Byron
— Eso es ... es... — balbucea.
Mis últimas palabras parecen haberla dejado en shock. Quizá haya ido demasiado deprisa. Acabo de confesarle que la quiero, que siempre lo he hecho, y por si fuera poco, acabo de desvirgarla. Sí, estoy seguro de que decir abiertamente que he pensado en ella todos y cada uno de mis días, ha sido una auténtica cagada. Demasiado para asumir en una misma noche.
Deslizo los dedos por su espalda desnuda, recreándome en la perfecta curva de su columna. Es tan suave y sedosa... Tan cálida... Y es mía. Sí. Por fin es mía.
— ¿Precioso? — bromeo. Necesito restarle importancia para que no se sienta demasiado abrumada. No quiero asustarla.
Siento como tiembla sobre mí, riéndose por lo bajo y con la cara pegada a mi pecho. Mi polla también siente ese movimiento, sigo enterrado en ella, y no puedo evitar ponerme duro como un jodido mástil. Madre mía... Que deje de reírse, por Dios.
— ¿Tanta gracia te hace?
Mis palabras surgen el efecto deseado; mi morenita para de reír, pero mantiene una preciosa y radiante sonrisa cuando, apoyando la barbilla sobre mi pecho desnudo, me mira fijamente a los ojos.
Me encanta mirarla... Y sentirla piel con piel. Es una sensación fantástica por la que merece la pena haber esperado tantos años.
— Espero que te estés refiriendo a todas aquellas veces en las que me dibujaste, y no ha algo más... pervertido.
¡Zas! Cuando pensaba que era yo quien estaba siendo directo, va mi morenita y me sorprende. ¿Cuándo he visto oportuno querer restar importancia? Al parecer, ella ya ha atado cabos. Aunque no todos, claro, solo los más eróticos, y en los que yo tampoco había pensado hasta ahora.
Asiento con la cabeza para ahuyentar cualquier duda, pero me termino tragando el resto de detalles. No puedo decirle que, además de pasarme noches y noches en vela, dibujándola para poder recurrir a esos bocetos y verla a diario, también me he pasado otra infinidad de noches masturbándome pensando en ella. Imaginando su boca, su textura, su cuerpo perfecto temblando de placer bajo el mío. Tampoco puedo confesar que, por cada tía a la que me tiraba, la buscaba a ella. En sus caras, en sus gemidos, en sus labios... No, eso no puedo decírselo. Ni de coña.
Mi morenita frunce suavemente el ceño, y una sonrisa pícara hace que se le tense la comisura derecha en un gesto adorable. Ahora mismo soy el hombre más feliz de la tierra, y soy más consciente que nunca, de que seré un eterno títere en sus manos.
— Oh, venga ya — Deja caer la cara sobre mi pecho, ocultándose de mí. — Eres un pervertido — Me acusa, dándome un manotazo juguetón en el brazo.
Vale, me ha pillado.
No puedo evitar reírme con ella, pero, al hacerlo, me siento vibrar en su interior. ¡Mierda!
Me muero de ganas por hacerla mía de nuevo. Amber es mi puta droga, soy adicto. Y como no salga de su estrecho y tierno...
— Déjame ponerte cómoda, amor.
Con todo mi tacto, la agarro firmemente de las caderas y la alzo para poder salir de ella. Contrae el rostro en un gesto de dolor, pero lo alivia en cuanto termino por salir de ella al completo.
Me siento frío. Sus paredes me habían abrazo con una calidez extrema, y ahora me siento incompleto.
— ¿Te duele? — pregunto preocupado, dejándola suavemente tumbada sobre la cama. Me incorporo para poder mirarla con atención y le paso una manta por encima.
Nunca he desvirgado a ninguna mujer, y aunque sé que la estocada inicial es dolorosa, no me gustaría haber sido demasiado bruto. Mucho menos, herirla cuanto le estoy devolviendo su espacio. A regañadientes, claro... Si por mí fuera, me quedaría enteramente ensartado en ella. Ahí, en mi casa. En mi hogar.
— No, no. Es solo... No sé, me siento vacía.
Mi corazón pega un brinco, extasiado. ¿Acaba de admitir que siente el mismo desazón que yo al separarnos?
Me rectifico. No soy el hombre más feliz de la tierra, sino el hijo de puta más feliz del universo.
— Tranquila, morenita. Yo me encargo — Le doy un beso tierno en los labios, obligándome a no profundizarlo. Si lo hago, sabe Dios que no podré parar hasta poseerla de nuevo. Podría estar así toda la noche, todo el día. Toda mi puta vida.
Me retiro hacia el baño que está frente a mi habitación, lanzo el preservativo a la papelera y agarro una toalla que humedezco con agua tibia. Cuando vuelvo sobre mis pasos y entro en mi cuarto, me encuentro a mi morenita incorporada en la cama. Con los codos sobre el colchón, gloriosamente desnuda bajo la fina manta que apenas cubre su cuerpo, y mirándome con una ceja enarcada. No se me pasa por alto el repaso que me da de pies a cabeza.
— ¿Admirando las vistas, preciosa?
— ¿Admirando las vistas? Te acabas de pasear en pelotas por toda la casa, Byron. — Me reprende divertida.
Ups. Es cierto. Pero la verdad es que no me he dado ni cuenta. Como ya le dije una vez, nunca me he acostado con ninguna en mi casa. Es mas, nunca he traído a ninguna mujer aquí.
— Supongo que no estoy acostumbrado. Es... Es raro — me disculpo. Bajo la mirada hacia el suelo y sacudo la cabeza, sintiéndome avergonzado.
¿Qué hubiera pasado si se llega a levantar Abby? Madre mía... No sé cómo podría explicarle algo así. Esa renacuaja es demasiado lista, y sé que no le bastaría cualquier mentirijilla.
— Es raro... ¿El qué, exactamente? — clava sus ojos inquisitivos en los míos, poniéndose repentinamente sería. Se incorpora hasta quedar sentada sobre el colchón, encogiéndose de piernas y rodeándolas con sus brazos. Me mata cuando percibo la decepción en su mirada al esconder la barbilla entre sus rodillas.
Espera, ¿por qué cojones se tapa? ¿Se está escondiendo de mí? ¿Por qué? ¿Por qué se siente decepcionada?
La miro sin comprender. No entiendo cómo, cuándo ni por qué ha adoptado una posición tan defensiva.
Un repentino malestar se apelotona en la boca de mi estómago. ¿He dicho algo malo? Si es así, no lo he hecho a propósito. Soy un tío, joder. No entiendo el segundo, el tercero, o incluso el cuarto contexto que puede entender una mujer en una frase.
— Morenita... — Alzo una mano en sinónimo de calma, me acerco despacio hacia ella y, cuando estoy justo enfrente, me hinco de rodillas a sus pies y me paso la mano libre por la cara, agobiado. — No sé qué crees que he dicho, pero no es lo que piensas. — Me justifico sin saber exactamente de qué, pero me vale cuando veo cómo se relaja.
Por un momento, la sola idea de haber dicho algo que la hiriera y alejase de mí, me ha hecho sentirme como un niño perdido.
Despega la barbilla de sus rodillas y me mira con una expresión divertida y curiosa al mismo tiempo. No sé si ha percibido algo de lo que pienso o siento en mi cara, pero me relaja saber que su actitud es más receptiva.
— Y... ¿Qué has querido decir? — Me lanza una miradita retadora, curiosa y divertida al mismo tiempo.
Me encanta cuando ladea la cabeza casi imperceptiblemente hacia un lado, dándole ese aire pícaro que solo ella sabe llevar con tanta gracia.
— Es raro porque nunca he traído a ninguna chica aquí. — Explico, asegurándome de que lo entienda tal y como lo he querido decir en un principio.
Amber relaja los hombros y suspira aliviada.
— Vale... Es que pensé que... No sé. Que te parecía raro ... — aletea una mano vergonzosa entre ambos, señalándonos. Después se encoge de hombros como si no supiese qué más decir.
Deja la frase a medias, dándome a entender qué es lo que realmente le ha sentado mal. Claro, si es que era de esperar. Ha pensado que eso de es raro, lo decía por lo que acaba de pasar entre nosotros.
Joder, soy un zángano de primera.
Me río de mí mismo, de mi estupidez, y por la felicidad que me corroe el hecho de saber qué es exactamente lo que le tenía preocupada.
— Somos tú y yo, nena, no hay nada raro. Es más, esto es la realidad que siempre he querido. —Llevo una mano a su mejilla y me inclino para besarle los labios. En cuanto siento que estira los brazos para enredarse en mi cuello, me aparto suavemente antes de que mis instintos me dominen. — Dos veces es mucho para tu primera vez. — sonrío sobre su boca.
— Pero... — pretende protestar, pero no le dejo.
— Déjame que te limpie, amor.
Me cierno sobre ella y la estiro sobre la cama. Mantengo la manta sobre su perfecta figura, ocultándola para no poder verme tentado y desviarme de mi verdadero propósito: cuidarla.
Le beso en los labios mientras deslizo mi mano libre hasta sus piernas, deslizando la manta hacia arriba, hasta su cadera. En cuanto me separo un poco de ella y la miro, me encuentro con su mirada nublada, perdida en el deseo.
Dios... Es tan perfecta.
Le doy un último lametón en esos tiernos labios que me vuelven loco, y me incorporo sobre el colchón. Llevo la mano con la que sostengo la toalla hasta su entrepierna, y en cuanto le abro suavemente los muslos, ella se incorpora de golpe, tapándose de nuevo.
— Estás de coña, ¿no? — Parece escandalizada con la idea, y sus mejillas morenas adoptan un tono rosado adorable.
Sonrío como el idiota que soy.
— No, para nada. Yo te mancho, yo te limpio — bromeo para que se sienta más tranquila.
— No, no, no. Ni de coña. Esto es muy embarazoso.
Suelto una carcajada. Está tan graciosa cuando se siente nerviosa y avergonzada...
— Túmbate y relájate — extiendo una mano abierta sobre su abdomen y la obligo a tumbarse de nuevo. Milagrosamente, cede sin oponer resistencia.
Le abro los muslos de nuevo, con mimo, y cuando su precioso y rosado...
— No... No me mires así — balbucea de nuevo. Desvío la mirada hacia ella y alzo una ceja interrogante. — Lo miras como si no hubieras visto uno nunca.
Es cosa mía... ¿o su voz tiene tintes de reproche?
— Nunca he visto uno tan perfecto como este.
Le guiño un ojo pícaro y deslizo la toalla por su piel sensible, limpiando los hilillos de sangre que demuestran que, por fin, he estado ahí. Por fin he estado donde toda mi vida he deseado estar. Con ella. En ella.
No he perdido detalle de todos los sentimientos y emociones que me ha hecho sentir en este primer encuentro. Y tampoco pierdo detalle sobre sus gestos mientras la limpio. Tiene un modo muy seductor de demostrar sus nervios; mordiéndose el labio inferior, mirándome a través de esas pestañas tan largas y negras, sonrosando esas mejillas de pómulos altos y marcados...
Sí. Estoy con ella, estoy en casa. Y aquí me pienso quedar eternamente. Vendería mi alma al mismísimo diablo si hiciera falta, solo con poder repetir este momento todos los días de mi vida. Me encanta darle placer, sentir que ella me lo da a mí, y cómo después se deja mimar por mí.
Es mía. Mía y solo mía.
Como prueba de ello tengo sus arañazos en la espalda, la piel de gallina por solo tenerla cerca, y sus preciosos labios marcados en el único trocito de piel que mantenía intacta hasta ahora. En el único espacio en el que ni mi padre y sus golpes; ni yo con mis ganas por ocultar mi dolor con tinta, habíamos podido llegar.
Hasta ahora, claro. Hasta ahora que ha llegado ella con su carmín rojo ciruela, y me ha marcado como lo que soy: suyo.
Y me da igual admitirlo. Me da igual gritar a los cuatro vientos que tengo dueña, que siempre la he tenido y que sólo esperaba a que ella me reclamara. Me da igual aceptar que seré un títere en sus manos, y que siempre será ella quien tenga el poder de arreglarme o destrozarme la existencia.
Porque sí, es la puta verdad. Ni mi padre con sus mierdas, ni Marco con sus amenazas y continuos ataques, ni Paulo con su protección a cambio de ayuda, son capaces de conseguir lo que solo mi morenita es capaz de hacer con esos ojazos del color del café recién hecho: dominarme.
— ¿By? — dice bajito. Sonríe de medio lado y ladea la cabeza hacia un lado, haciendo que su pelo largo, suave y sedoso caiga sobre su hombro y le oculte el pecho.
— ¿Uhm?
— Creo que ya estoy limpia — anuncia divertida.
Parpadeo un par de veces, absorbiendo sus palabras. Cuando consigo salir del hechizo en el que me tiene sumido su belleza, y me centro en la otra belleza que tiene entre las piernas, admito que tiene razón. No está limpia, esta limpísima. Chasqueo la lengua, negando de forma juguetona.
— No sé... No sé... — Lanzo la toalla a un lado y empleo ambas manos en regalarle caricias en los muslos.
Amber ríe mientras intenta escurrirse. No pienso volver ha enterrarme en ella ahora, estará dolorida. Pero nada me impide jugar un poquito. He descubierto que me satisface tanto verla perdida en mis caricias, como lo hago yo perdiéndome en su interior.
— No seas sobón, Byron. Te están llamando — Me da un manotazo divertido en el pecho para intentar apartarme. Con la mano, alcanza mi móvil de la mesilla de noche y me lo planta en la cara. Al principio lo aparto y me lanzo a llevarme un pezón a la boca, pero no me lo permite, y el zumbido de la puñetera vibración del móvil me está taladrando la oreja. — Byron Cox, ya tendremos tiempo — Intenta ponerse seria, pero le arranco un gemido cuando deslizo un dedo rebelde por su hendidura.
— Joder, estás mojada otra vez — gruño, totalmente agradecido por saber que está tan receptiva.
— Byron — Está vez me da un golpe más firme en el pecho. Me aparta la cara y coloca el móvil pegado a mi nariz.
El pequeño aparato vibra entre sus dedos, y no sería lo único que le demostraría que vibra, sino fuera porque en la pantalla aparece el nombre de Vicky.
¿Vicky? Qué raro...
No, no es raro, es preocupante. Ella nunca me ha llamado, y no debería estar haciéndolo. A no ser que...
Frunzo el ceño y le quito el móvil de las manos. Me planteo seriamente apagar el dichoso aparato, pero entiendo que, si me está llamando, será por algo realmente importante, ¿no?
Le doy un beso en la frente a la preciosidad que me mira con curiosidad.
— Veamos qué narices quiere la bruja esta... — suspiro, dejándole claro que no es a la única persona a la que no le cae bien Vicky.
Nunca me lo ha confirmado, pero conozco a mi morenita lo suficientemente bien como para saber cuando quiere mantener a alguien a su lado, o cuando se le a atragantado a medio camino entre el asco y el odio. Yo estuve ahí bastante tiempo, aunque me agarré a su garganta como un cabrón para quedarme a flote y permanecer junto a los pocos motivos que le di en la infancia para seguir aceptandome.
Me lanza una sonrisa cómplice y me guiña un ojo.
— Dime, Vicky.
— ¡¿Dónde coño estás?! — ladra como una histérica.
Frunzo el ceño en el acto, molesto con ese tono. Estoy seguro de que Amber ha podido oír ese grito exigente.
— ¿A ti qué cojones te importa? — bufo.
Me da igual que le haya sentado mal. Nunca he pretendido caerle bien ni agradarle. Que sea la novia de Jay es algo que puedo soportar, que pertenezca a nuestra banda por motivos tan fatales como los demás, también lo puedo tolerar. Pero que me llame a estas horas de la noche y me grite como si fuese su perro... ¿Qué coño se ha creído?
— No me toques las narices, Byron — advierte en un grito. — Tú deberías estar aquí, tirado en esa puta camilla. ¡No él!
Hago un esfuerzo sobrehumano por obviar el tono rabioso de su voz y centrarme en lo que acaba de decir.
— Espera, ¿qué? ¿Quién? ¿Qué ha pasado? — me tiembla la voz. Acaba de decir tirado en esa puta camilla, sí, pero no me ha dicho quién. ¿Será Allan? ¿Jay?
— Nelson — chilla en un sollozo desgarrado.
Me siento un completo cabrón, la verdad.
Nelson no es un mal chaval. Es un niño bueno que se vio arrastrado a nosotros y a nuestro mundo por culpa de las cagadas de su hermana. En cierto modo, lo odio por saber que es todo lo bueno que podría ser para mi morenita. Por eso lo intenté alejar de ella, aunque sé que a él jamás se le ocurriría intentar nada con un mujeron tan explosivo como ella. Con ese carácter y esa personalidad que parece pura dinamita. Ella se lo comería vivo.
Pero, aún así, aunque el pobre chaval nunca ha hecho nada conscientemente para recibir mi odio, oír que se trata de él, y no de Allan y Jay... Me alivia hasta el punto de sentirme un puñetero cabrón.
¿Debería fingir que me afecta? Sí, seguramente sí.
— Tranquilízate, Vicky. Cuéntame qué ha pasado. ¿No está Jay contigo? — intento calmarla mientras me levanto de la cama y voy en busca de mi ropa.
Pero como era de esperar, mi morenita ha oído los gritos de Vicky a través de la línea, y mis intentos por calmarla han hecho que mi preciosa Amber se levante como un resorte y empiece a vestirse mientras me mira en busca de información.
¿Está preocupada por Nelson? ¡Me cago en la puta!
— No. Sí. Jay está con el médico que atiende a mi hermano. Le han dado una paliza por tu culpa, ¡¿sabes?! Si no hubieses abandonado la puta pelea para irte a buscar a esa zo...
— Eh, ya vale, amor — oír la voz de Jay al otro lado me hace tragarme todos los improperios que debería decirle a esa perra por insultar a mi morenita. — ¿Quién es, Byron? ¿Has llamado a Byron? — Le pregunta a ella.
— Sí, Jay, soy yo — respondo, recordándole que sigo aquí. Escucho el suspiro que suelta y el ruidito cuando le da un beso a su chica. A esa perra que tiene por chica.
— No te preocupes. Nelson solo tiene heridas y cardenales por todo el cuerpo. No tiene nada que tengamos que lamentar.
Suspiro más aliviado cuando escucho lo que me dice Jay. Nada me jodería más que tener que ver a mi chica llorando a un Nelson maltrecho. La miro un segundo y le hago un gesto de mano para que se calme, indicándole que no es grave.
Eso no impide que se siga vistiendo, pero al menos ya ha relajado los hombros y soltado todo el aire que retenía en los pulmones. Está más tranquila, y eso me alivia y molesta a partes iguales. ¿Tanto le afecta lo que le pueda pasar a Nelson?
Me subo los calzoncillos de mala gana, como si ellos tuviesen la culpa.
— Escucha, By. A Marco no le sentó nada bien que te fueses el otro día. Intentó provocarme a mí, pero en ese momento éramos muchos más que ellos y se tuvo que comer sus huevos orgullosos.
— Ya... — suspiro mientras me subo el pantalón de un tirón. — ¿Sabéis quién ha sido? ¿Dónde ha sido?
Jay chasquea la lengua con disgusto. Le dice unas cuantas palabras de consuelo a Vicky, que la oigo llorar de fondo, y me explica:
— Lo han apaleado entre cinco tíos esta mañana. Camino al campus. Por lo poco que he podido hablar con Nelson antes de que me echasen los médicos de la habitación, me ha mencionado que no iban a por él exactamente.
— ¿Qué quieres decir? — inquiero.
— Que los tíos dijeron algo así como: no es la putilla que buscábamos, pero este también nos servirá — imita la voz de otro hombre, con burla. — No sé a quién se referían, Byron, pero es bastante evidente. Hasta ahora todos sabían que Nelson era nuestro eslabón más débil. Pero ya no es el único. No desde hace un par de meses.
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