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17

Cuando llega el mediodía Jizo y Lihn vienen para reemplazar nuestros lugares hasta las cuatro de la tarde. Yo volveré a tomar el turno de la noche, desde las nueve a las tres de la madrugada, de nuevo con Dagor.

Al bajar por la escotilla voy directo a la cocina y le pido algo de comida a Magda. Me da una lata de sopa de pollo y una taza de té frío de manzanilla en un pocillo abollado. Me siento sobre una cubeta volteada y al rato Brya se me acerca para una partida de cartas. Juego con él, y cuando Vladimir se desocupa de sus deberes en el almacén, se van los dos a un rincón para empezar a jugar cartas y dominó como diario lo hacen hasta que se apagan las luces para ir a dormir.

Maxell y yo nos hacemos compañía, en silencio y observando a los demás. A la larga, después de tantos días, se vuelve tedioso no hacer nada.

Por un momento me veo deseando ir por un helado junto a Kesha a la Plaza Central, sentarnos en una mesa con vista a todo el centro comercial, mientras le damos lamidas a los helados y decidimos cuál de los chicos que pasa es el más guapo.

Es lo que hacemos cuando estamos aburridas.

Las horas se me pasan tortuosamente lentas entre cientos de miradas a mi reloj de mano para comprobar que se haga la hora en que tenga que cuidar la escotilla 2 de nuevo. A eso de las cuatro me echo una siesta para no quedarme dormida después. Duermo con tranquilidad, sin sueños o, peor aún, pesadillas tormentosas.

—Francis —murmura alguien en mi oído—. Ya es hora.

Es Maxell. Le pedí antes de dormir que me despertara.

Le doy las gracias y me levanto con la vista nublada y la frente humedecida en sudor. Me coloco la sudadera, porque afuera sí está haciendo frío, y tomo la pistola pequeña. Maxell me enseñó hace unas semanas cómo comprobar si tiene balas o no: entre la extremidad inferior que se forma por la culata y la boquilla hay un círculo con aberturas para diez balas. La mía tiene ocho balas.

Debo cuidarlas y no desperdiciarlas en cualquier cosa, porque no hemos encontrado más cargas. Tal vez las haya en la ciudad, en las tiendas de armas o en los cuerpos de los guardias. Pero si no podemos arriesgarnos a ir a Avox por comida, menos lo haremos por balas.

Dagor ya se encuentra en una de las tres sillas carcomidas. Me sonríe cuando subo por la escotilla y me siento frente a él. Sostiene una pistola alargada como la de Maxell, apoyada en el suelo a su costado, sus dedos muy cerca del percusor. Aunque no creo que suceda nada fuera de lugar. Hace más de una semana que empezamos a vigilar la escotilla y nadie ha entrado a la casa del Sr. Sterling. Las personas que transitan por la calle pasan por alto la pequeña y hogareña residencia, o corren tan rápido, siempre huyendo de algo o alguien, que no se toman el tiempo de verla. Así que no creo que suceda algo nuevo. Nos limitaremos a estar aquí hasta las tres intentando que no se nos entuman las piernas o no quedarnos dormidos por el agotamiento.

—¿Quieres? —Me ofrece un trozo de pan duro.

—Gracias. —Lo agarro y me lo meto a la boca para comerlo de un solo bocado. Está tieso y me sabe a viejo, pero aun así calma un ápice mi apetito .

Nunca pensé que en mi vida tendría tanta hambre. Todo el día tengo hambre. Después de cada comida, tengo hambre. Y cuando me voy a la cama, tengo mucha más hambre. Tal vez es por las míseras raciones, pero no podemos permitirnos más.

—Mi esposa cocinaba un pan delicioso —comenta Dagor—. Con nueces y chocolate.

Él todavía sostiene su pedazo de pan, desmigajándolo en partículas pequeñas con los dedos, dejándolas caer en su regazo. Yo tengo su sabor ajado en la boca, ansiando una de las comidas que suele preparar mamá.

—Mi madre tomó un curso de cocina al casarse con mi padre —revelo—. Siempre nos sorprende en cada comida. Sabe preparar platillos típicos de cada ciudad.

Dagor me mira por un instante, con el ceño fruncido y los labios en una fina línea, como si algo de lo que he dicho estuviera mal. Cambia su reacción rápidamente y vuelca la vista a las migajas en su ropa que ha ido desmenuzando.

—¿Sabes qué quiero? Un filete de carne a la plancha acompañado con puré de papas y verduras a la mantequilla.

Se me hace la boca agua al imaginarme su pedido, y mi estómago emite un gruñido en acuerdo.

—A mí me gustaría una pizza con champiñones —digo— o un pastel de chocolate. Incluso una ensalada. Cualquier cosa que no sean latas de sopas.

Me quedo embelesada observando cómo corta las migajas y caen, hasta que el trozo de pan termina espolvoreado en su regazo. Se sacude las partículas y lanza un suspiro cansado. Cierra los ojos por unos minutos y los vuelve a abrir forzosamente, antes de volver a cabecear.

Le doy unos golpecitos en el hombro para que reaccione.

—Puedes dormir, Dagor —sugiero—. Yo vigilaré.

—¿De verdad?

—Sí, no creo que pase nada.

Obedeciéndome, deja el arma en el suelo, recuesta la cabeza contra la pared y cierra los ojos. A los minutos escucho su respiración acompasada y uno que otro ronquido por lo bajo.

Por un instante me planteo la idea de tomar su arma por si ocurre algo, pero al siguiente momento lo descarto. No creo que suceda nada.

Pego la cabeza a la pared, definiendo entre la oscuridad las figuras que forman los muebles y adornos intactos. Me pregunto cómo lucirá mi casa, si los no conscientes seguirán dentro de ella, si habrán destruido las fotografías, la habitación de mis padres, la de Alya y la de Brya, la mía.

Intento grabar en mi mente cada detalle de mi habitación y recordar si hay algo de valor en ella, algo que haya dejado. Pero llego a la conclusión de que la fotografía de los cinco como familia que traje conmigo es la única pertenencia que realmente tiene significado e importancia. No necesito un montón de perfumes cotosos y ropa traída de Atlantax. Al final de cuentas va siendo cierto eso de que las pertenencias materiales realmente no tienen ningún valor.

No lo comprendía. Hasta ahora.

Siento una punzada en el pecho, tan leve y minúscula, pero no imperceptible. Es una sensación tan... amarga. Y dolorosa no exactamente en un sentido físico. Ni siquiera sé describirla. Utilizar cientos de sinónimos o palabras no serían suficientes para explicarla.

Cierro los ojos con la punzada en el pecho, a donde me llevo una mano para apretar esa misma zona, con la intención de desaparecer el dolor.

Y al final, cansada y abatida, me quedo dormida.

Hay un rumor que lentamente se va intensificando, hasta que se convierte en gritos. Y después golpes.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Abro lo ojos, pero no parece que lo haga, porque todo sigue en oscuridad.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

—¡Francis, intentan entrar! —grita Dagor.

Caigo de la silla por el susto que me ha causado su voz y los golpes en la puerta. Entonces recuerdo que le dije a Dagor que durmiera un rato porque lo veía cansado, y yo debí mantenerme despierta, pero también me dormí. Y ahora, seguramente, los que aporrean la puerta son los no conscientes.

Me levanto del suelo impulsada por el miedo y saco la pistola de la cinturilla de mis jeans. Entonces otra vez:

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

Se entremezclan allá afuera cinco gritos diferentes, y un momento después vuelven a aventarse contra la puerta que está asegurada, pero no por mucho tiempo si siguen aporreándola de esa manera.

—Tenemos que salir de aquí —dice Dagor.

Pero antes de que haga cualquier movimiento, el seguro de la puerta se troza y esta se abre de par en par revelando a un montón de no conscientes muy enojados. Dagor se apresura a la escotilla, pero trastabilla con ella y hace que se cierre sola. Suelta una maldición por lo bajo, y es cuestión de segundos para que los no conscientes nos encuentren entre la penumbra.

—¡Dagor, tenemos que salir de aquí!

Él se agacha frente a la escotilla e intenta buscar el asa, pero todo está tan oscuro que no se puede ver nada. Yo solo advierto en sus dientes blancos.

Lo jalo justo en el momento en que un no consciente llega a nosotros y está a punto de tocarnos. Dagor reacciona y se suelta de mi agarre para correr por sí solo. Entramos por el estrecho pasillo repleto de fotografías de una Amelia sonriente y positiva y un Sr. Sterling feliz y tranquilo.

Puedo ver la manija de la puerta metros antes de que lleguemos a ella, por el metal reluciente que brilla un poco en la oscuridad. Los pasos de los no conscientes resuenan detrás de nosotros, ruidosos y enfurecidos. Tomo el pomo, lo giro apresurada y entro en el interior de la habitación. Dagor también ingresa, pero antes de que pueda cerrar la puerta, un no consciente logra apresarlo del brazo.

Lo jala con fuerzas, liando sus huesudos dedos entorno a su brazo para llevárselo consigo.

—¡No! —grito.

Lo agarro del otro brazo y lo tiro hacia mí, pero dos manos más se han posesionado del brazo de Dagor.

—¡No me sueltes, Francis!

Le encajo las uñas en la carne tanto que siento un líquido caliente escurriéndome entre los dedos, pero no lo suelto.

Más manos se apoderan de Dagor, jalándolo tanto que pienso que no podremos contra todos ellos. El pensamiento es fugaz, solo dura un segundo, y al siguiente Dagor libera un grito que me informa que algo le han hecho.

—¡Francis!

Grita y grita. Su voz se rompe y se convierte en llanto. En un último impulso antes de que se lo lleven lo jalo con todas las fuerzas que la desesperación me brinda. Las manos descarnadas lo sueltan de repente y Dagor cae al suelo, dentro de la habitación. Yo me apresuro a echarle pestillo a la puerta, pero sé que no durara mucho.

—Entraran en cualquier momento —digo.

Echo todo mi peso contra el ropero para intentar moverlo, pero no puedo.

—Francis... —murmura con la voz en un hilo.

Es entonces cuando me doy cuenta de que no puede moverse y está destilando sangre del abdomen, brazo y hombro.

Lo han mordido.

Se me cae el alma a los pies y todas mis fuerzas flaquean.

—Francis... n-no puedo —musita, tragando saliva difícilmente.

En vez de arrodillarme a su lado o hacer cualquier cosa para ayudarlo a levantarse, empujo el ropero. Lo muevo un par de centímetros. Mientras, los no conscientes gritan, pero no golpean la puerta. Se están deleitando con nuestro sufrimiento, se están tomando su tiempo para entrar y arrasar con nosotros.

Empujo el ropero, una, dos, tres, cuatro veces, lo suficiente para que la escotilla 1 quede al descubierto.

—Vamos, Dagor, tenemos que entrar.

—Francis, tienes que... Tienes que irte sin mí. Y-yo ya no puedo.

Su cuerpo empieza a temblar, como si estuviera sufriendo convulsiones leves. Me inclino a su lado para tomarlo de los brazos, pero suelta un gemido que me hace dejarlo en su lugar. Mis rodillas se manchan de sangre. De su sangre.

—No digas eso, Dagor —lo reprendo.

—Me convertiré en cualquier momento. Tienes que ponerte segura con los demás.

—No, tú tienes que venir...

Mete el brazo bueno al bolsillo trasero de su pantalón, me toma la mano y me entrega el botón negro, presionándolo contra mi palma tanto que debería doler. Pero no duele.

Sus ojos completamente oscuros se encuentran con los míos y hace de mi mano un puño, con el botón dentro de ella.

—Ahora es tuyo.

Yo solo puedo mirar mi mano y a él, toda sudorosa, sucia y cansada. El olor de la sangre me marea y tener que dejar a Dagor aquí me estruja el estómago.

—Dagor...

Presiona más mi mano.

—No protestes. Ahora es tu recuerdo. Guárdalo bien, Francis.

¡Pum! ¡Pum! ¡Pum!

«¡Lárguense!», quiero gritarles. Quiero arrastrar a Dagor conmigo, pero sé que, aunque entráramos los dos al refugio, ya no hay un futuro para Dagor.

—Vete ya, Francis.

Sus dedos temblorosos presionan por última vez mi mano. Le acaricio la frente para quitarle el sudor en un gesto cuidadoso y maternal, antes de levantarme y correr directo a la escotilla para alzarla.

En el momento en que piso el primer peldaño de la escalera colgante, la puerta estalla y a tropel entra un montón de no conscientes. Cierro la escotilla de un portazo, yéndome con la imagen del rostro de Dagor volcado en mi dirección, mirándome tristemente mientras los no conscientes lo miran a él.

Aseguro la escotilla y me quedo quieta. Soy perfectamente capaz de escuchar los gritos de Dagor entremezclados con los de los no conscientes.

Aprieto el botón negro en un puño, y me aferro al recuerdo de una niñita de tres años corriendo descalza por la pradera mientras un Dagor menos cansado la sigue con una sonrisa en los labios.


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