20
—Es peligroso —dice el Sr. Sterling.
Hasta el momento todos habíamos tomado como autoridad y jefe del grupo al Sr. Sterling, pero ahora ya no todos están de acuerdo con eso.
—Pero debemos intentarlo —replica Axel.
A él lo apoya la gran mayoría. Yo no sé de qué parte ponerme. Por un lado, el Sr. Sterling nos ha dado demasiado: su hogar, alimento, protección, sin pedirnos nada a cambio. Creo que le debo lo que ha hecho por nosotros, al menos por mis hermanos y por mí, y debo pagárselo. Pero Axel tiene algo de razón.
—Tal vez ni siquiera está hablando en serio ese tipo. ¿Y si les está mintiendo?
—Vic no haría eso —protesta Rex.
Aunque es una discusión con toda la extensión de la palabra, el Sr. Sterling mantiene el semblante tranquilo, pero autoritario. Puedo leer lo que dicen sus ojos: «No se les olvide que están en mi casa».
—Grux está a kilómetros. Y ni se diga de Petrox —expone—. Tardaríamos días en llegar, si es que llegamos.
—¿Y qué haremos aquí, Sterling? —cuestiona Axel—. ¿Tendremos nada más una comida y nos iremos a dormir a la espera de morirnos de hambre? ¿Qué diferencia hay entre quedarnos aquí e ir a Grux? ¡Si nos quedamos aquí moriremos! Tal vez podamos llegar a Grux. Tal vez...
—Suficiente —lo interrumpe Vladimir—. Lo hablaremos mañana con calma. Ahora todos necesitan tranquilizarse.
No habrá cena, así que todos nos vamos a nuestros respectivos catres. Mi estómago emite un gruñido en reproche, pero no digo nada. Nadie lo hace. Es cierto lo que dijo Axel hace unos momentos: mañana tendremos un desayuno, el último.
Mientras desdoblo las cobijas de mi catre pienso en quién tiene la razón, si el Sr. Sterling o Axel.
Quedarnos aquí ya no nos sirve de nada. No tenemos comida ni agua. Ya no podemos saquear las demás mansiones, porque han sido vaciadas por completo. He ir a la ciudad sería como un acto suicida. Pero al intentar ir a Grux tendríamos que salir de la relativa protección que nos brinda este refugio. Así que las dos opciones son igual de malas y poco confiables. Las dos nos prometen una muerte segura.
Antes de irme a dormir Magda me llama a la cocina. Busca entre los cajones del único buró, moviendo sabe qué cosas.
—Sterling tiene un dolor de cabeza —me explica—. Busco una aspirina para él.
Me arrodillo a su lado y busco en los cajones que le faltan. Muevo paquetes de cucharas plásticas y servilletas de papel, pero no encuentro medicina.
—Una copa de vino le haría bien —propongo.
Hace un tiempo que Maxell y yo encontramos una botella de vino en una mansión, pero el Sr. Sterling creyó correcto guardarla para fines médicos. No comprendí qué «fines médicos» podría tener una bebida con el único motivo de emborrachar. Hasta que recordé que mi papá se sirve un poco de vino en una copa cuando está muy estresado o intranquilo por algún problema en la empresa. Después se sienta en el sofá de su despacho mientras se toma el vino a sorbos pequeños. Eso siempre parece calmarlo.
—Buena idea. —Agarra un vaso plástico y busca entre las alacenas la botella de vino oscuro. Lo vierte en el vaso y me lo tiende—. ¿Se lo puedes llevar, Francis? Está vigilando la escotilla.
—Claro, Magda.
Al subir los peldaños, precipitadamente siento el cambio de temperatura. Afuera sigue nevando, no tan fuerte como al principio, pero sí con constancia. El Sr. Sterling está acurrucado en la silla apolillada, con las manos dentro de su chamarra y la cabeza gacha en un intento por entrar en calor. Hay una taza en el suelo, al lado de su zapato, vacía. Pero aunque le ofrezca un café, no entrara en calor, porque no podré calentárselo.
—Magda me mandó a que le trajera esto. —Le tiendo el vino; tal vez hubiera preferido una copa de vidrio—. No hay aspirinas.
Suelta un bufido y ríe, sacudiendo la cabeza.
—No hay comida, no hay agua, y ahora no hay medicinas. ¿Qué más falta, Francis?
—Eso usted ya lo sabe, Sr. Sterling. —Se lo digo con respeto, manteniendo mi tono cortés, no solo porque nos haya permitido estar en su refugio por más de un mes, sino por el respeto que la edad le confiere.
—Morir. —Vuelve a reír, un ruido bajo y cansado—. Claro, morir es lo que nos falta.
—¿Por qué no quiere ir a Grux?
—¿Qué prefieres, Francis? ¿Morir aquí —pregunta— o morir allá en manos de los no conscientes? ¿Qué es peor?
—Tal vez lleguemos...
—Dijiste que no te gustaba ser positiva. Así que dame una respuesta realista, Francis.
Me molesta que tenga razón, que haya notado mi contradicción.
—Al fin y al cabo moriremos, Sr. Sterling. Que importa si lo hacemos aquí o allá. Es lo mismo.
—Cierto. —Afirma con la cabeza—. Muy cierto, Francis. ¿Sabes? Me gusta conversar contigo. Nunca pensé que tuvieras estos ideales. Pensé que eras... como los demás adolescentes, siempre tan frívolos y miedosos. La Confederación quiere jóvenes como tú. —Suspira fatigado—. ¿Sabes dónde prefiero morir yo, Francis?
—¿Dónde, Sr. Sterling?
—Prefiero morir donde se encuentre Amelia. Y el único sitio donde puedo encontrarla es aquí, entre las azucenas de nuestro patio.
Quiero preguntarle a qué se refiere, pero cierra los ojos y empieza a tararear una canción de tiempos antiguos. Frank Sinatra, creo. Por un momento estoy tentada a creer que ha perdido la cabeza, pero tal vez solo le ha llegado la nostalgia o algo así. Seguramente la extraña, y al ver todas esas fotografías de su juventud juntos enmarcadas en el pasillo le dan melancolía.
Decido, al cabo de unos minutos de verlo en su pesar, regresar a mi catre a dormir para afrontar lo que nos espere el día de mañana.
Hay algo sombrío en el ambiente, un sentimiento taciturno y desconsolado. A cada cucharada que le doy a la lata de sopa de elote me siento un poco peor, un poco más desesperada. Y no soy la única. Ésta será mi última comida en... ¿cuánto tiempo? ¿Para siempre?
Miro a mis hermanos y mi corazón se hunde un poco. Son tan pequeños, tan inocentes. No merecen esto. Nadie lo merece, pero con ellos es diferente, porque cualquier cosa que les sucede, cualquier cosa que los atormenta, es como si me la estuvieran infringiendo a mí misma. Entonces mi corazón se hunde un poco más cada vez.
Los dos están tan delgados, tan cansados, tan asustados. Quiero hacer algo para que mejoren, pero no puedo hacer nada. Y no poder es lo que más me agobia.
Maxell es una adulta, al igual que Rex, Axel, Vladimir, Lihn y todos los que estamos aquí. Pero ni Alya ni Brya son adultos. Alya tiene once años y Brya seis. Yo, Maxell, cualquiera de nosotros, puede lidiar con esto, puede lidiar con el hambre, el dolor y la muerte. Pero ellos dos no. No quiero que se enfrenten a nada que los pueda dañar. Le dije al Sr. Sterling que no me importaba morir, y de verdad que no me importa, pero no podría soportar que les sucediera algo a ellos.
Ahora no pienso en mí, en los retortijones de mi estómago debilitado o en el miedo que me invade al pensar en recorrer la ciudad atestada de no conscientes para ir a Grux. Pienso en Alya y Brya, en lo que es mejor para ellos, la opción que no los perjudique.
Entonces mi corazón se aplasta un poco más. Porque ninguna de las dos opciones que tengo me asegura que ellos se mantendrán a salvo.
Transcurre un día muy tenso. El Sr. Sterling permanece en la escotilla, completamente solo. Maxell se ofreció a remplazarlo para que descansara, pero él se negó rotundamente. También Axel quiso reanudar la conversación que dejaron pendientes ayer, pero, igualmente, se niega a bajar. Vladimir es el único que ha conseguido hablar con él, y le ha dicho que esperemos, que está a punto de crear un plan.
—Francis —me llama Vladimir—. Sterling quiere que tú le subas la comida.
Obedezco. Cojo la lata, la botella de agua y la cuchara plástica que me da Magda. No sé por qué quiere el Sr. Sterling que sea yo quien le suba la comida, pero tal vez es por lo que dijo ayer, que le gusta conversar conmigo.
Lo encuentro en el mismo sitio que ayer, pero con una gruesa cobija echada en los hombros porque la temperatura ha descendido considerablemente. Ya no es necesaria la vigilancia de la escotilla abierta, pues el calor que forma el refugio cerrado nos ayuda a pasar el frío, por lo que algo me dice que el Sr. Sterling no está exactamente vigilando. Me pregunto qué plan está ideando, y si realmente funcionara.
—Aquí tiene.
Se sobresalta al escuchar mi voz, pero agarra la comida y la deja en el suelo.
—Gracias, Francis.
Se frota las manos enguantadas y aprieta la cobija más contra su cuerpo. Así se me imagina a un viejecito débil y frágil. Aunque sé que el Sr. Sterling es más fuerte que muchos de nosotros.
—Mi última comida, ¿eh? —No lo hace en broma, sino todo lo contrario.
—¿Cómo va el plan?
Me mira confundido, por un instante, hasta que parece entender a lo que me refiero y responde:
—Bien. Va bien, Francis. Me gustaría revelártelo, pero no creo que sea conveniente, y tampoco lo entenderías.
Abre la lata y sumerge la cuchara en la sopa fría para metérsela a la boca y masticar lentamente, disfrutando de cada partícula y cada ingrediente. Quién sabe cuándo vuelva a comer.
Camino por las ventanas entabladas, oteando por los agujeros que la nieve ya no cae con tanta fuerza y constancia. Pronto dejara de nevar. Aunque hay mucha esparcida en el suelo, los techados y los árboles. Se derretirá, obviamente.
—Ven aquí, Francis. Tengo que decirte algo. —Dejo de mirar por los agujeros y me acerco a él—. Al final de cuentas todos elegirán ir a Grux...
—Pero usted tiene un plan —lo interrumpo.
—Sí, lo tengo. Pero no los implica a ustedes. Así que empezaran el viaje para ir a Grux, y quiero que me prometas algo. ¿Puedes, Francis?
—¿Qué cosa?
—¿Puedes, Francis? —repite, ahora con más vehemencia, pero sin perder esa calma que lo caracteriza.
—Sí, Sr. Sterling.
—Prométeme que cuidaras a tus hermanos.
La contestación sale resuelta de entre mis labios:
—Con mi vida.
—Eso es seguro. Pero también quiero que me prometas que te cuidaras tú.
—¿A qué se refiere?
—A eso, Francis. A que pase lo que pase, te mantendrás a salvo. Con vida. Aunque prefieras la muerte y el realismo, prométeme que te mantendrás viva.
No sé por qué me dice estas cosas, por qué ahora. Ni tampoco sé por qué siento este nudo en el pecho que me dice que no todo está bien con el Sr. Sterling. Tal vez sí se ha vuelto loco. Aun así, respondo:
—Se lo prometo.
Sonríe tristemente y me toma la mano, con la vista puesta en el pasillo, donde se vislumbra la primera fotografía enmarcada de Amelia, joven y risueña. Me aprieta los dedos, transmitiéndome ánimos y quedando complacido con mi respuesta. Aunque sigo sin saber por qué me hace prometerle eso.
Me despierto por los incesantes ruidos de mi estómago, cada vez más suplicantes. Y lo primero que veo es a Brya, recién levantado y con el pelo revuelto, frente a mí.
—Hola —dice.
Me extiende la mitad de una barra de avena y yo la cojo para darle un buen mordisco. Aun así, no es suficiente para acallar mi estómago.
—Vladimir y Axel están peleando.
—¿Y ahora por qué? —Aunque ya lo sé.
—Lo mismo. —Rueda los ojos con desgana—. El Sr. Sterling no ha bajado de la escotilla.
—Iré a verlo.
Antes de irme le revuelvo más el pelo y le sonrío para disipar sus preocupaciones. Vladimir me informa que el Sr. Sterling no ha bajado, tal como me dijo Brya, y que sería bueno que fuera yo a verlo, pues ayer quiso que yo le subiera la comida.
—Dile que tenemos que reanudar la conversación sobre quedarnos o ir a Grux. Todos quieren saber cuál plan ha hecho.
Afirmo con la cabeza a lo que me dice Vladimir antes de subir por la escotilla. Trepo los peldaños, y mientras que con una mano mantengo el equilibrio, con la otra jalo la escotilla hacia arriba.
El Sr. Sterling está de espaldas a mí. Ni siquiera se inmuta con mi presencia. La única vela que hay yace en el suelo, apagada y derretida. Seguramente la tuvo prendida toda la noche.
—Debería bajar, Sr. Sterling —digo—. Todos necesitan hablar con usted.
No contesta.
Me acerco unos cuantos pasos. El frío me eriza los vellos, y me arrepiento de no haberme puesto la sudadera.
Él no se mueve. La cobija permanece sobre sus hombros en la misma forma exacta cuando me despedí de él ayer. Al acercarme, veo que tiene la cabeza ladeada, y por un momento pienso que está dormido.
—¿Sr. Sterling?
Poso una mano en su hombro, esperando que se sobresalte o que me diga algo. Doy un paso frente a él, y lo veo. Ojos abiertos, exánimes, mirando a la nada. Sin respiración. Pongo una mano en su corazón. Quieto. Muerto.
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