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11

—Ten —dice Maxell, dándome un plato de huevos revueltos y dos rebanadas de pan.

Lo pongo sobre mi regazo y me meto cucharadas a la boca para después darle un mordisco al pan. Maxell me ve y ríe negando con la cabeza.

—¿Dónde quedaron tus modales, Francis?

Aunque intenta hacer una broma, su voz carece de humor. Yo no le hago caso y sigo comiendo, deleitándome con el delicioso sabor salado y grasiento. Todos a mí alrededor comen y se forma el sonido de bocas masticando y cucharas chocando contra platos casi vacíos. Pero Maxell no come. Está muy quiera, mirando un punto inexacto de la alfombra.

—Nunca había venido a Villa vox —murmura pensativa—. Hasta ahora.

No sé a dónde quiere llegar con sus palabras, pero debo responder, así que digo con un encogimiento de hombros:

—No es la gran cosa.

Suelta una risa que parece más bien un bufido irritado.

—Para ti. Tú siempre has vivido aquí, pero para personas como yo... —Sacude la cabeza—. Que mal que haya tenido que conocer Villa Avox en esta situación. Ni siquiera pude meterme al jacuzzi de una mansión. ¿En tu casa tenían jacuzzi?

—Sí, si quiera podríamos ir.

—No, llamaríamos la atención. Además, no es como si tuviera ánimos para nadar.

Termino los huevos y las dos rebanadas de pan, y quiero más. Todos queremos más, pero hemos arrasado con la caja de huevos. Maxell promete que buscara más mañana cuando salgan, y que hasta podría traernos fruta, y todos se consuelan al escucharla. Pasamos el resto de la tarde jugando partidas de dominó, y en la cena regresamos a las latas de sopas, pero nos las comemos sin quejarnos porque no tenemos otra opción y porque tenemos la esperanza de que Maxell y los otros encuentren verdadera comida en las casas.

Antes de irnos a dormir el Sr. Sterling pregunta quien saldrá mañana y, nuevamente, la primera en levantar la mano es Maxell. Después se le unen Chrix, un chico de más o menos mi edad, y Axel.

—Uno más —pide el Sr. Sterling.

Los veo a todos. Está Elune, la recién llegada, pero apenas tiene trece años y no creo que sea de mucha ayuda. Está Vladimir, pero me acabo de dar cuenta que tiene una cojera notable en la pierna derecha. También está Magda, pero no creo que si los persiguen los no conscientes pueda siquiera correr, es muy vieja y robusta para someterla a un viaje así. A Dagor hoy al parecer no le apetece ir, al igual que a Rex y Jizo. Lihn mantiene la cabeza gacha. Alya y Brya están completamente descartados. Por lo que solamente quedo yo como opción.

Los ojos del Sr. Sterling me escudriñan mientras espera un voluntario. Espera que yo hable. Y Maxell parece que me matara con la mirada. Le dije que hoy me ofrecería.

—Yo voy —digo. No lo digo tan alto con la intención de que no me escuchen, pero lamentablemente lo hacen.

—Salen mañana. Ya pueden dormir.

Intento hacerlo, pero no puedo. Simplemente mis ojos no se cierran. Llega un punto en el que tanto es el silencio que el rumor del aire acondicionado suena fuerte en mis oídos y hasta creo que mis pensamientos han salido de mi cabeza. Y cuando finalmente puedo conciliar el sueño, no pasa mucho tiempo cuando Maxell me golpea suavemente con la punta de su bota en la mejilla.

—Ya es hora, Francis.

Me quito de mala gana las cobijas de encima y les doy un beso a Alya y Brya antes de colocarme los zapatos dejados en la orilla de mi catre. Mi vista sigue nublada por el sueño y la oscuridad que hay, por lo que hago tres intentos por amarrarme los cordones, y al cuarto lo consigo. Es muy temprano para que tenga hambre, son apenas las cinco de la mañana, pero aun así Maxell me entrega una rebanada de pan que sobró de la cena y una botella de agua. Me dice que será lo único que comeré hasta el medio día, así que le doy pequeños mordiscos al pan y los trago lentamente para disfrutarlo. Le doy un sorbo al agua y la guardo en mi mochila. Vladimir nos da instrucciones de salir con cuidado de la casa para no ser vistos por nadie, lo haremos por la segunda entrada, y al regresar nos repite que seamos cuidadosos para que nadie sepa nuestra ubicación.

—No salgan de Villa Avox —dice el Sr. Sterling—. Traigan lo que encuentren, pero si todas las casas han sido saqueadas, no se arriesguen a ir a la ciudad.

Chrix, Axel y Maxell traen armas, unas alargadas pistolas que he visto llevan los guardias. Pero a mí no me entregan una. Escalamos los peldaños y Maxell jala la escotilla para salir. El Sr. Sterling nos dice que tengamos cuidado con un atisbo de preocupación en la voz. Pero yo no me permito preocuparme. La ansiedad de lo que pueda sucedernos solo va a lograr amedrentarme y no seré de utilidad teniendo miedo.

Escalo cada peldaño diciéndome internamente que volveremos al medio día. «Estaré bien. Todos estaremos bien», me repito.

Al llegar al último peldaño Axel me da la mano y me pongo en pie en la sala de la casa del Sr. Sterling. Está oscuro, pero puedo definir las formas de los muebles intactos y la puerta al otro lado. Cuando hemos salido los cuatro Maxell se cuelga la pistola del hombro como si fuera un bolso y se dirige a la puerta. Pero justo cuando va a girar la manija, se detiene y voltea el rostro para mirarnos. Solo alcanzo a vislumbrar sus dientes blancos entre la oscuridad cuando abre la boca para hablar.

—No nos alejemos y nos hagamos ruido. Si vemos a un no consciente usemos las manos, y nos las pistolas. Tenemos que ahorrar balas.

—¿Qué vamos a buscar? —pregunta Chrix.

—Comida y sobrevivientes —responde Maxell.

Abre la puerta lentamente, supervisando que no haya nadie merodeando a la redonda. El pulso se me acelera y siento el corazón martillándome contra el pecho. Tengo tres días sin ver a un no consciente. Y quiero seguir así.

El jardín del Sr. Sterling ha sido arrasado. Los fresales están arruinados, como si un perro salvaje los hubiera arrancado. Solo hay uno, marchito y roto, con unas cuantas fresas. Las corto con cuidado y las guardo en el bolsillo de mi mochila. El jardín entero ha sido maltratado, tal vez por personas que vieron un poco de fruta y tenían hambre, tal vez por no conscientes con la única intención de destruir.

La calle está desolada. Hay un auto volcado al principio de la calle con los vidrios rotos, y al pasar por su costado, veo un reguero de sangre en el parabrisas y los asientos. Me recuerda a algo, a alguien. A mamá en la acera con la respiración detenida y el rostro bañado en sangre.

—Sigue caminando, Francis.

El recuerdo pasa rápido y fugaz2. Obedezco la indicación de Maxell y camino a su lado. Hace frío. La sudadera que traigo puesta no ayuda a disminuirlo. Me roza reciamente las mejillas y aprieta el nudo en mi estómago. Introduzco las manos en los bolsillos de la sudadera intentando calentármelas. Exhalo, y se forman halos blancos en el aire.

—¿Adónde vamos? —pregunta Axel.

Maxell inspecciona las dos calles laterales, y señala la izquierda.

—Empecemos por ahí para no alejarnos demasiado —manda—. Tú y Chrix vayan juntos. Francis y yo iremos a la siguiente casa.

Me siento estúpida caminando al lado de Maxell sin un arma. Tengo una pequeña navaja en alguna parte de la mochila, pero no es de mucha ayuda. Si los no conscientes nos atacan...

—Debería tener un arma.

—Sí, deberías.

Es lo único que dice al respecto. Pero no me da una. Así que me detengo por un segundo en medio de la calle para sacar la navaja de la mochila. Al principio no al encuentro, pero al estirar los dedos rozo el mango. Meto un poco más la mano en la mochila y la saco. La sostengo por un momento, la hoja afilada brilla con los primeros rayos del Sol. Es pequeña, pero puede que me sirva si sé utilizarla.

—¡Vamos, Francis! No te quedes atrás.

Me paso la mochila por el hombro y corro unos cuantos metros para alcanzarla. Nos detenemos frente a una casa de dos pisos pintada con colores muy vivos y un jardín arreglado. Seguramente llamaban al jardinero cada tres días para que regara las plantas y el césped. Mamá lo hacía cada semana. Nunca le han gustado las plantas, pero para mantener la fachada distinguida de Villa Avox llamaba una vez a la semana al jardinero para que mantuviera el césped corto y sano. Recuerdo que una vez compró una maceta de orquídeas y la colocó en el alféizar de la ventana de la cocina. Dijo que no olvidaría echarle agua porque todos los días lavaba los platos después de la comida, aunque papá le dijo que tenía tan mala memoria que se le marchitaría. Y sucedió así. La planta solo le duró unas cuantas semanas. Ya se encontraba marchita. Así que desde esa vez mamá ya no intentó comprar plantas para la casa. «Me vienen mejor las artificiales», había dicho.

—La rodeamos y vemos por las ventanas que no haya nadie dentro.

—Bien —respondo.

Entramos por un lateral del jardín, yo detrás de ella por si se nos aparece de la nada un no consciente. Empuño la navaja con fuerzas y la cambio cada vez que la mano me suda tanto que el mango se me resbala y tengo que frotármela en la tela de mis jeans. Estamos por dar la vuelta, cuando Maxell pone un brazo para frenarme y con el otro levanta la pistola a la altura de su rostro, lista para disparar.

Hay un cuerpo tirado. Un hombre. Las moscas zumban a su alrededor y se paran sobre él para comer de la herida que tiene en el brazo. Es una mezcolanza de carne machacada y sangre seca. Se están dando todo un festín.

Tengo que cubrirme la boca por el putrefacto olor. Y aun así puedo seguir oliéndolo. Retrocedo unos cuantos pasos; quiero mantener el pedazo de pan en mi estómago. Pero Maxell le da un golpe con la bota para comprobar que esté muerto — aunque eso es obvio—, y al ver que sí lo está, se acuclilla y rebusca en los bolsillos de su ropa. Tiene sangre en el rostro, lo que lo hace irreconocible, pero su ropa azul demuestra que fue un guardia. Capto lo que intenta hacer Maxell, y me acerco unos cuantos pasos, pero me quedo quieta mientras Maxell busca.

Mete las manos en su pesada camiseta, en los bolsillos de sus pantalones y en la cinturilla, hasta que sus dedos parecen tantear algo. Saca dos pistolas pequeñas, del tamaño de mi mano. Se levanta enseguida y exhala el aire que seguramente estaba reteniendo. Me extiende una pistola, y yo la tomo vacilante. Está fría entre mis dedos, y en la boquilla tiene un rastro de sangre seca que no me molesto en quitarle.

—¿Sabes utilizarla?

Sacudo la cabeza.

Ella sostiene la otra en su mano derecha y me hace imitarla. Introduzco el dedo índice en el gatillo, sin apretarlo; y el dedo gordo en el borde superior. Elevo mi mano, apuntando directo al cuerpo del guardia muerto. Una mosca vuela hacía nosotras y se posa en mi brazo.

—Quiero probar —susurro.

Apunto al cuerpo. Solo tengo que apretar el gatillo. Es fácil.

Antes de que lo intente, Maxell me baja el brazo y hace que pierda la puntería.

—No lo harás. Llamarías la atención con el ruido.

Ve mi mano, y después mi semblante. Derrotada, bajo por completo el arma y sigo caminando para terminar por una vez por todas con la inspección. Doy la vuelta y pierdo de vista el cuerpo del guardia. Maxell me alcanza a los segundos. Hay dos ventanas, así que tiene que colgarse de la pared para ver si entrevé movimiento adentro.

—¿Dónde aprendiste a manejar una pistola? —pregunto.

—No es tan difícil.

—Lo sé, ¿pero habías utilizado una antes?

—Sí, un par de veces.

No le pregunto más, aunque unas cuantas preguntas danzan en la punta de mi lengua queriendo brotar. Pero no creo que ella las quiera contestar.

—Yo nunca había utilizado una —comento. Tal vez si me sincero, ella lo haga.

—Porque nunca has tenido necesidad de hacerlo.

Rueda los ojos, lo que me indica que no está de ánimos para mis preguntas curiosas. Me decido por cerrar la boca. Vamos a la puerta delantera, pero está cerrada con seguro y Maxell recalca que no debemos llamar la atención porque debe haber no conscientes a la redonda. Calamos con la puerta trasera, pero también está cerrada. Una de las ventanas, la que la cocina, está entreabierta. Ella se impulsa primero, y ya estando dentro me indica que es seguro que yo también entre. Me impulso con las manos en el alféizar, subo una pierna y después la otra. Doy un pequeño salto tratando de ser silenciosa para bajar del fregadero y Maxell se encamina a la entrada de la cocina.

—No hay nadie —avisa—. Busca aquí comida.

Abro la primera alacena, encontrándome con una bolsa de pan integral, una caja de cereales de chocolate y dos latas de sardinas. En la siguiente hay tarros con arroz, frijol, azúcar, café y galletas. Echo todo en la mochila y abro las siguientes alacenas, donde voy encontrando más comida. El refrigerador tiene verduras pasadas, queso que empieza a enlamarse y jamón que ya huele mal. Pero encuentro cinco latas de refrescos que aún sirven. Las agarro y las guardo en la mochila junto a todo lo demás. Es poca comida, teniendo en cuenta cuántos somos. Pero algo es algo.

¡Pum!

El estruendo hace que rebote del susto. Se escuchó como una pistola siendo disparada.

—¡Maxell! —grito.

Salgo de la cocina, sujetando la pistola entre mis manos temblosas. Es una sala con muchas fotografías en las paredes que no me tomo el tiempo de ver. Hay unas escaleras que conducen al segundo piso y dos puertas. Me dirijo a la primera, la empujo con un pie, pero no hay nadie. Al empujar la segunda, veo a Maxell de espaldas. Su pecho sube y baja porque tiene la respiración entrecortada, y entrar por completo en la habitación, advierto en el cuerpo tirado frente a ella.

Su aspecto es nauseabundo, peor que el del guardia. Su rostro es irreconocible. Es una mujer. Tiene únicamente una falda, la cual está llena de sangre. Su pecho es un revoltijo de carne machada y tiene la boca abierta en una mueca iracunda, como si hubiera estado enojada antes de morir.

—Una no consciente —dice Maxell.

—¿Le disparaste?

Baja el arma y sale de la habitación.

—Tenía que hacerlo.

Me quedo mirando el cuerpo por unos segundos más. Tal vez vivía aquí, en esta casa. Tal vez alguna vez la vi. Tal vez les daba los buenos días a mis padres por las mañanas o tal vez alguna vez yo hablé con ella o la vi por la calle.

—¿Encontraste algo? —pregunta cuando salgo de la habitación.

—Sí, pero no es suficiente.

—Encontrémonos con los chicos. Tal vez a ellos sí les fue bien.

Salimos de la casa por la puerta delantera. Axel y Chris ya nos están esperando afuera, con las manos vacías.

—Nada —dice Axel—. ¿Y ustedes?

—Francis encontró algo.

La mirada de Axel cae en mi mochila casi llena y sonríe con aprobación.

—Bien hecho, Francis.

Continuamos así en las siguientes dos casas. Encontramos muy poca comida, casi nada. Como si los dueños se hubieran llevado todo antes de marcharse. Eso, u otros han saqueado primero que nosotros. El Sr. Sterling dijo que empezaría a llegar gente a Villa Avox porque es donde más comida puede haber, y como nosotros no hemos hallado nada bueno aún, pienso que la gente ya ha llegado.

En la tercera casa hallamos únicamente tres latas de duraznos en almíbar, muy escondidos a la vista. Estaban detrás de la estufa, por lo que cuando saquearon el lugar no se percataron de ellas. Pero Maxell es sumamente observadora.

Como a eso de las once el estómago me rugue, y todavía nos queda mucho tiempo para seguir entrando a las casas abandonadas. Ignoro los gruñidos y nos aproximamos a la quinta casa. Pienso que aquí nos irá mejor, porque es casi tan grande como la mía. Pero solo encontramos verduras podridas y un tarro de café, el cual sí guardo. Al salir nos encontramos con los chicos, a quienes ya les abultan un poco las mochilas.

—Tienes hambre —me dice Axel después de un largo gruñido emitido por mi estómago.

Bajo la cabeza, avergonzada. Él sonríe levemente.

—Deberíamos sentarnos a descansar —propone Chrix. Seguro también tiene hambre.

Maxell no parece muy convencida con la idea, pero acepta a regañadientes. Caminamos un trecho más hasta que encontramos un espacio escondido detrás de los arbustos de una casa. Nos sentamos los cuatro en hilera, en silencio. El Sol no llega aquí, pero el suelo está caliente y no hace viento. Siento la frente bañada en sudor. Me restriego el dorso de la mano para quitármelo y la mano me queda reluciente. Paso saliva, aunque está muy densa y tengo la garganta seca. La botella de agua que me entregó Maxell antes de salir ya me he terminado, le quedan unas cuantas gotas en el fondo, pero no serían suficientes para quitarme la sed. Me pongo la mochila sobre las piernas y abro el cierre para sacar las cinco latas de refresco. Le doy una a cada uno, y aunque Maxell parece que se negara, al final se decide por cogerla. Le doy un largo trago. Las burbujas me hacen cosquillas en la garganta y al mismo tiempo calman mi sequedad. Sigue fría porque estuvo en el refrigerador, y se me viene a la mente una bañera con agua fría. Una ducha es lo que más deseo en estos momentos. En el refugio hay un pequeño baño con un retrete y un cubículo con regadera, pero tenemos que limitar el consumo de agua, pues no sabemos cuánto tiempo nos durara. Así que solamente me restriego la piel con un trapo húmedo y me lavo los dientes. Tengo el cabello áspero y grasiento. El contacto más cercano con el agua que he tenido esta última semana es al lavarme las manos para ayudar con la comida o lavar los trastes.

Me gustaría sacar un trozo de pan o abrir una lata de duraznos para coger uno. Pero Maxell no nos deja tomar nada de lo que hemos recolectado. Tenemos que esperar a estar con los demás.

El descanso nos dura muy poco. Maxell nos obliga a levantarnos a los diez minutos de habernos sentado y no podemos negarnos. Tácitamente ella ha tomado el puesto de encargada, y ni Axel, Chrix o yo protestamos respecto a ello. Dejamos que nos dirija a la siguiente manzana de casas elegantes. Al entrar a la primera, bordeada por un jardín lleno de esculturas de hojas, nos sorprende ver que el interior está intacto. En las demás ha habido algo que manifiesta que anteriormente han sido saqueadas o tienen un rastro de que los no conscientes han estado ahí. Pero esta casa permanece indemne, tal como probablemente la dejaron sus dueños.

Avanzamos lentamente. Maxell supervisa las habitaciones de la planta baja, pero yo me quedo en la sala observando una fotografía recargada en la mesita de noche. Es de una familia, un matrimonio y dos niños. Los esposos se sostienen de la mano y los cuatro sonríen a la cámara. Me pregunto dónde estarán, si seguirán vivos o habrán sido mordidos por las ratas. Me pregunto si se imaginaban que esto sucedería, si sabían que pronto esa sonrisa desaparecería de sus rostros.

Dejo la fotografía en la moderna mesita de noche que seguramente fue traída de Atlantax. El diseño de la mayoría de los muebles, curvado y metálico, demuestra que son importados de Atlantax. Paso un dedo por el jarrón de flores platas artificiales, y después por los estrambóticos adornos un poco empolvados. Mi dedo se topa con una bola de cristal, tal vez de ópalo o perla u otra gema aún más costosa, y la sostengo por unos segundos antes de volverla a dejar en su sitio. Una de estas cuesta más de quinientas mil unidades, con el único fin de adornar el interior de una morada. Podría llevármela, pero no creo hallar un comprador. Y tampoco creo que el dinero sea necesario en estos momentos; lo más importante ahora no son las joyas o los productos importados de Atlantax, sino la comida. Quien iba a pensarlo, que personas como yo tendríamos que zaquear las casas vecinas para conseguir una mísera lata de duraznos en almíbar para llenar el estómago de catorce bocas hambrientas. Si me hubieran dicho esto hace dos semanas, que tendría que irme a vivir a un sótano poseyendo únicamente un catre y una mochila con un cambio de ropa, no le hubiera creído.

Es triste. Pienso por un segundo en la vida que dejé atrás y se me seca la garganta y los ojos me escuecen. Por un momento me siento desesperada e impotente, pero me repito que esto solo es un sueño, un simple sueño. Y la sensación se esfuma enseguida, pero sigue ahí, escondida y a la espera de que yo colapse.

Me pregunto cuándo lo haré, cuándo colapsaré.

—Libre —dice Maxell.

La sigo escaleras arriba para supervisar que la planta superior también esté libre de personas y no conscientes. Empuja la primera puerta con la boquilla de la pistola alargada, yo espero afuera mientras ella examina la habitación. Tarda menos de un minuto, y posteriormente nos dirigimos a la siguiente. En esta la puerta está abierta de par en par. Unas marcas rojas en la madera llaman mi atención. Me agacho a su altura y con el dedo índice las tiento. Son como huellas de dedos ensangrentados, como si dedos ensangrentados hubieran abierto la puerta para ingresar a la habitación.

—Maxell...

Ella ya está dentro. Abre otra puerta que conduce probablemente a un baño, y antes de que pueda mencionar las marcas, empuña la pistola y apunta a algo ahí adentro.

—Suelta el arma —grazna Maxell.

Es un hombre, entre los cuarenta años. Está agazapado entre abrigos de pieles de animales y sostiene una pistola pequeña apuntando directo a ella. No lo creo capaz de disparar. Sus manos tienen un considerable temblor y su semblante luce asustado. Suelta la pistola, la cual rebota en el suelo y Maxell me hace una seña para que la tome.

—No estaba cargada, lo prometo —dice él—. Solo era para defenderme. Pensé que eran... Pensé que podrían ser...

Parece desorientado, la quijada le tiembla y sus ojos vagan por encima del hombro de Maxell, aterrorizados.

—Había una cosa... Un monstruo... Entró aquí. Yo... yo tuve que matarlo. No quería, no quería. Yo de verdad no quería hacerlo.

Eso explica las marcas en la puerta. Son del no consciente que entró. Tengo que bajar la cabeza para no mirarlo. Me causa lástima su aspecto asustado y débil.

—Tu nombre.

Luce confundido por un instante, como si no entendiera el idioma, hasta que responde con voz temblorosa:

—Estaquis. M-me llamo Estaquis.

—¿Vives aquí?

—No, yo... Los dueños salieron de vacaciones. Yo tenía encargado venir cada tercer día a limpiar. Pero...

—No es necesario que lo digas —lo corta.

Los hombros del sujeto tiritan. Reconozco el miedo en su rostro, aunque ya comprobó que no somos no conscientes, pero sigue teniendo miedo. Maxell se dedica a observarlo, pero yo opto por mirar los abrigos esparcidos o cualquier otra cosa. No se siente bien mirar al pobre hombre.

Estoy esperando que Maxell diga o haga algo, pero todo es silencio y quietud. El hombre evita sus ojos y susurra: «Yo no quería, yo no quería hacerlo» con voz extraviada. El tipo se ha vuelto loco.

—Tenemos un refugio a un par de calles. Hay comida —dice Maxell—, y estamos seguros. Podrías venir con nosotras.

Estaquis se calla abruptamente y mira a Maxell a los ojos, esperanzado.

—¿De-de verdad? ¿Puedo ir con ustedes?

—Claro. Estamos buscando sobrevivientes.

Salimos de la habitación con Estaquis por un lado. Trastabilla a cada tres pasos, parece que caerá en cualquier momento. Ahora que lo puedo ver bien se me hace más débil. Los huesos le sobresalen de la delgada camiseta y las sombras se acentúan en su rostro. Me da lástima mirarlo, así que fijo la vista en el frente.

—El ataque ocurrió hace seis días —habla Maxell—. ¿Has estado aquí todo ese tiempo?

—Tenía miedo de salir.

—¿Qué comías?

—Los dueños de la casa tienen comida reservada. Salía del armario cada vez que tenía hambre, hasta que... —Sacude la cabeza, como alejando un mal recuerdo—. Hasta que esa criatura apareció, hace dos días.

—¿Hace dos días que no comes? —pregunto sorprendida.

El hombre asiente avergonzado. Ahora entiendo porque está tan débil.

—¿Podrías mostrarnos donde tienen la comida?

Estaquis mira a Maxell confundido, como si otra vez no entendiera sus palabras. Tarda unos segundos así, hasta que el razonamiento golpea su mente.

—Claro, síganme.

Nos guía por el pasillo escaleras abajo. Se agarra de la baranda con fuerzas y deja salir el aire difícilmente, para bajar calmosamente cada escalón. Me acerco a él para que se apoye de mí y así le sea más fácil bajar, pero hace un gesto con la mano para que no lo ayude. Cruzamos la sala y retira de la pared la pintura de una ciudad. Tardo unos instantes en darme cuenta que es Avox, su parte admirable, claro. Al retirarlo por completo con la ayuda de Maxell deja ver un escondrijo con mucha comida. Son latas y latas de sopas, verduras y carnes. También bolsitas con cereales, botellas de agua embotellada, paquetes de panes, galletas y barras nutricionales. Es lo que alcanzo a ver, pero hay más cosas.

Maxell y yo nos quedamos asombradas, mientras que Estaquis se pierde por una puerta y regresa con una bolsa negra en las manos. Maxell no pierde tiempo y empieza a echar la comida dentro.

—¿Hay algo aquí que pueda servirnos, Estaquis?

—La comida es lo único servible.

Al guardar todo en bolsas —dos grandes en total—, salimos de la mansión. Le echo un último vistazo a la esfera de cristal y cierro la puerta tras de mí. Hoy nos ha ido bien, tendremos comida para semanas, incluso un par de meses.


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