Byron
Mierda. No tengo ganas de pegarme con este cabrón. Ni siquiera tengo ganas de estar aquí.
Hace una semana que decidí confesarle a mi morenita lo que sentía, y ella ni siquiera me dio el beneficio de la duda. ¿Me lo merezco? Sí, por supuesto que sí. Pero no lo acepto. No me gusta.
Es mas, si pudiera, si ella me dejara, la arrastraría conmigo hasta aquí para que viera hasta que punto me afecta.
La noche que me pidió acostarme con ella, perdí la cabeza. Me volví loco después de besarla, de tenerla entre mis brazos después de tantos años de espera. Me enfadé conmigo mismo por ser tan tarugo. Por haber caído ante ella y no haber sido más fuerte para seguir alejándola de mi mundo y mis mierdas. Por ello, en cuanto saqué fuerzas para irme de su lado sin arrodillarme a llorar como un niño en busca de su cariño, hice algo que lejos estaba de parecer más sensato.
Me metí de lleno en la boca del lobo. Directo, sin pensarlo. Busqué al hijo de Marco y le reventé a hostias. Le fracturé las costillas, le rompí la nariz y lo dejé tirado en plena calle, inconsciente.
Sí. Para que su padre lo viera. Para que su padre viese que, a diferencia del calzonazos de mi padre, yo sí sé defenderme. No me achico ni pienso ceder a sus amenazas.
Aunque aquel acto me llevó a discutir con Amber al día siguiente por no querer decirle de dónde habían salido mis leves rasguños en la cara, aquella paliza también me sirvió para desquitarme. Para desfogar esa rabia que me corroía por dentro hacia ellos, los culpables de haberme alejado tanto de mi morenita. Si ellos no existiesen, mi padre no hubiera caído en sus redes, en sus trucos, y nada de lo que vino después hubiera pasado.
— Céntrate, By — bufa Jay.
Lleva un rato dándome la lata. Durante estas semanas no ha parado de recriminarme por haberle dado semejante paliza al hijo de Marco. Y ahora no para de tocarme las pelotas exigiendome que gane la pelea que el mismísimo Marco ha organizado clandestinamente para cobrarse aquella jugada.
La putada es que no son ni él ni su hijo quienes están en el ring. Sino un puñetero crío al que recién están iniciando en su puta banda. Pobre niño, creo que ni siquiera llega a la mayoría de edad.
Me deshago de la sudadera, y justo cuando la voy a dejar sobre el respaldo de la silla para subirme al ring, mi móvil suena. Llevo la mano al bolsillo y veo el nombre de Giselle en la pantalla.
Qué raro...
No debería coger cuando la pelea está apunto de empezar, pero saber que Paulo no está aquí, y que algo pueda estar yendo mal, me deja intranquilo. Descuelgo la llamada y le hago a Jay un gesto para que se relaje. El cabrón ya estaba apunto de soltarme cuatro perlas.
— Hey, Gis, ¿qué pasa? ¿Va todo bien? — en cuanto Jay escucha el nombre de Giselle, cambia su cara de cabreo por una de preocupación.
— No soy Gis, capullo.
— ¿Amber?
Me tenso al instante, y Jay se crispa como un tigre a mi lado. Que Amber me llame a estas horas de la madrugada un sábado... no puede traer nada bueno.
— Anda, qué listo eres, By. ¿Lo has adivinado tú solito?
La voz de mi morenita me atraviesa como una espada. Después de toda una semana procurando mantenerme al margen, vigilandola, cuidándola sin que me viera, ahora su voz me llega de la forma más aterradora posible. Lo que me aterra no es la burla, no, qué va. La putada es que está borracha. ¡Borracha como una puta cuba!
— Amber, ¿dónde coño estás? ¿Estás con Giselle?
Necesito saberlo. Necesito saber que ambas están bien y que no me llama desde su móvil por algo turbio. Si le pasa algo a Giselle, Paulo me mata. Y si le pasa algo a mi morenita, yo me muero.
— ¿Tú qué crees? ¿No te aparece su nombre en al pantalla? — se ríe como si acabara de contar un chiste buenísimo.
Me consuela saber que si está para bromas, no ha debido de pasarles nada malo a ninguna. Pero me enerva saber que está alcoholizada y no saber dónde coño se encuentra.
— ¿Qué pasa? ¿Está bien? — pregunta Jay, nervioso.
— No. Lleva un pedo acojonante. No sabe ni hablar — gruño.
— ¡Eh, que te estoy oyendo! — ladra ofendida. Jay se lleva las manos a la cabeza y niega con la cabeza, cabreado.
Cierro los ojos con fuerza, armándome de paciencia.
— Dónde coño estás — exijo saber.
— Eso no ha sonado a pregunta, Cox. Eres un borde — me está vacilando, y se lo está pasando pipa la muy cabrona.
— Pásame con Giselle.
Oigo como resopla, y casi me derrito al imaginar esos labios perfectos haciendo ese gesto. Escucho otra risa de fondo, una que reconozco como la de Giselle.
— By — saluda ella, demasiado alegre. — Escucha, tenemos un problema.
Genial. Giselle está tanto o más borracha que Amber. Esto no pinta bien.
— ¿Qué problema? Necesito que me digas dónde estáis, Gis.
— Tienes que venir a recogernos. No podemos conducir así.
— No, desde luego que no podéis conducir así. Dime dónde estáis y voy ahora mismo.
— Byron, iré yo a buscarlas — se ofrece Jay, inquieto porque el niñato con el que tengo que pelear se impacienta dando saltos por el ring.
La gente abuchea mi tardanza, mientras que mis compañeros intentan apaciguar las aguas lo mejor que pueden.
— Ni de coña. No pienso pegarme con él ahora. Que se espere. — bufo.
— ¿Pegar? ¿Con quién te vas a pelear, Byron? — la voz de Amber se escucha algo alejada, como si acabara de...
— ¿Has puesto el puto manos libres, Giselle? — gruño. ¡La madre que la parió!
— Sí, sí lo ha puesto. ¿Qué narices es todo ese griterío de fondo? ¿Qué es eso de que te vas a pegar? — Amber suena exigente, preocupada, y algo en mí se emociona de solo pensar que, si está preocupada, será porque le importo, ¿no?
Joder, no lo sé. Pero mi corazón martillea desbocado solo de pensarlo. Me muerdo un carrillo para no sonreír. Esto no me lo esperaba.
— Byron — insiste.
No debería hacerlo, pero necesito comprobar hasta qué punto le preocupa lo que pueda o no estar haciendo. Hasta qué punto le importo.
— Es un bocazas que se ha metido con quién no debía. Solo le voy a dar un escarmiento.
— ¿Qué? ¡No! No puedes pegarte con nadie, Byron. ¿Me estás oyendo? ¡No puedes! — chilla.
Tengo que apartar el móvil del oído. Estoy seguro de que ella se lo ha pegado a la boca para gritarme, y eso casi hace que me quede sordo. Pero no me importa. Está preocupada, sí, y es eso justamente lo que quería confirmar.
— Ya... ¿Y eso por qué? — la pincho.
Hay un silencio. Escucho el ruido de algo que se arrastra y después un golpe que indica que se ha roto algo de vidrio.
— Mierda. Ya nos hemos quedado sin botella — farfulla Giselle a lo lejos.
Madre de Dios. Intento hablar, decir algo para que dejen de hacer lo que están haciendo y que me escuchen. Tengo que saber dónde están y llevarlas a casa. Pero ellas siguen parlotean entre sí, quejándose porque no hay más botellas del whisky que estaban bebiendo.
— Pilla otra cosa. Ron. El ron estará bien también. — opina Amber.
— ¡Amber! — gruño, pero sigue sin hacerme caso.
— Si mezclamos nos va asentar como el culo — al menos Giselle tiene un poquito de sentido común. Aunque me gustaría que dijese algo así como "eh, ¿no sería mejor dejar de beber?"
— No seas agua fiestas, pelirroja. Después de la paliza que nos han dado hoy a trabajar, nos merecemos bebernos todo lo que encontremos aquí. Bueno, lo que nos hayan dejado, claro.
Ya está. Las tengo.
Cuelgo el móvil y me pongo la sudadera mientras avanzo hacia el exterior del pabellón. A Jay no le hace gracia, y sé que esto nos traerá problemas. Pero ahora mismo mi prioridad no es quedar como vencedor y darle en los morros a esa gentuza. Que se pegue otro en mi lugar.
Arranco el coche y enfilo la carretera hacia el centro de la ciudad. Es lo malo que tiene el Roko's, que está en pleno meollo. Siendo sábado noche, es muy probable que esté todo repleto de gente viviendo la vida loca, y varias patrullas vigilando las calles. Así que tengo que aprovechar a acelerar ahora y ganarme los minutos que perderé después respetando las normas de circulación.
Por suerte para mí, no encuentro mucho tránsito. Pillo buena parte de los semáforos en verde y eso me lleva a no tardar más de media hora en llegar a mi destino.
Las verjas metálicas del Roko's están bajadas. Todas, salvo las de la puerta. A través de las ventanas puedo atinar a ver que mantienen encendida la luz de la barra, y las veo ahí, ojeando las baldas en busca de algo que llevarse al buche.
¡Jesús! No sé qué narices han bebido, pero me niego a dejarles beber más. Con este pensamiento me adentro al interior del local, en silencio.
Me acerco sigilosamente, y cuando veo que mi morenita se sube de pie sobre un taburete para señalarle a Giselle la botella que ella quiere que coja, se me encoge el estómago.
«Si se cae de ahí, se mata.»
Arrastro los pies hasta colocarme justo detrás de ella. Me quedo quieto, estático, y tranquilo por saber que, si se cae, puedo cogerla a tiempo.
— A esa no llego, nena. Escoge otra — se rinde Giselle. Gira la cara para mirar a Amber, y aunque tarda un poco, al final me ve y reacciona. — ¡Byron! — chilla, señalándome con un dedo acusador.
Mi morenita da un respingo. Se tambalea en el taburete y, tal y como esperaba, pierde el equilibrio y la cojo entre mis brazos antes de que caiga al suelo.
— Pero qué...
Se queda estupefacta. Me mira como si acabase de ver un fantasma. Y no es hasta que ella misma se aparta el pelo de la cara, que puedo ver la rojez que tiene en los ojos. Está peor de lo que pensaba. Creo que ni siquiera es consciente de que la sostengo como si fuese un bebé.
— ¿Qué... qué haces aquí? — balbucea.
— Porque le hemos llamado, ¿a qué sí? — me pregunta Giselle, cometiendo la ridícula hazaña de pasar por encima de la barra en lugar de salir por la pequeña puertecita que tiene justo al lado. Le cuesta lo suyo, pero al final se planta a mi lado. — Vienes a llevarnos a casa, ¿no?
Asiento, tragándome la risa. Nunca había visto a Giselle tan perjudicada. Y desde luego que pienso utilizar este recuerdo para reírme de ella de por vida. Me acaba de regalar munición para el resto de mis días.
— ¿Te hemos llamado? — mi morenita se revuelve sobre sí, percatándose al fin de que está entre mis brazos. — Oye, suéltame. — se queja.
No. Ni de coña. Llevo una semana entera carcomiendome por dentro por no poder tocarla ni estar cerca de ella. Obligándome a mí mismo a alejarme para absorber el golpe que me supuso su rechazo abierto. Así que no. Ahora que la tengo, no la suelto.
— Byron, suéltame — ordena.
Intenta parecer seria, pero en el estado en el que se encuentra le resulta imposible. Incluso Giselle ha empezado a reírse al ver esa cara de fingida autoridad. Yo, por el contrario, me trago la carcajada que pugna por salir y adopto el semblante más serio que puedo.
— No. A casa.
Giselle parece encantada con la idea, pero Amber no para de patalear y despotricar porque la llevo en brazos hasta el coche. Sin embargo, es incapaz de reunir las fuerzas suficientes para impedirme que la siente en el asiento del copiloto y le ate el cinturón.
Pongo la música a un volumen más bien bajo. Mientras Giselle canturrea sus nuevas versiones de diferentes canciones que ni siquiera coinciden con lo que sale por los altavoces. Amber se cruza de brazos y mira por la ventanilla con cara de asesina.
Es preciosa. Incluso cuando está cabreada, es más preciosa todavía.
Dejo a la pelirroja borracha en su casa. Y aunque me encantaría acompañarla y cerciorarme de que no se parte la crisma mientras se arrastra desde la entrada hasta su habitación, no puedo dejar a Amber sola en el coche.
Cuando Giselle cierra la puerta, arranco el motor y enfilo la carretera en dirección a casa de mi morenita.
— ¿Por qué me dijiste eso? — pregunta de golpe.
— ¿El qué?
— Que me querías. ¿Por qué lo dijiste?
Me remuevo en el asiento. No esperaba que sacase ese tema, pero también es algo para lo que debería de haberme preparado. Está claro que tarde o temprano tendríamos que hablar de ello, ¿no? No podía pretender decírselo y que dejase pasar el tema.
— Ya te lo dije. Antes no quería aceptarlo, y después fui demasiado estúpido cómo para saber arreglarlo.
— Eso no me aclara nada. Quiero saber por qué me alejaste. Por qué, Byron. Dímelo.
La miro por el rabillo del ojo, con miedo de encontrar en su cara la seriedad y el enfado que reflejan sus palabras. Cuando lo hago, entiendo que no tengo escapatoria. Mal que me pese... es el día, es el momento. Mi morenita quiere la verdad y la va a tener.
Bajo el volumen de la música hasta que el interior del coche queda en absoluto silencio. Cojo aire un par de veces, trago saliva y, sacando fuerzas de flaqueza, empiezo a relatar lo que mi morenita desea saber.
No es toda la verdad, pero es que eso tampoco se lo puedo contar.
— A ver... — resoplo. Me remango las mangas de la sudadera para deshacerme de la sensación de agobio que supone remover mi pasado. — Mi padre era un hijo de puta. Era un alcohólico y un adicto al juego. Sus adicciones nos llevaron casi a la ruina. Así que, en un acto a la desesperada, le pidió dinero a quien no debía.
— Espera, ¿tú padre era adicto al alcohol y al juego? — asiento. — Joder... Y yo que pensaba que era un cabrón por ser un maltratador, ahora resulta que era un hijo de puta al completo. Con toda la extensión de la palabra.
Río echando el aire por nariz. Yo no lo hubiera dicho mejor.
— Pues sí. Digamos que pedir dinero a esa gente, y no devolver la pasta a tiempo, hizo que le lloviesen amenazas por todas partes. El muy capullo perdió los papeles, se llevó el estrés y el miedo consigo. Y la única manera que encontró para sosegar su rabia, era darnos palizas a mi madre y a mí.
— ¡Santo Dios! — exclama horrorizada, llevándose la mano a la boca. Su mirada desciende automáticamente hasta la cicatriz camuflada en el ojo del águila que decora mi antebrazo derecho.
Trago saliva en cuanto el recuerdo de aquel día amenaza con salir a la superficie. Fue la primera vez. Esa noche iba muy borracho, le dio una paliza de escándalo a mi madre, y después a mi. Yo era un crío, y aunque me mantuve firme todo lo que pude, no pude evitar romper a llorar en cuanto apagó ese puto puro en mi piel.
Cierro los ojos y sacudo la cabeza. Ahuyentando el recuerdo amargo.
— El cabrón nos culpaba de lo que le pasaba. Decía que había pedido dinero para darnos un hogar, alimento y que por nuestra culpa querían matarlo. En resumidas cuentas, jamás fue suficiente valiente como afrontar que el que tenía un problema era él, no nosotros. Que él era nuestro problema y la manzana podrida de nuestra familia.
— Mierda. Lo siento mucho, Byron.
Siento cómo le tiembla la voz, y precisamente porque sé que romperá a llorar, me obligo a seguir hablando antes de que sus sollozos me hagan flaquear a mí.
Remover mi propia mierda es doloroso, abrumador. Pasen los años que pasen, por mucha terapia que haya recibido, las heridas siguen ahí.
— Con los años decidí tatuarme para disimular las cicatrices. Me dije que, si él pretendía marcarme de por vida, yo haría algo para tapar el dolor que él me infligia. Así que me llené de tinta, como puedes ver. Aunque no me puedo tatuar sobre las cicatrices, al menos las he ocultado bajo mis propios dibujos.
Los primeros sollozos de mi morenita llenan el silencio que han dejado mis últimas palabras. La miro un segundo, sin perder por completo la atención en la carretera. Llevo una mano a su preciosa carita y enjugo una lágrima.
— No llores morenita. Todo eso ya pasó. Mi padre está en la cárcel y ya no nos puede hacer más daño.
He mentido, lo sé, pero no puedo explicarle todo eso ahora. Ni puedo, ni quiero, la verdad.
Sorbe por la nariz y se limpia las lágrimas de un manotazo.
— Pero es injusto, Byron. Ese cabrón merece estar muerto por lo que os hizo. Es un desgraciado. — dice indignada. — Quisiste alejarte de Allan y Jay, ¿verdad? Pensabas que serías como él, y no querías hacer daño a quienes te querían. Igual que él os lo hacía a vosotros.
Sus palabras expresan una verdad aplastante. Una verdad que yo no le he contado, y que ella no debería saber si no es por mis propios labios.
Creo que el desconcierto y el reproche se reflejan en mi cara, porque Amber se estremece y desvía la mirada cuando aclara:
— Me lo ha contado Giselle. No te enfades con ella, por favor. Estábamos hablando de lo enfadada que estaba contigo y ha salido el tema — se excusa.
Me muerdo un carrillo para no sonreír como un niño. Mi morenita acaba de admitir que ha estado hablando con Giselle de mí, ¡de mí! Y aunque me muero de ganas por saber qué más se han dicho, hasta qué punto ha abierto la boca Giselle, y cuántas verdades más le ha contado, me tengo que callar. No quiero ser yo quien diga algo que no deba. Algo que ella aún no sepa, y cagarla.
Suspiro y me encojo de hombros, fingiendo indiferencia.
— ¿A... A mi también me alejaste por eso? — balbucea entres subes sollozos.
Aprovecho el semáforo en rojo que me obliga a parar y la miro. Tiene las manos entrelazadas sobre el regazo, retorciéndose los deditos en un tic nervioso de lo más adorable. Alza la cara y me mira a través de sus humedas pestañas. Está asustada, pero no de mí, sino de la respuesta que aún no le he dado.
Me encantaría decirle lo mismo. Abrirme de nuevo y volver a repetirle que la quiero, que siempre lo he hecho. Que antaño fui un imbécil por no saber afrontarlo, que estaba equivocado, y que después no supe cómo hacerla volver a mí. Que la alejé por las mismas razones por las que lo intenté con Allan y Jay, y que luego me di cuenta de que yo no tenía por qué ser como él.
Pero ya le dije parte de la verdad hace una semana, y no me creyó. Ni siquiera estando borracha, vulnerable, se permitió un segundo para creer en mis palabras. Ahora también está borracha, así que me niego a abrirme de nuevo en un panorama ya tan familiar y encontrarme con otra negativa.
Asiento secamente con la cabeza, limitándome sólo a eso.
Pretende decir algo, quizá soltar alguna de sus perlas. Pero, sea lo que sea lo que fuese ha decir, es sustituido por una mirada de dolor y rabia que me destroza por dentro.
Está cabreada, vale, pero ¿por qué? ¿Por alejarla? ¿Por lo que me pasó? ¿Por no haberselo dicho antes?
No tengo ni puñetera idea, y tampoco me lo aclara durante el resto del camino. Me encantaría hacerle hablar, que me diga que cojones pasa por esa cabecita suya. Pero soy consciente de que le acabo de contar una verdad bastante dolorosa y que le ha afectado. Necesita tiempo para digerirlo.
A regañadientes, asumo que hoy tampoco aclararé nada con ella. Que me seguirá tocando esperar a que ella vuelva a lanzarme el guante. Aparco frente a la casa de su tía, y justo cuando voy a quitarme el cinturón para acompañarla hasta la puerta, ella salta del coche como un resorte, y grita mientras cierra de un portazo:
— ¡Eso no te da derecho a mentir diciendo que me quieres!
Me quedo petrificado, confuso. Y antes de que pueda reaccionar, otro portazo me devuelve a la realidad: el de su casa.
¡Mierda!
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro