25
Tengo que encontrarla.
Salgo de la pequeña cueva dando tumbos y tropezando con mis propios pies. El escenario frente a mí solo muestra árboles y maleza que fácilmente pueden ocultar al ladrón de mi mochila. Tiene que ser un humano, porque un no consciente no hubiera ido por la mochila, sino por mí.
Afino los oídos, aunque el temor de haber perdido la comida me desequilibra y no me deja concentrarme. También llevaba ahí las cuatro botellas de agua, las golosinas del morral, los fajos de billetes y la fotografía de mi familia y yo. Esto último es lo que más me pesa y me anima a ir por el primer sendero donde creo que habrá ido el ladrón.
No sé si lo encontraré, tal vez me la robó hace horas y ya estará muy lejos de mi alcance. Pero por segunda o tercera vez, quiero ser positiva y creer que lo encontraré.
Quito ramas y arbustos que me obstruyen el camino y al mismo tiempo saco la pistola de la cinturilla. Me tranquiliza un poco saber que sigue ahí.
Muevo un montón de ramas enzarzadas y veo a unos veinte metros un no consciente inclinado sobre un bulto. Entrecierro los ojos y advierto que es un cuerpo. Piso descuidadamente una parte de hojas secas que cruje bajo mi peso y hace que el no consciente levante la cabeza. Me dan arcadas al verle el aspecto y la boca destilando sangre del cuerpo sobre el que estaba inclinado. No sé lo que está haciendo, y tampoco quiero averiguarlo.
El no consciente ya no parece interesado en su anterior víctima y de un salto se alza para ir tras de mí. Sé que puedo llamar la atención de los no conscientes que pueda haber a la redonda, pero no me importa y le disparo antes de que pueda alcanzarme. Cierro los ojos, asqueada, cuando escucho el rebote de su cuerpo en el suelo, a mis pies. Me alejo instintivamente, intentando apartar la imagen de su boca escurriendo sangre y su aspecto repugnante. Antes de marcharme, le doy un vistazo al cuerpo humano en que estaba entretenido el no consciente antes de que yo llegara.
No quiero acercarme, desde mi posición soy capaz de ver las vísceras fuera de su estómago y entender lo que el no consciente hacía con él. Vic Clayton dijo que las ratas y los no conscientes mordían a las personas, ese era el objetivo del Virus X: expandir la enfermedad por medio de una mordedura; no dijo que se las comieran. Porque eso es lo que estaba haciendo el no consciente: devorando el cuerpo.
A los pies de la víctima vislumbro mi mochila. Casi grito de la emoción, pero me contengo y mejor corro hacia ella. La tomo posesivamente, pero advierto en las manchas de sangre que tiene impregnadas en la tela. Veo al sujeto, solo su rostro, y ato los cabos sueltos hasta encontrar una explicación congruente al paradero de mi mochila. Este hombre debió robármela cuando yo dormía, pero el no consciente lo atrapó antes de que pudiera ir más lejos.
Me da lástima su triste final, pero me alejo de ahí antes de que más no conscientes vengan. A mitad del camino tengo que inclinarme sobre un montón de zarzas para vomitar mientras el recuerdo del aspecto del no consciente y el cuerpo lacerado me inunda la mente. Cuando creo que he terminado, una nueva oleada de arcadas me obliga a volver a reclinarme para vaciar la poca comida que he ingerido.
Acabo con el estómago completamente vacío, pero curiosamente no tengo hambre, ni creo que la tenga en mucho tiempo, no hasta que olvide lo que vi. Me limpio los restos de vómito con el brazo de la sudadera y me enjuago la boca con agua. Agarro un trozo de chocolate de la única tablilla que me queda y lo mastico con prontitud para quitarme el mal regusto que me ha quedado a causa del vómito.
No regreso a la cueva, sino que sigo mi camino por debajo de las vías del tren aéreo. Debo caminar todo lo que pueda mientras el Sol siga puesto. Cuanto más antes llegue a Grux estaré a salvo y me reuniré con Alya y Brya.
Camino un buen trecho, y me gustaría continuar, pero ya no aguanto los pies. Decido descansar por unos minutos echándome sobre unos arbustos frescos a causa de la lluvia de anoche. Se me humedecen los brazos del rocío y me caen unas cuantas gotas en el rostro por los arbustos más grandes que se zarandean por mi peso. Me quedo ahí, quieta y con los ojos entreabiertos, viendo únicamente las copas de los árboles alzándose sobre mí. No duermo, pero sí me permito soñar. Poco a poco voy perdiendo de vista los árboles sobre mí y dejo de ser consciente del frescor de los arbustos que me enredan, para trasladarme a un lugar distinto, donde están mamá y papá.
Sueño con mamá, cada rasgo, cada peculiaridad suya, la observo detenidamente. Su pelo largo y castaño con reflejos rubios que solo se otean cuando le caen los rayos del Sol, su sonrisa resplandeciente que conquistó a papá y las arruguitas alrededor de los ojos que se le han formado por tanto esbozar esa característica sonrisa. La veo en formas distintas, y hasta me resulta extraño soñarla con un contexto blanco, solo ella siendo lo único visible. Y comienzo a creer que me estoy volviendo loca, porque hasta cuando abro los ojos y veo las ramas de los árboles enmarañándose encima de mí, sigo viéndola, sonriéndome y abriéndome los brazos, susurrándome un «te querré siempre» que repite y repite, siempre con la misma voz maternal y firme.
Siento un líquido en el rostro. Al principio creo que es sangre, pero cuando lo toco con los dedos y lo veo, transparente y caliente, me doy cuenta de que son lágrimas. Sollozo en silencio, envuelta entre arbustos que ya han perdido la frescura, mientras articulo con los labios una respuesta al rezo de mamá. «Te querré siempre», quiero decirle en voz alta al igual que ella hace conmigo. Pero no soy capaz de pronunciarlo por miedo a desmoronarme más.
Me engullo tres empaques de papas fritas hasta que el estómago deja de gruñirme y me quedo satisfecha. Como mientras camino. Aunque es mediodía y faltan siete u ocho horas para que oscurezca quiero avanzar tanto como pueda para llegar ya a la frontera de Avox. Son kilómetros y más kilómetros de bosque, y no sé con exactitud cuánto me falte. Constantemente inclino la cabeza para no perder de vista las vías flotantes. Los árboles son tan espesos que me impiden verlas, pero logro apreciar su resplandor metálico.
Entierro las envolturas de lo que he comido para que nadie pueda seguir mi rastro. Saco los fajos de billetes, el mapa y la fotografía de la mochila para introducírmelo todo en los bolsillos de los pantalones por si me la vuelven a arrebatar. Por las prisas dejé mi vara en la cueva, pero encuentro otra, una más alta y lisa. Camino durante toda la mañana y gran parte de la tarde; solo me detengo porque tengo los pies doloridos y los tobillos hinchados. Me recargo contra el tronco de un árbol para quitarme los zapatos y orearme los pies. Sé que estoy expuesta, pero será solo por unos minutos, mientras recobro fuerzas y el dolor en mis pies disminuye para reanudar la marcha y encontrar un sitio donde pasar la noche.
Después de unos minutos me levanto y continuo, aunque el dolor no ha disminuido y ahora siento los pies más hinchados que antes. Apenas me entran los zapatos. Me apoyo de la vara para no caer. Empieza a oscurecer, el Sol se marcha y junto a él los rayos que iluminaban el horizonte, así que ahora se me hace difícil mirar la superficie. Tengo que encontrar cuanto antes un lugar para establecerme solo esta noche.
Entre unos arbustos que me llegan a la cintura me instalo, hecha un ovillo y con la mochila fuertemente asida. El calor natural de mi cuerpo no es suficiente para calmar el frío, pero me aguanto y cierro los ojos mientras me estremezco involuntariamente.
No puedo dormir. Por más que cierro los ojos no logro conciliar el sueño. Mi mente sigue despierta y mis oídos perciben hasta el más mínimo ruido que produce el bosque. Me veo obligada a irme de este nido cuando escucho pasos muy cerca, casi rozándome las orejas. Me muevo con sumo cuidado y miro atentamente entre la espesa oscuridad que lo invade todo. Estoy alerta, estremeciéndome por el frío implacable y el miedo que surge de mi interior, espeso y burbujeante, llenándolo todo dentro de mí.
Alguien debe de andar por ahí, tal vez humano o no consciente, pero alguien está rondando la zona. Probablemente dieron conmigo, o no. Sea como sea, debo trasladarme muy lejos. La luz de la Luna no es suficiente para indicarme el sendero de las vías del tren, pero ahora mismo no me importa si las pierdo de vista, mañana podré recuperar el rumbo.
Saco la pistola con cuidado y la empuño por si tengo que utilizarla. Las manos me tiemblan, y temo que la vaya a tirar sin querer, así que la aprieto con fuerzas para que no se me resbale de entre las manos y camino con sigilo, tan lento como puedo para no ocasionar ninguna clase de ruido. De hecho, contengo la respiración hasta que los pulmones me gritan por aire por miedo a que ese alguien escuche mis respiros y me descubra.
Llega un punto donde unas malezas enormes se entrelazan y me obstruyen el paso. Los alrededores del bosque cuidados por las autoridades de Avox están bien arreglados y cortados, pero esta parte descuidada demuestra que me estoy alejando de Avox, pues las autoridades no tienen limpia esta zona. Recorro con una mano estremecida las malezas para poder pasar, no son demasiadas, pero sí están muy juntas, así que cuando las retiro, me encuentro con cinco no conscientes de espaldas a mí, pero uno se da la vuelta al percibirme y articula un grito que me hace vibrar y logra que los otros cuatro se giren también.
Corro. Es lo único que mi mente me indica. Me desplazo por el lado contrario, por donde venia, arrojando ramas lejos de mi camino y enfocando la vista tanto como puedo para no tropezar con rocas o árboles. Pero no puedo ver nada, por más que intente, solo advierto en las figuras de los troncos cuando los tengo a menos de un metro. Los gritos de los no conscientes escucho detrás de mí, demasiado cerca. Sus pisadas violentas resuenan como una seria advertencia en mis oídos y una motivación para correr más rápido. Choco con unos arbustos espinosos, siento las pequeñas púas encajándoseme en la piel, algunas me traspasan la delgada ropa y me pinchan en los brazos, pero las que más me duelen son las que se me incrustan en el rostro. Mi grito dolorido acompaña al de los no conscientes, la sangre me corre por la piel, pero sigo corriendo. No debo detenerme.
Percibo todo a mí alrededor, pero lo que más hace mella en mí es el terror a que me alcancen. No puedo permitirme que me atrapen; debo reunirme con mis hermanos.
Caigo al suelo. Pruebo el pétreo sabor de la tierra y el ardor en las manos me consume por intentar en vano detener la caída. No suelto la pistola y ahora la agarro con más fuerzas. Unas manos me sostienen, pero no son cariñosas ni ayudantes. Me jalan de la mochila bruscamente para que me ponga en pie y un fuerte grito me suena directo en los oídos. El terror se dispara dentro de mí como una explosión de dinamita, recorriendo cada fibra y cada vena de mi cuerpo. Me zafo de la mochila, sacando los brazos de los tirantes y arrojándome hacia delante para seguir corriendo. Escucho otro grito, pero esta vez a metros, no junto a mí.
Ya no me importa hacer ruido. Respiro ruidosamente, piso el suelo estruendosamente y empujo cuanto se me pone en frente. Una gran pérdida me invade al ya no sentir el peso de la mochila sobre mis hombros, pero pienso en ello solo hasta que he dejado atrás a los no conscientes. Cuando estoy segura de que ya no los escucho y no pueden alcanzarme, mis extremidades se ponen de acuerdo para ya no responder. Me desplomo en el suelo y de ahí no me levanto. Me doy la vuelta después de unos momentos, tosiendo y regulando mi respiración. Está tan oscuro que alguien podría estarme observando y yo ni siquiera me doy cuenta, pero no puedo buscar ahora un escondrijo, y menos levantarme. Cuando me estabilizo me arrastro al tronco de un árbol para recargar la espalda mientras me quito del rostro los espinos que se me incrustaron al correr. Los tengo por toda la cara, en el cuello, manos y piernas. Algunos son fáciles de sacar, pero otros se han adentrado más. Me trago mis gritos y me quito uno por uno, dejándolos a un lado en un montoncito. Cuando termino, me ovillo ahí mismo, con los ojos muy abiertos, sopesando lo sucedido y el dolor que me penetra. Dolor por los espinos y las raspaduras. Pero también por algo más, algo que antecede a unas semanas, cuando no me imaginaba que pasaría todo esto y me encontraría aquí.
Naufrago por los confines interminables de mi mente, metiéndome en mis recuerdos pasados y lamentándolos todos. La mayoría son relaciones con mi madre. Y la mayor parte del tiempo la escucho vívidamente diciéndome que me querrá siempre. «¡Ya basta!», una parte de mí quiere gritarle; pero también quiero que me lo siga diciendo, para no olvidarlo y siempre tenerlo presente, porque su voz resulta como un confortante bálsamo para curar heridas y tranquilizar mis ansiedades. Quiero regresarle las palabras, repetírselas como ella está haciendo conmigo, pero mis labios están sellados y no puedo abrirlos. Solo soy capaz de llorar, con un montón de palabras acumuladas en la garganta.
Sueño con ella. Pero ahora sé que todo relacionado con ella es un sueño. Hasta hablamos.
—Ya no puedo, mamá —le digo.
La tengo frente a mí, puedo sentir su presencia y proximidad. Pero no la toco, porque sé que, si lo hago, si le toco el rostro o la abrazo, se me escurrirá de los dedos y la perderé. Sé que es una mera ilusión. Sé que estoy delirando.
—Claro que puedes, Francis —dice ella—. Confío en ti.
—No lo lograré. No podré...
—Lo harás —asegura firmemente—. Te reunirás con Alya y Brya y les mandarás un saludo de mi parte. Les dirás que los quiero.
Su rostro sereno me serena a mí un poco. Me sonríe, y quisiera regresarle el gesto, pero no puedo.
—Pero ¿y si no lo logro? ¿Si no alcanzo a reunirme con ellos?
Su figura se va desvaneciendo lentamente y los lados de sus labios se deslavan, como si solo fuera una pintura y perdiera la formación. Antes de irse para siempre, me dice:
—Confío en ti, Francis.
Perdí la comida y el agua, todas las frituras que había en la mochila. No me queda nada. No sé lo que haré. El bosque no es un buen lugar para encontrar alimento, al menos no donde yo me encuentro. O tal vez es mi inexperiencia a estas situaciones, pues no sé definir bayas o setas comestibles, nada de lo que hay aquí es familiar para mí. Ni siquiera supe cómo limpiarle la herida en la frente a Brya. Todo lo que me rodea lo defino únicamente como árboles y maleza. No sé cuánto tiempo sobreviva así, cuánto tiempo me quede. Perdí de vista las vías del tren al huir de los cinco no conscientes, y aún no las encuentro. No sé cuánto me alejé, no sé cuál es el norte o el sur, y tampoco sé cuál dirección debo tomar para no alejarme más. Todo es muy confuso, y se torna más al pasar de las horas.
Es extraño que haya tantos cambios de clima en el mismo periodo. Por ejemplo, hoy ha hecho un calor insoportable. No me he movido de este sitio, porque no sé adónde debo ir y, además, me siento muy débil para levantarme y retomar una marcha sin rumbo. Pero en algún momento debo seguir. No puedo quedarme aquí a esperar... ¿Qué? ¿La muerte?
Viajo de un momento a otro. Al día en que nació Alya y después al de Brya. A los pocos recuerdos incongruentes y borrosos de mi infancia. A mamá.
La veo a ella en su habitación, sentada en la mecedora a la orilla del ventanal, tarareando una canción de cuna con un bebé en los brazos, meciéndolo lentamente y acariciándole el pequeño rostro robusto.
Al principio pienso que soy yo de bebé, pero en ese caso el recuerdo no tendría que ser recuerdo, sino una ilusión, porque yo no podría verme siendo bebé.
—¿Francis? —pregunta mamá y alza la cabeza hacia la puerta, donde hay una niña de unos seis años—. ¿Qué sucede, cariño?
Entonces lo entiendo todo. El bebé que mamá sostiene es Alya, y la niña parada en el umbral soy yo. Así que sí es un recuerdo real.
—¿Quieres verla? —Me acerca a Alya para que pueda mirarla—. Es bonita, ¿cierto?
Yo afirmo con la cabeza y me quedo observando a la pequeña mientras mamá sigue tarareando la canción y le acaricia la mejilla rechoncha.
El recuerdo se desvanece pausadamente, primero por los bordes, y después por completo.
Debo reunirme con Alya y Brya, debo encontrarlos. A estas alturas ellos seguramente ya llegaron a Grux. ¿Cómo estarán? ¿Preocupados por mí? Tengo que llegar en cuanto antes para disipar sus angustias y así estar los tres juntos.
Mi mente es un embrollo. Pienso en muchas cosas, y aunque siento que mi mente está despierta, no soy firmemente consciente de mí alrededor. Todo es entrecortado y nublado, como si una espesa capa de niebla lo ocultara todo y solamente a momentos imprecisos pudiera ver mi entorno. Pero paso más tiempo en la inconsciencia. ¿Es así como se sienten los no conscientes? ¿No conocen lo que pasa a su alrededor, solo actúan influenciados por el Virus X? ¿Me estoy convirtiendo en uno? ¿O moriré como el Sr. Sterling y la niña, inexplicablemente? ¿Es este el momento de mi muerte?
Todo viaja lenta y retrasadamente. Cuando comienzo a acostumbrarme a la niebla, caigo en la realidad y soy capaz de ver un pedazo de bosque y una pequeña charca de lodo. Mi visión es un cuanto borrosa y distorsionada, pero advierto en que no es totalmente lodo, sino que en las orillas tiene un poco de agua entremezclada. Me lanzo hacia el charco urgentemente y haciendo de mis manos un cuenco reúno toda el agua que puedo. Es café entre mis manos blancas, pero no me importa y la bebo ávidamente, hasta que solamente queda lodo espeso y pruebo el sabor de la tierra fangosa. La escupo, y lo último de lo que me doy cuenta es de mis manos enlodadas y el regusto rocoso en mi boca.
Cuando vuelvo a regresar en sí reparo en que me estoy arrastrando, tengo los brazos arañados y mi estómago rugue como nunca antes. Soy capaz de escucharlo en las orejas, fuerte y doloroso. Miro hacia arriba en busca del resplandor metálico de las vías, pero solo hay verde y verde y verde. Al bajar la cabeza, veo otra cosa, un agujero perfectamente circular en una pared de cemento a unos quince metros. Es grande y oscuro, el escondite indicado para resguardarme; o la charola de plata perfecta para entregarme.
Me arrastro hacia él.
El contexto es de un blanco pulcro y hay una condensada niebla que me hace quedarme sujeta en mi sitio. A la lejanía veo una figura. Mamá.
—¿Tan fácil te vas a rendir, Francis? —Hay tristeza en su voz, y algo más, un sentimiento más oculto. Decepción.
—Ya no puedo —murmuro. Hablar me toma un gran esfuerzo.
—Eres fuerte, Francis.
—No, no lo soy.
—Yo sé que sí —replica—. Sé de lo que eres capaz, y te creo capaz de pasar por esto. Pero, si tú no lo quieres, no importa, porque yo te querré siempre, Francis.
«Te querré siempre.» Tres simples y cortas palabras con mucho significado resonando en mi cabeza interminablemente. Y yo solo soy capaz de llorar.
Despierto súbitamente. Me vuelvo a encontrar en la realidad. Ahora lo puedo ver todo claramente, aunque siento esa punzada de dolor en todo el cuerpo y mi estómago sigue gruñendo. Al enfocar la vista, lo primero que veo es el cañón de una pistola, apuntando directamente hacia mí.
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