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Capítulo 1 - El niño que no dormía


La habitación huele a hospital, a limpieza extrema, intentando por todos los medios ocultar el aroma putrefacto. Es ese tipo de olor desagradable que marea e incomoda. El ambiente, cerrado y frío, se complementa como un puzzle con el hedor a rancio. Igual que el que acostumbra su visión a la oscuridad y luego, ante la brillante luz solar, siente arder sus ojos, los habitantes de este lugar llevan conviviendo tanto tiempo con ello que ya ni les molesta.

También el catre de aspecto duro, las paredes sin ventanas de color ceniciento y el pequeño armario blanco empotrado en una esquina parecen sacados de una dimensión triste y apagada, donde la gama de colores se ha visto reducida al blanco y al negro.

El aspecto del lugar no le importa a Abigaíl, que duerme tranquilamente entre las sábanas sin nada que pueda importunar su descanso. Su cabello rubio, cortado por encima del hombro, hace que parezca más pequeña de lo que aparenta con sus dieciocho años recién cumplidos.

Su sueño es ligero, de esos que mantienen fresco pero no dejan completamente satisfecho. Como el resto de los habitantes de Erial, la joven nunca ha dormido realmente. Nunca ha soñado.

Por su carácter imaginativo y rebelde, que durante tantos años sus padres se han empeñado en pulir sin resultado, seguro que no dormiría tan tranquila si alguna vez, por casualidades del destino o puro milagro, un sueño hubiese cruzado su mente dormida. Durante meses, años quizás, intentaría volver a vivirlo, al igual que esos amantes que, empeñados en no aceptar el fin de un amor, se aferran de manera insana a algo que fue pero ya no es.

Por suerte duerme ajena a todo esto, y sólo esa parte oculta en cada naturaleza humana parece añorar lo que nunca ha tenido.

La casa debe de haber sido diseñada por un arquitecto sin un ápice de imaginación. Habitaciones estrictamente iguales conectadas por pasillos estrechos, paredes de un color ceniciento tan simples que ni una ventana puede encontrarse. Y así son todas y cada una de las casas de Erial; pequeños habitáculos donde residen las personas apiladas ordenadamente. Todo es lo mismo, nada destaca.

Lo único diferente en la casa de Abigaíl es su hermano. Lo que hace diferente ese lugar del resto es un niño que no duerme por las noches.

Su mirada es cansada y triste, demasiado seria para unas facciones todavía aniñadas. Tumbado en la cama mira al infinito, esperando que ocurra de una vez lo que tanto ansía: poder dormir.

No es la primera vez que Leo no duerme. Lleva despertándose durante meses en mitad de la noche, en esas horas donde toda la ciudad descansa, agotada por toda la actividad cerebral que se necesita para mantenerse conectado a La Red.

Ningún pariente ha notado el problema que sufre, y él tampoco lo ha comentado. Cuando toda su familia se despierta, exactamente a la misma hora, el pequeño ya les está esperando, intentando ocultar su mirada cansada con una sonrisa falsa en el rostro. El resto, con los ojos legañosos y la mirada vacía, le observa sin notar las ojeras que empiezan a mostrarse en Leo.

El niño prefiere guardarse el secreto, sin nadie en quien confiar lo suficiente para comentárselo y desahogarse. Debe de ser el único habitante de la ciudad que padece insomnio, y eso le hace tener miedo. Como todos, el también ha escuchado las historias. Sabe qué son los defectuosos.

Helena, que siempre se sienta junto a él en clase, le contó una vez que a su padre empezó a fallarle el GG3000 y un día sin previo aviso unos hombres aparecieron y se lo llevaron a la fuerza. Nunca volvió a saber de él.

Leo no quiere ser como el padre de Helena, no quiere que ese fastidioso chip que todo el mundo tiene implantado al cerebro para poder conectarse a La Red empiece a fallar y le hagan desaparecer. Por eso guarda el secreto e implora cada día para que nadie note su falta de sueño y le delate a las autoridades. Nadie sabe qué ocurre exactamente cuando te hacen desaparecer, pero algo si está claro: ser un defectuoso significa la muerte.

La única persona que conoce el problema del niño es ConejoBlanco, y Leo duda de su existencia. Esa es la razón por la que confía en él, porque algo en su interior le dice que posiblemente no sea real, que sólo es un producto de su mente.

ConejoBlanco no apareció la primera noche, cuando se despertó empapado de sudor y no se atrevió siquiera a moverse de la cama, ni en las siguientes que vinieron después, al empezar poco a poco a investigar.

Lo primero que hizo al salir de su habitación fue intentar conectarse a La Red, pero a esas horas se mantenía apagada y era imposible. Después pasó noches enteras observando a sus padres y a su hermana dormir, embelesado con el movimiento de sus cajas torácicas, que subían y bajaban suavemente al ritmo de su respiración. También llegó a plantearse intentar salir de ese lugar que llamaba hogar, pero Leo era un cobarde y no quería arriesgarse a averiguar qué había tras los muros protectores.

Su amigo apareció cuando sus investigaciones finalizaron por completo y llegó el aburrimiento.

Tumbado en la cama con los ojos cerrados, en un intento infructuoso de poder dormir, empezó a oír un sonido musical. Una única nota, una melódica La que se repetía una y otra vez, como si le llamase. Nervioso e intrigado, Leo abrió los ojos para descubrir de dónde provenía el sonido. Y fue entonces cuando volvió a conectarse a La Red.

Estaba en una habitación desconocida. La pintura de las paredes empezaba a desconcharse y por todos lados descansaban cuadros abstractos de colores vivos y llamativos, puestos ahí en un vano intento de tapar las imperfecciones de la pequeña sala. Enfrente de él una ventana dejaba entrar la luz del sol, que iluminaba un viejo escritorio de madera donde un ordenador anticuado, como los que había visto en la excursión que hizo con el colegio al museo, se mantenía encendido, emitiendo esa única nota de llamada.

Acercándose poco a poco a la máquina, pudo apreciar la aplicación abierta de un chat que ocupaba la mitad de la brillante pantalla, como las que utilizan normalmente en La Red cuando no puede hacerse una videollamada.

En ese entonces Leo ya dudó de si aquello era real o una ilusión. Sentándose en la silla mugrienta que había junto al escritorio, intentó acomodarse para observar más de cerca el misterioso mensaje que, sin dejar de parpadear, le incitaba a participar.

Sólo hay un único usuario conectado. Lee su nick, escrito en letras doradas y cursivas, y suelta un bufido. Nadie en su sano juicio se pondría de nombre ConejoBlanco.

Sin estar muy seguro de sus actos, acerca el teclado pasado de moda y escribe:

"Hola."

Largos y angustiosos segundos pasan hasta que el misterioso personaje contesta:

"Hola, Leo."

"¿Quién eres?"

"Me llamo ConejoBlanco."

Esa contestación irrita al niño por alguna razón.

"Eso no es un nombre."

"No, pero me gusta que me llamen así."

Leo siente la necesidad de irse y dejar la conversación a medias, pero la curiosidad se lo impide.

"¿Por qué te llamas así?"

"Leo, ¿has oído hablar de la pequeña 'Alicia en el País de las Maravillas'?"

"No."

"Es una pena. Me recuerdas a ella, por eso me gustas."

Ignorante de la verdadera historia, el pequeño pensó que Alicia debía de ser una persona real.

"¿Por qué?"

"Porque tú, igual que ella, te sientes fuera de lugar y deseas escapar. Y yo, querido amigo, soy el conejo que te llevará al País de las Maravillas."

Durante días ConejoBlanco le habla de libros que él no ha leído y sensaciones que no ha sentido. Habla de cómo es sentir la lluvia sobre la piel desnuda, o de la arena que cae desde sus dedos al suelo, pero evita esquivo las preguntas que el niño realiza sobre su vida privada.

A cambio Leo le cuenta cómo era su vida en La Red, cómoda pero un tanto desdichada, y entonces su amigo le proponía viajar al País de las Maravillas. Una oferta que el niño siempre rechaza amablemente.

Como si fuera un pulso imaginario, los dos compiten por defender su mundo, sin haber un claro vencedor.

Aquel misterioso personaje se le antoja ahora más real que su propia vida. De día añora esas conversaciones nocturnas donde confiesa sus miedos y temores. Leo agradece tener alguien con quien compartir gustos y anécdotas pero, a pesar de sentirse a gusto con su nuevo amigo, cada vez está más seguro de que su compañero de insomnios es el causante de su falta de sueño.

Por una parte, Leo desea que llegue el día en que pueda volver a dormir de un tirón, pero también sabe que eso significaría el fin de su amistad con Conejo Blanco.

Al llegar el día, cuando el resto de la familia despierta, todos van directos al salón comunitario. Embutidos en un mono térmico gris, empiezan a hacer las monótonas actividades que deben realizar obligatoriamente antes de conectarse a La Red.

Junto a un enorme sofá de color crema hay una vitrina donde se almacenan ordenadamente varios botes de pastillas multicolores. Unas son el desayuno y otras la cena, dándoles así la energía suficiente para sobrevivir un día más.

Irónicamente, la ciudad de Erial se vanagloria de haber erradicado la obesidad y el hambre. Día tras día se emiten anuncios donde explican sus logros, como intentando convencerse a sí mismos de que esas pastillas pueden sustituir realmente a una dieta bien equilibrada.

Con una enorme sonrisa de felicidad, que poco se compenetra con el lugar donde se encuentran, la familia se sienta en el sofá tras desayunar y se une a La Red, junto a cientos de personas más.

Si alguien del pasado viese entonces la escena, seguramente pensase que se encuentra delante de una familia bajo los efectos de alguna droga tranquilizante, y quizás esa idea no estuviese tan alejada de la realidad.

La Red les otorga algo que no tienen: una simulación de la realidad casi perfecta. Los niños acuden a la escuela, los adultos a su trabajo, y todo da la sensación de estabilidad. El sol alumbra pero no acalora, el café cruza la garganta ni demasiado frío ni demasiado caliente y el contacto humano parece tan real que nadie se plantea cómo serán esas personas fuera de la máscara virtual que las cubre.

Es la obra maestra del ser humano. Aquello en lo que han trabajado durante años, que les mantiene comunicados entre todos y donde puedes ser quién quieras y hacer lo que desees si tienes el dinero suficiente.

La Red ha creado un mundo perfecto e ideal que sólo termina cuando ese pequeño granito implantado en tu cabeza deja de funcionar.

Entonces te conviertes en una cáscara vacía y hueca.



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