29
Nos deslizamos al rincón más lejano del tren. Abrazo mis rodillas con fuerzas por un momento; aún tiemblo por el miedo y mi corazón no ha vuelto a su agitación normal por completo.
—Tanta acción me ha sacado hambre —dice Evian. Parece un chiste, pero cuando lo miro por el rabillo del ojo él no está sonriendo. Se queda muy quieto, con la mano suspendida en el cierre de su mochila, y después suelta una carcajada carente de humor. Es más agria.
Yo apenas puedo alzar la mano para tomar el paquete de galletas de vainilla que me ofrece. No sé por qué me sigo sintiendo de esta manera. Tal vez es porque estuve muy cerca de morir, pero no puede ser eso, porque cada vez que me he encontrado cara a cara con los no conscientes he sabido que podría morir. No es la primera vez que peligro, pero tal vez sí la primera vez que casi muero.
Me como las galletas mecánicamente, sin saborearlas. Solo quiero llenarme el estómago para que deje de molestarme y, más tarde, echarme a dormir por muchas, muchas horas.
—¿Crees que haya alguien más aquí adentro? —me pregunta.
Nos hallamos en una cabina de carga vacía. Es ancha y larga, y al otro lado hay una puerta con una pequeña ventanilla en el centro. No me atrevo a incorporarme e ir hacia ella para abrirla y ver qué hay en ese sitio, si más cabinas vacías o personas dispuestas a robarnos lo poco que tenemos o no conscientes iracundos.
—No lo sé. Pero no creo que sea buena idea ir a investigar —argumento—. Aunque sí deberíamos estar preparados por si alguien entra.
De la mochila saca una pistola parecida a la que yo tengo, pero un poco más gruesa del prensil y con una boquilla más pequeña, probablemente de balas más minúsculas.
—Es lo único que pude tomar para ti. —Me la da en las manos con cuidado—. Se usa igual a la tuya. Pero ésta tiene veinte balas.
—Bien. Gracias.
La guardo en la mochila, pues aún conservo la que me dio Maxell del policía muerto.
Le paso a Evian el mapa para que él examine el recorrido que ahora haremos en Lulux. Yo he quedado hastiada de todo y lo único que quiero es descansar. Pienso en Alya y Brya para reanimarme, en sus caritas tristes al ver que no lo conseguí, al ver detrás de mí una horda de no conscientes, pero me siento tan decaída que ni siquiera pensar que ya nos encontramos en Lulux, fuera de Avox y a más probabilidades de llegar a Grux logra avivarme.
Estoy segura que si descanso y dejo que el tiempo fluya volveré a tomar las fuerzas para continuar este viaje. Ahora solo quiero descansar.
Me tapo con la chamarra y me acurruco en la esquina para entrar en calor. El ruido que ocasiona el tren en movimiento le hace compañía a nuestro silencio, que al parecer ninguno de los dos quiere romper. Yo, por mi parte, no tengo ganas de hablar.
—Pronto oscurecerá. Sería apropiado que nos turnáramos para vigilar mientras el otro duerme —propone Evian—. Yo empiezo. Tú duérmete y en unas cuantas horas te despierto para que me releves.
Me echo la chamarra hasta el rostro, aliviada de por fin descansar un poco, aunque preferiría más una cama y una almohada. Aun así, cerrar los ojos y caer en la oscuridad resulta reconfortante. Todo lo que necesito.
Cuando abro los ojos todo está inundado por la oscuridad. Evian me sacude el hombro suavemente, pero al ver que ya he despertado se tira a mi lado y se tapa con su propia chamarra. Hace un frío horrendo. La temperatura debió de haber bajado varios grados en estas horas que me quedé dormida.
—Si ocurre algo, despiértame.
Pasan unos escasos minutos para que lo escuche soltar uno que otro leve ronquido. Acerco la mochila a mi regazo y saco una bolsita de cacahuates salados. Me centro en el crujido de mis dientes al trozarlos y en el sabor salado y jugoso. A unos metros, la escotilla abierta muestra oscuridad profusa y a veces formas de edificios distorsionadas que en un santiamén dejamos atrás. Nunca he visitado Lulux, pero sé, por lo que nos enseñaban en clases, que aquí se creaban las mejores y prolijas artesanías. No es de las ciudades principales como Atlantax, que es reconocida y próspera, pero tampoco tiene pobreza extrema como en Sudax.
El resto de la noche se resume a turnarnos cada tres o cuatro horas para que uno descanse y el otro vigile. No ocurre nada inesperado ni nadie entra a esta cabina. Las cosas transcurren tranquilamente. En una de las veces que a mí me toca dormir sueño con mamá, la veo sonriente y a punto de hablarme, pero justo cuando sus labios se despliegan, Evian me despierta para que cuide.
Dormir en pausas no consigue que descanse realmente. A veces tardo una o dos horas en conciliar el sueño, y cuando finalmente me adormezco, Evian me sacude del hombro porque ya han pasado tres horas y media.
La próxima y última vez que es mi turno de dormir cierro los ojos fuertemente y me propongo no volverlos a abrir, con la resolución de dormir tanto como pueda. La cabeza ya empieza a dolerme por el agotamiento, y si no descanso como se debe estaré exhausta durante el día.
No sé si al cerrar los ojos me duermo enseguida, solo sé que caigo en un profundo sueño del que me gustaría no ser despertada en mucho tiempo.
¡Pum!
Un fuerte estrépito me llega a los oídos y me hace despertarme súbitamente.
Veo a Evian al otro lado de la cabina. Pero no está solo. Hay un hombre encima de él, estrangulándolo. Desde mi posición solo alcanzo a mirar su espalda con los músculos contraídos por la fuerza que está ejerciendo en él. Mi primer impulso es buscar mi arma. Tiento el suelo a mis costados con las manos temblorosas, recuerdo que dejé la pistola por un lado antes de dormirme, pero no está donde la dejé. En la cinturilla palpo la navaja pequeña, la tomo entre mis dedos temblorosos y me incorporo de un salto.
Los ojos de Evian están fijos en el rostro del hombro, desprendiendo un odio que no le había visto hasta ahora. Dirige sus ojos a mí y me lanza una mirada que no sé identificar. Miedo o coraje.
No soy capaz de utilizar la navaja. No tengo el valor de hacerlo. Empujo al hombre, hago su camiseta puños entre mis manos para alejarlo de Evian. Tiene la cara y el cuello rojos y los ojos muy saltones; el sujeto casi conseguía su objetivo.
Con un brazo el hombre me da en el rostro tan fuerte que me explota una descarga de dolor en esa zona y por un momento la nariz se me traba, sofocándome, y los bordes de la visión se me tornan borrosos, pero me mantengo en pie. Es ahí, al tenerlo frente a frente, que lo reconozco.
Es el tipo que entró a la casa del tío de Evian.
Lleva una funda amarrada de un lazo, de donde se saca una pistola dos veces más grande que la mía. Antes de que pueda actuar, con la culata me da un golpe que me manda directo al suelo y me deja aturdida. Pienso que continuará, que me disparará y terminará conmigo, pero por el rabillo del ojo distingo sus botas gastadas dándose la vuelta, hacia Evian.
Poso las manos en la superficie. Tengo que estabilizarme. El ojo derecho me palpita y siento un líquido viscoso correrme por la nariz. ¿Son lágrimas? No tengo tiempo de averiguarlo. Enfoco la vista en el suelo metálico y lentamente me voy arrodillando.
La mochila. Tengo que encontrar mi mochila.
Ahora siento el rostro empapado. Quiero tocármelo y saber si son lágrimas u otra cosa, pero no puedo. Evian necesita mi ayuda. Busco a tientas la mochila y la abro apuradamente hasta que mis dedos tocan la frío condición de la pistola que me entregó Evian. La vista se me esclarece. Veo a Evian, encima del sujeto, golpeándolo. Después los papeles se invierten y el hombre vuelve a estar encima de él. ¿Por qué no lo mata acabando una vez por todas con él si trae una pistola?
Levanto los brazos, los dedos fuertemente agarrados de la empuñadora, y para empeorar todavía más la situación y mi claridad, pienso en Maxell.
Pensar en ella me desequilibra, nubla mis pensamientos racionales y conexos, convirtiéndolo todo en un velo de humo.
No quiero hacerlo.
Esto mismo le hice a Maxell.
No quiero volverlo a hacer y sentirme repugnante.
Evian poco a poco se va calmando, desistiendo de la lucha. Su cara se torna de un rojo intenso, los ojos se le salen de las orbitas, suelta las manos y las deja caer a los lados, flojas.
No más. No quiero ver morir a alguien más.
Ahora sí siento las lágrimas en las mejillas, acuosas y saladas, revueltas con un líquido más espeso que ahora me tiñe el cuello y el pecho. ¿Será sangre?
El hombre se me arroja. Ya terminó con Evian. Es mi turno.
Una explosión más de dolor se me libera en la nariz a la vez que me estampa contra el muro de la cabina. Me hallo con sus ojos, férvidos e iracundos, muy parecidos a los de los no conscientes. Sus manos encuentran su camino a mi cuello, lo aprieta y me deja sin aire. Yo le encajo las uñas en el rostro, en cualquier lugar donde encuentro piel blanda y sensible. Le presiono la mejilla y el ojo con fuerzas. Grita y afloja su amarre, dándome la oportunidad de golpearlo en la pierna. Retrocede y toso, inhalando tanto aire como puedo.
Me le arrojo encima cuando aún está descuidado y caemos al suelo, peligrosamente cerca de la escotilla abierta de par en par. Lo golpeo en la cara con los puños cerrados.
¡Crac! Un hueso truena al colisionar mi puño apretado en su nariz tal como él hizo conmigo. Pero se recupera al instante, golpeándome en el pómulo con la pistola, muy cerca del oído. Me desplomo en el suelo. El dolor se expande de mi nariz a todo mi rostro, después a mi estómago y al pecho. Son explosiones cortas pero recias y dolorosas, consecutivas, una detrás de la otra. Me revuelvo en el suelo. Él se sube encima de mí y pone un objeto gélido en la piel de mi garganta. Es el filo de una navaja.
—Te crees muy valiente, ¿eh? —farfulla.
Pone la mano libre al otro lado de mi garganta y me acaricia el mentón con el dedo pulgar. Yo siento la navaja más impuesta, a punto de cortarme.
—¿Qué dirá Evian cuando te vea así? —Hace un corte, pequeño e insignificante—. ¿Crees que lo haga enojar? Porque eso es exactamente lo que quiero.
Respiro su aliento, muy cerca de mí, nauseabundo. Levanto la pierna. Se estrella contra su entrepierna. Jadea y masculla una blasfemia.
—Ahora verás, maldita.
Me sujeta el brazo. Yo lucho contra él, en vano. Entonces, de un movimiento, me clava la navaja en la mano izquierda.
Giro la cabeza. Solo sobresale el asa. Mi grito es incontenible. Estiro una mano, el hombre ríe con sorna, y me retiro la navaja sin pensarlo, sin digerir el dolor, antes de no atreverme a hacerlo.
El sujeto ya no está sobre mí. Me presiono la mano herida. No miro su aspecto, no quiero aterrorizarme.
Me impulso. Mi mirada difiere de la escotilla al sujeto, posado a unos palmos del saliente. Su sonrisa me restriega su triunfo y superioridad. La ira surge en mí, y algo más. Osadía.
Son cuatro pasos los que me separan de él. Sin cavilarlo, sin examinar mi situación y el después, anulo esos cuatro pasos. Pongo las manos en su pecho, pero antes de que actúe, comprende mis acciones, enreda sus dedos en mis brazos y no impone fuerza, dejándose caer. Yo junto a él.
Descendemos. Nos separamos, nos desprendemos en diferentes rutas. El aire me acaricia las mejillas con suavidad, con lástima, casi con ternura. Pierdo el cielo y el suelo. Mi espalda choca con la superficie duramente. Me sofoco. El pecho se me comprime y no puedo respirar. Abro y cierro la boca. Necesito aire. Necesito respirar. Pero no puedo. El Sol me hostiga en los ojos. Estoy aturdida. No escucho con claridad. Un fluido desconocido me fluye por el rostro, cuantioso y craso.
Me arrastro. Los guijarros me raspan los brazos. Oigo quejidos. No me pertenecen a mí. Un arma yace quieta y manchada de sangre a unos metros. La necesito para acallar esos quejidos.
La sostengo. Las manos me tiemblan demasiado y me sangran. Tengo las manos mojadas de sangre. De mi sangre. Debo actuar rápido si no quiero que se me escurra la pistola y no pueda volver a tomarla.
—Vamos... hazlo ya... Hazlo...
La sonrisa de superioridad ya no está en su rostro; solo tiene una mueca de agonía. Suelta quejidos, se agarra con fuerzas la pierna izquierda, de la cual emana el mismo líquido que yo tengo en la cara y las manos. Entreveo un hueso salido.
—¿Qué estás esperando? —grita—. ¡Hazlo ya, maldita sea!
Antes de que yo me desplome, de que pierda todas las fuerzas que me mantienen en pie, de que me acobarde, de que los temblores me derroquen, le disparo.
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