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Capítulo 19: Pidiendo Perdón

Dos noches pasaron.

Dos noches en las que mis sueños me arrastraron a memorias que creí olvidadas.

Recuerdos inocentes.

Recuerdos de ella.

O mejor dicho, de mi soulmate.

Un Alfa de género hermafrodita, con un largo cabello albino como el de una niña, pero facciones similares a las de un niño.

Mi schöne fiore.

En el sueño, ella tenía solo doce años.

Estaba sentada en un tronco caído en medio de un enorme bosque escondido en Forks.

Un pino oscuro.

Comía sándwiches con tranquilidad, mientras me hablaba de algo que no lograba recordar con claridad.

Yo solo la observaba, aún más pequeño que ella, cautivado por esos ojos celestes pálidos, iluminados de ilusión.

—¿Me reconoces de otra parte, omega? —preguntó de repente.

Su voz era suave, con esa mezcla de niña y niño, ese tono neutro que la hacía única.

Sentí mi corazón latir más rápido.

¿Por qué?

Porque esos ojos siempre me dieron paz.

Y porque siempre me la arrebataron por ser un omega débil.

Tragué saliva, inseguro.

—Siento haberte visto en un sueño. Pero en la vida... No. Esta es la primera vez.

Dije la verdad.

No la recordaba.

Pero mi corazón parecía tener otra respuesta.

La expresión de mi soulmate cambió.

Su ilusión se desvaneció en un segundo, y aunque intentó disimularlo, yo lo vi.

Vi la forma en que sus movimientos se volvieron más torpes, cómo sus delicadas manos apretaron su sándwich hasta aplastarlo.

Estaba nerviosa.

Y cuando notó que la miraba, preocupándome por ella, se apresuró a comer el sándwich de un solo bocado.

Sus mejillas ardían.

El leve rubor la hizo verse aún más encantadora.

Ella era mayor que yo por dos años.

Y aun así, su nerviosismo la hacía parecer incluso más joven.

El silencio se extendió entre nosotros.

¿Había dicho algo mal?

Tragué saliva, sintiendo la incomodidad crecer en mi pecho.

—¿Querías escuchar otra cosa? —pregunté con timidez.

Ella no respondió al instante.

Se quedó mirando el horizonte con el ceño fruncido, terminando de comer.

El sol se ocultaba poco a poco.

Y cuando la noche llegó, cuando la luz de la luna cayó sobre su figura…

Brilló.

Su piel, sus ojos, su cabello color nieve.

Se volvió etérea.

Hipnótica.

Mi pecho se encogió cuando, finalmente, se giró a mirarme.

Sus labios se separaron, y su voz acarició mi nombre.

—Sí. No es una casualidad que nos hayamos reconocido como tal, Elay.

Un escalofrío me recorrió la espalda.

No fue miedo.

Fue algo distinto.

Algo que jamás había sentido antes.

—¿Cómo...? —pregunté confundido. 

Mi mente infantil no alcanzaba a comprender lo que quería decirme. 

—Cuando seas más mayor, te lo diré. —dijo con un tono sabio y reservado. 

Sus palabras, llenas de un misterio que no entendía, me frustraron. 

Mis labios se fruncieron en un quejido, pero en cuanto sentí el sonido salir, mis manos se apresuraron a cubrir mi boca. 

Error.

No debía protestar. 

No debía ir en contra de la palabra de un Alfa. 

El miedo me recorrió. ¿Me golpearía?

Mi instinto de omega me gritó que esperara el castigo. 

Pero en vez de eso, sentí una caricia en mi cabello. 

Suave. 

Protectora. 

Respiré hondo. 

Había olvidado lo diferente que era ella. 

Leo.

Ella no me haría daño. 

La sensación cálida en mi cuero cabelludo me relajó, pero también me recordó lo que intentaba olvidar. 

Mi cabello.

Negro con raíces blancas platinadas. 

La señal de que era importante. 

Los efectos secundarios de ser una pieza clave para el Elegido de la profecía. 

Para el Alfa Ginonix. 

Sus dedos se deslizaron entre mis mechones con calma. 

—No me gruñas. Llegarán pronto tus dieciocho. Y cuando llegue ese día, te diré por qué me sentí triste con tu respuesta, te lo prometo. —declaró la albina. 

Cerré los ojos, sintiéndome avergonzado. 

Acepté ciegamente.

Mi corazón siempre confiaba en ella. 

Siempre.

Abrí los ojos de nuevo y, con un tono irónico, intenté aliviar el ambiente: 

—Pero cuando tenga esa edad, probablemente ya sea un fuckboy. ¿No ves que me estás cambiando el cabello a una característica muy guapa? 

Intenté hacer una pose de "chico guapo", inflando el pecho con falsa confianza. 

Ella parpadeó. 

Y luego, una sonrisa divertida y pura iluminó su rostro. 

Mi pecho se calentó. 

Era hermosa.

Más cuando sonreía así. 

—Fuckboy o no, tendrás moral suficiente para decidir lo que quieres hacer en tu futuro. 

Su tono se volvió más serio, más maduro. 

—Ser mi soulmate, mi omega, no debería ser el impedimento que te retenga a mi lado por capricho... sino por necesidad. 

Mi corazón latió fuerte. 

Las palabras salieron antes de que pudiera detenerlas. 

—No es un capricho. 

Mis ojos buscaron los suyos. 

Celestes. 

Luminosos. 

Llenos de una profundidad que aún no comprendía. 

—Soy tu omega. Debo estar a tu lado siempre.

—En esta vida decidieron que yo sea tu protector hasta que tu Alfa se haga presente en tu vida. Llegué para salvarte de la vida de mierda... —dijo Leo, su opinión contraria y severa.

Sus palabras me hirieron más de lo que quería admitir.

—¡Eso no tiene sentido! —exclamé molesto.

No podía aceptar lo que estaba diciendo. No quería aceptarlo.

Pero Leo no se inmutó.

—La Abuela dice que no estás destinado a ser mi Luna. Los rayos de la Luna no te están reconociendo a ti también, Elay.

Su voz sonaba tranquila.

Demasiado tranquila para el peso de sus palabras.

Dolía.

Gruñí por lo bajo, apretando los puños contra mis muslos.

La suave luz que lo rodeaba, esa energía que siempre me había parecido mágica, no era por ser el Elegido.

Era porque la Luna lo reconocía como especial.

Como el Alfa de la profecía.

Y yo...

Yo solo era un omega.

Un omega sin propósito.

Mi pecho se comprimió con la idea.

¿Eso era todo lo que sería?

Un simple omega destinado a seguir a un Alfa que no me pertenecía.

Un juguete.

Un compañero temporal.

Nada más.

—No eres un juguete.

Mi cuerpo se tensó.

Levanté la mirada, sorprendido.

Leo me observaba con una intensidad inquebrantable, como si pudiera ver a través de mí.

—Eres una extensión de mi alma, y lo sabrás entender cuando seas grande —expresó Leongina.

Su voz era firme.

Segura.

Definitiva.

Pero, en ese momento, yo no podía creerlo.

Leo se levantó del banco y, con movimientos pausados, guardó el tupper en su mochila.

Colgó las asas en cada brazo correspondiente antes de mirarme de nuevo.

—Vayamos a la manada del Tío Saint.

No intenté debatirlo.

No pude.

No supe cómo.

Mi mente simplemente no me dejó procesarlo más.

Y entonces, desperté.

Mi pecho subía y bajaba con rapidez, empapado en sudor frío.

Tan real.

Tan vívido como si hubiera sido ayer.

Pero no.

Ese recuerdo pertenecía a otra época.

A otro yo.

Uno que tenía apenas nueve años.

Ahora tenía ciento quince.

[....]

Esa mañana de miércoles, el peso de mis pensamientos se hizo insoportable.

Me quedé sentado en un banco, la mirada fija en el horizonte, pero sin realmente ver nada.

Mi mente giraba en torno a un solo pensamiento: ridículo.

Me sentía ridículo.

Y todo por culpa de una humana.

Una simple humana que, para mi desgracia, era la compañera perfecta de mi soulmate.

Mi Yin.

La Luna de mi Alfa, Leongina.

Ella había sido hecha para el equilibrio del Yin-yang.

Mientras que yo…

Yo solo era la parte incondicional de su vida, el apoyo en su felicidad, el lazo que compartíamos como hermanos de alma.

Nunca fuimos hechos para estar juntos.

Ni en esta vida.

Ni en ninguna otra.

Y aún así, dolía.

Pero lo que más me hirió no fue el destino.

Fue la indiferencia.

Leo, mi Leo, había mostrado desde el principio que su equilibrio era perfecto.

Reflejo.

Instintivo.

Natural.

No necesitaba de mí para completarlo.

Y eso me partió el alma.

No como la resaca de una noche de excesos.

No.

Esto era una cruda peor.

Una que perforaba el orgullo.

El ego.

El corazón.

Una humana normal y corriente había conseguido toda la atención de mi Alfa.

Esa albina que alguna vez fue completamente mía.

Mis pasos me llevaron hasta la institución de Forks.

Ya no quedaban humanos dentro.

Solo lycans en el estacionamiento.

Perfecto.

Porque apenas vi a Isabella Swan salir de clases con Leo a su lado, supe lo que tenía que hacer.

Me postré.

Como todo omega bien educado.

Como se esperaba de mí.

Como me habían enseñado desde niño.

Porque así debía responder ante la Luna de la manada.

Y recordar ese momento ahora, me llenaba de vergüenza.

De rabia.

De humillación.

Fue un golpe directo a mi orgullo.

A mi esencia.

No fue sexy.

No fue hermoso.

No fue digno.

Fue un acto de sumisión.

Un acto que no debía hacer por nadie que no fuera mi Alfa.

Pero lo hice.

Con los dientes apretados y la cabeza gacha, pronuncié las palabras con voz firme, aunque por dentro me quemaran.

—Yo, Elay Skene, omega y soulmate del Alfa Hembra Leongina, de la manada Ginonix, ofrece sus más sinceras disculpas por haber profanado los labios que pertenecen a la Luna.

Me arrodillé más bajo.

Me mordí los labios, conteniendo mi orgullo.

—Suplico su perdón, Luna Isabella.

Silencio.

Un largo silencio que me pesó más que cualquier otra cosa.

—Lo sabías... e igualmente lo hiciste.

La voz de Bella fue reacia.

Despectiva.

Condescendiente.

La castaña de ojos achocolatados me observó con ese aire de superioridad que no le correspondía.

—Pero por esta vez, te la dejaré pasar.

Ridículo.

Decir "Luna Isabella" en público.

Cuando ni siquiera había sido reclamada oficialmente.

Cuando no tenía derecho a ese título.

Pero era lo que debía hacer.

Lo correcto.

Lo esperado.

Y lo que selló mi humillación fue la reacción de Leo.

Mi Alfa inhaló profundo.

Como si estuviera satisfecha.

O quizás aliviada.

Y luego, su sentencia:

—Estás liberado.

Me enderecé, sintiendo cada músculo de mi cuerpo arder.

Pero el dolor verdadero vino después.

—Hablaremos más tarde, Elay.

Y supe que nada de lo que dijera cambiaría la realidad.

Y tras aquellas pocas palabras, me dejó allí.

De rodillas.

Como un perdedor.

O al menos así me sentí por unos instantes.

Porque en cuanto Leo se fue, su calidez desapareció con ella.

La calidez de mi Yin.

El lado bondadoso que siempre había amado con toda mi alma.

Y ahora se sentía tan distante.

Tan ajena.

Tan… indiferente.

Dolía.

Me ardía en el pecho.

Avergonzado. Humillado.

Por mis propios labios.

No soporté más y escapé.

Me interné en el bosque.

Busqué refugio en la soledad, lejos de todo.

Pero en cuanto estuve a salvo, me derrumbé detrás de un gran pino y dejé que las lágrimas cayeran.

El asco de haber pedido perdón me revolvía el estómago.

Pero lo peor no fue eso.

Lo peor fue ver su indiferencia.

Mi Leo.

Mi Alfa.

Mi otra mitad.

No me miró.

No me consoló.

No me reconoció.

Y eso me partió el alma.

Entonces, algo cambió.

Un ligero roce en mi cabello.

Un toque fresco y cálido al mismo tiempo.

Suave.

Ligero.

Como una caricia.

Como si el viento mismo hubiera decidido calmarme.

Mi cuerpo entero vibró ante la sensación.

Y luego, su voz.

Gracias por cumplir con tu palabra, mi pequeño soulmate.

Mi Yin.

Mi Alfa.

El susurro flotó en el aire como un eco sagrado.

Una caricia indirecta.

Un alivio momentáneo.

Abrí los labios, sorprendido por la calidez que me envolvió.

Una calidez que curó, aunque fuera un poco, las heridas de mis celos.

Porque sí, tenía que compartirla.

Porque ya no era solo mía.

Porque nunca lo fue.

Pero yo siempre estaría a sus pies.

Siempre.

Porque fue ella quien me salvó.

Ella quien me hizo renacer.

Ella quien me dio un propósito.

El momento no duró.

La imagen holográfica de mi Yin se desvaneció.

Pero antes de desaparecer, dejó un pequeño beso en mi frente.

Un gesto tan dulce como espectral.

Una despedida.

Un recordatorio.

Ya no estábamos solos.

Ya no era solo ella y yo.

Porque ahora, la verdadera Luna estaba a su lado.

La única que había sido protegida y reservada en la oscuridad por años.

Yin ya no era dueña de sí misma.

Había esperado demasiado.

Había dejado pasar el tiempo.

Y ahora Isabella Swan era su destino.

El yin-yang eran uno solo.

Y me gustara o no, tenía que aceptarlo.

Porque yo solo era como un hijo para Yin.

Y porque, quisiéramos o no…

Pronto yo también encontraría a mi compañero.

Pero estaba celoso.

Celoso de tener que compartirla.

De que alguien más la tuviera.

De que ahora ya no era solo mía.

Quería ponerla a prueba.

Quería ver si Isabella Swan realmente merecía a mi Yin.

Porque aunque no fuera necesario, lo haría de todas formas.

«Isabella Swan, eres la Luna de mi Alfa, pero no te acepto aún. Quiero verte posesiva, quiero que la reclames públicamente, que lo grites. Porque eso es lo que mi soulmate se merece.»

Que la reclame.

Que lo deje claro.

Que no haya dudas.

Que la ame como se debe amar a un Alfa.

...

Pero mis pensamientos quedaron en segundo plano cuando sentí algo inesperado.

Unos brazos envolviéndome.

Suaves.

Firmes.

Cálidos.

No me había dado cuenta de cuándo había llegado.

Ni de cómo.

Solo supe que, de repente, estaba siendo consolado por la abuela Urana.

La abuela de mi Leo.

No entendía por qué lo hacía.

Ni por qué en estos momentos.

Pero ahí estaba.

Sosteniéndome con compasión.

—La maldición duele, pero sabrán adaptarse para conseguir el equilibrio.

Su voz era sabia.

Como si supiera algo que yo no.

Como si supiera lo que nos esperaba.

—¿Por qué tuve que morir primero, para luego ser malditos así, abuela? —pregunté, con una mueca de culpabilidad y pena.

Porque eso dolía.

Porque quería una vida normal.

Pero aunque intentáramos aparentarlo, nunca la tendríamos.

Ella suspiró.

Como si la respuesta fuera tan obvia.

—Las cosas pasan por algo, joven Elay.

Y aunque no lo entendiera en ese momento…

Sabía que tenía razón.

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