Capítulo 4 - Desconexión
Motivos surferos y muebles de mimbre decoran la exótica pero no demasiado espaciosa cafetería. Recuerda a uno de esos locales al lado del mar, donde el graznido de una gaviota y el sonido de las olas al romperse contra las rocas son lo único que se oye de fondo entre charla y charla. En la barra, un camarero disfrazado de marinero enciende la cafetera, y todo el lugar se impregna del olor a grano recién molido.
Abigaíl mira aburrida el holograma reflejado en una de las ventanas. Son dos delfines saltando en un ciclo infinito, cerca de una playa de fina arena y agua translúcida. Los rayos del atardecer se ven reflejados en la superficie marina, hasta se pueden apreciar las sombras de pequeños peces jugando entre las olas. Parece tan real que cuesta creer que sólo saliendo por la puerta aparezcas en una calle peatonal como otra cualquiera, pero la joven lleva tanto rato mirando que se ha aprendido los repetitivos movimientos de la imagen: una pirueta y dos saltos de los delfines, la gaviota echando el vuelo y una enorme y repentina ola que lame con fuerza la arena. La escena se repite y se repite en el cristal imaginario, y la sume en una relajada y constante monotonía.
Hasta ese logrado holograma es más interesante que la conversación que tiene lugar enfrente de ella. Su acompañante, un joven de ondulado pelo oscuro y ojos verdes, no ha parado de hablar de sí mismo desde que se han encontrado. Abby empieza a arrepentirse de haberse apuntado a una de las típicas 'Citas a ciegas'. Sabe que sus padres se conocieron de esa forma, igual que la mayoría de las parejas de La Red, pero más le vale estar soltera si el amor de su vida va a ser alguien como el egocéntrico joven, del que ya ha olvidado su nombre, que charla sin descanso mientras sorbe ruidosamente un batido de piña.
"Me pregunto cómo puede beber y hablar a la vez."
Este burlón pensamiento hace que una media sonrisa aparezca en su rostro.
– ¿Y tú qué haces, Abigaíl, estudias o trabajas? – arrastra las sílabas en un vano intento de parecer un conquistador, pero recuerda más a un lagarto.
– Me estoy especializando en Cuidadora – le mira fijamente a los ojos, esperando un signo que muestre la desaprobación por la respuesta que acaba de dar.
Ahí está. Una ligera mueca de asco antes de mostrar una sonrisa falsa y chillar, como si le hubiesen dado una gran noticia:
– ¡Qué interesante!
Abby lanza un hondo suspiro. La cita está perdida.
La joven está tan acostumbrada a esa reacción que casi ha olvidado otro tipo de respuesta, si alguna vez la ha habido. En cuanto explica lo que piensa hacer la gente muestra una expresión entre desagrado y curiosidad, como si se encontrasen ante un raro espécimen de insecto, una rara avis difícil de observar en cautividad.
Nadie entiende su pasión por trabajar fuera de La Red, y esto la desespera. Está ya acostumbrada a frases como '¡ni que fueras una pobretona!' o '¿es algún tipo de castigo?'. Recuerda perfectamente a su tía Margot, una mujer acostumbrada a una vida llena de comodidades y obsesionada con el poder y el dinero, el día que anunció qué era lo que iba a estudiar.
Estaban comiendo un rico faisán cuando comentó alegremente que la habían admitido. Margot casi estuvo a punto de desmayarse del disgusto y su padre tuvo que ayudarla a no perder el equilibrio y caerse de la silla. Mirándolo con profundo desagrado, todavía con el pulso acelerado, le reprochó:
– ¿Ésta es la educación que les das a tus hijos? ¡Bárbaros! ¡Has criado unos bárbaros!
Desde entonces no han vuelto a comer en casa de su tía.
Con el tiempo comprendió que no podía lucir demasiado de su futuro trabajo, pero sigue sin entender la mentalidad cerrada de los habitantes de Erial, que tan abiertos se muestran para otro tipo de cosas.
Los Cuidadores forman parte de un pilar fundamental en la sociedad, y además es un trabajo muy bien pagado y simple: sólo deben de cuidar como a sus propios hijos a los niños que todavía son demasiado pequeños como para sobrevivir al implante del GG300, para después entregárselos a sus verdaderos padres.
La mayoría de las personas olvida esa etapa de sus vidas, esos años desconectados de la humanidad junto a personas que no son sus padres pero que les ha visto nacer, dentro de las bolsas maternas artificiales que Abigaíl ha tenido la oportunidad de ver en una de sus clases.
Ella tampoco recuerda esa etapa vívidamente pero, por alguna extraña razón, siente que fueron unos buenos años. No puede evitar entristecerse por haberlos olvidado.
Devolviendo la sonrisa falsa al muchacho enfrente de ella, le anuncia:
– Ha sido un placer, pero creo que debería irme ya.
Se levanta dispuesta a irse, pero el joven la sujeta por la cintura, sonriéndole con repentina lascivia.
– No te vayas todavía. Acabamos de empezar – su mirada se vuelve pícara al deslizar su mano por debajo de la cintura.
Abigaíl está a punto de zafarse de él cuando un pitido estridente le inunda al cerebro. Se toca vagamente la oreja, intentando averiguar qué ocurre, pero el pitido proviene de fuera y de dentro a la vez, y no hace más que aumentar.
Cerca de donde están, un cristal se rompe en pedazos y la camarera que les atendía se tira al suelo, imponente, llevándose las dos manos a las orejas. El resto pronto empieza a imitarla. Algunas personas emiten gemidos que la joven sólo puede intuir por el movimiento de sus labios, otras empiezan a llorar de dolor. El sonido crece en intensidad y es imposible oír nada más.
A su lado, el baboso acompañante parece haberse quedado en estado de shock, con los ojos abiertos de par en par. Sus verdes pupilas están dilatadas y ha empezado a temblar, zafándose de ella como si ya no pudiese verla.
La cafetería está siendo arrasada por un viento invisible, a Abigaíl le rodea un mundo impreciso de sombras y gritos. Incapaz de oír siquiera el sonido de su propio corazón, cae al suelo mareada. El frío empieza a rodearla, el mundo gira a su alrededor. Cree oírse chillar, pero no está segura de si esa es su voz o la de otra persona.
Agotada y aterrorizada, se tapa los oídos y cierra los ojos, esperando que todo acabe.
El sonido cesa repentinamente, pero Abby no se atreve a mover ni un músculo. Sigue tapándose las orejas, con la sensación de que en cualquier momento el pitido puede volver a aparecer. Algo cálido recorre su mano derecha, tiene la palma pintada de rojo. Un fino hilo de sangre fluye desde su oreja derecha, pero Abigaíl no comprende qué se ha roto exactamente, ni siquiera intenta planteárselo. Está ensimismada con el líquido oscuro. Es la primera vez que ve sangre de verdad.
Al sentir una mano sobre su hombro pega un brinco de sorpresa. Es su hermano, que la mira con la misma cara de terror que ella debe de tener en ese momento. Estos primeros y angustiosos minutos fuera de La Red se hacen eternos, y casi parece que llevan horas horas observándose como nunca lo han hecho, buscando una respuesta en el rostro del otro.
Sólo la respiración agitada de ambos y la sangre, todavía caliente, que recorre la mejilla de la muchacha hasta caer en un salto de fe al sofá, se oyen en este silencio de apariencia eterna que acaba de formarse.
Repentinamente, todo se ve interrumpido por un sonido cavernoso, una llamada de auxilio que rompe de golpe el silencio. Su madre, con la oreja también ensangrentada y los ojos vidriosos, intenta murmurar algo y extiende las manos hacia ellos, pero no tiene fuerzas y cae bruscamente sobre el frío suelo.
Poniendo rápidamente su cabeza entre las piernas, Abigaíl mira a los ojos azules de su madre, que buscan a sus hijos sin encontrarlos.
– ¿Qué le pasa a mamá? – pregunta el pequeño en un gemido, mientras las lágrimas empiezan a atenazarle.
– Calla, Leo – ordena su hermana, intentando ordenar sus ideas y averiguar qué hacer en tal situación –. Mira cómo se encuentra papá.
Abigaíl aparta el pelo rubio de su madre, que empieza a mancharse con la sangre de su rostro.
Su padre no da señales de vida. Leo intenta despertarlo, lo llama suavemente, pero no obtiene respuesta. Sus ojos están cerrados, como si estuviese dormido en un sueño muy profundo. Sin poder evitarlo, el niño empieza a aumentar el tono de su voz, hasta que se convierte en un grito desesperado.
– ¡Despierta, papá! ¡Despierta! – le zarandea entre lágrimas.
Su madre, con la mirada perdida, tose e intenta levantarse para estar cerca de su marido. Sólo consigue caer de nuevo, con todas las fuerzas perdidas.
– Para... para... –su mano sostiene la de su hijo, que la mira con ojos ausentes, sin querer comprender lo que ocurre. No consigue que más palabras salgan de su boca.
Abigaíl se acerca y, con la inocencia de quien nunca ha visto a la muerte cara a cara, pregunta:
– ¿Está muerto?
Nadie contesta, pero la respuesta se intuye. La joven cae entre los dos, dejándose mecer por la mano de su madre sobre la espalda. Ella no llora, intenta ocultar su dolor, pero no puede evitar apoyarse en Abigaíl y cerrar los ojos, cansada. Su rostro muestra un intento de sonrisa al murmurarles:
– Os quiero...
Su respiración se vuelve cada vez más lenta, hasta que Abigaíl deja de oír ese sonido ronco y estropeado que emitía en la nuca. Sin mediar palabra, arrastra a su madre inerte hasta sentarla de nuevo en el sofá, junto a su esposo, y cierra sus ojos sin vida con suavidad. En esa postura parecen dos amantes dormidos, sin el dolor reflejado en sus rostros.
Su hermano, con los ojos rojos de tanto llorar, intenta contener las lágrimas, pero le es imposible. Se abraza a su hermana y deja que le acune en sus brazos. Ella también llora, y las lágrimas se entremezclan con la sangre reseca.
Entre gemidos, el niño no deja de repetir:
– Todo esto es mi culpa. Todo esto es mi culpa.
Abigaíl no comprende qué quiere decir, sólo nota lo hundido que se encuentra. Le acaricia su pelo cobrizo y suave, besando su frente para calmarle. Ella también se siente alicaída y perdida, intentando asimilar lo ocurrido. Observa fijamente los ojos oscuros e infantiles de Leo, llenos de tristeza, y comprende que sólo se tienen el uno al otro.
Y le abraza aún más fuerte.
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