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Hoy es un día importante; nos lo han estado repitiendo durante semanas. Este día, diecisiete de enero del año 2035, marcará un cambio transcendental en nuestras vidas. El gobernador Augustus Rhys lo llamó la Nueva Era ayer por la noche en televisión abierta. A las ocho en punto, en todas las pantallas de Avox, trasmitieron su anuncio en vivo. Sus palabras exactas fueron: «Es el momento de un cambio para todos nosotros. El cambio que necesitamos para vivir por fin en paz y armonía. Sin enfermedades, delincuencia y contaminación. El cambio que hará que nuestro planeta se recupere de la devastación. Ciudadanos, ¡esperemos con ansias la Nueva Era!».
Sus últimas palabras fueron atronadoras, retumbaron por toda la ciudad y después le siguió un coro de aplausos y gritos eufóricos. Yo me encontraba con Kesha, mi mejor amiga, en la Plaza Central buscando pulseras y anillos que combinaran con los vestidos que nos pondremos para la fiesta a la que iremos el viernes. Kesha hundía las manos en una caja repleta de anillos escudriñando el que más le gustara. Me platicaba algo, la escuchaba a mi lado parloteando sin parar mientras todos tenían sus vistas puestas en la inmensa pantalla en el centro de la plaza. Pero yo no le prestaba atención a Kesha; sino que estaba absorta oyendo las palabras del gobernador Augustus y tratando de entender a qué se refería con «cambio» y «Nueva Era».
Su discurso estuvo muy arraigado en mi mente mientras dejábamos la plaza central y cada una se dirigía a su casa. Por la noche no dejé de pensar en la palabra «cambio», y al despertar fue el único tema de conversación entre mis padres mientras repetían que hoy era un día importante. Pude notar en sus semblantes la satisfacción que esta noticia les causaba. Pero evité el impulso de preguntarles a qué cambio se había referido el gobernador Augustus.
Todos en las calles hablan sobre el cambio y la Nueva Era. Todos sonríen y se puede palpar en el ambiente el ánimo que existe. Por un momento, todos parecen olvidarse del principal problema que nos agobia a diario: el calentamiento global.
Al llegar a la preparatoria, Kesha entrelaza su brazo con el mío y con la otra mano empuja a la gente que se interpone en nuestro camino. Hay una larga fila de adolescentes que se extiende cada vez más y dos guardias al principio anotan los datos de cada uno.
—¿Qué sucede? —pregunto.
Kesha nos ha guiado al final de la fila. Se observa las uñas con desinterés, dándole poca importancia al asunto.
—Nos harán un examen —responde.
—¿Para qué?
—Yo qué voy a saber. Está relacionado con el cambio o algo así.
Veo a cuatro chicos salir de la carpa improvisada que han armado, entonces los guardias hacen pasar a los siguientes cuatro en la fila. No tardan demasiado tiempo adentro, quizá cinco o diez minutos.
La curiosidad me hace preguntarme para qué es este examen, y qué tiene que ver con el nuevo cambio que se nos promete.
—Kesha. —Se gira hacia mí y levanta una de sus rubias cejas como diciendo: «¿Mmm?»—. ¿Estás nerviosa?
—¿Debería estarlo?
No quiero llamar la atención del chico detrás de nosotras con mis palabras, por lo que me acerco a ella y susurro:
—No lo sé. Es solo que... —Decírselo a ella ya no resulta conveniente. Seguro me tomaría por loca—. Nada, olvídalo.
Rueda los ojos como siempre que algo le exaspera, y antes de voltearse al frente me dice:
—Estás estresada. Después del almuerzo vamos a nuestro escondite para que te relajes.
Quería decirle que yo sí estoy nerviosa por este nuevo cambio, y que la palabra «Nueva Era» suena en mi cabeza turbadora y desconocida. Pero estoy segura de que se reiría de mí o me diría que soy una paranoica.
Cuando nuestro turno llega, mis manos sudan y siento un retortijón nervioso en el estómago. Uno de los guardias abre la cortina para que entremos, y ya adentro una mujer me toma firmemente del brazo para conducirme a un cubículo. Kesha es dirigida a otro contiguo al mío, y antes de entrar me lanza una de sus sonrisas arrogantes.
La mujer cierra la puerta del cubículo y aleja su mano de mi brazo. Hay una camilla, una computadora fijada en la pared y un estante con recipientes sin etiqueta; las cuatro paredes son grises y es lo suficientemente grande para que ella se pueda mover con facilidad escogiendo frascos.
—Recuéstate.
Obedezco.
Discretamente froto mis manos en la falda del uniforme y las coloco sobre mi estómago. Suspiro, llenado el silencio a excepción de los frascos de vidrio chocando unos con otros.
—Tu nombre —pide.
Más bien dice «Tuc nombe», con ese peculiar acento que solamente poseen las personas de Petrox.
—Francis Alcock —contesto.
—Edad.
—Diecisiete años.
Apunta algo en una libreta que antes no le había visto y me examina de pies a cabeza para volver a escribir frenéticamente.
—El examen consiste en un ensueño, el cual tendrás que aprobar.
Quiero preguntarle decenas de cosas, porque nunca antes he sido sometida a un ensueño, pero no me da tiempo a replicar. Me entrega un pequeño frasco con un líquido rojizo, lo agarro entre mis dedos y lo miro vacilante.
—Bebe.
Me lo tomo de un sorbo. Tiene un sabor agrio a medicinas y me escalda la lengua. Ella me quita el frasco de las manos y se queda quieta frente a mí.
—¿Y ahora qué? —inquiero.
No responde.
Cruza los brazos y me observa. Me siento extraña bajo su mirada, pero cuando quiero volver a abrir la boca para hablar, siento las extremidades pesadas y ella va perdiendo forma, hasta que desaparece y todo se vuelve negro.
Cuando todo vuelve a esclarecerse ya no estoy en el cubículo de paredes grises con la mujer de Petrox. Estoy de pie en un cuarto de paredes metálicas que me reflejan distorsionada. Percibo un ruido continuo, como el de una maquina encendida, y del techo pende una bombilla deslucida que titila cada cierto segundo. Se apaga, y todo queda en oscuridad. Permanece así por unos minutos. Y al volverse a encender algo cambia. La pared frente a mí se convierte en un muro de malla metálica. Detrás de ella vislumbro cajas apiladas. La bombilla intensifica su luz y veo un bulto tirado en el suelo.
Parece... un humano.
Me acerco uno, dos, tres pasos.
La persona está hecha un ovillo, su espalda se mueve al respirar y emite un resuello constante.
Está vivo.
Me acerco cuanto puedo a la malla metálica sin hacer ruido. Sus ropas son harapos mugrientos y al quedar al tope de la malla percibo un nauseabundo olor, como a putrefacción y sangre.
—¿Se encuentra bien?
Al escuchar mi voz se levanta de un salto y se precipita a la malla metálica, zarandeándola con sus huesudos dedos y gritando balbuceos incomprensibles. Sus ojos se fijan en mí e intenta atravesar la malla para alcanzarme.
Me alejo jadeando, no solo por su repentino movimiento; sino por el corrompido estado en el que se encuentra. La piel se le cae a pedazos y de su boca emana sangre a chorros. Grita tan fuerte que me lastima los oídos, pero parece más a los gruñidos de un perro rabioso. Más que humano, parece un animal colérico.
Me alejo tanto como puedo, hasta que mi espalda choca con la pared opuesta. Me llevo una mano a la boca para sofocar un grito. La luz de la bombilla vuelve a titilar. Me quedo en repentina oscuridad por unos segundos, y cuando vuelve a encenderse, la malla metálica ha desaparecido y ahora el humano desfigurado corre hacia mí.
En menos de un segundo lo tengo sobre mí. Lanza alaridos que me estremecen e intenta morderme. Busca mi piel descubierta, pero yo hago acopio de toda mi fuerza para alejarlo. Me da repulsión tener que tocarlo. Mis manos se manchan de su sangre y al querer apartarlo una capa de piel se desprende de su cuello. Me asquea, pero mi miedo es más grande.
Armándome de valor lo tomo de la cabeza mientras se zarandea frenéticamente y lo lanzo a un costado. Quiero correr lejos de él, pero me encuentro en un reducido espacio. Retrocedo hasta que mi espalda choca con otra pared y vuelvo a tenerlo intentado morderme. Lo empujo con mi pie fuertemente y cae al suelo con un sonido abrupto. Por un instante parece desorientado, así que sin pensarlo dos veces lo pateo. La carne se desprende de su cuerpo y puedo notar los órganos internos. La sangre me mancha la ropa y las manos. Y solamente cuando me he quedado sin fuerzas es cuando dejo de patearlo y me dejo caer en el suelo manteniendo la mayor distancia posible de esa cosa.
Ya ni siquiera estoy segura de que sea un humano.
No se mueve. No respira.
Me pregunto si lo mate. Pero cuando estiro mi pie para sacudirlo todo se vuelve negro y a los segundos vuelvo a estar frente a la mujer de Petrox.
—¿Qué fue eso? —pregunto.
Miro mis manos, las cuales están limpias; no tienen sangre. Trago duro. Escucho los latidos de mi corazón en los oídos.
—Un ensueño —responde con obviedad.
—Había una persona... Estaba enferma... Intentó morderme.
—Así es. —Vuelve apuntar algo en su libreta—. Ya puedes salir, Francis.
Es la primera vez que dice mi nombre. Sus ojos carecen de comprensión; no entiende lo que estoy tratando de decirle.
—Tenía un aspecto... aterrador.
—Lo vi. —Señala la computadora—. El examen ha terminado. Puedes salir.
Me bajo de la camilla. Mis piernas flaquean, pero logro llegar a la puerta.
—Al menos dígame si lo aprobé.
—Lo hiciste de maravilla. —Sonríe, pero el gesto no toca sus ojos—. Alégrate, Francis. Aprobaste el examen.
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