6. Se mueve con la misma gracia que un potro recién nacido.
Me aburro como una ostra. Gracias a que Byron me ha fastidiado la bebida y el pequeño momento con Nelson, éste, mantiene una distancia prudencial durante el tiempo que estoy con ellos. O puede que sea por mi primo, no estoy segura. La cosa es que llevo dando tantas vueltas con el dedo al refresco que tengo en el vaso, que creo que ya le he quitado todo el gas existente. Genial, además ya no está ni frío. Miro a mi alrededor, cabreada por tener que ver cómo todos están borrachos y riendo por cualquier cosa.
No necesito alcohol para pasármelo bien. Pero, joder, ser la única persona serena entre una manada de jugadores borrachos no tiene ninguna gracia.
Dana, con lo buena y amable que es, ha intentado integrarme en la conversación que tiene con Vicky. Pero como yo no soy una chica que dedique mucho tiempo al maquillaje, la moda, y toda esa parafernalia, me he aburrido de fingir interés y me he dedicado a escuchar a los chicos hablar sobre fútbol. Algo que tampoco me hace especial ilusión, pero bueno.
No es que no me guste el deporte, es más, hasta que mi vida se convirtió en una montaña rusa de idas y venidas, yo formaba parte del equipo de gimnasia rítmica de mi instituto. A día de hoy, aprovecho para salir a correr casi siempre que puedo.
Jo, echo de menos el estrés antes de un campeonato, la sensación de ganar tras un esfuerzo sobre humano, y el compañerismo que veo en este equipo. ¿Por qué narices tuvo que casarse mamá con un hombre que viaja tanto?
«Ostras... ¡Mamá!»
Me llevo la mano al bolsillo del pantalón y saco el móvil. Lo he apagado antes de llegar aquí, costumbres tontas. Costumbres, que desearía no tener en cuanto lo enciendo y veo un montón de mensajes saturando mi buzón. Es mi madre, que debe de estar hecha un basilisco. Será mejor que no escuche los mensajes de voz ni lea lo que me ha escrito en los otros quince mensajes de texto. Si lo hago, no seré capaz de encontrar el valor suficiente para llamarla.
Me levanto del sofá donde estamos todos reunidos y me excuso diciéndole a Dana y Allan que tengo que llamar a mi madre. No se me pasa por alto la risa burlona que me lanza Byron. Seguro que tener que dar explicaciones a su madre ya no es algo que él haga desde hace años.
¿Qué le vamos a hacer? Sigo teniendo dieciocho. Además, tampoco me avergüenza que mi madre se preocupe por mí. Lo que me avergüenza es mi comportamiento por tenerla preocupada. Si es que... joder, ya me vale.
Le lanzo un saludo rápido a Jay, que ha salido casi detrás de mí para hablar con un tío bastante borracho que está en la puerta.
Mamá responde al segundo toque, y yo agradezco que en el jardín no allá mucha gente y así poder oírla cuando dice:
— ¡¿Dónde estás?! ¡¿Estás bien?!— su voz es una mezcla de angustia y cabreo.
— Mamá, tranquila. Estoy bien. — oigo que suspira. Ahora que ha oído mi voz, estoy segura de que todas sus hipótesis sobre un posible accidente o secuestro han desaparecido. Por eso, me adelanto a su inminente cabreo excusándome apresuradamente. — No he podido llamarte antes porque Allan y Dana me han hecho una encerrona. Me han traído a una fiesta sorpresa. — Le echo toda la culpa a mi primo porque sé que no le importa cubrirme en estas cosas. Además, me lo debe por estar borracho y hacerme aguantar a sus amigos, también borrachos. ¡Incluso Dana está pedo!
— ¿Cómo que en una fiesta? ¿En una universitaria? — a mamá no le importa que vaya de fiesta, sabe de sobra que nunca llego a casa borracha y que soy responsable. O eso le he hecho creer, claro. Aun así, sé que para ella no es lo mismo dejarme salir y estar allí, despierta y en guardia a la espera de mi llegada, que estar a kilómetros de distancia y no comprobar que su niña llega sana y salva a casa.
— Sí, mamá. Pero no te preocupes. Estoy con Allan, Dana, Jay, Byron... Ah, y tengo a todo un equipo de fútbol americano vigilando que no me pase nada.
Mamá ríe al teléfono, más tranquila.
— Vale, cielo. Pero no vuelvas a darme estos sustos, ¿vale? He estado a punto de coger el primer vuelo hacia Los Ángeles. Menos mal que Grace me ha puesto al tanto.
— Oye, pues si ya lo sabías ¿para qué te preocupas tanto? ¿Tenías envidia? — bromeo, lo que provoca otra risa de mi madre.
— Ains...— suspira. — Mi tiempo ya pasó, preciosa. Ahora es el tuyo — la nostalgia impregna su tono hasta el punto de poder imaginar su cara al borde del llanto.
— Mamá, ya hablamos de esto. Iré a visitarte siempre que pueda y tú tendrás la excusa perfecta para volver aquí de vacaciones. — le recuerdo.
— Lo sé, pero es que te echo tanto en falta, mi niña. — «Ay Dios. Otra vez no.» Oigo cómo sorbe por la nariz y confirmo que está llorando. Por un momento, la culpabilidad por irme tan lejos de ella me atraviesa. Pero es solo eso, un momento, porque mamá no tarda en quitarle hierro al asunto. — Bueno, no pasa nada. Estaba claro que tarde o temprano tendrías que volar del nido.
— No te quejes tanto, encima he sido considerada y me he ido al nido de tu hermana — bromeo y mamá suelta una carcajada.
— Cierto. Y, ahora, quiero que disfrutes y te conviertas en la escritora que siempre has querido ser. Eso sí, no te olvides de que tienes una madre a la que llamar, eh.
Ambas reímos al teléfono como dos idiotas. Sé que voy a echar en falta su compañía, su amor y sus consejos en más de una ocasión. Por no decir siempre, claro. Aun así, me esfuerzo por no ser yo la que rompa a llorar cuando cortamos la llamada. Ay, esto de que tu madre sea una de tus mejores amigas a veces es una jodienda. Duele mucho separarse de ella.
Meto el móvil en el bolsillo trasero de mi pantalón, me enjugo las solitarias lágrimas que amenazan con escapar, y...
«¿Dónde coño estoy?»
Joder. Yo y mi puñetera manía de andar mientras hablo por teléfono. ¡Seré gilipollas! He estado al menos media hora colgada al teléfono, lo que supone una media hora andando a la deriva.
Miro a mi alrededor en un vago intento por orientarme, pero no me sorprende no reconocer nada. Conozco bastante bien la ciudad, sí, pero es evidente que mamá y tía Grace nunca me trajeron por estos lares universitarios cuando era niña.
A regañadientes, recurro a la opción más lógica. Cojo de nuevo el teléfono y marco el número de mi primo.
— Amberrrr — la manera en la que pronuncia mi nombre me deja saber que se ha bebido otras tantas cervezas más desde que me he ido. — ¿Por qué me llamas al móvil si estás sentada en....? — imagino que está mirando el sofá y comprobando que ya no estoy donde el recuerda haberme visto. — ¡¿Dónde narices estás?!
¡La madre que lo parió! Para ser tan protector conmigo cuando está sereno, he de admitir que estando borracho es un completo irresponsable.
— ¿Ocurre algo? — escucho la voz de Dana al otro lado del teléfono. — Es Amber. No sé dónde está. — le explica. Le digo que yo tampoco sé dónde estoy, a lo que el responde en un grito histérico. — ¡¿Cómo que no sabes dónde estás?! ¡¿Qué hay a tu alrededor?!— ojeo el perímetro mientras Allan despotrica a mi oído sobre lo irresponsable que es andar sola en la calle durante la noche.
— Vale, esta calle me suena. Creo que puedo llegar a casa andando.
— Ni de coña — bufa Byron.
«Pero ¿qué?»
— Allan. ¿Has puesto el manos libres? — alucino.
— Sí, sí lo he puesto — confirma. — Quédate dónde estás que ahora va Byron a buscarte.
— ¡Y una mierda! No pienso subirme al coche de nadie que haya bebido.
— Yo no he bebido, petarda. Te recuerdo que he venido en coche. — la voz de Byron suena dolida, como si mi acusación le hubiese herido el ego.
Miro a mi alrededor, estrujándome el cerebro por recordar algo que me haga llegar a casa sin tener que ir a pie. Al menos así, Allan se quedará más tranquilo y no tendré que recurrir a Byron. No pienso montarme en su coche ni de coña.
Creo que el destino está de mi parte. A lo lejos, la inconfundible luz verde de un taxi se desliza hacia a mí.
— Nada, déjalo. Acabo de encontrar un taxi.
— No. Coño espera a ...— cuelgo la llamada dejando a Allan con la palabra en la boca, y corro hacia el taxi.
Cuando llego a casa, mi tía está en la puerta, tal y como le he pedido que haga. Yo no llevo ni un miserable centavo encima, así que he tenido que despertarla a telefonazos y rogarle que me esperase en la puerta para pagar al taxista. Evidentemente, me he tenido que inventar la excusa del siglo y decir que alguien se había puesto supermal en la fiesta, y que los responsables de Allan y Byron han tenido que llevárselo a casa.
No sé cómo, pero ha colado perfectamente. Creo que incluso he percibido una nota de orgullo maternal en la cara adormilada de mi tía. Allan me debe una muy gorda, desde luego. Y ya se lo he hecho saber mediante un mensaje.
Entrada ya la madrugada, sigo dando vueltas en la cama, incómoda, como una tortuga panza arriba. No pillo postura, no es mi cama ni estoy envuelta por el olor a vainilla de las velas aromáticas que mamá deja por toda la casa. Supongo que solo es cuestión de acostumbrarme, pero, aun así, creo que hoy no es un buen día para conciliar el sueño. Me remuevo un par de veces más, hasta que, al fin, asqueada, me levanto de la cama y me dejo caer sobre el mullido sofá que hace que mi ventana sea un precioso mirador.
No llevo allí ni medio minuto, cuando escucho las blasfemias de algún alma perdida en la noche. Vaya, pues no soy la única que no va a dormir hoy. Me apuesto el cuello, y no lo pierdo, a que si ese tío sigue gritando va a terminar despertando a todo el vecindario. Esto yo no me lo pierdo...
Abro la ventana y, aún tumbada sobre mi cómodo sofá, ojeo la calle en busca del personaje que tan alto grita. Su voz cada vez es más cercana, más alta y más... Familiar.
«¿Byron?»
Me levanto hasta quedar sentada, obteniendo una mejor vista de la extensa calle poco iluminada que se abre paso frente a mis narices. A los dos segundos, distingo la inconfundible figura de Byron trastrabillando por la acera.
— ¡Joder! — grita a pleno pulmón.
«¿Qué coño le pasa?»
No lo dudo un segundo. Es más, antes de darme cuenta, ya estoy enfilando la calle en su busca enfundada en un pijama bastante corto, dándome exactamente igual quién pueda verme. Una cosa es que él sea un capullo integral, y otra muy distinta, es que le permita ir así a casa de su madre. Con lo agradable y buena persona que es Shavanna. Supongo que, aunque Byron sea idéntico a ella en lo que al físico se refiere, en lo imbécil es clavadito a su padre. Creo que por eso se divorciaron hace dos años. El señor Roger Cox parecía muy majo, pero con los años se volvió un capullo drogadicto e infiel.
Me acerco a Byron, y aunque no he mostrado sigilo alguno hasta llegar a él, se sorprende al verme cuando escurro mis manos bajo sus axilas para ayudarle a mantener el equilibrio.
— Hey — murmuro. — Espero que hayas dejado el coche allí. — intuyo que sí, porque no lo veo por aquí y la casa de Byron está a unas cuantas casas más abajo. No tendría sentido haberlo aparcado tan lejos.
— ¿Qué coño haces aquí? — me ha costado todo un triunfo descifrar lo que ha dicho, pero lo he conseguido y creo haber notado también que no era una pregunta, sino un reproche.
Hago caso omiso a su tono y paso uno de sus brazos por encima de mis hombros. Es mucho más alto que yo, y de solo tener ese brazo enormemente musculado y tatuado sobre mí, me hace sentirme demasiado pequeña a su lado. Deslizo la vista por su piel tatuada, y me sorprendo llevando mis dedos a otra pequeña cicatriz circular camuflada por chorros de tinta. Esta vez, una flor de loto marchita cuyo pétalo más pequeño, envuelve la cicatriz en la parte interior de la muñeca.
«¿Qué le habrá pasado?»
Sacudo la cabeza y vuelvo al presente cuando oigo que repite la pregunta en un gruñido.
— Vivo aquí, Byron. — respondo a su pregunta, aunque ya lo sabe.
Bufa algo que ahora sí que no consigo entender. Tampoco me esfuerzo mucho, la verdad. Lo arrastro hasta la casa de mi tía y abro la puerta. Byron se para en seco en el rellano.
— ¿Qué... qué haces? — parece avergonzado. Lo cual, sin duda, es por culpa de alcohol. El Byron que yo conozco no sabe lo que es la vergüenza, eso seguro.
Paso el brazo alrededor de su cintura y lo empujo hacia adelante. No consigo moverlo ni un centímetro.
— No voy a dejar que tu madre te vea así. Shavanna no se merece este espectáculo. Bastante borracho atenderá ya en el hospital — vuelvo a intentar moverlo y, está vez, parece haber entendido qué es lo que le conviene.
Subimos la escalera malamente, hasta que Byron me suelta e insiste en seguir subiendo él solo para evitar que nos caigamos ambos. Yo, por el contrario, me mantengo a tan solo un escalón por debajo, lista para intentar frenarlo si tropieza y cae para abajo. Aunque estoy segura de que, si eso sucede, caeremos ambos de cabeza.
Contengo una carcajada al ver que se mueve con la misma gracia que un potro recién nacido.
Conseguimos llegar al pasillo, y antes de que pueda dirigirlo hacia mi habitación, él ya recorre el camino solito. Se cuela por la puerta entre abierta mientras lo sigo de cerca. Me sorprende que sepa cuál es mi habitación, pero no digo nada. Una vez dentro, se queda clavado en el suelo, de pie frente a mi cama. Se balancea sobre sus propios pies mientras intenta girar la cara para mirarme.
Ah, que bien me sienta ahora no estar borracha y poder disfrutar de este espectáculo.
Me acerco por detrás mientras él intenta enfocar mis movimientos. Planto una mano en su espalda, y aprovechando su falta de equilibrio, lo empujo hacia la cama. Cae como un saco sobre ella; boca abajo, con las piernas y los brazos colgando por ambos lados.
Creo que no va a moverse, así que busco en el armario una manta para poder echarle por encima. Oigo que farfulla algo contra la almohada. Algo a lo que no pretendo prestar atención, hasta que, mientras me acerco a él, me parece entender algo un poco desconcertante.
— ¿Qué has dicho? — me inclino sobre él, pasándole la manta por encima.
Resopla contra la almohada. Ladea la cabeza hasta que su boca queda libre y entreabre los ojos para mirarme. Estamos cerca, muy cerca, así que me enfoca rápidamente.
— No te vayas más, morenita. — murmura.
«Morenita...» Ese mote. Ese apodo cariñoso que me adjudicó cuando era niña, y él aún no era un capullo conmigo. Ese mote que durante años tuve que fingir que me molestaba, solo para que me lo siguiera llamando en una burla sana y amistosa.
Sonrío como boba, sorprendiéndome porque Byron recuerde aquello, y mis emociones aún respondan a él con la misma energía. Como si mi estómago fuese un nido de mariposas en pleno batir. Lo omito al instante, recordando que me odia profundamente, que ya no le quiero, y que solo lo dice porque el alcohol le ha puesto en modo nostálgico.
Lo miro un segundo. Visto así, con los ojos cerrados y esos perfectos labios ligeramente abiertos, me recuerda al chico del que me enamoré. Sí... Ese Byron amable y cariñoso, el mismo que se preocupaba por mí a cada segundo, antes de que se enterase de mis sentimientos y se convirtiera en un imbécil. Suerte que Jay no cambió y hasta se esmeró en ocupar el vacío que Byron dejó en mí.
— Es mi habitación, Byron. No me voy a ningún sitio. — susurro lo evidente, aunque ya está dormido.
Me deslizo en silencio hasta el armario y cojo otra manta para acurrucarme en el sofá de la ventana.
«Morenita... Ah, qué tiempos aquellos.»
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