23. Conan el bárbaro
Quiero matar a Conan, en serio. ¿Cachorrito? Es más bien Conan el bárbaro. ¡Será bestia!
Trastabillo hasta el edificio donde vive mi primo. Tengo la ropa rasgada y varias heridas sangrantes, la piel de las manos quemada y, a mi lado, camina un Conan de lo más sosegado. No me extraña, él ya ha cumplido con su deber para con la caniche. Espero no tener que decirle a Allan que quizá sea abuelo no tardando mucho, y que, para colmo, hay una señora que ha amenazado con pasarle las facturas del veterinario si eso llegase a ocurrir.
El portero del edificio me ve y me abre la puerta al reconocer a la bola de pelo que llevo conmigo. No dice nada, pero la mirada preocupada que me lanza me hace señalar a Conan como el culpable de mi estado. Me cuelo en el ascensor y me echo un vistazo en el espejo mientras subimos al décimo piso; arañazos en la cara, pantalón roto por las rodillas y, ah, hierba y caca de perro esparcida por la camiseta. ¡Cojonudo!
Le lanzo una mirada aniquiladora a Conan, que ahora está tan ricamente sentado mientras espera a que la puerta del ascensor se abra.
— Al menos te habrás quedado a gusto, ¿no? — le reprocho. Abre la boca y deja caer la lengua a un lado mientras jadea. Me río en respuesta. Es un bárbaro, pero es adorable.
En cuanto salgo al rellano con Conan a mi lado, una realidad inminente me golpea de frente. ¡Mierda, las llaves! ¿Cómo coño se me ha ocurrido sacar al perro sin tener llaves para poder volver a entrar?
Me siento en el rellano, frustrada, con la espalda pegada a la puerta y las piernas flexionadas, a la espera de que vuelva Allan. Ni siquiera he sacado el móvil, así que no sé ni que hora es. Conan se tumba a mi lado, hecho una bola. Para mi desgracia, tras oír subir y bajar varias veces el ascensor, llega hasta la planta en la que estoy y de él sale... Byron.
Conan corre a saludarlo, casi no le deja ni salir del ascensor. Yo... Yo ni me levanto. Es más, me muero de la vergüenza y me dan ganas de aprovechar mi posición para esconder la cabeza entre las rodillas. Pero no lo hago, porque si las abro para meter la cabeza entre mis rodillas, entonces Byron tendría una plena visión de la caca de perro esparcida por mi camiseta. Eso ya sería humillarme demasiado. Además, huelo a kilómetros.
— Pero... ¿Qué cojones? — me mira un segundo desde su altura. Agacho la cabeza para evitar seguir viendo su cara de alucine. Se agacha de golpe y lleva las manos a mi cara para obligarme a mirarlo. — ¿Estás bien? ¿Qué te ha pasado?
Parece sorprendente preocupado mientras ve las magulladuras de mi cara, y eso despierta una ilusión en mí que ahora mismo no me gusta un pelo. Me hace vulnerable, y ahora mismo ya me siento en bastante desventaja. Trago saliva para encontrar mi voz, y digo lo más pasota que puedo:
— Conan se ha ido de perras. — Byron frunce el ceño, desconcertado, así que le aclaro. — Me ha arrastrado por todo el jardín persiguiendo a una caniche en celo.
Ahora sí, separo las piernas para que vea mi camiseta. Hace un mohín de puro asco al verla, pero no dice nada al respecto. Sin embargo, pasa las manos por mis axilas y me levanta casi sin esfuerzo.
— Tendrás que darte una ducha y luego te curo esas heridas. — Me pasa un brazo por la cintura y me sostiene a su lado mientras echa un vistazo a mis rodillas ensangrentadas. Saca unas llaves del bolsillo del pantalón y abre el apartamento de mi primo.
La cascada de agua caliente me ayuda a aliviar parte del mal trago. Pensaba que nada podía ir peor después de haberme comido casi medio jardín. Pero tener que mostrarme frente a Byron plagadita de mierda ha sido peor todavía.
Oigo la puerta del baño abrirse y me pongo tensa al instante. A pesar de tener la cortina de ducha ocultándome, por inercia, me tapo el pecho con un brazo y mis partes íntimas con una mano.
— Te dejo aquí algo de ropa. Avísame cuando pueda entrar a curarte — dice Byron, y acto seguido, escucho la puerta cerrarse.
Uf, respiro aliviada. Me alegro de que Byron haya pensado en traerme algo de ropa, porque yo, la verdad, ni había pensado en ello. Cuando salgo de la ducha, me seco a toda prisa y echo mano a la ropa que veo sobre la taza del váter. Ropa... No es precisamente ropa, sino la camiseta negra que Byron llevaba puesta y unas bragas blancas que intuyo que serán de Dana.
Intento no comerme mucho el tarro y me visto. Me miro en el espejo y veo que, para más alimento hacia mis sentimientos extintos, me encanta como me queda la camiseta de Byron. Me llega hasta medio muslo y huele a él. Cierro los ojos e inhalo el aroma, derritiéndome por dentro involuntariamente.
— ¿Ya? — su voz rompe la burbuja en la que me había sumido. Una burbuja, en la que yo vestía esta camiseta cada mañana, cada noche, cada segundo que él me envolvía con su dulce aroma.
«No, Amber, no. Para.» Y juro por Dios, que siento el suave desquebrajar de mi coraza. Mierda.
Suelto un gruñido, impotente por tener que enfrentar esta situación sin tener opción de huida. ¿Cómo coño se sale de un baño sin ventanas, teniendo a Byron al otro lado de la puerta? Ah, no se puede. Hay que afrontar el impacto.
— Sí.
Byron entra y aparto la vista. Un minuto, claro, eso es lo máximo que puedo fingir no tenerlo delante de mi sin camiseta. Su torso desnudo está cubierto de tatuajes, y soy incapaz de encontrarle sentido a ninguno mientras cacharrea en los cajones en busca de algo para curarme. Se agacha justo a mis pies y yo me aparto para que acceda al armario que está en el mueble del lavado. Saca un pequeño botiquín, repleto, y cuando se yergue, me hace un gesto de cabeza para que me siente sobre el lavabo. Pero yo me quedo estática, claro, porque, ahora que lo tengo delante, quieto y tan a la vista, no solo puedo apreciar la imagen de un león desmelenado sobre su vientre, un tribal rodeando su hombro derecho, e infinidad de tatuajes preciosos que decoran todo su pecho y brazos, sino también, las diferentes cicatrices redonditas que salpican su pecho, y pretenden camuflarse entre la tinta. Pero están ahí, delante de mi, sin posibilidad de esconderse ante mi escrutinio.
Dios mío... ¿Eso lo hizo su padre? Debió de dolerle horrores. Y ya no solo me refiero al dolor físico, sino al dolor de sentir el daño que puede hacerte alguien que debería de protegerte, de amarte. Alguien que debió de quererte como solo un padre debe hacerlo. Siento un atisbo de alivio al ver la piel sobre su corazón intacta, sana, sin heridas ni tinta que pretendan camuflarlas.
— Te subes o te subo — la voz de Byron no es fría, tampoco dura. Más bien es una mezcla extraña entre incomodidad y vergüenza.
Sacudo la cabeza y desvío la vista a mis pies descalzos mientras me subo al lavabo. Dejo las piernas colgando, así que las balanceo distraídamente en un claro síntoma de incomodidad.
Byron moja un algodón en agua oxigenada y lo acerca a mi cara. En cuanto el líquido se cuela por el rasponazo de mi mejilla, cierro los ojos y aprieto los dientes para evitar soltar un quejido.
— ¿Te duele?
— Escuece.
Byron aparta el algodón y siento su suave y cálido aliento acariciando mi cara. Me está soplando la herida. Y por alguna razón que no entiendo, ese gesto me revuelve el bajo vientre. Aprieto los muslos por inercia, aliviando mínimamente la tensión que acaba de acumularse en mi entrepierna.
No he abierto los ojos, sin embargo, los cierro aún más fuerte cuando siento que ríe echando el aire por la nariz, alertándome de que lo tengo tan solo a unos milímetros de mi cara y que se está dando cuenta de todo.
Está tan, pero tan cerca, que si abro los ojos y me encuentro sus labios tiernos y sensuales cerca de los míos, no respondo de mi. Aún tengo su sabor en ellos, en mi lengua...
Permanezco en completa tensión hasta que termina de curarme las heridas de la cara. Por suerte, son pocos minutos. Si hubiera tenido que seguir apretando los muslos para aliviar la tensión de mi entrepierna un segundo más... Hubiera terminado por perder toda la fuerza en las piernas.
Abro los ojos y lo veo girarse para coger otro algodón del botiquín. Lo empapa de nuevo y vuelve a acercarse. Esta vez, para mi desgracia y escándalo, se planta de rodillas frente a mi. Cruzo las piernas de golpe, con fuerza.
La sola imagen de tenerlo ahí de rodillas, frente a mi y mirándome con esos ojazos azules a través de sus pestañas, me supera. La tensión se me acumula en el vientre, y los calambrazos que descienden hasta mi clítoris son de un poder sobrehumano. Me abruman, y eso que ni siquiera me está tocando.
— Si no abres las piernas no puedo curarte. — La frase de por sí no suena inocente, y el tono pervertido que ha empleado Byron junto con esa sonrisa torcida, menos todavía. Frunzo el ceño y lo fustigo con la mirada. Pero él lanza una carcajada y pone los ojos en blanco. — No serán las primeras bragas que veo — se encoge de hombros.
«¡¿Cómo?!» Sus palabras me recuerdan el grandísimo capullo que es. No serán las primeras bragas que ha visto, desde luego, porque es un mujeriego y colecciona infinidad de muescas en el cabecero de su cama. Y eso me recuerda, que debo ser valiente y empezar mi tarea de tallar mi propia muesca. Lo malo es, que no será hoy; Byron no se atrevería a hacer nada en el baño del apartamento de mi primo. Sin embargo, a mí se me da genial amargar la vida a la gente. Sobre todo a él.
Esbozo mi sonrisa más inocente y abro las piernas con demasiado ímpetu.
— Todo tuyo — enarco una ceja.
Hala, yo también se manejar el doble sentido, majo.
Byron se muerde el labio para no reírse, niega con la cabeza y empieza a curarme las heridas. Para mi desgracia, aunque no le quito la vista de encima, no lo pillo ni una sola vez mirándome las bragas. Ni una. Y eso que las tiene delante. Y yo, tonta y débil de mí, me estoy poniendo tonta de solo verlo ahí, frente a mí, con su cara y sus manos entre mis rodillas. Totalmente concentrado en su tarea.
Creo que estoy desesperada. Desde que estuve con Tobías no he hecho nada, y con él, tenía mis momentos cada fin de semana.
Se incorpora de golpe y lanza los algodones a la papelera que hay junto al retrete. En cuanto voy a bajarme del lavabo, planta ambas manos en mis muslos y me frena. Sus manos no me aprietan, pero se ayuda de ellas para colarse entre mis piernas.
Ay madre. ¡Que tengo su cuerpo literalmente entre mis piernas! Igual que ayer, pero con muchísima menos ropa.
— ¿Qué haces? — balbuceo. Lo miro un segundo y su mirada hambrienta, clavada en la mía, me deja estática en el sitio. Trago saliva. Tengo la boca seca y mi pulso empieza a subir el ritmo. La piel de su torso desnudo está terriblemente caliente en comparación con la piel de mis muslos.
— Todo tuyo — me recuerda.
— Ya, pero... No quería...
— Te veo un poquito tensa, morenita — ronronea. Su mirada me recorre la piel desnuda de las piernas y sube lentamente hasta mi cara mientras se muerde el labio.
No sé si es su voz, la sensualidad impresa en lo que se suponía que era un mero apodo cariñoso, o porque sus manos se deslizan en suaves caricias por mis muslos. Pero me vuelvo loca, tiemblo. Su musculoso torso se cierne sobre mí en una lentitud agonizante, como si se estuviese conteniendo a la espera de mi aprobación. Sus labios, ligeramente entreabiertos, son una clara invitación al pecado de quemarme en ellos.
Me siento como un cervatillo ante la mirada hambrienta de su depredador, pero me encanta la sensación. Es tan erótica, tan sensual. Los labios de Byron encuentran mi boca y rompen el filtro que conecta cuerpo y mente. Su lengua me arrolla, me reclama, me...
— Eres tan perfecta — gruñe, arrastrando mi labio inferior entre sus dientes. — ¿Quieres que pare? — abandona mi boca y pasa a mi cuello. Lamiendo, mordiendo, succionando.
Mi clítoris sufre otra descarga eléctrica, y esta, involuntariamente, me obliga a gemir de la manera más patética que he gemido en mi vida. Es un sonido suave y casi inaudible, pero está ahí, flotando entre nosotros. Y eso, sin haberlo previsto, es el pase para que ambos estallemos.
Llevo los brazos su cuello y enredo los dedos en su pelo, atrayéndolo a mí. Las manos de Byron reptan de mis muslos a mis caderas, me agarran con firmeza y me arrastran hasta el borde del lavado. Ruge en mi cuello cuando nuestros sexos chocan, se sienten... Su dureza y mi humedad, mínimamente separadas por la tela de las bragas y sus pantalones vaqueros.
Quizá esto no sea una buena idea. Algo me alerta de que antiguos sentimientos siguen ahí, cobrando fuerza por cada caricia que me regala. Pero ahora mismo me da igual. Si es cierto que siguen ahí, ya tendré tiempo de lamerme las heridas después.
— Déjame sentirte, nena — implora, sus labios encuentran mi boca de nuevo, y una de sus manos me acaricia la piel de la cadera bajo la camiseta. Estoy perdida en la sensación de sus besos, en la quemazón que sufre mi piel bajo las caricias de sus manos. Byron se aparta un poco y me mira. Interrogante. Me doy cuenta de que no le he contestado, pero tampoco creo ser capaz de encontrar mi voz en este momento. Sin embargo, me siento valiente para enroscar las piernas en sus caderas y atraerlo más a mí.
Su erección aprieta mi entrepierna, y casi estallo en un grito de placer cuanto la imagen de sentirlo dentro inunda mi mente. Cuela una mano bajo la camiseta y agarra uno de mis pechos.
— Dios... — gruñe al sentir que no llevo sujetador. Me abraza la cadera con el otro brazo y me pega más a su cuerpo.
La presión en mi entrepierna se hace insoportable, así que aprovecho el poder que ejercen mis piernas enroscadas en su cintura para ayudarme a buscar fricción.
Byron me muerde el cuello y gruñe. Saca bruscamente la mano con la que me acariciaba el pecho y me agarra de la cintura para que frene.
«Pero ¿qué?»
Abro los ojos que no recuerdo haber cerrado y veo el pecho de Byron subiendo y bajando a un ritmo acelerado. Saca la cara del escondite que le ofrece mi cuello y busca mis ojos con la mirada turbia.
— Como no pares, me voy a correr en los pantalones — advierte.
¿En los pantalones? ¿Por qué?
— Pensé que...
— No, morenita... no aquí, no así. — aclara.
No me deja responder. Me devora la boca y, antes de que pueda darme cuenta, lleva la mano de mi mejilla a mi entrepierna.
«¡Jesús!» Doy un respingo.
— Shh... Relájate. — Me besa, me arrulla, y su mano tortura en suaves caricias el tormento que escondo bajo la tela de las bragas. — No haré nada que no quieras, nena. Dime que no quieres.
Casi no puedo ni hablar, pero sé que si no hablo, Byron parará y... Joder, no quiero que pare.
— Nada de penetraciones — balbuceo, y una risa de suficiencia arrolla su rostro.
— Perfecto.
Siento que aparta la tela hacia un lado, y el tacto de sus dedos contra mi piel sensible hace que arquee la espalda. Desliza los dedos por mi hendidura húmeda y resbaladiza. Arriba y abajo, arriba y abajo, y con ligera presión, golpetea con el índice mi clítoris.
Le tiro del pelo y me muerdo el labio para contener el grito que acarrea la descarga que me arremete el estómago.
— Joder, estás empapada.
Me encanta la emoción que trasmite en su voz. Gimo y aprieto aún más su cuerpo entre mis piernas. Byron hace fuerza para no pegar nuestros cuerpos, y cuando abro los ojos para ver la razón, veo que tiene la vista clavada en la magia que obra su mano entre mis muslos. O puede que esté mirándome a mí, no lo sé. Solo sé que me encanta la manera tan trabajosa con la que respira, cómo se sé muerde el labio, cómo se lame, cómo... Alza la vista y sus ojos azul zafiro encuentran los míos a través de sus pestañas.
— Dámelo, nena — me arrulla, acelera el ritmo y yo me rindo. — Córrete para mí.
Cierro los ojos para absorber la deliciosa imagen que representa Byron entre mis piernas, masturbándome y pidiendo que me corra para él. Es demasiado, es delicioso, es alucinante.
Sé que estoy a punto cuando el cuerpo se me tensa por completo. Agradezco que aún me sostenga la cadera con el otro brazo y así poder perder el control de mi cuerpo. Arqueo todavía más la espalda, pegando mi pecho al suyo y apretando las piernas alrededor de su cintura.
Y creo que Byron lo nota, porque cuando el inminente orgasmo me azota, sus caricias continúan a un ritmo más suave, mientras me acompañan hasta el final de mi viaje. Me devora la boca y se traga todos mis gemidos. Le tiro del pelo con fuerza y le muerdo el labio inferior, extasiada, dejándome llevar por el clímax hasta que la tensión se evapora y solo queda la calma. Nuestras respiraciones se relajan, y con ellas, libero su labio de entre mis dientes y él busca mi mirada.
— Eres perfecta cuando te corres, morenita — sonríe con el labio atrapado entre sus dientes. — Perfecta.
Siento sobre la piel de la pierna la vibración de su móvil oculto en el bolsillo del pantalón, rompiendo cualquier rastro de magia que pudiera haber en este momento. Byron sigue aquí, con los labios a escasos centímetros de mi cara, y la mirada fija en la mía. Sin separarse ni un milímetro, lleva la mano al bolsillo y saca el móvil.
Responde la llamada sin siquiera mirar de quién se trata.
— Hey, Allan, ¿qué pasa? — pregunta, y al oír el nombre mi primo, ahogo un grito y me llevo las manos a la cabeza. Estoy escandalizada, avergonzada por lo que acaba de pasar en su cuarto de baño. La realidad que precede a lo ocurrido me atormenta.
Byron, por el contrario, me acaricia la piel desnuda del muslo y me planta un beso casto en los labios. Podría decir que es un gesto tranquilizador, pero la sonrisa traviesa que le precede, es muestra suficiente para saber que la situación le divierte.
— Claro, sin problema. Ya la llevo al Roko's. — Byron sigue atento a las palabras de mi primo, y de pronto,
me da un pellizquito en el muslo, juguetón. — No se me ocurriría hacer nada para que la echasen del trabajo, Allan. No me puedo creer que Amber piense eso de mi.
Mi primo me ha vendido
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