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38. Prepárate hígado


La música suena a toda pastilla. Mi cuerpo ya no sigue un ritmo definido, y yo, creo que ya ni sé lo que es la vergüenza. Bailo cual adolescente creyéndose una diva, lo sé, y lo hago fatal. Pero llegados a este extremo, me da igual. Me lo estoy pasando bomba.

Dana lleva un pedo descomunal, y Liam hace un ratito que nos ha pillado la delantera. No sé cómo lo ha hecho ni qué narices ha bebido, pero está peor que nosotras dos juntas.

Ah, y Byron y Allan también llevan un buen rato intentado bajarnos de aquí. Menos mal que he sido rápida y me he encargado de poner una masa humana de por medio.

Bailo, salto y canto como si me fuera la vida en ello. Me lo estoy pasando en grande, y el tapete está plagado de billetes que Vicky va recogiendo y metiendo en una cesta.

Me duelen un poco los pies de tanto bailar, así que en cuanto Dana y Liam se encaraman el uno al otro para bailar una canción lenta, me bajo de la mesa de billar y me limito a bailar sola, contoneando mis caderas mientras me tomo esta canción como unos minutos para recuperar el aliento. Ellos dos siguen con el espectáculo.

Siento que alguien me rodea la cintura y pega mi espalda a su pecho. Estoy a punto de gritar, pero una voz demasiado familiar me sorprende.

— Vámonos o no respondo de mí, morenita, por favor — susurra en mi oído. Oculta la cara en el hueco de mi cuello y siento cómo huele mi piel.

Trago saliva con fuerza. Estoy borracha, sí, pero no lo suficiente. Soy plenamente consciente de que Byron está pegado a mí, de como su brazo rodea mi cintura y me pega a su pecho firme en un gesto totalmente desesperado, mientras se balancea en perfecta sintonía con el vaivén de mis caderas.

— Devuelve mi cesta a su sitio y prometo que te dejo llevarme a casa sana y salva — el descaro de mi chantaje le arranca una carcajada.

— ¿No crees que ya me has dado suficiente escarmiento? — su tono es seductor, sensual, y la piel se me eriza allá donde su respiración me acaricia.

— No. Me has quitado mi cesta. — acuso. Lo malo es que el alcohol que llevo en el cuerpo no me permite ponerme todo lo seria que me gustaría parecer.

— ¿Eres consciente de lo preciosa que estás cabreada? — ríe sobre la piel de mi cuello.

Fuerzo una risa porque no sé qué decir. Mi cerebro no está en su mejor momento, y el Byron juguetón me lo está poniendo bastante difícil.

— Eres tan perfecta... — murmura. Me aparta el pelo hacia un lado con una mano y me lo coloca sobre el hombro contrario, teniendo acceso directo a mi cuello expuesto. — Me vuelves loco, morenita. Déjame llevarte conmigo.

La promesa que ocultan sus palabras me hace vibrar de pies a cabeza. Me tienta, lo sé, y por ello me obligo a seguir firme ante mi enfado.

— Has sido un capullo conmigo, Byron. Creo que es más que evidente que estoy en todo mi derecho de enfadarme. ¿No crees?

Siento cómo sonríe sobre la sensible piel de mi cuello, acariciándome con sus tentadores labios hasta que me atrapa el lóbulo entre los dientes.

— Por favor... — ruega.

— No. Respóndeme aquí.

Suspira, pero cede.

— Me gustas, Amber. Siempre me has gustado. Y si antes era un gilipollas para admitirlo, ahora soy un gilipollas para no saber cómo no dejarte escapar. Siento haberlo hecho así. Pero no soporto la idea de ver a otros cerca de ti.

Mi cerebro raya. Espera, ¡¿qué?! Dios, tiene que ser culpa del alcohol, estoy segura. Byron no puede haber dicho...

Me hace girar de golpe, sin previo aviso, y antes de que pueda hacer algo para impedirlo, lleva ambas manos a mi cara y me estampa contra sus labios.

Me besa, me devora. Su lengua me invade con tanta ansia que creo que voy a desmayarme. Me cuesta un poco reaccionar, pero llevo las manos a su pelo y tiro, disfrutando del embriagador sabor de su labios, del deseo, de las caricias que recorren mi cuerpo hasta que deja una mano en la curva de mi espalda, y con la otra envuelve mi nuca para sentirme más cerca.

¿Acaba de confesar que le gusto?

Soy consciente de que algo no está bien. Mi cerebro aletargado por el alcohol se esfuerza por decirme algo, lo sé, lo siento, pero mi sentido común no está por la labor de hacerle caso. Byron me está besando y sentirlo entre mis brazos es la sensación más fantástica que he sentido nunca. Estoy extasiada.

— Te quiero — gruñe en mi boca, desesperado, y...

Mi cerebro vuelve a rayar. Pero, esta vez, para volver a la realidad. Joder, he sido imbécil de remate. Acabo de permitirme el lujo de flaquear, de dejar que sus palabras calen hondo y agrieten mis muros. Y es que, por un momento, me he permitido el lujo de creerle.

¡Seré boba! Acaba de darme un golpe bajo, muy, pero que muy bajo.

Me aparto suavemente, y sacando fuerzas de flaqueza, me contengo para no ceder ante el deseo que percibo en su miraba, y me meto en mi mejor papel de tonta. Tengo que hacerlo y no dejar que los sentimientos se apoderen de la situación, que no me hagan flaquear de nuevo. No, por Dios.

— Necesito agua — es una excusa de mierda, pero quiero alejarlo de mi y recuperar la cordura.

— ¿Me crees? — inquiere, incrédulo.

Me muerdo un carrillo para contener las ganas de decirle que no, de gritarle que le odio por mentir sobre sus sentimientos para debilitarme y jugar conmigo. Seguro que esto forma parte de algún plan chungo suyo para sacarme de aquí.

Asiento con la cabeza y desvío la mirada para que la rabia no se refleje en mi cara. Lleva la mano a mi barbilla y me obliga a mirarle de nuevo.

— ¿De verdad que me crees?

El azul zafiro de sus ojos trasmite devoción, deseo, y me cuesta todo un triunfo sonreír y asentir al mismo tiempo.

— Dios, gracias — intento no desmoronarme cuando me besa la frente. — Pensé que no lo entenderías.

— Pues... Ya ves. — me encojo de hombros. Interpretando un papel de niña tonta e inocente en el que no me siento para nada cómoda.

— Gracias, morenita, gracias. — murmura. Me estrecha contra sí y vuelve a besarme la frente. — Voy a por tu agua, nena. Después nos largamos de aquí.

En cuanto lo pierdo de vista, sé que tengo que hacer algo para salir de esta situación. No me puedo creer que crea que soy tan tonta de créerme semejante mentira. Y, lo peor de todo, es que no me puedo creer que sea tan rastrero de mentir sobre sus sentimientos aprovechándose de los mío. ¡Y encima estando borracha! ¡¿Qué clase de persona hace eso?!

Me escurro entre el gentío para largarme sin que me vea. Me ha dejado el ánimo por los suelos, y lo único que quiero es irme a dormir la mona, olvidarme de todo, y rezar porque mañana me despierte sin recordar esto último.

Pero en un giro inesperado de los acontecimientos, los conocidos acordes iniciales de una de mis canciones preferidas sacuden la paredes de la fraternidad. Reconozco la voz de Sean Paul, y su fantástico tema No lie.

«Ah, sí, ahora sí que estoy en mi salsa.»

Llevo un rato implorando porque Logan ponga una canción de esas que te hacen venirte arriba, así que ahora que uno de mis temas preferidos zumba en mis venas... No puedo evitarlo.

Deshago mis pasos y vuelvo a acercarme a la mesa de billar.  Me quitó los zapatos de tacón y planto una mano para encontrar apoyo en el hombro del primer tío que tengo al lado. Pretende protestar, pero en cuanto ve
quién soy y adónde me subo, me anima a seguir con mi plan.

— Pero, ¿qué haces sin zapatos, xoxo? — Liam mira hacia mis pies, escandalizado.

— ¿Sabes bailar Ragga? — Liam niega con la cabeza, pero la sonrisa pícara que se dibuja en su rostro me tienta a demostrarle cómo se baila. O quizá me lo esté imaginando yo, no lo sé. — Pues mira y aprende, nene.

— ¡Yo también quiero! — Dana da palmadas y chilla emocionada.

— Vale, pues vamos allá — les hago un gesto para que me imiten.

Giro sobre mis pies haciendo un giro sutil y coqueto. Cuando todo mi cuerpo queda de espaldas al público, meneo las caderas en círculos hasta rozar sus caras con mi trasero. Oigo sus risas, y cómo alaban mi ritmo.

Este baile, esta canción, me recuerdan a Katia y todas nuestras risas, a todo lo que yo era antes de volver a ver a Byron. Así que no me contengo y me sumerjo en mi mundo, olvidando que estoy frente a un montón de gente ebria a la que ni conozco. Necesito olvidar la mentira que me acaba soltar Byron y la manera tan ruin con la que me ha hecho flaquear.

Sin perder el ritmo de mis caderas, hondeo las piernas mientras desciendo hacia abajo. El vestido que llevo es una monada, cierto, pero desde luego que no está pensado para este tipo de bailes. Siento la presión que ejerce la costura alrededor de mis muslos y creo que se me va a cortar la circulación. Tiro un poco de la tela hacia arriba para poder hacer mejor el paso de baile sin hacer peligrar mi riego sanguíneo y...

— ¡Qué coño haces!

La voz de Byron llega a mí al mismo tiempo que siento unas manos alrededor de mis muslos. Mi cuerpo levita, y antes de que sea capaz de volver al mundo real y abandonar la nube de recuerdos en la que bailo con Katia en su habitación, siento cómo toda la sangre de mi cuerpo acude repentinamente a mi cabeza.

Pero, ¿qué cojones?

— ¡Se acabó la tontería! — oigo protestar a Allan, y a Dana chillando enrabietada.

Abro los ojos y la imagen borrosa de un trasero perfecto me recibe con gusto. Siento la tentación de tocarlo pero, ¿de quién es este culo?

— Venga ya, Cox. — protesta alguien. — Tu novia es más enrollada que tú, tío.

— Recuérdame que cuando la deje en casa, vuelva para romperte los dientes — amenaza Byron, y la vibración que siento en el vientre me hace saber que estoy sobre su hombro.

«Ups.»

Siento una mano tirando de la tela de mi vestido para cubrirme un poquito más las piernas. No sé en qué momento me doy cuenta, pero agradezco que no se me haya visto el culo. Creo que lo peor está por llegar. Estoy borracha, sí, pero no soy tonta y, muy a mi pesar, sé que Byron no me va a dejar olvidar lo de esta noche. Cosa que odio, por cierto, porque estoy especialmente interesada en olvidar el ridículo que acabo de hacer, y que me ha mentido vilmente al decir que me quiere.

Tengo entendido que el karma es algo que puede llegar de muchas formas. Por ejemplo, como estos primeros rayos de sol que me atraviesan con ganas de venganza, los muy cabrones. Agarro la colcha y giro rehuyendo de esa luz cegadora y mortal. Me hago un ovillo, y nada más intentar encoger las piernas, me topo con algo duro que me lo impide. No sé qué es, pero desprende un calorcito de lo más reconfortante y un olor riquísimo que me recuerda muchísimo a cierto capullo del que estoy enamorada.

Es estúpido, lo sé, y probablemente sea producto de mi imaginación. Pero ahora mismo no tengo ni la más mínima vergüenza de olisquear esa delicia y fundirme en un sueño profundo en el que poder fantasear con él.

«Ains, Byron. Si de verdad estuvieses aquí y no fueses solo un sueño...» Me digo, mientras mis pulmones absorben el olor con ansia.

— Serás glotona. — ríe alguien. Y, ese alguien, para mi desgracia, suena muy real. Demasiado.

Abro un ojo y después el otro, y obviando la tortura que me supone mantener abiertos estos párpados inmensamente pesados, me quedo pasmada ante la cara que tengo delante. Byron. Byron con el pelo revuelto. Byron con cara adormilada y estirando su cuerpo junto al mío.

Esto tiene que ser un sueño. Un sueño con el que siempre he fantaseado, la verdad.

Siento el roce de su piernas junto a las mías y mi mirada se desliza por su cuerpo. ¡Está sin camiseta! ¡En la cama! Espera... ¡No es mi cama! ¡Ay dios! Me ha pillado oliendo las sábanas como una posesa.

— ¡Ah! — chillo, y mi cabeza sufre el eco de mi voz.

Salto de la cama y me planto de pie frente él. El puñetero se ríe, pero a mí no me hace ninguna gracia.

— ¡Qué coño hago aquí, Byron! — ladro. Mi propia voz suena como un trueno en mis odios. Joder, me duele la cabeza.

— Querrás decir; gracias por traerme aquí, Byron. — replica con una sonrisa. Se levanta de la cama y, afortunadamente, me doy cuenta de que lleva puestos los pantalones. Menos mal, solo me hacía falta verlo en calzoncillos. — No podía llevarte a casa y dejar que tu tía te viera así. Estabas demasiado bebida.

Miro a mi alrededor y descubro que estoy en un puñetero motel.

Me lo quedo mirando con el ceño fruncido. No entiendo qué narices hago aquí, ni por qué he de agradecer que me haya traído. Aunque... Bueno, vale, el conocido dolor que zumba mi cráneo me da una ligera idea. Dios, tengo la boca pastosa y me sabe a alcohol.

— Mierda — siseo, y cierro los ojos para evitar acentuar el intenso dolor que me azota. Me cruzo de brazos y, en cuanto lo hago, siento como la fina tela que se arruga, deja al descubierto mis piernas.

«Oh, Dios. Dime que no...» Abro los ojos y me miro a mi misma. ¡Qué cojones! Le lanzo una mirada asesina a Byron al ver mi atuendo, y, por la cara de culpabilidad que pone él, creo que la rabia que siento no es sólo imaginación mía.

— No podía dejar que durmieras con ese vestido. Estaba empapado de alcohol — se excusa. Alza las manos en sinónimo de paz y retrocede un paso. — Te he visto mil veces en biquini, es casi lo mismo, morenita.

Su excusa me vale una mierda. Prefiero dormir empapada en alcohol antes que dejar que me desnude sin mi consentimiento. Además, lo del biquini fue hace años, cuando éramos niños.

— Y tenías que ponerme tu camiseta, ¿no? — gruño.

Byron se lleva las manos al pelo, se lo revuelve y desvía la mirada hacia el suelo. Avergonzado. Está avergonzado. Y aunque está adorable, más le vale sentir vergüenza por lo que ha hecho.

— ¿Quién coño te crees para desnudarme? No me puedo creer que seas tan cerdo — bufo. Arranco la colcha de la cama y me cubro lo mejor que puedo.

Soy consciente de lo que le acabo de llamar, así que no me sorprende mucho la expresión dolida que ensombrece su cara.

— ¿Cerdo? — repite, entre incrédulo y herido. — Siento mucho que pienses eso, Amber, pero no es que haya ropa tuya en ese armario — replica, señalando el armario enano y cochambroso que hay al otro lado de la habitación. Gruño y me muerdo la lengua porque tiene razón. —  Casi te despelotas en medio de la fraternidad. Pero, eh, el cerdo soy yo por sacarte de allí antes de que hicieses algo de lo que poder arrepentirte — ruge. Y la sola mención de ello, atrae a mi mente una imagen de mí misma bastante deplorable.

Mierda. Pero ¿cómo pude emborracharme tanto? ¿Cómo pude emborracharme hasta el punto de subirme a la mesa de billar a bailar otra vez, cuando pretendía irme para evadir el dolor de...?

— Me mentiste. — divago en voz alta.

— ¿Qué?

— Me mentiste — repito, y esta vez, al recordar el dolor que sentí al darme cuenta de lo tonta que fui al creerle, regresa a mi en forma de tormenta. — Tuviste la poca vergüenza de decir esa sarta de mentiras, de besarme y utilizar mi borrachera para intentar hacerme creer lo que no era — lo acuso.

— Eso no es...

— Te aseguro que me arrepiento mucho más de haber estado apunto de creerte que de haber estado a punto de desnudarme delante de una manada de borrachos. ¡Eres un mentiroso! ¡¿Qué creías?! Qué te creería tan fácilmente, ¡¿eh?! Tú te crees que yo soy tonta, ¿no? Piensas que puedes hacer y decir lo que te salga de las narices y que yo me lo creeré a ciegas. ¡Pues no! Me dijiste que me querías simplemente para poder sacarme de allí sin rechistar.

Byron tiene la cara dura de hacerse el ofendido, el dolido. Abre y cierra la boca como si quisiera defenderse, pero me sorprende cuando cierra los ojos con fuerza y se pasa las manos por el pelo. Se está conteniendo, lo sé. Y sé que esto no es normal en él. Al menos, no en el Byron al que estoy acostumbrada. Debería de ponerse a gritar y romper algo, como siempre que he discutido con él años atrás.

— ¡Mierda! — grita. Le da una patada a la cama y, al fin, estalla como el Byron que yo tanto conozco. — Lo sabía. Sabía que no tenía que haberte dicho nada. — lleva las manos bajo el colchón y lo lanza hasta sacarlo de la cama. No contento con eso, carga contra el armario y parte la puerta de un puñetazo.

Mierda. Se ha vuelto loco de la rabia y esta vez no está Allan para evitar que rompa todo lo que pilla.

— ¿Sabes qué, Amber? — grita. — ¡Olvídalo! No eres más que una niñata. No sé para qué coño te dije nada.

Atraviesa la habitación a grandes zancadas y coge las llaves de su coche de la mesilla. Me lanza una mirada furibunda, y yo tiemblo ante la rabia que desprende hacia mi persona. Sé que nunca me haría daño físicamente, nunca lo ha hecho, pero no puedo evitar abrazarme a mí misma en busca de consuelo cada vez que pierde los papeles cuando lo encaro.

— Si es que soy gilipollas. — bufa, y sale de la habitación dejándome a solas con el eco de un portazo.

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