Capítulo 11: El deseo del celo
No era justo. Ni para ella, ni para mí, ni para los años que pasaron entre nosotros. El tiempo parecía haberse detenido dentro de este despacho. Apenas cerré la puerta, el aire se hizo más pesado, como si su presencia llenara cada rincón con una densidad insoportable. Y no era solo su presencia: era el aroma de su celo, tan poderoso que me atravesó como un rayo. Mi cuerpo se estremeció, incapaz de resistir.
Caí de rodillas, jadeando, mi respiración entrecortada mientras intentaba recuperar la compostura. Pero el temblor en mis manos, en mis piernas, decía otra cosa. Esto no estaba bien. No así. No ahora.
—Ay, joder... —murmuré, más para mí mismo que para ella, tratando de ignorar el calor que se expandía desde el centro de mi pecho hacia el resto de mi cuerpo. Era como si mi alma misma respondiera a su presencia, a su esencia, y yo no podía controlarlo.
Levanté la cabeza y ahí estaba ella. Sentada detrás de su escritorio, perfectamente recta, con esa mirada que parecía capaz de atravesarme como una espada. Su rostro, aunque hermoso, no mostraba ni un ápice de emoción. Ni enojo, ni compasión, ni siquiera interés. Nada.
—¿Me vas a dejar aquí tirado o...? —Intenté bromear, pero mi voz salió temblorosa, rota por el peso del momento.
Ella no respondió. Ni una palabra. Ni un gesto. Solo me observó, inquebrantable, como si el tiempo mismo no significara nada para ella.
Me obligué a ponerme de pie, tambaleándome al principio, y me apoyé en el borde del escritorio para mantener el equilibrio. Mi corazón latía con fuerza, pero no podía retroceder ahora. No después de haber llegado tan lejos.
El frío de la sala me envolvía con una intensidad que nada tenía que ver con la temperatura del lugar. Era ella. Leongina estaba sentada detrás del escritorio, una figura tan imponente como distante. Su postura era perfecta, su rostro impasible, y sus ojos —esos ojos— clavados en mí, observándome sin juicio pero también sin rastro de emoción alguna.
Tragué saliva. Mis manos temblaban a los costados mientras me obligaba a caminar hacia el centro de la habitación. Cada paso parecía amplificar el eco de mi respiración errática. Cuando finalmente me detuve frente a ella, sentí que todo el peso de mi ausencia me aplastaba de golpe.
—Leo... —murmuré, apenas audiblemente, sintiendo que su nombre me quemaba en la garganta—. Estoy aquí para... Para explicarme. Para...
Mis palabras se rompieron como un cristal al caer. Cerré los ojos, respiré hondo y forcé mi voz a mantenerse firme.
—Todo lo que hice... fue por miedo. Por cobardía. Pensé que alejarme sería más fácil, que podría encontrar una vida lejos de todo esto. Pero me equivoqué. Cada día lejos de ti fue un castigo. Y aunque trate de justificarlo, no hay excusa. Te fallé. Han pasado 178 años. Y, sí, sé que no hay excusa válida para lo que hice. Lo sé. Pero necesito que escuches mi verdad, aunque no te importe... Aunque sea solo para sacarlo de mi pecho.
Ella no se movió. Ni una ceja arqueada, ni un suspiro. Solo su mirada fija y su presencia abrumadora.
—Cuando me fui, pensé que estaba haciendo lo correcto. Creí que podía ser más, que podía encontrar un propósito lejos de aquí... lejos de ti. Pero todo fue una mentira que me conté a mí mismo. Me alejé porque era un cobarde, porque temía no estar a tu altura, porque temía ser insuficiente para alguien como tú.
La sala estaba tan silenciosa que podía escuchar mi propio corazón golpeando contra mi pecho.
—Fui un egoísta. Abandoné todo lo que importaba y lo supe desde el primer día lejos de esta manada. Me dije que era por el bien de todos, pero solo era por mí. Por mi maldita necesidad de sentirme libre, aunque en el fondo lo único que conseguí fue encadenarme a un vacío.
Sus ojos seguían sobre mí, inmutables. Era como mirar el juicio encarnado, pero sin una sola palabra de condena.
—Todo se desmoronó después de que el Alfa Bairon falleciera. Su nieto... —mi voz se quebró de nuevo, pero me obligué a continuar—. Su nieto me echó de la manada Nox de Múnich. Me lo merecía, Leo. No había hecho nada para demostrar mi lealtad ni mi valor desde que llegué ahí. Era un extraño jugando a pertenecer.
Bajé la mirada, incapaz de sostener la suya.
—Y ahora estoy aquí. Bajo el manto del Alfa Rock Saint. No como un guerrero, no como alguien digno de respeto. Solo como un beta provisional, una posición que ni siquiera siento que merezco.
La tensión en mi pecho se volvió insoportable, pero no podía detenerme ahora.
—Cada día, durante estos 178 años, te he extrañado. Cada maldito día. Pero también sé que no tengo derecho a pedirte nada. No después de lo que hice.
Me obligué a alzar la mirada de nuevo, a enfrentarla aunque me destrozara por dentro.
—Por eso estoy aquí, Leongina. Para decirte que lo siento. Que no espero que me perdones, pero necesito que sepas que me arrepiento. De todo. De cada decisión egoísta, de cada vez que te fallé, de cada momento en que no estuve para ti y para esta manada.
Ella no respondió. Su silencio era más ensordecedor que cualquier grito. Pero no había odio en su rostro. Tampoco compasión. Solo esa neutralidad impenetrable que me hacía sentir como un niño pequeño bajo la mirada de un gigante.
—Te suplico que... —mi voz se apagó de nuevo, y me tomó todo lo que tenía para volver a hablar—. Que me des una oportunidad. No para volver a ser lo que era, sino para demostrar que puedo ser mejor. Que puedo enmendar aunque sea una pequeña parte del daño que hice.
Mi pecho subía y bajaba con cada respiración pesada. El silencio se alargó hasta volverse insoportable. No pude evitar dar un paso atrás, como si su falta de reacción fuera un golpe físico.
—Eso es todo lo que quería decir. Gracias por escucharme... Aunque sé que no tenía derecho a pedir ni eso.
Me quedé quieto, esperando. No sabía qué esperaba exactamente, pero lo hice. Porque en el fondo, todavía había una pequeña parte de mí que no podía dejar de desear algo, cualquier cosa, de ella. Una palabra, una mirada menos fría. Algo.
Pero Leongina seguía ahí, sentada, seria y firme como una estatua. Su silencio fue la única respuesta que obtuve. Y quizá era todo lo que merecía.
Sentí el dolor en mi pecho como una punzada, como si algo me estuviera desgarrando desde dentro. Me doblé levemente, tratando de luchar contra esa sensación, pero era como si algo más profundo me estuviera reclamando. No solo el dolor físico era insoportable, sino también la extraña conexión emocional que no podía controlar. Sentía el peso del momento, la presencia de Leongina en la habitación, y con ella, algo más... el calor ardiente de su celo.
Mis manos temblaron levemente mientras intentaba controlar mi respiración. ¿Cómo podía sentirse tan… real? Mi cuerpo reaccionaba, como si el alma de Leongina y la mía estuvieran entrelazadas de una forma que no entendía. No podía apartar la sensación que me dominaba.
—Me alivia que me reconozcas como tu soulmate, pero no creí que mi omega fuera afectado por el celo —dijo con esa voz aterciopelada que siempre me hacía estremecer. Pero esta vez, sus palabras hicieron que un nudo se formara en mi garganta.
El deseo, el impulso de pertenencia, crecía dentro de mí como una fuerza incontrolable. Mi cuerpo reaccionaba al fuego que emanaba de ella, y no podía hacer nada para evitarlo. No estaba solo. No era solo mi deseo. Sentía sus pulsaciones, el fervor que desprendía, y era como si estuviera atrapado en una tormenta que no me permitía salir.
—¿e-Eh...? N-no ha sido ya tu castigo... Por lastimarte? —mi voz sonó quebrada, cargada de dolor. Sentía cómo cada palabra era una carga, no solo por las emociones internas, sino por lo que había ocurrido entre nosotros. Me sentía entre excitado y aplastado, mi cuerpo debilitado por algo más profundo que simplemente el deseo.
—¿Lastimarme... ? —preguntó confundida con una voz que parecía varonil. La observé, y al verla deslizarse sobre el escritorio, un estremecimiento recorrió mi cuerpo. Se recostó encima, sus brazos cruzados debajo del mentón, observándome con una expresión que me hacía sentir expuesto.
—No podría guardarte rencor. Eres mi omega, mi soulmate Elay. Eras libre de buscar tu libertad y cuando te cansaras de esa vida tan mundana volverías tarde o temprano a mis brazos —habló, y había una sinceridad en sus palabras que logró cruzar una barrera emocional en mí. Pero luego, esa voz fría y seria cambió todo, como si algo se quebrara en su interior.
Mi pecho comenzó a doler con intensidad. No era solo dolor físico; era una punzada que se conectaba con lo que ella estaba sintiendo. Sentía cada latido, cada tensión en su cuerpo. Era como si mis emociones estuvieran ligadas a las suyas, y el dolor del celo que emanaba de ella se apoderaba de mí.
—M-mierda... Lo dices como si supieras que no estaba destinado a estar aún... Contigo... —dije, las palabras saliendo entrecortadas. Mi voz temblaba de emoción y dolor. No solo era físico; era emocional. Sentía que mi alma y la suya estaban conectadas de manera tan íntima que cualquier cosa que ella sintiera me golpeaba con igual intensidad.
—¡Agh...! Leo... Haz que pare el dolor... —mi voz sonó casi desesperada. El calor del deseo que emanaba de ella me estaba devorando por dentro. No sabía cómo controlarlo, cómo escapar de esta tormenta de emociones y dolor.
—¿Alfa...? —tartamudeé, tratando de buscar alguna señal de alivio. El dolor estaba creciendo, su calor era abrasador, y lo sentía como si estuviera dentro de mí, como si ambos estuvieran ligados por algo más allá de las palabras.
Leongina soltó un suspiro, como si todo eso la desbordara de alguna forma. La vi aferrarse al reposa brazos de su silla con fuerza, intentando mantenerse en pie. Pero cada movimiento parecía traer consigo una tormenta interna.
—Creo... que fue mala idea alejar a mi fénix... Ugh... Esto... Esto no está bien... —su voz salió temblorosa, y la vi contener un quejido. Algo en su entrepierna, algo físico, parecía estar reaccionando también, al igual que yo. Mi cuerpo vibraba con esa energía, ese deseo que no podía controlar.
—¿Porque... Porque no te has... Dejado complacer, alfa? —pregunté, confundido entre los latidos fuertes en mi pecho. Mi voz salió entre jadeos, como si el deseo estuviera hablando por mí, como si mi omega interior estuviera gritando por estar a su lado.
—No puedo. N-no puedo... Ella... Ya la encontré... No puedo serle infiel. Es muy joven... —respondió Leongina, su voz cortante, pero contenía una emoción que me hizo estremecer.
Mis ojos se clavaron en ella, y sentí el deseo ardiendo en mis venas, mezclado con la impotencia de no poder hacer nada. ¿Por qué rechazaba lo que estábamos compartiendo? ¿Por qué no podía permitirse sentir lo que yo sentía?
—¡N-no! —exclamó Leongina, y la desesperación era clara en su voz. Pero yo no podía dejar de sentirlo. Mi cuerpo reaccionaba a su dolor, a su celo, como si estuviera conectado de una forma que no entendía.
—¿Porque no? —pregunté ansioso, el deseo y el dolor luchando dentro de mí. No entendía por qué rechazaba esta conexión.
Era raro, sí. Pero las leyes del alma se sentían más poderosas que cualquier norma. Sentía que existía para complacerla, para aliviar ese fuego que sentía que emanaba de ella. Pero su rechazo me dejaba confundido y con una sensación de vacío abrumador.
Mi respiración se agitaba, el olor de su celo era fuerte, intenso, y me estaba volviendo loco. ¿Cómo podía ignorar eso? ¿Cómo podía resistirlo? Sin embargo, ella lo hacía, y yo no entendía por qué.
—A-lfa... Ya estoy aquí para complacerlo... —mi voz salió entrecortada, embelesado por el aroma que me envolvía, el calor que me consumía.
Pero Leongina se quedó inmóvil, como si mis palabras fueran un insulto. Sus ojos se entrecerraron y su expresión cambió, se tornó severa.
—¡No puedo! —exclamó con más fuerza, como si estuviera luchando consigo misma.
Algo dentro de mí se retorció. No entendía por qué se estaba cerrando, por qué me estaba rechazando de esta manera. Mis emociones eran un torbellino de deseo y confusión. Quería entenderla, quería ser su soporte, pero su rechazo me hacía sentir aún más vulnerable.
—¿Por qué no? —pregunté nuevamente, casi con desesperación, pero mi voz tembló. No sabía cómo decirle lo que sentía sin sonar desesperado, pero el dolor y el deseo eran demasiado reales.
Mis manos temblaron levemente, y la vi como si estuviera a punto de quebrarse. Algo en su expresión, en su postura, me hacía sentir aún más conectado con ella. Pero ese lazo también venía con un precio: el dolor del celo que compartía con ella. Y ese dolor, ese deseo no correspondido, me estaba deshaciendo lentamente.
—La estamos esperando... —dijo Leo.
—¿Estamos? No escuché que fueran pareja. Si no te ha reclamado como suya, no puedes estar sufriendo por esperar algo que no se mitiga o mata con solo ahogar... Alfa... Exijame complacerlo. —suplico con mi lobo interno, Slax.
La cordura de deseo era frágil. Leo estaba luchando contra la naturaleza. Ambos eran adultos, no había nada de malo sucumbir al deseo del celo, pero él no era su Luna, estaba claro que su schöne fiore era justa y su moral muy correcta.
—Ella... merece mi fidelidad.
—Cede al deseo... Si no lo haces no podrás tener hijos cuando mas lo deseas... Alfa.. Ordeneme saciarlo.
La sombra oscura que tomó los ojos claros de Leo, por unos instante entre su mirada anhelada de saciar su celo, no pasó desapercibida para él, ¿Acaso esa sombra era el lobo monstruoso de Leo?
—Omega, complace a tu soulmate. Ahora.—La orden se escuchó clara, turbia y oscura, en los labios de Leongina.
Y esa orden fue el primer paso para caer a la necesidad de satisfacerlo.
—¡M-maxam.. Te voy a matar!
Escucharla jadear y liberar su tensión en un gruñido ahogado ese nombre. Por algún motivo lo hizo temer. Ese nombre a Slax le dio escalofríos, y no sabía ninguno el motivo claro.
Siendo así como se perdió entre la nebolusa sensación del celo y las piernas de su alfa. Perdiendo ambos la noción del tiempo en ello, y tal vez, tal vez todos los planes mejorarían o empeorarían.
Bạn đang đọc truyện trên: Truyen247.Pro