19
—Deberías comer algo —me dice Magda.
Levanto la cabeza de entre mis rodillas unidas y la miro. A ella también le ha hecho mella esta escasez de comida. Sus mejillas regordetas al principio de llegar aquí han desaparecido; ahora el rostro tan adelgazado que resulta sorprendente que haya perdido tantos kilos en semanas. Si Kesha estuviera aquí, la envidiaría. Kesha siempre hace dietas demasiado estrictas, pero nunca consigue bajar lo «suficiente», según ella. Aunque es la chica más delgada de la preparatoria.
—No tengo hambre —miento.
—Eso no es verdad. —Me dirige una mirada como la de una madre regañando a su hijo por una vagancia cualquiera—. Puedes permitirte una sopa, Francis. No pasara nada si tomas una lata.
Aunque yo sé, y ella también sabe, que ya no estamos para despilfarros.
—Enfermarás. —Frunce los labios, angustiada. Me asombra su preocupación por mí.
—Estoy bien, Magda.
El Sr. Sterling ha limitado nuestras comidas. Si antes comíamos tres veces al día, ahora lo hacemos solo dos. Aunque yo me he tomado sus palabras en serio y he optado por tener solo una comida durante el día. Necesitamos ahorrar comida, aunque, claro, otros no le toman la debida importancia y urgencia al asunto. Como Jizo, con quien tuve una discusión hace dos días.
Lo descubrí escondido entre pilas de cajas vacías en el almacén, en un rincón tan lejano que no podría haber sido visto ni escuchado por nadie si no hubiera entrado yo. Vladimir me había encargado sacar una caja de latas conservadas del almacén, exactamente donde se encontraba Jizo dándose un festín él solo.
Había dos latas vacías a su costado, cuatro cerradas y a la espera de que él las abriera para engullírselas, y una más él se estaba comiendo, devorándola como si se le fuese la vida en eso.
La ira que sentí al verlo fue tan grande que me le dejé ir como fiera para arrebatarle las dos latas que aún estaban cerradas y con un manotazo le tiré la que él se estaba comiendo. Le di una bofetada que lo tumbó al suelo y llamó la atención de casi todos al almacén.
El maldito desgraciado se excusó diciendo que tenía muchísima hambre y ya no aguantaba más. Lloró frente a todos como una estúpida nena sin parar de repetir: «Perdón. Perdónenme todos». Una y otra vez repitiendo lo mismo, hasta que se cansó y cayó dormido, con el estómago tan lleno como ninguno.
El Sr. Sterling solo le dio una reprimenda y le pidió que no lo volviera a hacer, sino tendría que sacarlo del refugio. «Sáquelo ya», pensé en ese momento.
Me inundó una ira ciega revuelta con un sentimiento más que hasta ahora, estando sosegada, descifro.
Envidia.
Pura y crecida envidia. Porque tengo un hambre como nunca antes, que me carcome el estómago y se esparce por todos los espacios de mi cuerpo. Un hambre que me tiene desquiciada. Pero, sin embargo, no puedo eliminar. Nunca había tenido tanta hambre en mi vida. Siempre he tenido lo que quiero cuando quiero. He tenido en... exceso, muchísimo más de lo que alguna vez podrían tener Maxell o Rex o cualquier persona en los barrios pobres. Pero ahora tengo envidia de Jizo porque ha podido comer más que todos los que estamos aquí. O tal vez no es envidia, ni siquiera es un sentimiento dirigido a Jizo. Tal vez es toda esta situación, todos estos problemas sin solución, lo que me pone de esta manera, agobiada y alterada.
Tenemos asegurada una semana de comida. Pero ¿qué va a pasar a la semana siguiente? ¿Y a la siguiente? ¿Qué vamos hacer? ¿Adónde vamos a ir para encontrar comida?
Volvemos a quedar sin ninguna escapatoria.
Desde ahora, todo será así. Encontraremos una escapatoria temporal, un techo y suministros, pero cuando estos terminen, volveremos a quedar sin nada. Siempre será así. Yendo de un lugar a otro en busca de solo una escapatoria para sobrevivir unos cuantos días. En eso consistirá nuestra vida desde ahora.
Si antes mi preocupación era elegir una buena universidad y una carrera que me gustara, elegir unos zapatos y un conjunto bonito para ir a una fiesta, decidir entre el negro o el blanco para mis uñas, ahora ninguna de esas serán mis inquietudes. Poniéndome a pensar, esas cosas son estúpidas y vanas. Ahora tendré que preocuparme por elegir un lugar seguro donde pueda quedarme con Alya y Brya, permanecer alerta todo el tiempo para no toparme con los no conscientes, dedicar cada día a buscar comida y agua, pensando en el siguiente sitio al que iremos porque no podemos asentarnos en uno para siempre, porque en ningún lugar estaremos seguros.
Pero aunque mi antigua rutina sea estúpida y vana, prefiero vivir toda una vida así, preocupándome por cosas sin importancia, a esto. Porque esto es... duro. Y en algún momento, en alguna circunstancia, se volverá insoportable. Y no sé si pueda lidiar con eso.
—¡Nieve, nieve! ¡Está nevando!
La voz feliz de Estaquis rebota por todo el callado refugio. Baja por la escotilla de un salto, con una sonrisa que no le cabe en el rostro. Nunca lo había visto tan... efusivo. Siempre es callado y tímido.
—¿Qué? —inquiere Corix.
—¡Está nevando! ¡Cae nieve!
El Sr. Sterling y Vladimir comparten una significativa mirada y se apresuran a la escotilla.
—Quédense aquí todos —ordena Vladimir mientras se pierde al ir ascendiendo.
Dejo las cartas sobre la mesa aunque pueda verlas Brya y así ganarme la partida. Busco a Maxell con la mirada y gesticulo la pregunta en silencio: «¿Qué está pasando?». Se encoje de hombros y aguarda como todos a que el Sr. Sterling y Vladimir vuelvan.
—Francis... —murmura Brya.
Lo acerco a mí y lo estrecho entre mis brazos con confianza. Ya no hace calor. Desde hace un día que podemos dormir en paz y sin sudor. Pero ha sido remplazado por un frío, tal vez no tan glacial, pero que sí nos anima a cobijarnos. Es tan extraño, como de un día para otro el clima puede cambiar tan drásticamente. Mi padre me dice en ocasiones que así no era antes, hace muchos años. Había períodos para que el frío durara ciertos meses, y después otra época para el calor. No lo recuerdo bien, pero eran... cuatro períodos distintos.
—Calma —lo tranquilizo—. No es nada malo.
—¿Lo crees?
—Estoy segura.
Ahora todo es distinto. Ya no hay un lapso de tiempo para que haya frío o calor. Puede durar semanas o meses haciendo calor, incluso hasta un año. Y es igual con el frío. O incluso se pueden mezclar los dos climas en un solo día.
No es tan alarmante. Por ahora. Pero empeorara. O al menos eso es lo que aseguran los científicos. Es por eso que están haciendo todo esto, su plan para hacer de este mundo un lugar mejor.
Vladimir regresa a los minutos y ayuda al Sr. Sterling ha bajar. Intento leer en sus expresiones algo que me diga cómo están las cosas. Estaquis sigue delirando diciendo que afuera hay nieve. Tal vez se ha vuelto loco.
—Está... nevando —dice el Sr. Sterling en un susurro.
—¿Estás seguro? —pregunta Lihn.
—Completamente —responde Vladimir. Los hombros de su abrigo negro están espolvoreados de motas blancas. Se las sacude y todos observamos anonadados cómo descienden hasta el suelo.
—Quiero ver —pide Brux.
—No es buena idea, hijo. Sigue siendo peligroso salir —niega el Sr. Sterling.
Todo termina ahí. Nadie vuelve a abordar el tema, aunque veo en las expresiones de la mayoría que les llama la atención el hecho de que esté nevando, a mediados de febrero. ¿Es normal? ¿Antes esta era la época de nieve?
Termino la partida de cartas con Brya. Ni siquiera se fijó en mis cartas cuando las dejé sobre la mesa. Aun así, me gana. Jugar con Vladimir todos los días durante casi todo el día lo ha vuelto un maestro en este juego.
Le acaricio la frente antes de levantarme para ir con Maxell. Me sonríe y le regreso el gesto. Todo ha cambiado, pero no las sonrisas juguetonas de Brya.
—¿Qué sucede? —le pregunto a Maxell.
—Iremos arriba a ver la nieve. ¿Vienes?
—Claro.
—Pero ponte suéter.
Nos encontramos con Axel y Rex en la sala del Sr. Sterling. Hace frío, muchísimo, aunque las ventanas están completamente cerradas. Rex le quita los cuatro seguros a la puerta, y para hacer el momento más dramático, pregunta:
—¿Listos?
—Abre la maldita puerta, Rex —grazna Maxell.
Una explosión de frío me explota en la cara, tan gélido y crudo como nunca antes. Avanzo tres pasos. Solo hace falta uno más para que esté en el exterior, pero me quedo dentro mientras los tres salen para que la nieve les caiga encima.
—¡Anda, Francis! —grita Axel—. ¡No te hará daño!
Doy el paso que falta. Mis zapatos se entierran en una masa suave que se encoje ante mi peso, tan blanca que resulta sorprendente. El frío me roza las mejillas con fiereza y hace arder un poco mis raspones, se escurre entre las mangas de mi sudadera y alcanza a entrar para tocar mi piel tibia.
Doy un paso más para que la marquesina de la entrada no me proteja, e al instante el primer copo me cae en el dobladillo de la sudadera. Es tan pequeño y le siguen muchos más que no puedo tomarlo entre los dedos. Pronto mi sudadera negra se llena de diminutos copos blancos que se quedan inertes ahí, sin derretirse. El cielo en este momento es de una tonalidad tan mortecina que parece blanco, al igual que el suelo que lentamente se va cubriendo más y más. En unas cuantas horas, si sigue nevando de esta manera, cubrirá de una textura blancuzca toda extensión a la intemperie.
—Nevando... en febrero —susurra Maxell, asombrada.
—Ahora mismo —dice Rex—, en la Confederación deben estar más seguros que nunca de que su plan es lo mejor.
—¿Por qué? —inquiero.
Los dedos se me han entumido y tengo que moverlos para que la sensación se disipe.
Mira al frente, al horizonte repleto de nieve que se va amontonando. Él no lleva suéter puesto. Ni siquiera tiembla de frío.
—Estamos en pleno febrero —dice—. ¿Por qué piensas que está nevando, Francis?
Un recuerdo fugaz de alguna clase en la escuela me llega a la mente, un recuerdo no tan lejano, de tal vez hace unos meses. Kesha y yo sentadas en la última parte del salón, prestándole más atención a los bíceps de algún chico que al profesor que está dando una clase sobre el efecto invernadero y gases de la atmósfera.
—Calentamiento global. —Las palabras salen por si solas de entre mis labios. La respuesta es tan obvia que por un momento me siento la mayor tonta.
—Puedo imaginar a toda la Confederación reunida, aplaudiendo y dándose palmaditas en la espalda, porque su plan es la solución para estos cambios de clima. Pero ¿por qué tenemos que sacrificarnos nosotros para que este mundo se reponga? ¿No creen que sea algo injusto?
Maxell y Axel guardan silencio, dos figuras inmóviles entre la nieve que cae del cielo con mayor intensidad. Yo ya no siento ninguna movilidad en las manos. Y me está sucediendo lo mismo con las mejillas y los labios.
—Deberíamos volver. —La voz de Maxell se alza encima del rumor del viento. Su pelo castaño está cargado de copos que se entremezclan en su coleta, y sus labios han adquirido una tonalidad violácea. Debe de tener frío. Aunque no propone que volvamos dentro por el frío que tenemos, sino porque resulta escalofriante estar aquí, envueltos en este clima causado únicamente por el calentamiento de la Tierra, sabiendo que las palabras de Rex son en parte ciertas.
Una caja de latas conservadas tiene veinticinco latas. Nos queda únicamente una caja. Poseemos veinticinco sopas. Somos diecisiete personas. Diecisiete estómagos hambrientos que siempre tienen hambre. Y solo hay veinticinco latas.
Horror es lo que abunda entre todos. Intento pensar, encontrar aunque sea solo una escapatoria, una solución que no saque de este problema. Pero no pienso en nada. Ir a la ciudad es un completo acto suicida, con la simple idea de proponerlo es como darnos por muertos. En Villa Avox no queda ni una migaja, y aunque queramos ir a buscar, no es posible por el atroz frío y la nieve que sube de nivel. Ya ha bloqueado la puerta.
—¿Le encuentra algo positivo a esto, Sr. Sterling? —le pregunto.
Su vista permanece fija en el suelo de cemento, tan quieto que por un instante creo que está dormido.
—En lo absoluto, Francis.
No quiero fastidiarlo, pues le han hecho la misma pregunta un montón de veces, pero tengo que hacerlo.
—¿Qué haremos?
Suspira. Es un sonido tan cansado y lastimero que me da lástima que le estemos echando toda la carga a él.
—No lo sé, Francis —responde—. Tengo esta noche para pensarlo. Mañana les diré a la conclusión que llegue con Vladimir.
Los dos suben por la noche a vigilar la escotilla, seguramente porque es el único lugar donde pueden tener verdadera privacidad, sin que nadie los escuche calladamente.
Me uno a Maxell, Rex y Axel, que están experimentando con el radio intentando que funcione.
—Ojalá Vic mande una transmisión —musita Rex, muy concentrado en lo que está haciendo.
Duramos así más de dos horas, y cuando pierdo la paciencia me voy con Alya. No le he preguntando cómo se está sintiendo con todo esto, con los cambios y ahora con el problema de las veinticinco sopas.
—¿Qué haces? —le pregunto cuando llego a su lado.
—Nada. Me aburrí de jugar.
Por un momento, estoy tentada a preguntarle cómo se está tomando las cosas, si necesita hablar. Es tan extraño que no la haya visto llorar, solo cuando ocurrió lo de las pesadillas de Annax y la mayoría se sinceró. Ella lloró junto a los demás, pero desde esa ocasión no la he visto así. Tampoco le he preguntando cómo se siente respecto a nuestros padres. No he hablado con ella sobre... nada. Al menos nada sobre esta situación.
Sin embargo, no le hago ninguna pregunta de ningún tipo. Me limito a acariciarle el cabello mientras me relata las veces que le ha ganado en dominó y cartas a Brya y Vladimir.
Alya tiene el pelo como mamá: lacio y delgado. Tomo las hebras entre mis dedos y se me escurren de lo finas que son. En el sol adquieren una tonalidad dorada, pareciendo rubias, pero sin serlo realmente. Brya y yo nos parecemos a papá en el pelo: ondulado y castaño, sin ninguna clase de reflejos.
Se lo sigo acariciando, debatiéndome entre sí sería bueno preguntarle cómo está o no hacerlo.
—¡Francis, ven! —me grita Maxell.
Entonces he perdido mi oportunidad para hablar sobre la situación con Alya.
—He conseguido enlazarme con Vic —dice Rex—. Shh, guarden silencio.
Aunque nadie está hablando.
Pego la oreja al radio tanto como puedo, apretada entre Maxell y Axel para alcanzar a oír entre la interferencia.
«Hola a cualquiera que me escuche. Tal vez esta sea la última vez que me comunique con quien sea que esté al otro lado. Me iré de aquí, como se los dije en el último comunicado, y no puedo llevar conmigo tantas cosas. Seguramente se pregunten adónde iré. Hace unas semanas no lo sabía, ni siquiera estaba seguro de que fuera confiable salir de mi escondite, pero bien sé yo que la comida que tengo no será eterna, y tenía que aventurarme a cualquier parte. Pero justamente ayer recibí un comunicado proveniente de Petrox. Y ¿qué creen? Si están parados, siéntense. Reúnan a todos los que estén con ustedes, porque tengo buenas noticias.»
Rex consigue subirle el volumen al radio, de modo que quienes están cerca pueden escuchar también. Se instala un hueco en mi pecho con la esperanza de que realmente sean buenas noticias.
«El comunicado informa que se han establecido hasta el momento dos ciudades de refugio para cualquier persona plenamente sana. Una está establecida en Petrox, y otra en Grux. Se han limpiado extensas zonas de los no conscientes y aislado con impenetrables muros para que estos sitios sean seguros. Si alguien desea ingresar a una de estas ciudades, escoja la que esté más cercana a su localidad y manténgase sano. Para dirigirse a la de Petrox, hágalo por el lado norte, pues la frontera es más segura que el resto de la ciudad contaminada. Para ingresar a la de Grux, tome la ruta fronteriza en el lado sur, ya que, igualmente, es más seguro el bosque.»
El Sr. Sterling y Vladimir ya están aquí, escuchando atentamente.
«Bueno, les he leído el informe completo. Ya saben lo que deben hacer. Yo viajaré a Petrox, pues es la más cercana a donde estoy. Tienen todo: comida, agua, hospedaje y, más importante que nada, protección. Intentaré llegar con vida. Y espero que ustedes hagan lo mismo. Están escuchando mi último comunicado. Espero verlos allá. Vic Clayton.»
Después de que termina, le sigue un silencio que no sé definir, si es esperanzado o sombrío. Solo sé que nos quedan veinticinco latas. Pero ahora tenemos una escapatoria.
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