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23

Corro con todas mis fuerzas. Ahora que no llevo a nadie conmigo puedo correr con más potencias. Voy dejando atrás a los no conscientes, se vuelven tan lejanos que ya no los alcanzo a distinguir bien cuando los miro sobre mi hombro. Mis pasos son vivaces, acelerados. Corro tan fuerte que los gritos de los no conscientes se desvanecen y pierden mi ubicación.

Pero yo sigo corriendo.

Mis pisadas resuenan en el asfalto, veloces y urgentes. Pero sé, que aunque corra con tantas fuerzas como mis piernas y pulmones me lo permitan, no alcanzaré el tren. No los alcanzaré a ellos.

Paro de correr cuando los pulmones comienzan a arderme y se vuelve difícil tomar aire. Entro a un edificio de varios pisos departamentales con los vidrios de las ventanas rotos y las puertas desechas. ¿Qué sucedió aquí para que el lugar acabara de estar manera?

Superviso que el primer piso esté libre de no conscientes y me encierro en un pequeño almacén. Descubro que, detrás de un montón de escobas y trapeadores apilados, hay un armario con más utensilios de limpieza. Me meto ahí sin hacer ruido y saco la única botella de agua que tengo.

Solo la miro. Pero no la bebo. Es tan valiosa que tengo que cuidarla mucho.

Tengo la garganta seca, acartonada. Pero lo mejor es que le dé un trago más tarde, uno pequeño, mañana beber un poco más y hacer esa misma secuencia los días que permanezca aquí, hasta que decida qué hacer o adónde ir.

Saco del fondo de la mochila una de las dos barras de chocolate, le quito la envoltura y le doy un pequeño mordisco, tan diminuto que quiero un poco más, pero me obligo a guardarla de nuevo en la mochila. Cierro los ojos y paladeo el sabor dulce del chocolate, con la esperanza de que el azúcar haga efecto en mi organismo y me dé fuerzas.

Estoy tentada a terminarme de un solo trago la botella de agua. La pongo frente a mi rostro, reluce transparente, limpia, fresca. La garganta se me acartona más, y al pasar saliva lo único que consigo es que mis ganas de beberme la botella entera crezcan.

Le quito la tapa con lentitud e inclino la botella hacia mis labios. «Solo será un trago pequeño», me digo. En cuanto el agua me toca los labios y la punta de la lengua, la retiro y la cierro.

No ha sido suficiente para quitarme la sed, pero sí para calmarme la sequedad. Mañana le daré otro trago pequeño, tal vez más grande que el de hoy, solo hasta que decida adónde ir o al menos salir de este armario.

¿Qué posibilidades tengo?

Puedo regresar al refugio del Sr. Sterling. Pero aunque es seguro, no hay nada de suministros. Me encuentro en la ciudad, podría saquear algunas tiendas o casas, si es que encuentro algo, y regresar al refugio del Sr. Sterling. Pero ¿y después qué? Estoy sola, con una navaja, un cuchillo para contar carne y una pistola con siete balas. No es suficiente para defenderme de los no conscientes, que seguramente son muchísimos. Probablemente hay más no conscientes que seres humanos aún lúcidos. No podría luchar yo sola.

No tengo demasiadas escapatorias.

Estoy sola. Sin suministros. Sin armas. Sin un lugar. Sin Alya y Brya.

Escucho pasos. Pero no son impulsivos y duros, como los de los no conscientes. Estos son callados y discretos, como si su dueño no quisiera hacer ruido.

No duran mucho. Un par de minutos y, después, desaparecen. Y no vuelven.

Permanezco por más de seis horas completamente quieta por si los pasos regresan y me encuentran.

Me quedo dormida.

Los pasos vuelven cuando despierto. Ahora los escucho más cerca, en la misma habitación. Si busca cuidadosamente, si mueve el montón de escobas y trapeadores para abrir el ropero, me encontrará.

Muevo la mano hacia la navaja en el bolsillo delantero de mis pantalones. Tiento la empuñadora de piel y me aferro a ella cuando los pasos se oyen más cerca. Puedo percibir a la persona al otro lado, separados únicamente por las delgadas puertas de madera del ropero.

Quita las escobas que yo misma coloqué allí para que nadie viera el ropero, pero él o ella lo han descubierto. Y también a mí en unos cuantos segundos.

Cuando retira el último utensilio, saco la navaja y las puertas se abren al mismo tiempo. El semblante de la niña es de sorpresa, y pasa rápidamente al miedo. Mi navaja está a un par de centímetros de su garganta. Es lo primero que se me ocurrió apuntar cuando la vi.

Al instante levanta las manos a los costados y se aleja esos peligrosos centímetros de la navaja.

—Por favor, no me hagas daño —ruega—. Solo exploraba. Necesito un lugar donde pasar la noche.

«Donde pasar la noche.» Significa que está por oscurecer.

La observo detalladamente. Carga un morral grueso, así que debe de tener comida. Está tan flaca y temblorosa que bajo la navaja por lástima. Tiene el rostro impregnado de mugre, y me pregunto hace cuánto que no se da una ducha. ¿Me pareceré yo a ella? ¿Qué verá ella en mí? ¿Una chica mugrienta y alterada?

—Yo he llegado aquí primero —digo, más agresiva de lo que quería sonar.

Me sorprenden mis palabras, pero no me retractaré.

—Lo sé. No pensé que alguien estuviera aquí, pero podrías permitirme quedarme en otro departamento. No haré ruido. —Al no ver aprobación de parte mía, agrega—: Tengo comida. Podríamos compartirla.

Saca del morral envolturas de galletas de varios tipos, patatas fritas y un montón de frituras más. Me las muestra, tan exaltada por que le deje un sitio aquí que me da más lástima. Aunque una vocecilla en mi cabeza me dice que no es lástima lo que siento por ella; sino que me recuerda a alguien.

A Alya.

—No quiero tu comida. —Le aparto la mano con brusquedad—. Puedes ir a cualquier departamento del edificio, pero no aquí. Este sitio lo he tomado yo.

Asiente frenéticamente y se guarda de nuevo la comida en el morral. En el proceso, una brillosa envoltura de patatas se le cae al suelo y se agacha para levantarla con dedos temblorosos.

Debe de tener muchísimo miedo. No por mí, sino por los no conscientes. Seguramente está sola, como yo.

—¿La quieres? —me pregunta.

Al principio no sé a lo que se refiere, hasta que veo la bolsa de patatas en su mano, extendiéndomela.

Estoy a punto de decir no, pero mi estómago gruñe, delatándome, así que tomo la bolsa forzosamente.

—Gracias —mascullo.

—Estaré en el departamento próximo —dice— por si me necesitas.

Cierra las puertas del ropero y coloca las escobas y los trapeadores en su sitio anterior. Después, escucho que sus pasos se alejan hacia el departamento contiguo.

Antes de que se marchara, vi la expresión en su rostro. La reconocí. Se ha ilusionado al verme aquí, una sobreviviente al igual que ella, sola al igual que ella. Seguramente, al meterse en el departamento contiguo, pensó: «Ahora tendré a una compañera».

También lo pienso, solo por un segundo. Pero no me hago ilusiones.

Abro la bolsa de patatas fritas y, aunque tengo muchísima hambre, como solo una. La degusto lentamente, ese sabor grasoso y salado me baña la boca y mi estómago pide más. Pero no debo comérmelas todas. Debo guardar la mitad para más tarde.

Al ver la bolsa en mis manos se me hacen pocas, insuficientes, y la exigencia que me he impuesto se esfuma. Me meto un montón de patatas y las mastico con apuro. No me importa si me lleno el estómago ahora y más tarde tengo hambre. Hace dos días que no probaba comida, y desde hace semanas que tengo hambre siempre. La sensación se ha vuelto parte de mí, aunque a la larga me resulta irritante y dolorosa.

Cuando me acabo las patatas tengo las migajas en el regazo y las comisuras de los labios, y los dedos pringosos. ¿Cuándo llegué a esto? A comer unas cuantas patatas como si fueran el mejor manjar. A siempre tener hambre y nunca estar satisfecha, cuando anteriormente lo tenía todo. ¿Cuándo?

Me bebo el agua de un trago.

Ya no me importa el «más tarde». Ni siquiera creo que dure demasiado, así que ¿por qué impedirme las últimas gotas de agua que beberé antes de morir? Los no conscientes pueden encontrarme al igual que hizo la niña. Pueden llevarme consigo o matarme aquí mismo. Y entonces yo habré dejado aquí la botella de agua, la única que poseo, con la idea de que más tarde tendría sed. Pero ¿y si ya no hay un «más tarde»? Mejor me la tomo ahora, a dejarla y que alguien más la aproveche.

Pasan horas cuando la puerta del departamento contiguo se abre y oigo sutiles pisadas dirigirse hacia aquí. Sé que es la niña. Mueve los utensilios de limpieza y abre lentamente las puertas del ropero, mirando primeramente si sigo aquí.

—Hola —me dice—. Te he traído esto. Tal vez tienes hambre.

Desenvuelve cuatro galletas de una servilleta y las extiende para que las tome. Quiero negarme, pero sería muy desconsiderado de mi parte y, además, sigo teniendo hambre.

—Gracias —le digo.

Agarro una y le doy un mordisco. Podría comérmelas todas de un bocado, pero no frente a ella.

Cierra las puertas del ropero y se sienta frente a mí. Permanecemos en oscuridad por unos minutos, solo alcanzo a ver una parte de su rostro, las mejillas y los ojos brillantes. Ella es la primera en hablar:

—¿Cuánto tiempo tienes aquí?

—Un día.

Quiero que se marche, que me deje sola y no vuelva. Pero tengo que recordarme que me ha dado sus galletas y no debo ser malagradecida.

—¿Adónde irás? —inquiere.

—No lo sé. —Intento que mi tono de voz no sea grosero, pero fallo notablemente.

—Podríamos...

—No, no viajaré contigo. Viajo sola.

Se queda callada y baja la cabeza. Siento una punzada de lástima.

—Hay un campamento en Grux libre los no conscientes —indico—. Podrías ir allí.

—¿Tú irás? —Hay esperanza en su voz.

—No lo sé. Pero ya te lo he dicho: me gusta viajar sola. Si quieres salvarte, ve a Grux.

—¿Cómo lo haré? Nunca he salido de Avox.

Es solo una niña. No debe de tener más de quince. Trece, tal vez. Ni siquiera yo sé cómo llegar a Grux.

—Ese no es mi problema —mascullo.

Al poco rato la niña se marcha. Alcanzo a ver que está llorando, sus lágrimas brillan en medio de la oscuridad.

He sido demasiado grosera con la niña. Vaya, ni siquiera sé su nombre. Debería buscarla y decirle que me disculpe, que a veces ni siquiera yo me reconozco y no sé bien lo que digo.

Ha pasado un día entero desde que no la veo. Imaginé que vendría a buscarme por la mañana para darme algo de comida, pero no ha venido.

Debe de tener trece o catorce años. Fui una tonta al decirle que fuera a Grux. Está sola y desprotegida. ¿Cómo irá a Grux por su cuenta? ¿Cómo me encontraré yo con mis hermanos? Hasta ahora lo pienso: ellos sí pudieron ingresar al tren aéreo junto al grupo, así que todavía deben de dirigirse a Grux. No creo que hayan dado media vuelta para venir a buscarme. Es arriesgarse demasiado por tan poco.

Estoy un tanto lejos del Muelle Avox para tomar la parada del tren aéreo que está allí, pero podría correr. Aunque, si lograra entrar al tren, debe de haber otros pasajeros o no conscientes, y no soy lo suficientemente fuerte para pelear contra ninguno de los dos. También, podría internarme en el bosque y viajar a Grux desde allí, donde los árboles pueden camuflarme y no creo que haya tantos no conscientes como en la ciudad. Podría ir al departamento contiguo por la niña, preguntarle su nombre, decirle el mío e irnos las dos juntas hacia Grux. Ella estaría segura, y yo encontraría a mis hermanos.

Sería un viaje largo y, tal vez, no lo conseguiríamos. Pero valdría la pena intentarlo. Yo corro rápido y ella es muy menuda. Podríamos huir fácilmente de los no conscientes y escondernos donde sea.

Tal vez sí lo logremos.

Me levanto de mi escondrijo por primera vez desde que llegué. La sensación de inmovilidad es tan punzante, pero se va disipando conforme muevo las piernas y me doy leves golpecitos.

Abro las puertas del armario lentamente, supervisando que no haya nadie merodeando justamente aquí. Una escoba está por caer, pero la sostengo y la vuelvo a poner en su lugar. Salgo al pasillo desierto y me poso frente a la puerta. ¿Debería llamar a la puerta o entrar por mi cuenta? Seguramente tiene seguro, pero al girar la manija, cede con un chirrido para revelarme otro almacén. Aquí también hay un montón de escobas viejas y trapeadores erizados y, al final, un armario. Debe de estar ahí.

Camino lentamente, para que perciba que mis pisadas son humanas, lúcidas, y no frenéticas como las de los no conscientes.

—Soy yo —digo, para que reconozca mi voz.

Sé lo que le diré. Primeramente le preguntaré su nombre. Le diré el mío. Le platicaré lo que sucedió conmigo, por qué estoy aquí, y mi idea de ir a Grux a buscar a mis hermanos. También le comentaré de las tres armas que poseo, una navaja, un cuchillo para carne y una pistola con siete balas, de las maneras en que podemos viajar y que presiento que sí lo haremos. Le diré que tengo la esperanza, la certeza, de que sí llegaremos sanas y lúcidas al campamento en Grux.

Pongo las manos en las puertas del ropero, para que sepa que estoy por entrar. Me extraña que no haya salido al escucharme, ni me haya hablado aún. Tal vez tiene miedo de mí, por la forma tan grosera como la traté la última vez que nos vimos. Así que, si me teme, en cuanto abra las puertas le diré que no le haré daño, que más bien quiero ayudarla. Ayudarnos.

Al abrir las puertas del ropero, mis esperanzas se apagan como una llama que se le echa decenas de litros de agua. Me regaño por ilusionarme tan rápido y hacer planes apresurados.

La niña está aquí, en el suelo del interior del ropero, acostada, pero con los ojos abiertos, inmóviles.

Antes de pensar en algo más, miro a mí alrededor para comprobar que no haya no conscientes que la hubieran atacado, y estén por atacarme a mí. Pero todo sigue en silencio.

Me agacho a su lado y la examino bien. No tiene cortes ni el rastro de una mordida. Su piel blanca no está manchada de sangre. Su rostro tiene una expresión serena, como si morir no hubiera sido tan malo.

Como el Sr. Sterling.

Él tampoco tenía heridas ni mordidas. Vladimir descubrió un pastillero dentro de su abrigo, por lo que dedujimos que había tomado una sobredosis de esas pastillas. Pero esta niña no tiene entre sus manos o en el suelo ninguna pastilla, y yo no me atrevo a moverla para comprobarlo. ¿De qué habrá muerto? No hace frío, como para que la hipotermia sea una opción. Los no conscientes no la mordieron. No tomó pastillas. Su rostro tiene una calma que no poseía cuando estaba viva.

Le cierro los párpados como Vladimir hizo con el Sr. Sterling. Pero no me tomo las mismas atención con ella. No envuelvo su cuerpo en cobijas ni le cavo un hoyo para enterrarla. No la conocí. No le debo nada.

Siento un cargo de consciencia al arrebatarle su pesado morral, pero ella ya no lo necesita. Cierro las puertas del armario y pongo unas cuantas escobas para ocultarlo, para que nadie, ni la gente ni los no conscientes, encuentren su cuerpo. Es lo único que puedo hacer por ella.

Pienso mis opciones, mis escapatorias. Podría regresar al refugio del Sr. Sterling, pero allí ya no hay nada que sirva. Además, me dolería regresar sabiendo que no están mis hermanos, y el Sr Sterling se encuentra en su patio, a un par de metros de profundidad.

Podría tomar el tren aéreo en su próxima parada, pero seguramente alberga a gente no tan buena que querrá sacarme o robarme lo poco que tengo. El grupo de Vladimir podría pelear, porque son varios, pero yo estoy sola.

Así que la única opción viable es internarme en el bosque, camuflarme entre los árboles y la tierra, hacerme pequeña y esconderme.

El morral tiene frituras de todo tipo, pero no verdadera comida, además de cuatro botellas de agua. Será suficiente por unos cuantos días. Me limitaré a comer lo menos posible y a beber tragos pequeños, aunque no exista un «más tarde», pero intentaré ser positiva y hacer durar esta comida lo más que pueda, hasta que encuentre más.

Decido que lo mejor será salir mañana a primera hora, pues hoy falta poco para que oscurezca, y no quiero emprender un viaje sola y en medio de la opacidad. Necesito que sea de día para vigilar y estar atenta a cualquier movimiento o figura.

Me encierro por última vez en el armario y recargo la cabeza en el morral para dormir una siesta antes de empezar el largo viaje que me espera.


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