sus tiendas para observar. Una mujer saca medio cuerpo por la ventanilla de su coche y grita a todo pulmón: «¡Avancen, idiotas!».
Me subo al techo del auto abandonado, así tendré una mejor vista del frente. Escucho que mamá grita mi nombre, pero no le hago caso. Pongo mis manos en mi frente para que el Sol no me encandile. La hilera es grandísima, interminable. Autos y más autos. Se escucha un ruido lejano, no alcanzo a precisarlo por las bocinas. Aclaro mejor la vista y agudizo el oído. Se escucha más cercano, es como el rumor de gritos chillones. No sé lo que eso, no lo familiarizo con nada.
Estoy a punto de bajarme, cuando veo algo que llama mi atención. Una mancha negra va acercándose rápidamente. Entrecierro los ojos. Conforme se acerca, reconozco que no es una mancha negra. Son ratas. Y los gritos agudos pertenecen a ellos. Son cientos, tal vez millares, corriendo salvajemente directo hacia nosotros. Las veo meterse entre los primero autos y los gritos despavoridos de las personas huyendo lo inundan todo. El estruendo de las bocinas disminuye, seguramente se preguntan qué es lo que se escucha. Llegaran pronto aquí.
Bajo del techo y corro.
—¡Vámonos, mamá! ¡Vámonos ya!
Abro la puerta con dedos temblorosos y me introduzco. Los tres me miran como si me hubiese vuelto loca. Pero yo solo pienso en cómo salir de aquí antes de que las ratas lleguen.
—¿Qué sucede, Francis? —pregunta mamá.
—¡Tenemos que salir de aquí! ¡Acelera, mamá!
No sé como explicárselo. El miedo me atenaza y solo soy capaz de buscar una escapatoria. Está a punto de decirme algo, cuando los tres miran con sus propios ojos a lo que me refiero.
—Oh por Dios...
El auto rugue y retrocede, mientras los tres le gritamos a mamá que tenemos que salir de aquí. Choca contra la defensa del auto de atrás, hace girar las llantas y nos precipitamos por una calle. Las personas salen de los negocios y de los coches, corriendo y gritando. Se interponen en nuestro camino, corren a media calle. El miedo los atenaza a todos. Escucho el chillido de las ratas. Mamá acelera cada vez más y busca una escapatoria. Pero ¿adónde podemos ir? ¿Deberíamos regresar a casa?
Uno hombre se nos interpone, mamá retuerce por completo el volante, las llantas derrapan y sin tener control en el auto salimos despedidos. Solo soy consciente de que todo da una vuelta que me estruja el estómago, gritos inundan el lugar y, posteriormente, el dolor explota en mi cabeza.
Por un momento, no soy consciente de nada más que el dolor.
Entonces todo regresa en sí exaltadamente.
El auto invertido. Alya y Brya gritan. Afuera alguien grita. Un líquido caliente y viscoso corre por mi frente. Mis oídos zumban. Mamá no se mueve.
«Salir de aquí» es lo primero que se graba en mi mente.
Empujo la puerta con un pie. Una, dos, tres veces. Hasta que sale disparada y cae con un sonido abrupto al suelo.
—Ven aquí —le digo a Brya.
Lo tomo entre mis brazos y lo saco haciendo acopio de todas mis fuerzas. Está llorando. El dolor sigue ahí, pero no puedo permitirme hacerle caso. Empujo la puerta del copiloto y jalo a Alya para que salga. Brya tiene sangre en la mejilla y se ha incrustado algo en al frente. El lado opuesto es el que fue estampado contra un edificio, es donde está mamá.
—No se muevan —les digo.
Me introduzco por un hueco mientras grito: «¡Mamá, mamá!». Pero ella no responde. La puerta de este lado ha quedado destrozada. Quedan unos fragmentos de vidrio en la ventanilla; con mi puño los rompo. El dolor es inminente. Sigo vociferando. Intento arrancar la puerta para sacarla, pero no puedo. Está atascada. Estiro los brazos, la tomo de la blusa e intento acercarla. No se mueve, sus ojos están cerrados. Logro sacar su cabeza y torso. Su rostro es irreconocible. Ahogo un grito.
—¡Francis, ya vienen! —grita Alya.
Las ratas.
—¡Mamá, reacciona! —La estrujo, pero no despierta. Coloco dos dedos donde está su corazón.
No hay pulso.
Mis gritos se vuelven susurros suplicantes. «Mamá, mamá... mamá...» Siento las lágrimas picando detrás de mis párpados. «No, no, no, no, no, no.»
—¡Francis!
Quiero llevarla con nosotros. Quiero...
El grito de Alya me trae a la realidad y no me queda más que mirar por última vez a mi madre antes de salir de aquí y dejarla abandonada. Salgo del hueco del auto. Una rata del tamaño de un conejo grande está encima de Alya. Intenta encajarle los colmillos. La tomo entre mis manos, se zarandea salvajemente y lanza chillidos. La arrojo contra la pared, cae al suelo, y antes de que reaccione la piso con tantas fuerzas que le abro el estómago.
Tiene un aspecto enfermizo. Se le desprende la piel, de su boca supura un líquido blanco viscoso y se retuerce frenéticamente. Le doy otra patada y deja de moverse.
La gente grita a mí alrededor. Soy capaz de escuchar los alaridos de las ratas. Tomo a mis dos hermanos de las manos y corremos lejos de aquí, dejando el cuerpo muerto de mamá en nuestro auto.
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