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24

Vislumbro el bosque, una apartada y torcida línea verde en el horizonte. Es muy diferente a Avox, donde lo que se distingue desde lejos son sus rascacielos de vidrios brillosos que sí parecen tocar las nubes. En cambio, el bosque no es más que un cúmulo de árboles inmensos un poco menos grandes que los rascacielos.

Al introducirme en la espesura siento el cambio, la transformación del ambiente. Huele a naturaleza, a pinos, a maleza y a tierra mojada. Mis pisadas crujen al conectar con las hojas secas y la hierba, así que camino lentamente y con sigilo. Miro mi entorno con atención, las colosales copas de los árboles y la extensión de terreno verde para revisar que no haya no conscientes cerca. Será un tanto fácil ocultarme de ellos, pero también será difícil distinguirlos entre tantos árboles y maleza.

Miro sobre mi hombro lo que he dejado atrás. Avox se alza como una ciudad imponente; desde lejos no se ve el daño que ha sufrido, se mira intacta, aunque no en movimiento. Ya no es ruidosa, no se oyen las bocinas de los autos en medio del tráfico o las voces de las personas, las conversaciones. Me pregunto cuándo empezara a deteriorarse o a perder su belleza urbana que la caracterizaba de entre las diez ciudades, cuándo los no conscientes terminarán con ella.

Cuando los árboles ocultan los edificios y creo estar lo bastante lejos para no ser alcanzada por algún no consciente, saco de la mochila el mapa que tomé de la licorería y lo extiendo sobre una roca para ver dónde queda Grux.

Encuentro mi ubicación en el papel. En este momento estoy en el lado sur de Avox, entre el final de la periferia ciudadana y el comienzo del bosque. Al este está el mar, y al oeste encontraré más bosque, pero no me dirijo hacia allí. Una manera de guiarme es por medio del tren aéreo, aunque tendré que rodear más. El tren recorre la periferia ciudadana y va de norte a sur en línea recta. Si tomo el rumbo del tren aéreo cuando llegue al sur, me llevará directamente a Lulux, y cuando haya cumplido con su recorrido en esa ciudad, se dirigirá a Grux.

Es un viaje largo, aunque tardaré más si lo hago a pie. Serán alrededor de tres o cuatro de días en tren, si no es que más, y puede ser peligroso, porque no sé si seré la única pasajera. En cambio, si camino podría seguir la línea que marque el tren encima de mí, y cuando él llegue a la frontera de Avox y los comienzos de Lulux, rodear por el bosque para no entrar a esa ciudad que obviamente también está contaminada, hasta llegar a la siguiente ciudad, Grux.

No sé cuánto tiempo me lleve llegar a Grux si hago el recorrido caminando, probablemente más de una semana, no lo sé exactamente.

Con un poco de lodo de un charco que dejó la nieve al derretirse y una ramita puntiaguda trazo el trayecto que tengo planeado hacer. La rama va dejando un rastro de lodo por donde la voy moviendo para recordarme por dónde iré. Sé que más tarde se borrará, así que tendré que volverla a remarcar. Doblo el mapa hasta convertirlo en un pequeño cuadrado de papel con el tamaño correcto para fácilmente guardármelo en el bolsillo y reanudo la marcha.

Primeramente, tengo que encontrar las vías flotantes del tren que deben de estar cerca; se encuentran en el bosque, así que solo tengo que caminar un poco hasta encontrarlas. Guiándome por ellas me llevarán al sur, a Lulux.

Encuentro una rama que me llega al pecho, gruesa y fuerte. La agarro con una mano y me apoyo en ella. Me ayudará a sostenerme si llego a tropezar, o también como defensa, si encuentro a un no consciente. Diviso las vías de hierro a la lejanía, altas e incansables, sobre los árboles más altos. Caminaré debajo de ellas, o al menos muy de cerca, sin perderlas de vista.

El camino es irregular, lleno de surcos en el suelo y grandes troncos que tengo que subir o esquivar, mis pisadas se vuelven ruidosas por las hojas secas. Mantengo la mirada anclada en el horizonte, atenta a cualquier clase de movimiento o sonido. Hasta el momento solo he escuchado el canto suave de los pájaros, el batir de las ramas por el aire y mis pisadas contra la maleza. No puedo evitar pensar que hubiera sido preferible el viaje si me hubiera acompañado la niña. Las dos estaríamos atentas y haríamos más pasadero el recorrido. Al principio la soledad me puede parecer buena compañía, pero ¿y después de mucho tiempo de permanecer sola? La niña y yo hubiéramos podido conversar, y así el viaje ocurriría más rápido y menos cansado. Pero la niña ya murió.

A unos metros entreveo un resplandor rojizo entre tanto verde. Conforme me voy acercando veo que es un pedazo de tela desgarrado atascado en una rama espinosa. El viento lo hace menearse por todos lados, hasta que lo tomo entre mis dedos y lo examino. Seguramente perteneció a alguien, tal vez a una persona que corría, huía, con las prisas se le enzarzó en esta rama, y lo dejó aquí.

Me recuerda a los lazos que yo usaba en el cabello para anudarlo. A mamá le gustaba alisarme el pelo y sujetármelo en una coleta con un lazo, hasta que entre Kesha y yo decidimos que me lo cortaría.

Dejo ir el trozo de tela. El viento se lo lleva y lo pierde de mi vista en algún sitio del bosque. Lo veo escabullírseme de entre los dedos y mi mente vuela a un recuerdo lejano, al día en que nació Alya. Mamá llegó del hospital con ella en brazos. Todos estaban emocionadísimos por la llegada de Alya, prepararon una comida para recibirla e invitaron a mucha gente de Avox y los alrededores. Yo tenía seis años y recuerdo que me sentí celosa al saber que toda esa atención ya no era para mí. Lo siguiente no lo recuerdo bien, tal vez mamá se dio cuenta de mi enfado o yo misma se lo declaré, pero me dijo que no me preocupara, que me seguiría queriendo aun cuando Alya hubiese nacido y tuviera que quererla a ella también. «Pero a ella la querrás más», repliqué. «Eso no es verdad. A las dos las querré igual», respondió, disipando en ese momento mis inquietudes y celos.

No recuerdo cuándo fue la última vez que le dije a mamá que la quería. Tal vez ella lo sabía, pero ¿y si no? ¿Y si se fue sin saber que la quería? Entonces la habré perdido sin decirle cuanto la amaba.

Creo que la última vez que le dije un «te quiero» fue hace años, antes de entrar a la preparatoria. El día en que murió solo peleamos. Me hubiera gustado decirle que la amaba antes de que las ratas aparecieran, antes de que chocáramos en el auto, antes de abrazar su cuerpo inerte. En ese instante pude haberle dicho mis sentimientos hacia ella, pero no me hubiera escuchado, por más que se los gritara. Porque ya estaba muerta.

«No, no, no, no, no, no, no, no, no, no.»

Peleamos porque yo quería ir a la fiesta que organizaba el actual novio de Kesha y mamá no quería darme permiso para ir. Nos gritamos y no volvimos a hablarnos desde esa discusión. Yo seguía estando furiosa cuando vi la mancha de ratas en el horizonte dirigiéndose hacia todos los que esperábamos en la carretera, y solamente se esfumó mi enojo cuando la vi a ella, su sangre tiñéndole el rostro y su cuerpo quieto mientras mis hermanos y yo intentábamos salir del auto.

Cuando la jalé fuera y la atraje hacia mí, fue cuando dejé de estar enojada con ella. Todo disgusto se diluyó. Pero ya era demasiado tarde.

«No, no, no, no, no, no, no, no, no.»

Me caigo. Las rodillas se me raspan y siento ardor lamiéndome la piel de las piernas. La vista se me nubla, no sé por qué, hasta que siento las lágrimas mojándome las mejillas. Me las tiento con los dedos y después me tapo la boca cuando un sollozo iracundo llena el espacio. No es de nadie más que mío, y después le siguen más. Tengo que apretarme fuertemente la boca para que no se escuchen altos y los no conscientes me atrapen.

No puedo parar las lágrimas. Es la primera vez que lloro desde que todo empezó. Me salen a borbotones y me obstruyen la vista. De entre un sollozo escucho la palabra «mamá». Intento levantarme, pero no puedo. El rostro acribillado de mamá me invade la mente y me hace retorcerme mientras una mezcla de sentimientos explota dentro de mí. Tristeza, impotencia, desesperación, enojo.

Estoy furiosa, mayormente conmigo misma.

«Esto es un sueño. Esto solo es un sueño. Un sueño del que pronto despertaré. Un sueño. Un sueño. Un sueño.»

Cuando las personas están viviendo algo demasiado sublimo, o demasiado tormentoso, les funciona pellizcarse la piel para saber si están en un sueño o en la realidad. Cuando yo me pellizco el brazo con fuerzas, lo único que siento es dolor, una punzada que me recuerda que me encuentro en la realidad y me revela una verdad que hasta ahora no conocía o, más bien, no quería ver: esto no es un sueño.

Camino un poco más, pero ya no soporto mantenerme en pie. Descubro un pequeño hueco que forma un inmenso tronco podrido lo suficientemente grande para albergarme. Me introduzco a duras penas, abrazando fuertemente la mochila y cerrando los ojos al instante. Este es el momento en que el cuerpo me cobra todo el cansancio acumulado al pasar de los días. Dejo de ser consciente del murmullo de las ramas meciéndose y el gorjeo de los pájaros, para sumirme en un profundo sueño que a la vez se convierte en pesadilla.

Sueño con mamá, obviamente. Es lo único que ha ocupado mi mente desde hace horas que parecen años tortuosos. La sueño en la cocina de nuestra antigua casa en Villa Avox, con su traje para ir a la tienda de ropa y cocinando para nosotros como cualquier otra mañana.

—¿Quieres huevos revueltos?

Tardo segundos, tal vez minutos interminables, en comprender que me habla a mí. Yo solo soy capaz de mirarla a ella sin articular palabras, porque las tengo trabadas en la garganta mientras la observo moviéndose con tranquilidad por la cocina y zarandeando las cacerolas en las parrillas. Aunque sé que es un sueño me llega a la nariz el peculiar aroma de la comida de mamá, siempre tan delicioso.

—¿Francis? —Se gira para mirarme—. ¿Quieres huevos revueltos? —repite.

—Sí, por favor —respondo. Apenas encuentro las palabras y el modo correcto de sacarlas.

Pasos resuenan por la escalera de vidrio y segundos más tarde papá aparece en la cocina. Lo veo ajustarse la corbata y sonreírnos a las dos.

—Buenos días —nos dice.

Hace lo de todos los días: ponerle agua a la cafetera y encenderla para prepararse su taza de café mañanera. Siempre que lo veo está tomando café; siempre hay un distintivo olor a café en la casa.

Cuando procura que la cafetera esté encendida le da un beso a mamá y ella pone un plato de porcelana con huevos revueltos calientes y dos rebanadas de tocino.

—Aquí tienes, cariño —me dice y sonríe. Su sonrisa me reconforta y la grabo en mi mente para recordarla cuando feos recuerdos de su rostro maltrecho me atormenten.

«Cariño.» Desde hace mucho tiempo mamá no me llama de esa forma, así que lo comprendo: esto solo es producto de mi imaginación, lo que yo quisiera, pero he perdido.

Despierto al momento, sabiendo que, de ahora en adelante, solo podré ver a mis padres en sueños.

Empieza a llover y tengo que salir del hueco del podrido tronco. Es extraño que llueva en estas fechas. No es fuerte, solo una llovizna constante que a la larga me aplasta el pelo y me lo pega al rostro. Continuamente tengo que quitarme con los dedos los cabellos sueltos que me caen en los ojos y no me permiten ver. Protejo la mochila de la lluvia como si fuera el mayor tesoro sobre la Tierra; al menos es importante para mí.

Me tomo de un trago una botella de agua y la pongo en el suelo para que le caiga las gotas de lluvia y así llenarla. Me bebo una más a tragos cortos mientras espero a que se llene la primera, y cuando termino con la segunda también la posiciono para que se rellene. Me recargo bajo las ramas gruesas de un árbol y saco el sobrante de una tablilla de chocolate a la que antes le di un mordisco estando en el ropero. Me la como con calma, disfrutando del dulce sabor en el paladar mientras observo la lluvia caer. Por el momento no es más que una brizna, pero si llega a aumentar tengo que buscar un escondite antes de que lo haga.

Sin alejarme demasiado de la línea del tren aéreo hallo otro hueco, esta vez más espacioso que el otro y formado por grandes rocas alzadas que crean una pequeña cueva de menos de dos metros. Tengo frío; conforme va atardeciendo el viento es más intenso y la temperatura baja, además que tengo la ropa empapada, pero no puedo permitirme encender una fogata. Alguien, lúcido o no consciente, podría encontrarme a metros de distancia por el resplandor de las llamas.

Recargo la mochila en una de las cóncavas paredes creadas de roca rugosa y recuesto la cabeza como si fuera una almohada, aunque no se le parece en nada. El suelo es duro y frígido, se me encajan en las caderas las piedrecillas y de vez en cuando el aire manda una ola de leve llovizna hacia mí. Me descubro tiritando y aferrando la mochila con los dedos. Es imposible que duerma, no con este frío crudo y la inexistente protección con que cuento. Soy tan visible y estoy tan vulnerable que sería fácil para cualquiera terminar conmigo.

«Háganlo —susurro en mi interior—. Ya no me importa.»

Me quedo dormida después de mucho tiempo. El frío me vence, pero logro batallar con él y me duermo, aunque realmente no descanso nada.

Al despertar, un punzante dolor de cabeza me asalta y los huesos me lastiman. Pero lo bueno es que la ropa se me ha secado y ha dejado de llover. Me levanto y miro la superficie en busca de mi mochila, pero ha desaparecido.


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