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2. Sí: Me sigue odiando

Estoy atacada de los nervios. Ya hace más de una hora que estoy aquí esperando para poder recoger mi maleta.

Odio esto. La espera en los aeropuertos es desquiciante. De hecho, esa es una de las razones por las que intenté convencer a mamá de que me dejase viajar con equipaje de mano.

Pero claro, ¿cómo se le explica a una madre que su única hija se muda a la otra punta del país llevándose tan solo lo imprescindible? Imposible. Simplemente, imposible. Al menos he conseguido que no me obligase a traerme toda mi ropa, que ya es decir. Sin embargo, muy a mi pesar, lo conseguí prometiéndole que echaría mano de la tarjeta de Jhon para llenar mi armario.

— ¿Sigues esperando? — la voz adormilada de Katia zumba en mi oído desde la otra línea.

— Sí — gruño. — Espero que no hayan extraviado mi equipaje. — Oigo cómo Katia bosteza y, por ende, yo también lo hago. — No hagas eso, me lo estás pegando, perra — la acuso.

Gime.

— Lo siento. Es que estoy molida. ¿Me puedes contar otra vez qué pasó anoche?

— ¿Otra vez? — no doy crédito de lo que oigo. Se lo he contado ya dos veces.

— Jo, venga ya. No seas mala y rellena mis lagunas — lloriquea.

Respiro hondo, me armo de paciencia y accedo a contarle una vez más cómo conseguí llevarme un orgasmo, herir el ego de los machitos del instituto, y salir de esa fiesta con mi virginidad intacta y cien dólares en mis manos por una apuesta en lo que yo ni siquiera participaba. No directamente al menos.

Katia se troncha de risa al otro lado del teléfono, y su risa chillona me atraviesa los tímpanos. Joder... Me duele la cabeza una brutalidad. ¿Por qué chilla así? Tengo una resaca abismal.

— Me hubiera gustado ver sus caras — ríe.

— Pero si ni siquiera te veías los pies. — Esta vez, yo también me río. Echo un vistazo a la cinta que desliza infinidad de maletas frente a mí, y me parece apreciar la mía al fondo. — Bueno Kat, tengo que colgar. Creo que ya veo mi maleta.

Después de una despedida rápida y una promesa de que hablaremos pronto, guardo el teléfono en el bolsillo trasero de mis pantalones cortos y...

Casi pego un grito cuando compruebo que sí que es mi maleta la que asomaba por la cinta. Está ahí, llegando a mí, ¡por fin! Justo detrás de una maleta bastante grande que, a pesar de su tamaño, parece enana en comparación con la mía.

Sí. Mi maleta es extra grande. Gigante. Supongo que mamá pensó que así podría llevarme casi todo y no echaría en falta nada de mi hogar. Aunque, para ser honesta, volver a mi hogar es justamente lo que me ha hecho alejarme de ella.

La quiero con locura, eso sin duda. Pero desde que mamá se casó con Jhon no hemos parado de mudarnos cada dos por tres. Han sido cuatro años de estrés, de idas y venidas, una auténtica locura. Mi madre es feliz, está encantada de conocer mundo, rebotando de ciudad en ciudad mientras a Jhon le hacen contratos en diferentes equipos de béisbol. Pero yo...

Yo solo quiero quedarme en un mismo sitio. Y ¿qué mejor sitio que el único que considero mi hogar, el mismo que me vio nacer, en el que pasé mis dos primeros años de vida, y al que volví de verano en verano? Volver aquí ha sido mi sueño. Es el lugar donde veraneaba hace cuatro años, antes de que mi madre se casase y dejase de tener tiempo para venir a casa de tía Grace.

Así que aquí estoy: lista para empezar la universidad y contoneando mi metro setenta de altura junto con mis escasos sesenta kilos, mientras arrastro dos veces mi peso en forma de maleta por todo el aeropuerto. Todo un espectáculo, sin duda.

¿He mencionado ya que mi maleta es de color amarillo canario? ¿No? Pues vaya que sí lo es. Y es horrible.

Me arrastro con la cabeza alta, fingiendo evitar las miradas horrorizadas de la gente que analiza la cosa fea que deslizo a mi lado, y seguramente se preguntarán dónde he dejado mi sentido del gusto.

«Se lo quedó mi madre, gente.»

— ¡Amber!

Oír mi nombre hace que alce la cabeza como si hubiera sufrido una descarga eléctrica. Mi primo. Mi primo y su novia Dana aletean los brazos en alto, saltando como auténticos locos para llamar mi atención. Ah, y la de todo el aeropuerto, por cierto.

Pero, ¿qué narices? Me da igual. Que me miren. Que sean testigos de cómo mi ridícula maleta y yo corremos a los brazos de mi primo y volvemos a lo que siempre he sabido que era mi hogar: Los Ángeles.

Me estrello contra su pecho y suelto la maleta en el proceso. Necesito abrazarlo ya mismo. Los he echado tanto, tantísimo de menos, que me da igual que mi maleta haya salido disparada por la inercia hasta estamparse contra la pared que está a pocos metros de nosotros.

— Qué ganas tenía de verte joder. — exclama Allan.

— ¡Ay madre! No puedo creer que ya estés aquí — chilla Dana, haciendo uso de todos sus nuevos dones adquiridos en arte dramático. Aparta a mi primo casi a empujones y me abraza con fuerza.

— ¡Por fin! — coincido, y envuelvo a la novia de mi primo en un abrazo de oso.

Dana y Allan llevan siendo novios desde que eran niños. Tienen uno de esos amores dignos de película, donde el amor lo puede todo y no existen barreras ni problemas que los puedan separar. Así que ella, aunque no sea sangre de mi sangre, es tan prima mía como Allan. Además, son una pareja de lo más graciosa; ella la futura actriz de la familia, y él el futuro abogado serio.

— Eh, no acapares a mi prima — bromea Allan. Me agarra del brazo, me separa de Dana y me espachurra hasta ser él el acaparador de mi cuerpo. — Te he echado muchísimo de menos, enana.

— Y yo a vosotros — aseguro. Y juro que no miento, de verdad.

Hace cuatro años que no nos vemos, y aunque hemos estado en contacto con continuas charlas por Skype, no ha sido lo mismo que volver a estar con ellos.

— Venga, vayamos a casa. Querrás descansar, ¿no? — propone Allan.

Cierro los ojos y lanzo un suspiro agotado en respuesta. Vaya que si quiero descansar, el vuelo ha sido largo de narices. Cinco larguísimas horas desde New York, sentada junto a una señora y un bebé bastante llorón. Y encima, con la resaca que traigo encima. ¡Qué suplicio!

Durante el trayecto de camino a casa de tía Grace, Allan y Dana me ponen al día sobre los últimos acontecimientos. Este último mes no he podido hablar mucho con ello. Los preparativos para mudarme me han tenido absorbida, así que ahora aprovechan para infórmame de todo antes de ver al resto del grupo de mi primo.

Sí... Al parecer, Jay se ha echado novia y, por lo que dice Dana, es supersimpática. Estudia la misma carrera que ella, así que la tal Vicky es la segunda actriz de la cuadrilla. Solo espero que no sea tan dramática como Dana y que no haga de todos los acontecimientos de su vida una película.

Aunque tengo ganas de conocerla, la verdad. Jay siempre ha sido un amor conmigo. Desde niña, cada verano que iba de vacaciones, hacía hasta lo imposible por hacerme sentir bien. Es atento y cariñoso, un encanto de persona. Y cada vez que me ve, me saluda como si no hubiese pasado todo un año escolar de por medio.

Así que sí, tengo ganas de conocer a su novia porque no tengo dudas de que, dramática o no, será un encanto. Él no escogería a cualquier petarda, eso seguro.

— ¡Y luego nos vamos de fiesta! — aúlla Dana.

«¿Fiesta? ¿Qué fiesta?»

Asomo la cabeza entre los asientos delanteros del monovolumen y la miro directamente a ella. Dana me mira y ríe como una niña traviesa. Se revuelve en el asiento del copiloto, inquieta y nerviosa, aunque no de un modo alarmante. Más bien, parece ansiosa porque pasen las horas y que llegue la hora de la dichosa fiesta.

— Eres una bocazas — La acusa mi primo en una risa. — Te arde el culo si guardas una sorpresa.

Dana le da un golpe cariñoso en el brazo, le saca la lengua en una burla infantil y después se centra en responder a mi cara de pocos amigos. No me gustan las fiestas cuando ya de por sí tengo resaca. En serio, no soporto a la gente borracha cuando yo aún estoy de camino a recuperarme de lo de ayer.

A pesar de lo mucho que he viajado y lo poco que he podido pasar asentada en un mismo sitio, he hecho varias amistades en el proceso y, por desgracia, he tenido que arrastrar a varias amigas a sus respectivas casas con un pedo descomunal, cuando yo aún no me había recuperado de mi propia ebriedad.

¿Sabéis qué nivel de ridículo alcanzaron? Bestial. ¿Y yo? Casi para el escombro.

Una de ellas terminó desnudándose por voluntad propia en medio de la plaza del pueblo durante la fiesta de los fundadores. ¿Su razón? Pues que tenía calor. Así de simple. Una leve subida de temperatura corporal y todo el pueblo terminó viéndole hasta los higadillos. Yo, entre tanto, me tambaleaba de lado a lado intentando arrastrarnos a ambas a un lugar seguro. Lejos de las miradas acusatorias de los más viejos de por allí.

— No puedes negarte, Amber. La fiesta es en tu honor. ¡Hay que celebrar que te quedas! — grita Dana en una carcajada de histeria. — Tu primo ha avisado a todo el equipo de que venías.

Ay madre. Encima soy el motivo de la fiesta y estaré rodeada de jugadores de fútbol.

— No será nada grande, Amber. Te lo prometo. — asegura Allan. — Será en casa de Jay, así que tranquila.

Bueno, la fiesta sigue poniéndome los pelos de punta. Pero saber que es en casa de Jay me tranquiliza bastante. Me conozco su casa como la palma de la mano y, además, sé que si me aburro o me agobio, puedo volver a casa de mi tía solo con caminar diez minutos atravesando el parque y canchas de baloncesto.

— Eso mismo. Además, Allan y yo nos encargaremos de presentarte al resto de la gente. Ya verás que bien te lo pasas.

— ¿Qué resto de la gente? ¿No serán solo los del equipo? — ya estoy empezando a inquietarme.

— ¿Qué? No. — Allan se parte de risa y por un momento temo que se desconcentre de la carretera y tengamos un accidente. — Nosotros ya vamos a empezar el último curso de la universidad, enana. Te has perdido todo nuestro desfile en UCLA. Irá bastante gente, pero no mucha. Algunos amigos y también los del equipo; Jay, Byron...— sigue recitando nombres, pero yo me atraganto con este último que he oído. Joder, Byron. Byron no. — ¿Me estás oyendo, renacuaja? Será algo así como tú presentación.

Claro. ¿Cómo no lo había pensado? Es verdad que mi primo y Dana han hecho nuevas amistades. Conocen mucha más gente y, para colmo, su posición en el equipo de fútbol le ha hecho ser popular.

¿Conocer más gente? Perfecto. ¿Borrachos en una fiesta? No tanto.

— Está bien — accedo en un suspiro resignado. Sé que me largaré de esa fiesta en cuanto alguno de estos dos se despiste.

El resto del camino transcurre a toda mecha. Para cuando quiero darme cuenta, ya estamos aparcando frente a la casa de mi tía.

Uau. No ha cambiado nada. Sigue igual que siempre con su jardín perfectamente cuidado, la hiedra abrazando sin piedad el rojizo ladrillo de la fachada, y los rosales de tía Grace flanqueando el empedrado camino que dirige a la puerta de su casa. El banco balancín del porche y...

«Espera... ¿Quién está sentado en las escaleras de la entrada?»

— Hostia. No me acordaba de que había quedado con Byron para que me mirase la avería de tu coche. — se queja Allan.

«¡¿Byron?! ¡Ay Dios! ¿Por qué ahora?»

Este es el otro mejor amigo de mi primo. Y a diferencia de Jay, Byron me odia. Me detesta. Y nunca he sabido la razón.

Bueno, sí, sí lo sé. Pero me niego a pensar que me odia solo por eso.

Recuerdo que de pequeña me gustaba. A pesar de ser de la edad mi primo y ser mayor que yo, yo estaba coladita por sus huesos. En serio, hasta tenía planeada una futura boda y cuántos hijos íbamos a tener. Era supersimpático conmigo, más que Jay incluso. Pero claro, mi querido primo, a la tierna edad de catorce años, cuando yo solo tenía once, me arrancó de las manos el diario en el que tenía planeado mi futuro con Byron, y se lo enseñó. ¡Todo!

Desde aquel entonces, mi primo se burla y Byron me odia. Y ahora... Ahora llego aquí después de cuatro puñeteros años, y me lo encuentro en la puerta el primer día de mi llegada.

«¡Cojonudo!»

— Hey, ¿sales o qué? — Dana aletea una mano frente a mi cara. Por lo visto me he quedado en la inopia porque, no sé cuándo, Dana ha salido del coche, me ha abierto la puerta y espera a que salga. Mi primo, quién tampoco he visto salir, está arrastrando mi maleta hasta la puerta, donde le espera Byron ya de pie.

Sacudo la cabeza y finjo haberme despistado mirando la casa.

— Jolín, es que no ha cambiado nada. ¿La tía sigue teniendo el huerto de atrás? — disimulo. Salgo, cierro la puerta tras de mí y Dana se cuelga de mi brazo mientras andamos.

— Sí. Ya sabes que a Grace no le gustan las verduras de los supermercados — ríe.

Y yo, aunque le sigo la risa y finjo que nuestra conversación es entretenida, no puedo parar de pensar en que voy a volver a ver Byron. ¿Me seguirá odiando? No, no lo creo. Ya han pasado varios años, y cuatro desde que no nos vemos. Si yo conseguí mentirme haciéndome creer que ya no era el amor de mi infancia, él habrá olvidado que me gustó en algún momento, ¿no? 

Espero que no siga insistiendo en joderme continuamente. Creo que conseguí hacerle creer que ya no me gustaba el último verano que nos vimos. Más que nada, porque le llamé de todo menos guapo.

Mientras caminamos hacia ellos, no puedo evitar echarle un vistazo de reojo, simple curiosidad. Y, joder, aunque Byron está de espaldas a nosotras, puedo comprobar que es enorme. ¡Está tremendo! Y ya no solo lo digo por su evidente atractivo físico que, sin duda, se ha ido acentuando con los años, sino que está enorme en el sentido literal de la palabra. Tiene una espalda inmensa, y la camiseta que lleva deja al descubierto sus perfectos brazos de deportista tatuados.

«¡¿Tatuados?! ¡Desde cuándo!» Mi primo no me dijo nada, pero supongo que es evidente viniendo de alguien a quien le encanta dibujar. Me apuesto la vida a que se los ha diseñado él mismo. Además, se le da genial el diseño y el dibujo. No sé por qué decidió estudiar derecho en lugar de algo referente a eso. Bellas artes, diseño gráfico... Algo así, supongo.

Pero vaya, que ahora que mis ojos analizan todo su cuerpo de arriba abajo, sin reparo, entiendo las razones que le han llevado a no estudiar ese tipo de carrera.

«Madre. De. Dios. Él sí que es una belleza de arte.»

«Pero, ¿qué?» Bofetón mental.

— Hola. — Me obligo a saludar en cuanto llegamos a ellos. — Cuánto tiempo — añado.

En cuanto Byron gira y me ve, me repasa de pies a cabeza. Siento mi piel arder bajo las caricias de su mirada. Mi estómago se contrae al percibir un deje de sorpresa, pero, nada más volver a centrarse en mi cara, sus ojos azul zafiro se endurecen de golpe. Tensa la mandíbula, y con un gesto tan seco como imperceptible, me saluda moviendo la cabeza sin disimular su disgusto. Mi estómago siente la caída de una piedra imaginaria.

Vale.

Sí: sigue volviéndome loca.

Sí: me sigue odiando.

Pues vaya novedad. Seguimos igual.

— ¡Amber, cariño! — La inconfundible voz de mi tía me destroza los tímpanos incluso antes de que la vea salir por la puerta. Y para colmo, antes de poder pestañear, encuentro mi cara apretujada entre sus pechos enormes.

Joder. Menudo abrazo efusivo.

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