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Capítulo 3: Soulmate

Hubo un tiempo, no tan lejano en la eternidad de mi mirada, donde dos almas se encontraron bajo circunstancias que parecían ser meros caprichos del destino, pero que en realidad eran hilos delicadamente entretejidos por fuerzas superiores, como yo. Estas almas eran Elay y Leongina, dos seres dispares destinados a colisionar como estrellas en formación, ajenos aún a la magnitud de lo que representaban el uno para el otro. 

Elay Skene tenía apenas ocho años cuando la crueldad del mundo comenzó a mostrarle su rostro más vil. Era un niño omega, una criatura frágil y sensible a la que los más fuertes veían como un blanco fácil, un "juguete favorito", como ellos decían. Sin embargo, la inocencia que aún lo cubría no le permitía entender del todo por qué lo escogían, ni por qué debía cargar con tanta humillación en silencio. 

Pero el universo no deja a sus hijos desprotegidos por completo, no cuando hay equilibrios que deben preservarse. Fue entonces cuando apareció ella, Leongina Ginonix, una niña albina de diez años que no encajaba en ningún molde conocido. "El bicho más blanco y raro", se autoproclamaba con un orgullo desafiante, porque en su sangre ardía la herencia de los Alfa, aunque su cuerpo desafiaba las normas y tradiciones de su especie. Con rostro y figura aún infantiles, pero una dualidad marcada en su esencia, era una flor exótica en un campo de espinas. 

Leongina vio la injusticia y, sin pensarlo, se convirtió en el escudo de Elay. Ella lo defendió con fiereza, sin importar las consecuencias, porque algo en su interior reconocía a ese niño frágil como una parte vital de su propia existencia. Y Elay lo sintió también: un lazo invisible y cálido los unió en ese instante, una conexión más fuerte que cualquier explicación mundana. Leongina era su protectora, su héroe, y él, sin saberlo, sería su refugio. 

Sin embargo, el mundo no concede treguas a quienes son diferentes. La advertencia de los abusadores fue clara, sus palabras crueles como dagas:

Si vuelves a meterte, lo mataremos.

Leongina no respondió; en cambio, fue golpeada, humillada y obligada a huir, pero no porque temiera a aquellos niños, sino porque temía lo que su furia podría liberar. Había algo en ella, algo dormido, que podía convertir el verano en un invierno helado. 

Elay la siguió, porque en su corazón se encendía un dolor profundo cada vez que ella no estaba a su lado. Siguió su aroma mentolado, su esencia única, hasta un bosque donde el tiempo parecía haberse detenido, dejando un caminito en el suelo mediante la fricción de un palito de madera contra este. Allí, en el hueco de un viejo tronco, encontró a Leongina, una niña que parecía capaz de invocar nevadas con su tristeza. La vio vulnerable, llorando, y supo que nunca más quería verla así. 

—Si estuviera nevando... Muy profundamente... no te hubiera encontrado— dijo Elay, con un suspiro que llevaba el peso de toda su impotencia.

Cuando Leongina lo vio, cuando comprendió que él había ido a buscarla, algo dentro de ella se iluminó. 

Y en ese pequeño refugio, lejos del mundo que no los comprendía, ambos se prometieron cosas que aún no entendían del todo, pero que sentían con la certeza de los elegidos. Elay, con su voz infantil pero llena de convicción, juró que sería la sombra y la lluvia que protegería a esa "flor hermosa" de todo mal. Y Leongina, con lágrimas en los ojos, le confesó el miedo que tenía de perderlo. 

Te quiero... No quiero sentirme sola... ¡Sé que soy un monstruo, pero no te quiero perder a ti!

No eres un monstruo... Eres una flor hermosa, una flor que siempre buscará florecer —respondió Elay con torpeza, pero con el corazón en la voz. 

Aquella escena, que podría parecer trivial en la mirada de los mortales, era en realidad el nacimiento de un vínculo irrompible. Porque aunque eran apenas niños, estaban destinados a algo mucho más grande que ellos mismos. No era casualidad que él, un omega, encontrara fuerza en su debilidad para prometer protección, ni que ella, un Alfa "defectuosa", encontrara consuelo en la presencia de un ser tan frágil. 

Elay y Leongina eran piezas de un tablero ancestral, y yo, Superno, veía con fascinación cómo avanzaban, ajenos a su verdadero propósito. Me preguntaba, en ese momento, si sus promesas infantiles resistirían la prueba del tiempo, si aquella inocencia no sería arrasada por las tormentas venideras. Pero incluso yo, creador del universo sobrenatural, no podía evitar sentir un destello de esperanza al observarlos. 

Horas después, sus padres los encontrarían gracias a las marcas dejadas por Elay, símbolos de que incluso en su fragilidad, aquel niño era capaz de guiar y sostener a la persona que amaba. Lo que esos adultos no entenderían era que no se trataba solo de dos niños perdidos en el bosque, sino de dos almas que habían empezado a encontrarse en el vasto e incierto lienzo del destino. 

Y así, bajo mi mirada eterna y silenciosa, Elay y Leongina comenzaron a caminar juntos por un sendero que yo mismo les había trazado, aunque aún les quedaba mucho por descubrir. Eran jóvenes, inocentes y ajenos a las grandes batallas que los aguardaban, pero en aquel momento, bastaba con que estuvieran juntos. Y en su unión, el equilibrio comenzaba a restaurarse. 

[...]

Casi a finales del año 1797, en diciembre, Elay Skene realizó su primer viaje al exterior. A sus ocho años, dejó atrás la familiaridad de su hogar en España y pisó, por primera vez, tierras desconocidas: Forks, Washington. Leongina Ginonix, su Alfa y amiga, debía volver a su hogar con sus padres, el Alfa Zicam y la Luna Leska, líderes de la poderosa manada Ginonix. Los once meses de aprendizaje que Leongina había pasado lejos de su manada llegaban a su fin, y Elay tuvo el privilegio de acompañarla en aquel retorno.

El paisaje de Forks lo dejó sin aliento: la nieve cubría cada rincón del bosque, los árboles permanecían inmóviles bajo su peso, y el aire, tan frío y puro, parecía cortar la piel. Pero lo que más llamó la atención de Elay fue el silencio. Un silencio solemne, como si la naturaleza misma reverenciara a la familia de su amiga. Porque, en aquel mundo, Leongina era más que una niña de diez años; era la princesa de la realeza lycan. Sin embargo, Elay no tardó en comprender que esa posición no era un privilegio fácil.

En su tiempo allí, vio cómo los propios niños lycan y humanos de la zona trataban a Leongina con indiferencia o recelo. A diferencia de otros lugares donde ella era agredida físicamente, aquí no se atrevían a tocarla, pero su soledad era igual de palpable. Los adultos la respetaban como si fuera una igual, una líder en formación, pero los niños no se acercaban ni siquiera para ofrecerle amistad. Leongina era un fenómeno: adorada, pero también juzgada.

Fue entonces cuando sucedió algo extraordinario.

Elay y Leongina caminaban cerca de la cabaña Alfa, alejados de los adultos que discutían temas de manada. Elay, aún maravillado por la nieve que crujía bajo sus pies, se sobresaltó cuando un fénix descendió del cielo. Su figura ardiente, gloriosa y dorada iluminó el entorno con una calidez que contrastaba con el frío del bosque. Elay, asustado, retrocedió un paso, aferrándose al abrigo grueso que le habían dado para soportar el clima.

El fénix, sin embargo, no permaneció mucho tiempo en su forma original. En cuanto tocó el suelo, su fuego se extinguió y, ante ellos, quedó un niño pequeño. Era pelirrojo, con pecas esparcidas por su piel pálida y unos ojos verdes tan intensos como las hojas en primavera. Apenas tendría cinco años, y su expresión era una mezcla de curiosidad y cautela.

Leongina no pareció sorprendida. Se agachó junto al niño, que se mantenía pegado a ella como si fuera su refugio seguro.

—Jonas me preguntó quién eres —dijo Leongina, volteando a ver a Elay con esa firmeza natural en su voz—. ¿Te presentas tú o lo hago yo?

Elay frunció el ceño, confundido.

—¿Cómo sabes eso, Leo?

—Porque he leído su mente —respondió ella con serenidad, como si fuera lo más normal del mundo. Acarició el cabello del niño, que seguía el tono encendido de las llamas de un fénix—. Es muy pequeño para hablar correctamente y seguirnos el paso.

Elay tragó saliva. Leongina siempre lo dejaba sin palabras con sus habilidades y su actitud tan segura.

—Oh… ¿Y no te arde su fuego? —preguntó, con un toque de fascinación en su voz.

—No, no duele. Eso es porque me considera su amiga —respondió ella, con una leve sonrisa—. Los fénix son las criaturas más fieles y cálidas del mundo, ¿sabías?

—No lo sabía... —bajó la mirada hacia Jonas y dijo:— Soy Elay Skene, español alemán, tengo ocho años y soy el omega de Leongina.

El pequeño Jonas levantó la mirada hacia Elay, frunciendo ligeramente el ceño como si intentara descifrar quién era.

—Dice que es raro que tenga omega —añadió Leongina con calma.

Elay sintió un escalofrío recorrerle la espalda. Jonas, aquel niño tan pequeño y diferente, parecía una criatura de otro mundo.

—Mmm… Me da miedo —confesó Elay, bajando la voz—. El fuego es peligroso.

—Pero Jonas no es peligroso —respondió Leongina con firmeza—. Es mi mejor amigo y quiero que se lleven bien por mí, ¿entendido?

Elay asintió nervioso, y Jonas hizo lo mismo, aunque con una mirada que seguía cargada de cautela. Era una orden, y no había espacio para dudar.

Ese día, Elay entendió que no era el único en el mundo que seguía a Leongina con devoción. Jonas, su futuro beta, había sido elegido por una conexión inocente y poderosa al mismo tiempo. Pero en aquella dinámica, Elay no pudo evitar sentirse ligeramente desplazado. Jonas no era solo un amigo para Leongina: era su igual, su leal guardián en el futuro.

La tarde pasó con juegos torpes en la nieve. Elay observaba a Jonas seguir a Leongina con torpeza, mientras ella lo guiaba pacientemente, como si llevara años haciéndolo.

Poco después, Elay conoció a Yiara Klisman, la guardiana de Leongina. Era una joven de cabello rubio platino corto y unos ojos extraños que parecían verlo todo. Yiara, con apenas dieciocho años, tenía una presencia tan imponente como silenciosa. Ella era la encargada de proteger a Leongina no solo de amenazas físicas, sino también de las miradas prejuiciosas de los adultos y niños tradicionalistas. Leongina era diferente, y Yiara era la única capaz de protegerla de quienes no lo comprendían.

Ese diciembre, Elay no solo conoció la nieve y los bosques de Forks. Aprendió que la vida de Leongina era mucho más compleja de lo que había imaginado. La vio reír con Jonas, pero también la vio enfrentarse a un mundo que aún no estaba preparado para aceptarla. En medio de todo, Elay entendió que su lugar junto a ella, aunque pequeño, era inamovible. Estaría allí, siendo su sombra y su refugio, sin importar qué tan lejos de España estuviera.

[..]

El 21 de diciembre de 1797, la celebración del cumpleaños número once de Leongina Ginonix era un evento solemne y grandioso. El bosque de Forks parecía contener el aliento, mientras la nieve caía suavemente, cubriendo el territorio con una pureza inmaculada. Al centro de la ceremonia, en el círculo sagrado de piedra donde las decisiones trascendentales se tomaban, el Chamán Rain y la Bruja Urana Runinix se encontraban de pie, imponentes y llenos de misterio. Ambos sabios poseían una presencia etérea que intimidaba y fascinaba por igual.

Elay Skene, aunque intentaba mantenerse firme, sentía el peso de las miradas sobre él. La voz del Chamán, grave y envolvente, resonó entre los árboles, haciendo eco como si la naturaleza misma repitiera sus palabras.

—Elay Skene —comenzó el Chamán Rain, su tono ambiguo, ni masculino ni femenino, acariciando el alma de quienes lo escuchaban—, hoy, en el día en que Leongina Ginonix alcanza su undécimo invierno, reconocemos lo que ya la magia ha dictado desde tiempos inmemoriales. Eres el soulmate del Alfa Elegido.

Un murmullo reverberó entre los presentes, pero Urana, madre de la Luna Leska, levantó una mano arrugada y firme. El silencio regresó al círculo como por arte de magia. La anciana Bruja, con su largo cabello plateado trenzado y sus ojos tan claros como el hielo, dio un paso adelante. Su voz, aunque suave, era firme y cargada de autoridad.

—La leyenda del Alfa Elegido ha sido escrita en la sangre de nuestra manada durante siglos —dijo Urana, mirando fijamente a Leongina y a Elay—. Cada cien años, el Alfa desciende a la tierra, trayendo consigo un propósito que cambiará el destino de los suyos. A su lado, siempre existe un soulmate, un alma igual de fuerte que la suya, encargada de sostener el equilibrio del Yin que duerme en lo profundo de la magia.

Elay tragó saliva con dificultad. Nunca había escuchado algo tan extraordinario, y aunque comprendía que aquello lo ataba a Leongina, también sentía que no podía escapar de ello. Leongina, en cambio, parecía serena, aunque su mirada se desviaba constantemente hacia Elay, observándolo con una mezcla de calma y expectación.

—Vuestra unión —continuó Rain, levantando un amuleto que brillaba con luz propia bajo el tenue resplandor del sol invernal— es sagrada. Pero el vínculo que comparten no puede ser mantenido sin esfuerzo.

La Bruja Urana extendió una mano huesuda hacia el amuleto. Era un colgante de plata, donde un pequeño cristal de hielo puro flotaba en el centro, como si estuviera atrapado en un instante eterno. Alrededor del cristal, finas runas habían sido grabadas, símbolos tan antiguos que apenas podían descifrarse.

—Este amuleto —anunció la Bruja, su voz adquiriendo un tono solemne— servirá como un puente entre sus almas. Permitirá que os mantengáis conectados, sin importar la distancia que os separe. La energía de este vínculo es poderosa, pero debe ser alimentada.

Elay dio un paso hacia adelante, con nervios evidentes, pero Urana lo detuvo con un gesto.

—Antes de que lo tomes, debes comprender algo, joven Elay Skene —dijo, con su mirada helada clavada en él—. Si este vínculo se debilita, si el equilibrio que sostienes para Leongina se rompe, un futuro oscuro se cernirá sobre todos nosotros. El Chamán ha visto las visiones. Dolor, pérdidas y cambios que no conocemos.

Rain asintió lentamente, como si confirmara las palabras de la Bruja. Su mirada se dirigió hacia Leongina, quien se mantenía firme y tranquila.

—Por eso, cada diciembre de cada año, estarás aquí, con Leongina, para fortalecer el lazo —dijo el Chamán—. Y cada mes de por medio, os veréis, aunque sea brevemente. La distancia prolongada debilita el amuleto y, con él, el equilibrio que debe prevalecer.

—¿Y si no podemos? —preguntó Elay con voz temblorosa, atreviéndose a levantar la mirada hacia ellos.

Urana frunció el ceño y su voz se volvió aún más gélida.

—No hay "no podemos" en un destino como este. El futuro de la manada, y quizás del mundo, depende de ello. Pero no te preocupes —añadió con un tono más suave, aunque sus palabras seguían cargadas de peso—, este amuleto os permitirá comunicaros a distancia. Sentiréis el uno al otro, hablaréis sin que nadie más pueda escucharos.

Leongina tomó la palabra por primera vez, con su voz serena y firme.

—No me importa lo lejos que estés, Elay. Siempre podrás escucharme, y yo a ti. ¿Verdad?

Elay miró a su amiga, encontrando en sus ojos la misma certeza que la había acompañado desde que la conoció. Asintió lentamente.

—Lo prometo.

Rain y Urana intercambiaron una mirada. La Bruja avanzó y colocó el amuleto en las manos de Elay. El frío del cristal lo atravesó, pero no era desagradable; era un frío calmado, casi reconfortante.

—Llévalo contigo siempre —ordenó Urana—. Es más que un objeto; es el símbolo de su promesa y el guardián de su unión.

Rain cerró el círculo con una última advertencia.

—Recuerden: separarse por completo no está prohibido, pero cada intento dejará marcas invisibles en el alma. Solo prométanse volver a reunirse, y el vínculo se mantendrá.

Elay cerró los dedos alrededor del amuleto y miró a Leongina, quien le dedicó una sonrisa tranquila. El vínculo entre ellos, aunque incomprensible aún, ya era inquebrantable.

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