10
Estamos a jueves veinte de enero del año dos mil treinta y cinco. No debo olvidarlo. Aquí adentro las horas transcurren más lento y por un momento olvido si estamos de día o de noche, si debería dormir o mantenerme despierta, hasta que le doy un vistazo a mi reloj de mano y vuelvo a llevar la cuenta del tiempo.
Por aquí no hay mucho que hacer. Solo hay juegos de mesa, así que solo tenemos dos opciones: jugar o sentarnos en algún rincón a la espera de que llegue la hora de cenar. Pero prefiero mil veces estar aquí, aburrida hasta la coronilla, que estar allá afuera, muerta de miedo a la espera de que un no consciente aparezca y me ataque.
Todos cooperan, así que ayudo a preparar la cena: saco latas junto a Maxell de un pequeño almacén repleto de comida enlatada y las destapo con un abrelatas mientras voy de aquí para allá con una bolsa de cucharas plásticas en las manos para que todos tomen una. También saco de las mochilas la comida que conseguimos mis hermanos y yo en la licorería y en casa para compartirla con todos. El Sr. Sterling ha llenado el almacén con comida para semanas, pero puede que no nos duré demasiado si refugiamos a más personas. Por lo que carga una pequeña libreta junto con un bolígrafo para contar nuestras provisiones, repartirlas equitativamente y hacer la cuenta de cuánto tiempo nos durara lo que ya tenemos. También planea cuándo saldremos para conseguir comida y quiénes serán los elegidos, qué rutas tomaremos, cuantas personas iremos y quiénes están aptos para ir. Tenemos medicamentos, y aunque ninguno de nosotros enferma aún, el Sr. Sterling quiere tener suministros de pastillas, inyecciones y jarabes por si se nos viene una crisis de gripa o algo así. Al igual que debemos conseguir armas. De las trece personas que somos, solo siete tienen un arma, entre ellas Maxell, Axel y Rex. Pero todos, o al menos todos los adultos, debemos tener una por si nos vemos rodeados por no conscientes.
Todo parece ir bien. El viernes veintiuno de enero todos permanecemos en el refugio mientras el Sr. Sterling y Vladimir planean en el almacén lo que haremos al día siguiente. Los que quieran se ofrecerán para salir a buscar refugiados. El Sr. Sterling dice que empezara a llegar gente a Villa Avox porque aquí es el sitio donde más comida pueden encontrar. Pero lo primero, lo esencial, es buscar armas. Vendrán personas con malas intenciones queriendo quitarnos este refugio y quedarse con la comida, por lo que debemos tener armas para pelear, no solo contra los no conscientes, sino también contra las personas.
Cuando el Sr. Sterling nos pregunta a todos quienes quieren salir mañana a primera hora, Maxell es la primera en levantar la mano. Intimida su semblante recio y agresivo, y sé que no tiene miedo, que es capaz de cualquier cosa. Es la mejor postulante para este cometido, seguro regresara con las manos llenas de comida y medicamentos.
—Muy bien. ¿Quién más quiere ir? —pregunta el Sr. Sterling.
Yo me encuentro en el rincón donde se nos instaló desde un principio, agazapada intentando hacerme pequeña para no ser elegida, aunque sé que nadie me elegirá porque tengo que ser yo la que se ofrezca. Pero aún sabiendo eso quiero pasar desapercibida para que nadie me vea como una opción para ir, porque no podría aguantar un segundo más estando entre esas criaturas. No sobreviviría.
Axel levanta la mano con la barbilla en alto y sin mostrar un atisbo de miedo. Después le siguen Dagor y Lihn.
—Ya tenemos cuatro personas. Será suficiente por hoy. Salen mañana en cuanto amanezca.
Todos se dispersan en cuanto el Sr. Sterling termina de hablar. A mí me toca ayudar con la cena, así que voy al almacén para tomar una caja de sopas enlatadas.
—¿Por qué no te ofreciste? —pregunta Maxell entrando al almacén.
—Escuchaste al Sr. Sterling: es suficiente por hoy —digo—. Tal vez en la próxima me ofrezca.
—En la próxima. —Asiente con la cabeza—. Bien, espero que lo hagas.
No entiendo por qué quiere que me ofrezca si ni siquiera les voy a servir de ayuda. No sé utilizar un arma, no sé pelear ni defenderme y soy temerosa. Además, no quiero volver a ver el rostro destrozado de un no consciente.
La cena transcurre con tranquilidad. Jizo, un hombre mediano de ojos rasgados intenta hacer algunas bromas para destensar el ambiente, pero la mayoría seguimos muy afectados con todo lo que está sucediendo y no podemos siquiera reír. Aún no. Maxell me platicó que todos perdimos a alguien con el ataque de las ratas. Dagor perdió a su mujer y a su niña pequeña de tres años. Lihn a sus abuelos. Axel a su novia. Ella a toda su familia. A los únicos que no se les murió un ser querido con la invasión de las ratas fue a Rex y al Sr. Sterling (aunque su pérdida ocurrió hace meses). Así que nadie está para hacer bromas cuando no tenemos un motivo para sonreír, sino cientos para llorar, aunque nadie llora, o al menos no a la vista de todos. Pero imagino que lloran estando ya acostados y en la oscuridad. Imagino que Maxell llora por su familia y Dagor por su mujer e hijo. Tal vez ellos piensan que yo lloro, pero no lo hago. No siento ganas de llorar, solo un inmenso nudo en el estómago. Pero me digo repetidas veces en el día que esto es solo un sueño, así que no tengo por qué llorar si tarde o temprano despertaré y todo volverá a la normalidad.
Justo cuando la manecilla de mi reloj de mano marca las seis de la mañana Maxell y los otros se levantan de sus catres para salir. Seguro que ni siquiera la oscuridad se ha disipado por completo. Veo a Maxell saltar entre los cuerpos dormidos y acobijados tirados en el suelo, intentando no encajar la bota en alguna cara o brazo, y cuando pasa sobre mí me hago la dormida. Tiran de la segunda escotilla —hay dos escotillas, la primera es por donde entramos, debajo del ropero, y la segunda está ubicada en la sala, debajo de una gruesa alfombra— y escucho que Vladimir les da indicaciones. Entonces suben y la escotilla vuelve a cerrarse.
Ya no concilio el sueño, así que las horas restantes para que todos despierten me dedico a acariciarle el pelo a Brya mientras duerme. Lo tiene un poco áspero porque no se ha dado una ducha, pero sigue siendo suave y ligero. Le acaricio los mechones constantemente hasta que se despierta junto a todos los demás. Me sonríe adormilado y me ayuda a levantarme. Vladimir lo llama para que le ayude a preparar el café, y él encantado va.
Desayunamos y después doblo las cobijas junto con Alya para que se vea ordenado. Desde a las ocho a las doce del mediodía me tomo cuatro tazas de café, y cuando voy por la quinta el Sr. Sterling me quita el frasco de café instantáneo.
—Te hará daño —me regaña, aunque está sonriendo y su rostro no demuestra reprimenda.
Lo obedezco y no vuelvo a tomar otra taza de café, pero como a eso de la una de la tarde me sirvo una taza de té. Alya me invita a jugar una partida de dominó con ella. Nos sentamos frente a frente en el suelo con las piernas cruzadas y el juego en medio. Coloco el té por un lado y empezamos. Cuando vamos a mitad de la partida la segunda escotilla es abierta y todos miramos alarmados en su dirección, el pensamiento de que los no conscientes nos hayan encontrado entra en mi cabeza, pero justo cuando el miedo explota dentro de mí, Maxell da un salto dentro y nos observa con una sonrisa. Es la primera vez que la veo sonreír genuinamente, con felicidad.
—¿Cómo les fue? —pregunta el Sr. Sterling, preocupado.
—De maravilla.
Lihn desciende dando un brinco estando en los primero peldaños, y seguido de ella baja una niña. O tal vez no es tan niña. Seguramente tiene alrededor de trece o catorce años. Luce asustada y nos inspecciona a todos con miedo.
—La encontramos en una casa —dice Lihn— encerrada en el ropero de su habitación.
El Sr. Sterling se arrodilla frente a ella.
—¿Cuál es tu nombre?
—Elune.
No recuerdo haberla visto antes en Villa Avox. Su rostro no se me hace familiar. Sus movimientos y su ropa no demuestran que pertenezca a nuestra clase social. Parece, más bien, venir de las partes bajas de Avox, o tal vez sea porque no se ha dado una ducha en varios días. Y cuando se limpie, quizá la reconozca.
Maxell y los otros han traído comida de la misma casa de dónde sacaron a Elune, así como cobijas, ropa, zapatos y productos de limpieza personal. Pero no encontraron medicamentos ni armas.
—Mañana nos irá mejor —dice Maxell—. Estoy segura que sí.
Trajeron una caja de huevos, y como no tenemos espacio en el refrigerador para meterlos todos, se decide que los comeremos en la cena. Estamos hartos de comer sopas enlatadas con sabor industrial, por lo que la noticia nos asienta bien y el ambiente se aligera un poco. Magda, una mujer robusta que antes vendía comida en un mercado, prepara los huevos en una cacerola. Todos permanecemos sentados en nuestros catres, silenciosos y prestando oído al sonido del aceite. Se impregna un delicioso olor a huevos revueltos en el aire y el estómago se me revuelve del hambre que tengo. La última vez que tuve una comida decente fue hace seis días. Fueron huevos revueltos con tocino y jugo de naranja. Mamá los preparó. Alya, Brya y yo nos sentamos en la barra de mármol mientras ella nos servía y al mismo tiempo supervisaba que los huevos de papá no se quemaran, porque a él le gustan estrellados. Papá entró a la cocina acomodándose el nudo de la corbata y fue directo a la cafetera, como todos los días, para prepararse su fiel taza de café. Todo transcurrió tan normal. Ninguno de los cinco tenía idea de lo que en unas horas se avecinaba. Comíamos con tranquilidad preparándonos para la escuela y ellos dos para el trabajo. Si hubiera sabido que esto pasaría, que la última vez que vería a mamá sería tirada en la acera de una calle, los hubiera abrazado a los dos hasta que tuviera suficiente de ellos. Le hubiera dado los buenos días a mamá y le hubiera agradecido por el plato de huevos revueltos que puso frente a mí. Hubiera obedecido su orden de no ir a la fiesta de Kesha y no hubiera peleado con ella. No la hubiera retado poniéndome esos shorts tan cortos y, antes de que las ratas nos invadieran, le hubiera dicho que la amaba.
De pronto, el hambre desaparece y es cambiada por un feroz sentimiento que hace que mis ojos escuecen y me sofoque. Entonces me digo: «Esto no es real. Es solo un sueño. Solo un simple sueño. Despertaré pronto». He instantáneamente las ganas de llorar desaparecen y vuelvo a sentirme bien, porque sé que esto no es real. Y también me digo, mientras Magda termina de preparar los huevos y todos se levantan para recibir su plato, que cuando despierte me encargaré de decirle a mamá cuánto la amo. Y que me perdone. Y que no fue mi intención herirla.
Sí, lo haré. Cuando despierte de este sueño.
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