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42. No... Bichito. Éste, es mi cuento.


No puedo creerlo. No puedo ni imaginar cómo ni por qué Byron tiene este puñetero diario en sus manos. Después de tantos años, yo ya lo hacía como papel reciclado.

Abby da unos golpecitos sobre la cama y me devuelve a la realidad por segunda vez en tiempo récord. Me obligo a respirar de nuevo y reúno valor para avanzar los pasos que nos separan y sentarme a su lado sobre la cama. Estoy temblando de pies a cabeza, así que me siento rápido para que ella no perciba nada cuando me tiende el diario y me mira con atención.

Lo cojo con manos temblorosas. Respiro hondo y contengo el aliento, como si así fuese a poder encajar mejor el golpe que sé que evocará abrir este puñetero diario de marras. En cuanto lo abro, todo el aire me abandona de golpe.

¿Pero qué?

Me quedo muerta. Apenas soy consciente de que Abby atrapa entre sus manitas las hojas sueltas que estaban apelmazadas entre la portada y la primera página. La siento revolverse sobre la cama y, cuando sacudo la cabeza para recobrarme del primer shock, mi mente recibe otro. Solo que, esta vez, el golpe es aún más impactante. Sí, soy yo. Soy yo dibujada en todas y cada una de las hojas que Abby a colocado encima de la cama. Pero lo más sorprendente y extraño, es que, en cada dibujo esbozado, no solo tengo una expresión distinta revelando mi estado de ánimo, sino que, para colmo, son de diferentes etapas de mi vida. Más concretamente, de todos y cada uno de los veranos que vine a Los Ángeles.

Mi mirada rebota de una a otra continuamente, registrando los pequeños detalles que marcaron mi adolescencia y se lo hice saber al mundo mediante mis cambiantes estilos; desde un pelo enteramente trenzado, hasta aquella época en la que de mis orejas colgaban unos pendientes enormes y grotescos.

Ay madre... Es como si Byron hubiese dibujado cada etapa de mi vida a modo de recuerdo.

— Mira, también hay un cuento sobre ti — Abby planta frente a mi cara las primeras letras de mi diario.

«¿Un cuento sobre mi? No... bichito. Éste, es mi cuento.»

— ¿Lo quieres leer?— Trago saliva y me obligo a responder:

— Cla...— termino asintiendo con la cabeza; el nudo de mi garganta no me permite seguir articulando palabra.

Me gustaría cerrarlo de golpe. Encerrar las palabras que creí que serían privadas y, al final, terminaron siendo casi públicas y distanciando a Byron de mí. Pero como Abby parece no tener otra cosa que hacer salvo mirarme, me obligo a pasar hoja por hoja mientras finjo leer lo que, ni de broma, pienso volver a leer en mi vida. O eso me digo yo, claro, hasta que percibo un pequeño texto subrayado con fluorescente amarillo, y la tinta corrida del bolígrafo azul con la que fue escrito, delata haber sido mojado en algún momento. No puedo evitar leerlo.

Es el mejor del mundo. Es guapo y bueno. Me hace reír tanto, que estoy segura de que cuando nos casemos, me cuidará tan bien como mi papá debería haber cuidado mi mamá. Él es genial y de mayor será tan bueno como su papá.

Madre mía. No puedo evitar avergonzarme de mis propias palabras, aunque soy plenamente consciente de que las escribí siendo una niña de apenas ocho años. Y encima, ahora que sé lo que sé sobre su padre...

— ¿Pero qué cojones? — la voz contundente de Byron me llega justo cuando sus manos me arrancan el diario de las manos.

— Ostras — Abby salta sobre la cama y empieza tirar los dibujos al suelo, como si quisiera evitar que Byron los viera. Pero ya es tarde. Muy, muy tarde. Los ha visto, nos ha pillado, y está cabreado.

— ¡Abby! No puedes hurgar entre mis cosas — la reprende, aleteando el diario frente a ella para que vea a qué se refiere.

Abby se encoge ante la culpa. Sabe que ha hecho mal, y yo también, pero no puedo permitir que se lleve una bronca por enseñarme algo que, en realidad, es mío.

— No la culpes a ella — me levanto de la cama y salgo en defensa de Abby. — Solo me estaba enseñando tus dibujos.— miento, a medias.— No sabía que me dibujabas tan bien, Byron. — sé que suena a reproche, pero es que no puedo contener la bola de preguntas que contengo a duras penas sobre la punta de lengua. Abby está delante, así que no puedo escupir todo lo que se me viene a la mente.

A Byron se le desorbitan los ojos un segundo. Señal que me indica que, tal vez, Abby había sido rápida para que él no viera los dibujos sobre la cama, pero que ahora yo he confesado haber visto. Byron desvía la mirada hacia la pequeña granuja que está de pie sobre la cama con los brazos ocultos tras la espalda. Después sacude la cabeza, cierra los ojos y se pellizca el puente de la nariz en un vago intento por armarse de paciencia.

— Lo siento, By. — musita Abby con la boca pequeña.— Es que Amber dice que dibujo muy bien y yo quería enseñarle que tú lo haces mejor. — se excusa.

Byron suspira, se frota la cara con la mano y después se despeina el pelo, frustrado. Le lanza una mirada dura a su hermana, aunque puedo ver la dulzura tras su intento de parecer severo. Vuelve a suspirar sonoramente.

— No pasa nada — extiende los brazos hacia ella. — Anda, vamos a bañar. — Abby duda, pone una cara inocente de lo mas falsa y pregunta en un puchero:

— ¿Me perdonas? — Byron suelta una carcajada y asiente con la cabeza mientras aletea las manos para que Abby salte sobre él. En cuanto lo hace y la atrapa entre sus brazos, gira sobre sus talones para salir de la habitación. No sin antes mirarme por encima de su hombro y decir:

— Gracias por cuidar de Abby. Ya me encargo yo — y desparece por el pasillo mientras escucho a la pequeña negociar sobre los juguetes que va a meterse a la bañera.

¿Qué? Espero que no esté pensando que me voy a ir así sin más. Es evidente que sigue enfadado por la discusión en el motel, o quizá por el portazo que di el sábado antes de irme a casa. Yo sigo enfada por la vil mentira que me soltó. Pero después de lo que acabo de ver, necesito respuestas. Respuestas a preguntas que ni siquiera sé formular.

Me siento de nuevo en la cama y espero a que Byron regrese. En algún momento tendrá que hacerlo, y cuando lo haga, espero haberme aclarado y tener al menos unas cuantas preguntas claras.

Nada. Ha pasado al menos una hora desde que se ha perdido por el pasillo con Abby y ninguno de los dos ha vuelto. La ha acostado hace un rato y le está leyendo un cuento. O eso creo, claro, porque desde aquí solo se oye la voz de Byron como un murmullo. Y yo, en cambio, aquí sigo; ojeando los dibujos de mi propia persona y sin saber qué decir o pensar al respecto.

Oigo pasos pesados en el pasillo, acercándose, y me tenso de inmediato.

— ¿No tienes casa? — la voz de Byron es tirante y fría.

En un ramalazo de valentía, despego la vista del último dibujo que estoy ojeando. Soy yo, cómo no, pero este dibujo es reciente. Es de la noche en la que lo encontré borracho caminando por la calle y lo subí a mi habitación, lo recosté en mi cama y yo dormí en el sofá que hay bajo la ventana. Y así estoy plasmada sobre el papel; dormida cual criaturita inocente, enrollada bajo la manta y un cielo nocturno tras mi espalda.

— ¿Por qué?

Es lo único que puedo decir. Sé que es breve y suena a poco, pero ahora mismo esa es la pregunta que necesito resolver. ¿Por qué? ¿Por qué todo esto?

Byron frunce el ceño cuando se percata de lo que estaba mirando. Aprieta los puños a sus costados, y aunque intenta parecer impasible, reconozco la vergüenza tras el azul que tanto me ha gustado siempre. Sé que no le gusta la idea de que haya visto esto, pero es lo que ha pasado y ahora va ha tener que darme explicaciones.

— ¿Por qué? — insisto. Me levanto de la cama y alzo los dibujos en alto para que vea bien a qué me refiero. Aunque no tiene pérdida, vaya. — ¿Por qué estoy en todas partes, Byron?

Byron gruñe. Me acerco un paso y el retrocede al tiempo que evita mirarme a la cara. Está nervioso o avergonzado, no estoy segura. Pero de lo que sí puedo estar segura es de que éste tema le incomoda.

Genial, porque a mí también.

— Byron — advierto. Si me conoce bien, que lo hace, espero que no sea tan tonto como para intentar darme largas y salir ileso de esto. Sabe que no lo conseguirá. Que soy terca y tozuda como ninguna.

Cede. Lo sé por como cierra los ojos y suspira con pesadez. Ahora, cuando lo veo llevarse la mano a la cara y pellizcarse el labio inferior mientras su mirada se alza hacia algún remoto lugar del techo, entiendo que su dilema es encontrar las palabras adecuadas.

— Byron, sólo dilo. Dime por qué tienes todo esto — le ayudo dándole la primera pregunta por la que puede empezar a explicarse.

Sacude la cabeza con rabia y frunce los labios cuando me mira, como si el simple hecho de oírme preguntar eso le crispase los nervios.

— Te lo dije. — escupe, enfadado. ¿Qué? Me señala con un dedo acusador y prosigue —: Te lo intenté demostrar y no me dejaste. Te lo dejé saber cuándo intenté besarte en el callejón; cuando te besé en frente de casa de Grace, y te lo he querido demostrar en cada ocasión en la que he intentado ser el que era antes. ¡Joder! Te lo dije aquella noche en la fiesta. — se da cuenta de que ha ido aumentando el tono de su voz, así que cierra los ojos con fuerza y suspira de nuevo. Cuando los abre, su mirada es el espejo del alma más frágil que he visto en mi vida. — Te lo dije. Te lo dije aquella noche y no me creíste. — traga saliva.

¡Ay madre!

El recuerdo de sus palabras susurradas en mi oído me azota como un látigo.

— Me gustas, Amber. Siempre me has gustado. Y si antes era un gilipollas para admitirlo, ahora soy un gilipollas para no saber cómo no dejarte escapar. Siento haberlo hecho así. Pero no soporto la idea de ver a otros cerca de ti.

Dios... Esto no puede... Esto no es...

— Pero si tú me odias — mi voz es un hilo que apenas reconozco.

Pero Byron me ha oído. Su mirada se dulcifica cuando encuentra mis ojos, se acerca un paso, despacio, y al ver que no me aparto ni hago ademán de frenarlo, se sigue acercando hasta que solo nos separan unos centímetros. Lleva la mano hacia mi mejilla y me acaricia.

— Eso no es cierto, y lo sabes — asegura. — Creí que lo hacía. Cuando era un crío y un gilipollas, pensé que, si me esforzaba, podría odiarte y hacer que dejaras de quererme. — sus ojos recorren mi cara, el contorno de mis pómulos, mis labios, y cuando al fin se centran en mis ojos, apoya la frente sobre la mía. — No conseguí odiarte, nunca. Pero sí que conseguí hacer que tú no pudieras ni verme. — sonríe amargamente, como si su mente hubiese recordado algún momento en concreto. — Cada vez te esmerabas más en encontrar nuevos amigos para no tener que soportarme, y a mi me repateaba tener que espantarlos para que volvieras a mí.

No sé qué pensar de todo esto. Sus palabras son demasiado reveladoras para digerir ahora mismo, y su cercanía, su calor, su olor... todo. Todo es tan intenso, que ahora mismo todo lo que me rodea me abruma. Pero no pienso irme sin saber la verdad de la historia. Retrocedo un pequeño paso, lo justo para sentir la cama rozando la parte trasera de mi pierna y poder coger un poco de aire y aclararme. Siento el hielo de mi corazón perdiendo fuerza, y eso me debilita.

— No te entiendo. — confieso, fingiendo una serenidad que no tengo. — ¿Querías odiarme porque te quería? — Byron ríe echando el aire por la nariz y niega con la cabeza. — ¿Por qué?

Entonces, sin decir nada, se aparta de mí un par de pasos y, sorprendiéndome por completo, se quita la camiseta. Mi impulso de taparme los ojos queda noqueado, sobre todo, porque no es la primera vez que lo veo sin camiseta. Aunque sí es la primera vez que puedo permitirme el lujo de reparar en todos los detalles. El descaro de admirar su torso perfectamente trabajado me domina por completo. Es perfecto, fabuloso, y tal y como pude apreciar casi imperceptiblemente la otra vez, descubro que la tinta negra se retuerce por su piel esbozando los tatuajes más bonitos que he visto nunca. Cubriendo cada centímetro de su pecho, de su abdomen, cada...

Ahogo un grito aterrado y me paralizo al verificar que la función de los tatuajes no solo es decorar su piel, sino más bien, ocultar parte de las marcas que ya le han obligado a llevar sobre ella de por vida. Atisbo pequeñas cicatrices redondas ligeramente camufladas por la tinta que garabatea un león ondeando su melena sobre su vientre. Más arriba, deslizándose desde el hombro derecho hasta más o menos el centro de la clavícula, un tribal de lo más complejo se retuerce alrededor de una cicatriz gruesa y extensa. En el pectoral izquierdo, sobre el corazón, no hay anda. Nada salvo piel desnuda y sana. Gracias a Dios.

Mantenía la esperanza de que sólo tuviese las dos cicatrices que le vi en los brazos. Pero, no, está plagado de ellas.

No se me pasa desapercibida la postura incómoda que reflejan los hombros caídos de Byron. Exponerse así y sentirse tan observado mientras ve en lo que me estoy fijando, debe de resultarle perturbador. Pero es que... ¡Joder! ¡Debió de ser horrible!

Él es genial y de mayor será tan bueno como su papá — cita en un susurro.

Reconocer mis propias palabras escritas saliendo de su boca me supera. Ahora entiendo por qué quiso odiarme. Ahora entiendo la razón que le llevó a querer hacerme pagar por mis confesiones de amor. Es que en realidad, sin saberlo y bajo la inocencia de mis ocho años, lo estaba comparando con el animal de su padre.

Me sorprendo a mí misma reuniendo valor y avanzando hacia él. Llevo mis brazos alrededor de su torso, abrazándolo, y apoyo la frente entre sus pectorales. Justo en medio, donde creo que siempre me he sentido; en medio de la dolorosa verdad y la bonita mentira. En medio de sus heridas, y la perfección que él aparentaba.

— Lo siento — sollozo. La culpa me puede. Ahora que sé la verdad, me odio incluso yo misma.

— Eh, eh, morenita. — lleva ambas manos a mis mejillas y me obliga a mirarle. Roza su nariz con la mía, un gesto cariñoso de lo mas inocente mientras sigue hablando. — No es culpa tuya. Nunca lo fue. En realidad yo mismo pensé que algún día sería como él y... Joder, no quería hacerte daño. No quería que me quisieras como mi madre lo quería a él, y no quería tratarte como él trataba a mi madre. Quise protegerte. Y la única forma de hacerlo era haciendo que dejases de quererme. — deja de frotar nuestras narices y apoya la frente sobre la mía. Cierra los ojos y respira hondo. — Para cuando quise darme cuenta de que no tenía por qué ser como él, ya había conseguido alejarte lo suficiente como para recuperarte. Terminé conformándome con tu odio, hasta que empecé a buscar nuevas formas de joderte solo para llamar tu atención.

» Cuando también me pasé con eso y empezaste a intentar alejarte buscando nuevas amistades, me volví loco. Podía soportar que me odiaras, pero no imaginaba no poder verte con nosotros, o incluso perder la oportunidad de hacerte rabiar solo para que vieras que yo aún seguía ahí. Así que recurrí a la peor de las estrategias y me inventé mil mierdas sobre ti para que la gente no quisiera tenerte cerca.

Todo esto que me está diciendo, todas estas verdades que explotan sobre mi cara, hacen que me sienta como una completa estúpida. Todo este tiempo he creído que Byron me odiaba, que aborrecía la sola idea de que me hubiera enamorado de él, y, ahora, cuando al fin muestra un poco de interés en mí, voy yo y lo acuso de ser un cerdo y mentirme cuando decía la verdad.

— No, yo... Lo siento.— Mi disculpa le provoca una leve risita que hace que su aliento me acaricie la piel de la cara.

— No lo sientas, nena. Tú nunca supiste que me gustabas. Me encargué de guardarmelo para mi. — su confesión me sabe agridulce.

Sería perfecta, todo lo que siempre he esperado escuchar de sus labios, sino fuera porque lo ha dicho en pasado. Si hubiese sabido la verdad antes, habría hecho hasta lo imposible. Mi cara debe de ser el reflejo de mi angustia, porque cuando intento desviar la vista hacia otro lado para no enfrentar la verdad, Byron me sostiene la cara para que no me mueva.

— Eh... Mírame. — susurra. Golpea su nariz suavemente con la mía, y cuando vuelvo a mirarle, confiesa —: Nada ha cambiado, morenita. Me sigues gustando como la primera vez que te vi. Seguimos siendo tu y yo.

Tu y yo...

Lo miro a los ojos y busco algún atisbo de duda o mentira en ellos. Esas son las palabras que siempre he querido oír y, sin embargo, cuando en sus iris azules no veo más que pura sinceridad y dolor, me entra el pánico.

Las mariposas de mi estómago revolotean excitadas, alocadas, y mi corazón palpita cual caballo desbocado. Siento el crujir de mis muros cediendo ante el resurgir de mis sentimientos. Esos que creí poder controlar, y que ahora, afloran con cada palpitar de mi corazón. La verdad se impone. Es Byron. Mi Byron. Y yo... yo sigo siendo la misma niña de ocho años que vivía locamente enamorada de él.

— Perdóname por todo. No me hables si no quieres, no me creas si no puedes. — suplica. — Pero al menos perdóname por todo lo que te hice pasar, por favor.  Prometo no volver a molestarte ni a acercarme si no quieres. Pero necesito tu perdón, solo eso. No te alejes de mi. — implora.

La sinceridad de su mirada me supera, me domina, y no soy consciente de mis actos hasta que la calidez de su labios me atrapa. Mi lengua acaricia la suya, y cuando el calor de su pecho cala tras mi ropa, mi cuerpo ansía sentirlo más y más cerca. Me pego a él todo lo que puedo, llevo mis brazos alrededor de su cuello y lo presiono contra mi boca. El gemido que se le escapa me enciende, me libera. Sus manos se clavan en mis caderas y me mantiene fija en el sitio, estática, como si no quisiera dejarme escapar jamás. Y no quiero, puedo asegurarlo. Deslizo una mano de su cuello a su pecho y la dejo ahí, extendida. Lo aparto suavemente para poder hablar.

— No me voy a ninguna parte. — resuelvo. Lo miro a los ojos, y cuando distingo la mezcla de la tristeza y la paz abriéndose paso a través de sus pupilas, entiendo que no me he explicado con claridad. — Pienso quedarme aquí, contigo. — acaricio la piel sana de su pecho, junto a su corazón, y espero que entienda perfectamente lo que quiero decirle.

Y con mis palabras, Byron esboza la perplejidad más bonita que he visto en mi vida, para después sonreír y fundirse en mis labios con verdadera pasión.

— Conmigo, morenita, conmigo.— repite sobre mis labios, una y otra vez, como si aún no lo creyese.

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