Capítulo 5: Castigo consecuente
Era 1830, y yo tenía cuarenta y cinco años. Aunque para un lobo eso apenas era el inicio de la plenitud, me sentía joven, libre y... perdido. Llevaba quince años compartiendo mi vida con Eden La Rue, un Delta de la Manada Olimpo, cuya presencia me ofrecía algo que nunca había tenido antes: un refugio donde no era el “omega del Alfa Leongina”. Con Eden podía ser simplemente Elay, un hombre, un amante, un compañero de habitación.
Nuestra relación no era perfecta, pero era lo más cercano a la felicidad que había experimentado desde que mi conexión con Leongina se rompió. Había dejado Alemania, escapado de la sombra del Alfa Bairon y de la expectativa constante de lo que debía ser como soulmate de Leo. Era fácil dejarse llevar por el calor humano de Eden, por sus manos firmes, sus caricias apasionadas y las conversaciones que teníamos tras noches de locura en la cama.
Aprendí a disfrutar de mi sexualidad con Eden. Con él descubrí cómo sentirme deseado, cómo ser libre, cómo amar sin ataduras ni promesas. Para mí, esos años fueron un respiro de todo lo que me había pesado durante mi juventud. Sin embargo, siempre había una sombra al acecho, un recordatorio persistente en mi corazón de lo que había dejado atrás.
Leongina.
No podía olvidar cómo solíamos compartir cartas, cómo su apodo para mí —schöne fiore— hacía que mi pecho se llenara de una calidez especial que no encontraba en ningún otro lugar. Aun así, con el paso de los años, esas cartas dejaron de llegar. La última la recibí en 1826, cuando ella aún era capaz de sonreír, aunque sabía que algo en ella estaba cambiando. Desde entonces, el silencio.
Intenté justificarlo. Era la líder de su manada, su vida estaba llena de responsabilidades y problemas que yo no podía comprender. Pero, en el fondo, sabía la verdad: yo había roto nuestra conexión. No fue un accidente, ni siquiera algo que sucediera de un día para otro. Fue una decisión, un abandono constante, una indiferencia que nació de mi deseo de vivir mi vida sin ataduras a lo que representaba ella.
Eden lo sabía.
Una noche, mientras descansábamos en la cama tras una larga noche de pasión, me miró con una seriedad que pocas veces mostraba. Sus palabras me golpearon como un muro de piedra.
—Esa mujer te tiene en un podio, Elay, y me da una gran pena saber cómo la desprestigias. Te da el honor de vivir sin ser juzgado públicamente, pero tú le das limosnas de lo que a mí me estás dando de atención... Es tu Alfa, tu soulmate, y solo lo estás dejando de lado por caprichos.
Al principio, me molesté. ¿Quién era él para juzgarme? Eden nunca había sentido el peso de un vínculo destinado, nunca había conocido la presión de ser el omega de un Alfa tan poderoso como Leongina. Pero, conforme sus palabras se asentaron en mi mente, no pude evitar sentirme expuesto.
Sabía que tenía razón.
Leongina me protegía sin que yo lo pidiera, incluso cuando nuestra conexión se rompió. Nadie en Grecia se atrevía a tocarme, a marcarme, ni siquiera a cuestionar mi comportamiento porque yo era el omega de Leongina Ginonix. Aunque ella ya no estuviera presente en mi vida, su sombra me cuidaba. Y yo... yo la había abandonado.
Eden no insistió. Me dejó con mis pensamientos, y poco a poco la culpa comenzó a corroerme. ¿Qué estaba haciendo con mi vida? Había pasado de aventura en aventura, de relación en relación, buscando algo que ni siquiera podía nombrar. Y en el proceso, había dejado atrás a la única persona que siempre había estado ahí para mí.
Todo se desmoronó en 1845, cuando Eden encontró a su verdadero compañero y mate, un omega llamado Elvin. Lo supe desde el momento en que lo vi; la manera en que Eden lo miraba era diferente, más profunda, más auténtica. No podía competir con eso, y tampoco quería hacerlo.
Volví a Alemania poco después, a casa del Alfa Bairon. Me recibieron como si no hubiera pasado el tiempo, pero algo en mí ya no era el mismo. Por primera vez, enfrenté la realidad de mis errores, la magnitud de lo que había perdido.
Leongina, mi schöne fiore, ya no era parte de mi vida. Y quizá nunca lo sería de nuevo.
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Tenía 198 años cuando finalmente logré lo que nunca pensé posible: convencer al Alfa Bairon de que podía ser más que un simple omega. Mi cuerpo no había nacido fuerte, no tenía la musculatura natural ni la resistencia de un Delta, pero a través de esfuerzo y dedicación, lo moldeé para demostrar que era capaz. Quería redimirme, no solo ante él, sino ante mí mismo. El Alfa Bairon me había dado un lugar, una familia, y yo lo abandoné como el niño rebelde e inmaduro que era, cegado por mis propios deseos de libertad y caprichos.
Ser nombrado Delta provisional en la manada de Alemania fue un honor que pensé que nunca obtendría. Y, sin embargo, cuando el Alfa Rock Saint de España llegó de visita, ese logro perdió su brillo.
No esperaba que me saludara con amabilidad, pero su mirada helada me atravesó como un cuchillo.
—No es un placer verte, mocoso.
Sus palabras fueron una bofetada, un recordatorio de cómo había destrozado mi propio lugar en el mundo de Leongina. Intenté mantener la compostura, pero su presencia me recordaba demasiado a ella: la misma postura firme, la misma frialdad que había aprendido a temer y a admirar en Leongina.
Aun así, no pude resistirme a preguntar por ella. La curiosidad era un arma de doble filo que no tardó en apuñalarme.
—Oh, qué bueno que preguntas —respondió con una sonrisa afilada, el tipo de sonrisa que busca castigar más que complacer—. Ahora, por fin, las cosas están yendo mejor. Leongina ha encontrado a la mujer que engendrará a su Luna en su pueblo. Esperamos ansiosamente el nacimiento de la Luna del Alfa Ginonix.
El mundo dejó de girar. Sus palabras me golpearon con tal fuerza que las piernas me fallaron, y caí al suelo como si el peso de mi culpa finalmente me aplastara. Mi Leo… mi Leongina, estaba esperando a su Luna. Una mujer. Una familia. Una vida en la que yo no tenía cabida.
Las lágrimas comenzaron a caer sin permiso, calientes y desbordantes, mientras mi pecho se apretaba con una mezcla de dolor, arrepentimiento y desesperación.
—No te hagas la víctima —me espetó el Alfa Rock con una voz cargada de desprecio—. Era hora de que la felicidad tocara la piel del Alfa Ginonix. Tú solo lo empeoraste todo. La abandonaste cuando más añoraba que la miraras, le fuiste infiel, desobedeciste el trato del Chamán Rain, no cuidaste la pulsera que los unía. ¡Date cuenta! Ella es la que merece ser feliz. Deja de llorar, patético omega. Tú causaste esto.
Sus palabras eran crueles, pero no podía negarlas. Todo lo que decía era verdad. Había descuidado a Leongina, la había traicionado, había roto el lazo que nos unía desde vidas pasadas. Y ahora ella tenía algo que nunca podría darle: una Luna, una conexión pura, una familia.
Quería gritar, quería defenderme, pero no podía. No tenía derecho. Lo único que podía hacer era quedarme en el suelo, sintiendo cómo la culpa me envolvía como una tormenta. Había luchado tanto por redimirme ante el Alfa Bairon, por demostrar que podía ser más que un omega, pero al final, nada de eso importaba. Mi mayor fracaso siempre sería Leongina.
Mientras el Alfa Rock me miraba con desprecio, algo en mi interior se rompió definitivamente. Sabía que no podía culpar a nadie más por lo que había sucedido. Leongina merecía ser feliz, incluso si esa felicidad significaba que yo no formara parte de su vida.
Y aun así, el dolor era insoportable. ¿Cómo seguir adelante sabiendo que nunca podría reparar el daño que le había hecho? ¿Cómo aceptar que ella había encontrado su lugar en el mundo mientras yo seguía perdido?
Me levanté del suelo con dificultad, temblando, pero sin decir una palabra más. No tenía nada que responderle al Alfa Rock. Sabía que no era digno de su compasión, mucho menos de su perdón. Todo lo que me quedaba era enfrentar el vacío que yo mismo había creado.
Y cargar con ese peso hasta el final de mis días.
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