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22. Jodido Conan


— ¿En qué piensas?

Allan baja el volumen de la música para poder hablar. Siento que desvía la mirada de la carretera hacia a mi un segundo, pero yo sigo con la vista al frente, evitando que pueda ver la expresión que seguro que tengo.

— En nada — miento. Me fastidia sentirme así y saber que, para una vez que saca un día libre para estar conmigo y enseñarme su apartamento, voy yo y no estoy de humor.

— ¿Segura? Porque estas muy callada — insiste. — Sabes que me puedes contar cualquier cosa, ¿verdad? — Allan emplea ese tono preocupado que tanto conozco. Sé que puedo contarle cualquier cosa y que me ayudará en todo. Pero también sé que no le sentará demasiado bien el hecho de que Byron y yo vayamos a hacer algo... Íntimo.

Seamos honestos, me cuesta creerlo incluso a mí. Aunque no me arrepiento de mi decisión en absoluto. Es el candidato perfecto para ello.

— Estoy un poco nerviosa por el trabajo — miento, un poquito más. Ya, qué más da. Cualquier cosa vale menos un "hey, Allan, pienso desvirgarme con tu mejor amigo".

— Ah, cierto. Mamá me ha dicho que has encontrado trabajo.

Se lo ha tragado fácilmente, sabe que hoy es mi primer día y se ha ofrecido él a llevarme, así que aprovecho y exprimo ese tema.

— Sí, voy a trabajar con Giselle en el Roko's.

— Anda, que bien. Paulo es un tío genial — comenta.

— ¿Tu también lo conoces?

— Pues claro, ha sido el jefe de todos nosotros en algún momento. Es de esos tíos a los que les encanta darles el primer empleo a los estudiantes. Para ayudarles y tal, ya sabes.

— Joder, pues sí que es majo.

— Y tanto; fue él quien consiguió que no le cerrasen el negocio al tío de Byron. — Recuerdo que mi madre me comentó algo de que Bob estuvo apunto de perder el negocio cuando empezó esto de la crisis, pero que un buen amigo le ayudó a cubrir sus deudas. — Después Byron quiso devolverle el favor haciendo algunos trabajillos para él.

— Por cierto, hablando de Byron... ¿Te importaría no decir dónde trabajo?

Allan me lanza una mirada de reproche. Sé lo que quiere decirme. Es uno de esos sermones en los que asegura que Byron no es tan malo, que solo me lo parece a mí y que no sé encajar sus bromas. Me hará recordar lo buen amigo que fue conmigo en algún momento de mi vida y, aunque ahora no sea tan amable ni simpático, sigue preocupándose por mi. Pero como ese discurso ya me lo sé, y no me lo trago, le ruego antes de que pueda decir nada:

— Por favor, Allan — suplico. — Sabes que si Byron lo cree conveniente, hará que me despidan. — No puedo evitar soltar la palabra "conveniente" con cierto retintín. Para Byron es muy fácil decir que hace lo que hace porque cree que es lo correcto. No hace mucho me aseguró que alejaba a la gente de mí por mi bien. Y una mierda.

— Peque...

Para evitar que se lo piense, dejo asomar el labio inferior en un puchero que sé que nunca falla. Golpe bajo, rastrero e infantil, pero mi puesto de trabajo está en juego. Aquí todo vale.

Allan suspira, vencido.

— Está bien. Pero que sepas que no entiendo cómo es posible que no te des cuenta. Ha cambiado mucho en estos últimos cuatro años, Amber. — Discrepo, pero me lo callo. — Te lleva y te trae del campus a diario, incluso cuando él tiene prácticas o clase más tarde o ni siquiera tiene que hacer nada. Básicamente, fue él quien dispuso toda tu habitación para que te sintieras a gusto en ella. ¿Podrías, al menos, esforzarte un poquito en arreglar tus problemas con él? O no odiarlo, vaya.

¿Mis problemas con él? Pero si el que tiene el problema conmigo es él, no yo. Me encantaría decirle a mi primo que, es más, por su culpa, empezó toda esta porquería con Byron. Si él no le hubiese enseñado mi diario, Byron no me odiaría, no hubiera cambiado su actitud conmigo y, por ende, hoy día nos seguiríamos llevando bien. Eso seguro.

Sin embargo, decido calmarme porque soy consciente de que mi primo por aquella época era tan inocente como yo, un niño, y que ahora solo intenta que su prima pequeña y su mejor amigo hagan las paces. Entiendo que para él supone todo un dilema que Byron y yo andemos todo el día a la gresca. Debe ser incómodo sentirse continuamente entre la espada y la pared y caminar en entre dos aguas. Por ello, me muerdo la lengua y me callo todo lo que pienso, cierro los ojos y suspiro.

— Supervivencia, no prometo más.

— Genial — sonríe. — Por el momento me sirve.

El resto del camino lo pasamos hablando de trivialidades. Allan me comenta lo estresante que es su carrera y sus prácticas en el bufete, aunque le encanta, y que está pensando en especializarse en algo, pero no tiene muy claro el qué. Yo le insinúo que se dedique al tema de los divorcios, eso nunca falla y cada vez hay más parejas desestructuradas a las puertas de los bufetes exigiendo un abogado especializado en ello. Y por especializado, me refiero a alguien que sepa cómo sacarle los cuartos a su futura ex pareja.

Allan se parte de risa, pero no lo descarta. Creo que mi teoría ha sido más convincente de lo que creía.
En cuanto aparca el coche en el primer hueco libre que ve cerca de su apartamento, me quedo embelesada admirando el edificio que se alza frente nosotros. Es enorme, de unas treinta plantas al menos, y su color gris plomizo le da un toque imponente. En cuanto entramos al vestíbulo, ya se respira el aire coqueto que, como bien me ha advertido antes de salir de casa de mi tía, Dana se aseguró de que tuviera.

— ¿Preparada para conocer a Conan?

— ¿Conan? ¿Has llamado Conan al perro?

Madre mía, ¿cómo pueden llamar así a un cachorro de San Bernardo?

En cuanto Allan abre la puerta, una bola gigante de pelo se cierne sobre nosotros. La bola de pelo blanco y marrón se estampa contra Allan, y este, por la inercia, se balancea y me golpea con la espalda en la cara. Casi me caigo al suelo de culo.

¿Cachorro? Joder. ¿Qué concepto de cachorro tienen Allan y Dana? ¡Es enorme!

— Ya vale, Conan. Yo también me alegro de verte, pequeñín. — Allan lo abraza por los costados, como si fuese una persona y, ahora que me fijo bien y que Conan está a dos patas, veo que es casi tan alto como mi primo.

— ¿Pequeñín?

— Solo tiene un año. — Allan se ríe en mi cara. — Es un poco bruto, pero muy bueno — habla con amor.

En cuanto el pequeño gran Conan vuelve a posar las cuatro patas en el suelo, repara en mi presencia y se acerca a saludarme. Llevo mis manos a su cabezota y lo acaricio mientras él intenta lamerme las manos.

Será grande, pero es adorable.

El apartamento de Allan y Dana es precioso; la luminosidad que se cuela por los grandes ventanales hace que el suelo enmoquetado en gris claro resalte con el ladrillo rojizo de las paredes. Del decorado se ha encargado Dana, puesto que de todas partes cuelgan diferentes cuadros en blanco y negro de estrellas de cine. Eso sí, la gigantesca televisión plantada en medio del salón frente a un sillón negro inmenso... Eso, sin duda es cosa de mi primo.

— Me encanta — confieso cuando veo la preciosa habitación. Sigue el mismo estilo del resto del apartamento, solo que aquí se ve la variedades del gusto de cada uno. Es como si ambos hubiesen mezclado sus diferentes gustos en una botella, la hubiesen agitado, y salpicado la habitación con ella.

— Es acogedor. — Allan se encoge de hombros, muy modesto él. — ¿Qué te apetece comer? Podemos ver una película mientras vienen los demás. Después te acerco yo al trabajo, te lo prometo.

— Los demás... ¿Quienes?

— Jay, Vicky, Byron... Puede que se apunte Nelson, no estoy seguro.

Que me diga que puede que se apunte Nelson, me alivia. La sola idea de estar con dos parejas y Byron y yo en un mismo espacio cerrado... Se me antoja de lo más raro.

En ese instante, el teléfono de Allan suena y vuelvo a la realidad. Se lleva el móvil a la oreja mientras salimos de su habitación.

— No me jodas. ¿Dónde ha sido? — hace una pausa. — Vale, voy para allá.

— ¿Qué ocurre? — pregunto cuando cuelga la llamada.

— Jay ha ido a buscar a Dana y Vicky a una actuación que tenían en San Diego. Se le ha averiado el coche yendo hacia allí — suspira. Voy a recogerlo y volveremos con ellas. ¿Quieres venir, o te apetece esperarnos aquí? Tardaremos unas horas, pero estaremos aquí para que llegues a tiempo al trabajo. Es más, podemos ir a cenar allí.

Uf... Ahora mismo no me apetece meterme un viaje de dos horas de ida a San Diego. Y menos aún, dos horas de vuelta con Vicky y Dana en un coche mientras cotorrean sobre la actuación que han hecho. Además, nada me asegura que esté aquí a tiempo para llegar al trabajo, y si puedo ahorrarme el bochorno de que vayan todos a cenar allí, mejor.

— Nah, me quedo aquí con el guapísimo de Conan. Si no llegas antes de que dé mi hora, llamaré un taxi, tranquilo. — Nada más decir su nombre, Conan traspasa el umbral de la puerta y se cuela entre mis piernas, haciéndome abrirlas para que su grueso torso quepa entre ellas. No sé si está gordito, o es porque tiene mucho pelo, pero es muy ancho.

Allan ríe ante la estampa. Enfilamos el pequeño pasillo hasta la entrada, y él se pone la chaqueta.

— Vale, peque. Si quieres ponte una película o algo. — Me da un pellizco cariñoso en la mejilla. — Estás en tu casa. No abras a nadie, ¿eh? Byron tiene llaves y los demás vienen conmigo así que, si llaman, ni abras.

— Uh... ¿me vas a dejar sola en tu apartamento y encima me dices que estoy en mi casa? — le provoco bromeando. — No me tientes. Puede que te encuentres una fiesta a la vuelta.

Allan suelta una carcajada y me planta un beso en la frente antes de irse.

Una vez sola, me acomodo con Conan en el sofá y enciendo la televisión. Hago zappin un rato, y encuentro una película de comedia romántica que me arranca unas cuantas carcajadas. Para mi desgracia, como ya la he pillado empezada, mi entretenimiento no dura ni tres cuartos de hora. Paso otro rato rebotando de canal en canal, pero no veo nada que me llame la atención. Conan empieza a revolverse inquieto, se acerca al ventanal y se sienta frente al cristal. Observa la calle y lloriquea cuando vuelve la cabeza para mirarme.

Qué gracioso es. Para no saber hablar se comunica muy bien.

— Anda, vamos a dar un paseo.

Me calzo las zapatillas y agarro la correa. Allan ha dicho que es muy bueno, pero no pienso arriesgarme a soltarlo y que no me haga caso cuando le llame. Lo llevo atado hasta llegar a un parque cercano bastante ajardinado. Me siento tentada de soltarlo y verlo disfrutar mientras corretea a sus anchas, pero, antes de que pueda llegar a echar mano al otro extremo de la correa, veo a una señora apresurándose a atar a su caniche.

— ¡Está en celo! — me grita desde la otra punta.

¿En celo? Estupendo me parece. ¿A mí que me impor ...?

— ¡Ah! — chillo al sentir un repentino y brusco tirón cuando Conan echa a correr.

Lo siguiente que veo y, para mí desgracia, también saboreo en mis carnes, es todo un jardín cubierto de palos secos, piedras y raíces, rasgándome el cuerpo y la cara.

«No lo sueltes.» Me digo a mi misma, mientras sufro la quemazón que ejerce la correa intentando escurrirse entre mis manos.

¡Jodido Conan! ¡Me está arrastrando por todo el jardín!

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