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15

Salimos muy de mañana, antes de que el Sol se ponga, con la diminuta esperanza de que hoy nos vaya bien y encontremos tanta comida como alcance en las mochilas.

—Ahí. —Maxell apunta una casa de un piso, una de las menos lujosas en Villa Avox.

Abro el cerrojo de la cerca y subo los peldaños hacia la puerta de entrada. Hasta que ingreso es que me doy cuenta que Maxell no se ha movido de su sitio.

—¿Qué? ¿No vas a entrar?

—Entraré a la siguiente. Las recorreremos con rapidez si nos separamos. ¿Crees poder sola?

Un estremecimiento me flaquea las rodillas, pero asiento intentando parecer segura. Dejo de par en par la puerta por si tengo que salir corriendo, trago saliva y entro a la cocina con la pistola arriba. Hurgo entre los cajones y las alacenas, encontrando únicamente excremento de cucarachas y ratones, latas vacías y empaques raídos de cereales.

En estos últimos días se ha vuelto siempre lo mismo en cada casa a la que entramos: no encontramos nada. Saldré de aquí y me encontraré con Maxell para que me diga lo mismo que yo le diré: no hay nada.

Estoy tan irritada que pateo un bote de basura con la punta del zapato. Se le cae la tapa a unos cuantos metros y ocasiona un chasquido, pero es lo suficientemente fuerte para que me asuste. Me apresuro a recoger la tapa, y es entonces cuando veo a una mujer arrastrándose en el umbral. Tiene profundos rasguños que sangran en el rostro y brazos, y carece de una pierna. La vista resulta horrorosa, pues se le pueden ver los huesos y la piel en carne viva que sangra y supura un líquido blanco.

—Ayúdame, ayúdame, por favor.

Se arrastra con las uñas, clavándolas en el suelo y lastimándoselas tanto que también le sangran. Me alejo trastabillando, su mano toca mi tobillo, sus ojos me suplican y el miedo explota en una descarga en mi interior. Me suelto de su agarre y retrocedo torpemente.

—Ayúdame, por favor. Me duele mucho. Necesito que me ayudes.

—Y-yo no puedo.

—Por favor. Llévame contigo.

Mi espalda choca contra una mesa y la mujer vuelve a agarrarse de mi tobillo.

—¿Qué le ha pasado a tu pierna? —Apenas puedo encontrar mi voz.

—Tuve que cortarla. Ayúdame, por favor. Ayúdame. Ayúdame.

El Sr. Sterling dijo que ya no lleváramos sobrevivientes. Además, si los no conscientes la han mordido, en cualquier momento se convertirá.

—N-no puedo llevarte conmigo.

Su mirada deja de ser suplicante. Algo sombrío se instala en ella. Furia. Sus uñas se encajan en la piel de mi tobillo y empieza a gritar como desquiciada.

—¡Ayúdame, ayúdame, ayúdame!

Intento alejarme, pero no puedo. Sus manos ensangrentadas me jalan. No sé qué hacer.

—¡Tienes que ayudarme! ¡Ayúdame! ¡Ayúdame!

Se escucha el estruendo de una pistola, y al instante la mujer deja de moverse. Maxell aparece en el marco de la puerta con la alargada pistola apuntando al cuerpo ahora inerte. Me zafo de su flojo agarre en mis tobillos y salgo corriendo de la casa. Cierro los ojos y me quito de la cabeza el horrible aspecto de la mujer. Nunca en mi vida había visto imágenes como la de su pierna trozada y supurante. Recordarlo resulta... escalofriante.

—¿Estás loca? —Maxell me toma de los hombros y me zarandea—. ¿Por qué no le disparaste?

Solo una vez, cuando tenía once años, tuvimos que destripar en la escuela a una rana para examinarla por dentro. Es la única vez que vi algo así, hasta ahora.

—¡No pude! —vocifero—. No pude hacerlo, ¿sí?

Me suelto con brusquedad y camino hacia la nada. Solo quiero... alejarme de aquí. El recuerdo de la mujer sigue firmemente en mi mente, aunque intento desterrarlo. Pero este tipo de cosas son las que más recuerdas, aunque no quieras.

Los pasos apresurados de Maxell resuenan detrás y a los poco segundos me alcanza.

—Está bien. Te entiendo, Francis. Pero ¿qué vas a hacer cuando estés sola y te tengas que enfrentar a un no consciente?

—No lo sé. Ya veré en su momento lo que hago.

—Si no lo matas tu primero...

—¡Ya lo sé, Maxell!

Todo esto me ha puesto los pelos de punta y me ha dado unas precipitadas ganas de vomitar. Me detengo, por si lo poco que comí ayer en la noche quiere salírseme, pero al sentir que las arcadas se van sigo caminando.

—¿Has matado a un no consciente? —La pregunta me toma con la guardia baja, y no sé qué contestar—. Francis, contéstame. Desde que todo comenzó, ¿has matado a un no consciente?

Al primero que vi fue en la licorería donde nos ocultamos. Tenía una inscripción en la camiseta que decía: «Peter». Lo recuerdo bien, su aspecto enfermizo y su actitud rabiosa. En ese momento no sabía lo que eran esas criaturas. No lo maté; solo huimos de él. Luego nos encontramos con tres más. Tampoco los maté. Volvimos a escabullirnos como animalillos asustados. Los no conscientes que irrumpieron en nuestra casa en la noche, a ellos tampoco los maté. Los que hemos encontrado en nuestras diarias búsquedas de comida, a ninguno lo he matado yo.

Mi lista de asesinatos sigue exenta.

—No —contesto—. ¿Eso es bueno o malo?

—¿Qué vas a hacer cuando no esté yo y te encuentres con uno de ellos? ¿Vas a correr, Francis? ¿Vas a dejar que sea él quien te mate?

No digo nada.

—Vaya protección que vas a ser para Alya y Brya —masculla.

Me quedo callada, sin replicar. Porque, muy dentro de mí, sé que ella tiene la razón. Debí luchar con el no consciente de la licorería y no huir, debí matar a los otros tres y a los que entraron a nuestra casa, o haber hecho cualquier cosa por defender a mis hermanos, no solamente huir. Dejé que los no conscientes entraran a la casa de mis padres y destruyeran todo lo que alguna vez construimos juntos.

Tal vez debí pelear, hacer más. Y me pregunto, en un momento de distracción, si tendré el valor suficiente para matar a un no consciente cuando mi vida o la vida de mis hermanos peligren.

El agua se ha terminado más rápido de lo que creíamos. Nos quedan unas cuantas cajas de botellas en el almacén, pero no serán suficientes siquiera para unas semanas. Hemos recorrido gran parte de las residencias de Villa Avox, pero ya no queda ni una pizca de comida en ninguna de ellas. La otra parte, la parte de mansiones a las que no podemos entrar está infestada de no conscientes. Hemos visto raramente a pequeños grupos de personas correr en direcciones desconocidas con cajas de comida en las manos. El Sr. Sterling tenía razón: los sobrevivientes en la ciudad iban a venir aquí por suministros. Ya lo están haciendo.

—No podemos arriesgarnos. Es peligroso —dice Vladimir.

Chrix y Vladimir mantienen una acalorada discusión. Hace media hora, después de la segunda comida, Chrix propuso juntar a los más fuertes y capacitados en el refugio para entrar a la parte de residencias que está infestada por no conscientes.

—Necesitamos la comida —replica Chrix—. Es eso o ir a buscarla a la ciudad, lo cual es peor.

—Hay decenas de no conscientes. Nos estaríamos arriesgando demasiado. Y ni siquiera estamos seguros de que realmente haya comida ahí.

A lo que hemos visto Maxell, Axel y yo, alguien se tomó el tiempo y tuvo las agallas para encerrar a los no conscientes en las mansiones más grandes de Villa Avox para que no anduvieran esparcidos causando terror. Fuimos ayer a examinar la zona. Se pueden escuchar sus alaridos desde adentro de las mansiones, intentando salir. Pero algo no se los permite.

Me entristeció saber que una de esas tantas mansiones es la de mis padres. Aunque ellos ya no están ahí ni mis hermanos y yo, y nunca más volveremos a esa casa, me sobrecogió saber que ese lugar, el único donde realmente me sentía cómoda —en veces— ha sido invadido por esas horrorosas criaturas. Y no podré recuperarlo.

—¿Entonces qué, Vladimir? ¿Esperamos a que se termine la comida para después resignarnos a morir?

Miro al Sr. Sterling para ver si va a calmar las cosas entre los dos, o para ver de parte de quien está. Pero mantiene el semblante tan neutral que no sé si le da la razón a Chrix o piensa que es un necio e irreflexivo.

Vladimir no dice nada a lo que ha dicho Chrix, porque él sabe, y todos sabemos, que el chico tiene razón. Nos terminaremos la comida que tenemos, y ya no habrá más. En ninguna parte.

—Estoy seguro de que en esas casas hay comida. Debe haberla. La gente es tan miedosa que ni siquiera tiene los pantalones para entrar.

—¿Y tú sí? —La voz del Sr. Sterling nos trae alivio a todos; si no tomaba la palabra seguro que Vladimir y Chrix se peleaban.

—Claro que sí —responde Chrix. Intento percibir, por más pequeña que sea, una pizca de miedo o titubeo. Pero no la hay.

—En ese caso, no puedes ir solo. ¿Quién lo acompaña?

Silencio. Es todo lo que hay.

Pienso que Maxell levantara la mano con la barbilla en alto y dirá con toda la firmeza que es capaz: «Yo iré». Pero no lo hace. Pasan los segundos, y nadie levanta la mano. Ni siquiera yo. Porque todos sabemos, o al menos todos menos Chrix, que entrar a esa parte de residencias es un completo acto suicida.

El Sr. Sterling luce sumamente cansado, y al ver que nadie está dispuesto a esta misión mortal, suelta un suspiro fatigado y se vuelve hacia Chrix.

—Nadie irá, Chrix. —Y girándose ahora a todos agrega—: No hay de qué preocuparse. Se nos ocurra...

—Iré solo.

Si antes creía que era un necio e irreflexivo, ahora creo que está completamente loco.

—No sobrevivirías ni cinco minutos ahí —objeta Vladimir—. ¿Cómo pretendes sacar la comida tú solo?

Como si el Sr. Sterling no hubiera escuchado las protestas de Vladimir, dice:

—¿Estás seguro, Chrix?

—Completamente.

—En ese caso, sales mañana.

Planean muy bien lo que hará Chrix. Llevara una gruesa soga, por si tiene que juntar cajas de comida, y una bolsa plástica para echar dentro tanto como vea, si es que logra salir.

En mi punto de vista, es una insensatez lo que está haciendo Chrix. Está arriesgando su vida por... todos nosotros. Ni siquiera nos conoce y no nos debe nada. ¿Por qué querría sacrificarse por dieciocho personas que no son nada de él?

Sale muy de mañana, tan seguro que hace preguntarme si realmente es humano. Lo veo salir por la puerta de la residencia del Sr. Sterling, y en un susurro interno me despido de él. Tal vez no lo volvamos a ver.

—¿Crees que regrese? —inquiero.

Somos Maxell y yo cuidando la escotilla 2. Aunque es temprano debemos estar aquí por si a una persona se le ocurre entrar justo a esta residencia para refugiarse o, peor aún, a un no consciente.

—No, no lo creo —responde Maxell.

Entonces le formulo la pregunta que me ronda la mente desde que el Sr. Sterling preguntó quien quería acompañar a Chrix en su viaje sin regreso.

—¿Por qué no levantaste la mano?

Guarda silencio por unos momentos. Cuando comienzo a pensar que no quiere responderme, habla tan bajo que creo imaginarlo:

—No quiero morir. Al menos, no aún. Tengo la esperanza de encontrar a Lyo y Brown.

Maxell piensa lo mismo que yo: Chrix morirá. Lo que me lleva a meditar que seguiremos igual: la comida terminara y no tendremos otra escapatoria. Es retorcido y egoísta que me preocupe más eso que la vida de Chrix, pero en circunstancias como estas, en lo único que se puede pensar es en sobrevivir.

Maxell y yo tomamos el turno completo para vigilar la escotilla 2. Magda nos trae a eso de las tres de la tarde dos latas de frijoles y una botella de agua para cada una. En el transcurso del día no sucede nada fuera de lugar, nos limitamos a hablar brevemente sobre trivialidades y la mayor parte del tiempo ha permanecer en la misma posición como estatuas por horas.

Cuando ha empezado a oscurecer, el Sr. Sterling sube por la escotilla y nos ofrece una taza de café.

—¿No ha llegado Chrix? —pregunta.

Las dos sacudimos la cabeza. Él ni siquiera parece un poco sorprendido o preocupado. Seguro que ya se lo veía venir.

—Le dije que tendría que volver antes de las nueve. Si no regresa...

«Démoslo por muerto», debería decir. Pero no lo dice. Al menos no en voz alta. Sonaría demasiado cruel.

—Pasadas las nueve, aseguramos la puerta —dice Maxell.

El Sr. Sterling permanece unos minutos con nosotras, observando de vez en cuando la puerta, por si es que Chrix entra por ella cargado la bolsa repleta de comida. Pero cuando se hace a la idea de que tal vez no regrese, baja los peldaños y nos grita antes de descender:

—¡Aseguren la puerta a las nueve!

Con o sin Chrix.

Nueve en punto. Es lo que anuncia la manecilla de mi reloj de mano. Maxell también lo ha visto en el suyo.

—Esperemos cinco minutos —propone.

Me entretengo esos cinco minutos jugando con una pequeña piedra, lanzándola en el aire y tomándola de nuevo cuando baja. Los cinco minutos se vuelven diez, y después veinte. Maxell se levanta de la silla estirando los músculos agarrotados y se posa en la puerta.

—Cerrémosla ya. —Escucho claramente el chasquido de la cerradura—. No volverá.

Durante la cena, nadie pregunta por Chrix. Y cuando todos se van a sus catres y las velas son apagadas, de una lista mental donde aparecemos los diecinueve tacho el nombre de Chrix. Y me pregunto, antes de caer en el sueño, quien será el próximo.


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