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¡Odio hacer ejercicio!

Hoy es nuestro aniversario. Desde que éramos novios acostumbramos a darnos un obsequio; fueron tantas las veces que me sorprendió regalándome flores, muñecos de peluches y cajas de chocolates. En la intimidad, siempre me dice que me quiere y agradece estar a mi lado, por el hijo que tenemos juntos y por aceptarlo tan pronto pues casi nos acabábamos de conocer. ‹‹¡No podía creer que dijeras que sí siendo tan bonita y yo tan raro!››, me dijo en nuestro primer aniversario.

Siempre que hay ocasión salimos a comer o a cenar, depende de la carga de trabajo que tenga en el despacho. Demir trabaja la mayoría del tiempo en la casa y está disponible para mí y para nuestro bebé.

Nos vimos en la mañana, pero no nos felicitamos; fingimos que era un día común y corriente, nos despedimos con una mirada de complicidad. En una hora termino mi jornada y regreso a casa. En una bolsa de papel de un color rojo intenso tengo escondido mi regalo para Demir. Solo de pensar en el momento que lo entregue se me enchina la piel. Dentro hay un perfume con una fragancia de roble combinado con notas frutales. ¡Huele delicioso! También decoré una tarjeta con algunas calcomanías en forma de corazón y le escribí unas líneas con mi mejor letra; unas palabras para agradecer a mi esposo el amor que me ha dado en los años que fuimos novios y que llevamos casados. Con él conocí el amor que nunca imagine que existiera; mis amigas pronosticaban que no funcionaría por el simple hecho de que nos conocimos en la red. ¡Nada que ver! Me ama como yo a él.

Sonrió al entrar a la casa pues Demir también tiene algo para mí y sé que me está esperando. Quiero correr por el pasillo, pero me detengo para dar emoción al momento ¡Ya lo veo, viene hacia mí! Cierro los ojos mientras nos besamos ¡Amo estos momentos!

—¡Feliz aniversario, cariño! —dice y me entrega un sobre blanco.

—Gracias, amor. —Se me traba la voz, pero respiro profundamente—. Esto es para ti —digo y hacemos el intercambio.

Palpo el sobre con incertidumbre. Demir es una persona muy detallista, de esos hombres que regalan flores, llevan serenata y cantan frente a todos, aunque lo hagan mal. Me pide que lo abra con los ojos clavados en mí. ‹‹¿Qué puede haber en un sobre?››, pienso mientras lo abro con cuidado. Tal vez una reservación para salir de vacaciones; unos boletos para acudir al teatro; para ir a bailar; una cena a la carta con velas y vino tinto... No importa seguro que es algo súper romántico. Al sacar los documentos y leerlos, una y otra vez, me doy cuenta que es una membresía de un año para ir al gimnasio. Le devuelvo la mirada, realmente me sorprendió. No tengo palabras para expresar lo que siento, mas se nota en mi cara, así evito mirarle otra vez.

Demir saca el obsequio de la bolsa de papel y destapa el frasco para olerlo. Lee la tarjeta en voz alta, se acerca a besarme, ‹‹gracias, cariño››, me dice y da por terminada la celebración. No se ha vestido para salir, ni tiene intención de ello; veo cómo se dirige a su mesa y se refugia detrás del ordenador, deja de prestarme atención para volcarse en el trabajo, trabajo y trabajo.

Me pesan las manos mientras preparo la cena. Le hablo a mi hijo. Cuando viene todo contento le ofrezco un plato de fideos; la comida está caliente y trato de enfriarla moviendo el guisado con una cuchara, Demi me ayuda a soplar. El olor atrae a Demir a la mesa, no espera a que le sirva, toma un plato hondo y se pone fideos.

—Deberías cenar cereales—me dice mientras mastica la pasta—, no has bajado de peso.

Me lo dice como si no me diera cuenta. ¡Acaso no acaba de regalarme una maldita membresía para ir al gimnasio! Sus actos hablan más que las palabras que sin ninguna culpa pronuncia para hacerme daño.

—No tengo hambre —digo sin ganas y sigo dando la sopa al niño—, no voy a cenar.

Demi ya no quiere comer, bosteza, ni la televisión le mantiene los ojos abiertos, así que lo llevo a acostar. Le leo un cuento e inmediatamente se queda dormido. Beso su frente y le digo buenas noches. La cocina está sucia, pero hoy no tengo ganas de limpiar. Entro al cuarto y miro el sobre con mi regalo, saco los papeles y camino hacia dónde está mi marido.

—No quiero ir al gimnasio —hago cara de fuchi—, el niño me necesita, cariño. Son pocas las horas que paso con él, el trabajo come todo mi tiempo.

Demir no me mira ni una sola vez, tiene los ojos clavados en esa pantalla absurda que no deja de observar ni siquiera por mí.

—Ya pagué un año, no me van a devolver el dinero. —Se levanta y estira los brazos, parece cansado de estar todo el día sentado—. No te preocupes por el niño, con tal de que vayas yo lo voy a atender.

Pongo los ojos en blanco y mejor me alejo, digo ‹‹¡Buenas noches! ¡Feliz aniversario! ››. Esta es la peor celebración de todos los años que llevamos juntos. Cuando éramos novios nunca me trató así, y menos el día de nuestro aniversario.
Me acuesto pensando en mi membresía de regalo pues no he entrado a un gimnasio nunca. He pasado muchas veces y siempre volteo a ver, pero ahora la gente que pase por ahí será la que me verá a mí.

Vuelvo del trabajo y me cambio el uniforme por ropa más cómoda, deportiva. Al salir del cuarto me acerco a Demir que está en la computadora.

—Amor —le pregunto—, ¿estás seguro que esto es lo que quieres para mí? —Me refiero al hecho de ir al gimnasio—. Cuando baje de peso no te va a importar que los hombres me miren y me digan cosas cuando pase por la calle.

Me miro en el espejo y coqueteo, me muevo como licuadora, mis pechos son grandes y aún están duros, que puedo decir de mi trasero, creció.

—¡No me importa, cariño! —exclama Demir—, ve y baja toda la grasa que tienes acumulada. ¡Quiero que estés tan delgada como cuando te conocí!

Hoy está de muy buen humor pues arruga la frente y levanta una ceja, me enamoré de ese gesto cuando lo conocí.

‹‹Sobre aviso no hay engaño››, pienso, ‹‹nadie sabe para quién trabaja››, dice el dicho. En la cochera esta mi bicicleta, la tengo desde que era soltera, hace tanto tiempo que no la uso que espero que sirva y no me deje tirada.

Muevo los cambios porque siento que está muy pesada la pedalada. Cuando se pone ligera avanza muy lento y a este ritmo nunca voy a llegar. Vuelvo a poner una velocidad más dura que avance rápido. La bicicleta no me va a dejar a medio camino, pero ya no puedo pedalear.

Logro llegar más muerta que viva, quizá no necesite entrar, con lo que sudé seguro que perdí las calorías necesarias de hoy. Hice el ejercicio que no había hecho en una semana. El corazón me late acelerado, estoy sudando a chorros, me tomo unos minutos para entrar a estacionar la bicicleta.

Suspiro resignada y flexiono ligeramente las rodillas para estirar el cuerpo ¡Vengo con toda la actitud! Me encuentro en la entrada del gimnasio. Me detengo a registrarme y entrego mi remembraría de regalo a la recepcionista que está en el mostrador. Es una chica muy guapa, delgada y seguro es talla cero. Sobre el mostrador hay botes con productos energéticos. Miro alrededor y está lleno de espejos; en las paredes hay imágenes de modelos, de hombres y mujeres musculosos. Las personas que hacen ejercicio son jóvenes y de buen ver, las mujeres visten ropa sexy y hay pocos hombres. Yo vengo con unas mayas y la camisa más amplia que me encontré en el closet. Calzó unos tenis Nike que me regaló Demir en mi cumpleaños, casi no los uso pues no puedo ir así al trabajo.

En el fondo del gimnasio hay tres personas en las caminadoras. Por la hora que es muchos están en las duchas preparándose para regresar a casa y yo voy a empezar... ¡Qué bajón me da solo de pensarlo! ¡Qué flojera! No sé qué hacer.

Alguien, ante mi aturdimiento e indecisión, viene, me da la bienvenida y me planta un beso en la mejilla.

—Bueno, pues vamos a empezar —me dice el entrenador—. Soy Max.

Lo sigo tímidamente mientras me muerdo las uñas de los dedos. Después de veinte minutos en la bicicleta estática me siento morir, y es solo el calentamiento; pido un descanso para continuar. ‹‹¡Odio hacer ejercicio!››, lo repito una y otra vez en voz baja, rechino los dientes y no paro de secarme el sudor de la frente. De una máquina me lleva a otra. Hago la sesión y me quejo todo el tiempo, las repeticiones son de diez veces, al final son ejercicios con pesas de un lado y luego del otro, y es todo.

Estoy tan dolorida que no puedo pedalear en mi bicicleta, así que camino por las calles muertas cargando con este trasto oxidado. Nadie me espera despierto en casa, ambos duermen en sus respectivos cuartos. Beso a mi hijo y lo arropo, por eso no quería ir al gimnasio. Lo vi solo por la mañana cuando lo llevé a la guardería.

Aunque parezca exagerada cuento los días, vivo con la ilusión de bajar mi talla y de perder estos kilos que le molestan tanto a Demir. Ha pasado un mes y es momento de pesarme. Subo a la báscula del gimnasio, seguro más precisa que la de mi casa, y cierro los ojos porque no me atrevo a mirar, parpadeo con un lagrimeo entre nerviosismo y excitación que no me dejan ver los números. ¡Por favor que haya bajado mínimo un kilo! Respiro hondo y me enfrento a la verdad... ¡Ni un miserable gramo! ¡Tanto martirio para nada!, me quejo mientras voy a la bicicleta. Me paso toda la tarde entre estás cuatro paredes sacrificando mi vida, mi hijo para que la aguja no se mueva ni un solo gramo. Pedaleo y pedaleo con coraje hasta que Max se acerca; no tiene la culpa, pero lo pago con él poniéndole malas caras y maldiciendo al gimnasio y a todo el que está dentro con mejor tipo que yo. Él me mira y escucha mis indirectas y mis comentarios sarcásticos totalmente fuera de lugar. No soy consciente de la hora hasta que la chica de recepción viene a despedirse porque ya llegaron a buscarla y se tiene que ir. Cuando nos quedamos solos me pregunta por qué estoy tan enojada.

—¡Odio hacer ejercicio! —digo con sinceridad. La gente que me conoce lo sabe—, es el peor martirio. No estoy aquí porque quiera, me obligan a venir y para nada. ¡No he bajado ni un maldito gramo! No lo entiendo ¡¿Qué es lo que le pasa a mi cuerpo?! ¡¿Por qué no reacciona a tanta friega que le meto?!

Suelto el cuerpo y me hundo en mi miserable vida.

—Espera un poco más —me dice—, es muy pronto para ver los resultados. —Palmea mi espalda despacio—. Hemos trabajado muy duro.

‹‹¡Hemos››, pienso ¡Yo he trabajado muy duro!, él solo me mira renegar. No estoy de humor para palabras que parecen salidas de una charla de superación personal. Max me anima: ‹‹¡¡Vamos, tú puedes!!›› y me lleva hacia las caminadoras. Me pide que me suba a la cinta y ande a paso lento, poco a poco subo el ritmo hasta que estoy corriendo a una velocidad media. Llevo unos minutos, pero ya no puedo más y empiezo a decaer; el corazón se me sale del pecho, las fuerzas me abandonan y no me puedo sostener.

Cuando abro los ojos veo a Max asustado, una de sus manos sostiene la mía y con la otra toca mi cuello.

—Hay que llamar a una ambulancia.

—No, por favor —le digo y cierro los ojos, siento el cuerpo pesado—, no te preocupes, no es la primera vez que me desmayo, —Me apoyo en él para levantarme—, ya me siento bien.

Max niega con la cabeza y frunce el ceño, me pide que tome asiento, va tras de mí con miedo por si vuelvo a caer. Cuando estoy quieta me da un discurso sobre las enfermedades del corazón, cree que yo padezco una.

—Las personas con esos padecimientos no pueden hacer ejercicio tan fácilmente como las demás, hay rutinas especiales para ellos —dice muy serio. Yo no padezco nada de eso.

—Deberíamos llamar a tu esposo para que venga a por ti.

—A Demir no le interesa cómo llegue otra vez a la talla siete, siempre que lo haga —le confieso—. Estoy aquí por él, no vengo por mí, vengo para darle gusto.

Quiero continuar ejercitándome, pero Max prefiere que le hable de mi historial de prácticas.

—Odio el ejercicio desde que nací. —Empiezo—. Toda mi familia es delgada. —Cruzo las piernas y apoyo mi espalda en la pared—. Jamás estuve gorda, ni en mi niñez ni en la adolescencia. —Me siento bien para ponerme de pie—. No me gusta ningún deporte. Odio correr porque me agito muy rápido. Me gusta andar en bicicleta sobre todo en las bajadas porque no tengo que pedalear ¡Soy floja lo reconozco! —Eso lo hace reír—. Siempre fui talla siete. Subí de peso cuando tuve a mi bebé y ahora soy tan gorda que ya no le gusto a mi esposo. Soy la misma mujer con la que se casó por dentro, pero por fuera soy otra —digo mientras se me corta la voz.

Hablar con él me hace sentir mejor. Max es un hombre joven pero no más que yo, tiene el cabello claro y el cuerpo atlético; lo analizo y está ¡muy bien!, por donde quiera que lo mire. Los hombres mamados no son de mi preferencia, me parece una exageración marcarse así. El cuerpo se hincha tanto que tienden a parecer gordos pero no es su caso. Mirándolo con detenimiento imagino que debe ser excitante tocar unos brazos tan musculosos, unos pectorales de acero y unas piernas duras. Lo que más me gusta de él son los labios.

Cuando me doy cuenta de la hora, veo que son más de las diez; se nos fue el tiempo platicando, tengo que irme, llevaba tiempo no estando tan cómoda hablando de mí. Puedo pedalear sin ningún problema porque mi cuerpo ya se acostumbró. Max se queda en la puerta hasta que me ve desaparecer.

—Cariño —dice Demir cuando me ve entrar a la casa—. ¿Cómo te fue? ¿Qué dice la báscula?

—Mal —contesto desganada arrastrando los pies al caminar—, a mí todo me sale mal, amor, la báscula no me quiere.

—No te desesperes, te quedan once meses. Ya veremos para el próximo.

—¡Ja! —digo con sarcasmo.

Si supiera que no he bajado nada, no estaría tan optimista. En fin, me voy a bañar para acostarme.
Entro al cuarto de Demi para besarlo y desearle buenas noches, me hubiera gustado leerle un cuento de dinosaurios.

Las rutinas cambian y las personas se acostumbran. Hace un mes me negaba, mi cuerpo y mente se resistían, pero poco a poco me voy haciendo a la idea. Voy en el tren de regreso a mi hogar mirando a las personas que viajan conmigo casi todos los días. Muchachos jóvenes, parejas ‹‹noviando››, diciéndose palabras de amor y prometiendo cosas que no van a cumplir. Tomados de las manos, riendo, susurrándose palabras al oído. Así me vi muchas veces cuando era novia de Demir ¡Qué tiempos aquellos y qué rápido terminaron!

Entro a mi casa y saludo sin voltear a verlo. Imagino que está vestido de mezclilla y simple camisa de manga corta, tenis en lugar de zapatos, jugando con una lapicera, su vista fija en la pantalla del ordenador. Paso rápido por la sala; el gimnasio tiene vestidor, mas yo prefiero cambiarme en mi propio baño. Salgo lista para hacer ejercicio. Voy por mi bicicleta a la cochera y pedaleo hasta allá.

‹‹¡Hola!››, saludo a la chica de la recepción. Todavía no sé su nombre, me lo dijo, pero no le presté atención. Dejo mis cosas y me dirijo al área de bicicletas.
Pedaleo hasta que Max se me acerca para darme instrucciones. Viene de short y camisa en color rojo sin mangas ‹‹¡Qué bien se ve!››, con estas motivaciones si dan ganas de venir al gimnasio, pero no de hacer ejercicio.

Realizamos rutinas muy sencillas y entre ellas platicamos de algunas cosas. Después de una hora de arduo trabajo nos acostamos en una colchoneta a descansar; mientras él guarda silencio yo aprovecho para quejarme de mi esposo. No es la primera vez que le pregunto su estado civil, no creo que le moleste, yo le he contado casi mi vida entera, pero él esquiva siempre la pregunta. Hoy hasta que no me conteste no voy a dejarle tranquilo. Me cuenta que está casado, más no tiene hijos. Es el dueño del gimnasio por eso le toca cerrar el local, pero no tiene problema para llegar tarde a casa.

Tres meses de martirio y la báscula se mueve ‹‹¡por fin!››, es muy poco lo que bajé en tanto tiempo, pero se agradece. ¡Ya quiero llegar a casa y contarle a Demir! Realizo mi rutina de ejercicios con una sonrisa en el rostro ‹‹gracias, gracias››, agradezco. Le echo ganas a todas las máquinas y hago una repetición más de cada sesión. Max me mira asombrado, se le hace raro que no me esté quejando. Al despedirme soy yo la que le planta un beso en la mejilla ‹‹¡nos vemos mañana››.

Entro a la casa triunfante, sonrió, voy directo hacia Demir y le cuento que bajé de peso.

—¡¿En serio?! —me pregunta y me mira de arriba hacia abajo—. Pues no se te nota.

—Entonces ya no debería de ir al gimnasio —contesto a la defensiva porque sus palabras me desgarran el alma—. ¡Es una maldita pérdida de tiempo! —exclamo con furia, desquito mi tensión con mis utensilios de cocina.

De ninguna forma lo complazco, todo esto lo hago por él y no lo agradece, debería renunciar, tirar la toalla y dejar que Demir hable lo que quiera, solo tengo que ignorarlo. Incluso tengo un pretendiente en el trabajo que le gusto así, como me veo, llena de curvas anchas por todos lados. Sabe que soy casada y no le importa. ‹‹¡No soy celoso!››, me dice bromeando.

Todos los días voy al gimnasio, llueve o nieve nada me detiene. La chica de la entrada se va a las nueve.
Mientras entrenamos le comento al instructor sobre el pretendiente que tengo en el despacho, para nada me ve llenita al contrario me mira con deseo y me dice muchos piropos.

—Si tú te sientes a gusto con tu cuerpo es suficiente. A mí me pareces una mujer muy hermosa —me dice Max.

‹‹¡Guau!››, pienso ¿¡En serio me verá bonita?! Tal como me veía Demir y me lo decía. Extraño oír esa palabra de su propia voz; con cuánta sinceridad las pronunciaba, no se cansaba de utilizarlas para demostrarme que le gustaba.

Mi rutina empieza en la bicicleta estática, luego hago repeticiones con pesas; él asiente si lo hago bien y si lo hago mal me acomoda el cuerpo con delicadeza. Ayer fue un mal día pues Demir me hizo un comentario sobre mi figura. Dijo que esperaba resultados más rápidos porque seguía exactamente igual. Debo ser sincera: ya no quiero venir, no me gusta, no soy una mujer atlética en ningún sentido. Este lugar no es para mí.

—Me sorprende que digas eso —dice Max—. Sin falta bienes todos los días. Tienes disciplina y es lo que les hace falta a muchos deportistas.

Max no entiende que no vengo porque quiero, es por Demir que estoy aquí.

—¿Sabes? —le digo—. Le voy a demostrar a Demir que puedo bajar de peso. Voy a volver a ser talla siete a como dé lugar ¡Aunque cuando lo sea, ya no tenga marido!

Max se ríe de lo que digo, tiene una sonrisa hermosa. Es lindo conmigo pues le hago trampa y hace que no se da cuenta de nada. Ya no hay nadie en el gimnasio, somos los últimos y aparte nos recostamos en la colchoneta para descansar. Nuestros cuerpos están tan cerca que siento el vello que cubre sus brazos, nuestras manos se encuentran a medio centímetro. Cierro los ojos y me lo imagino sin camisa haciendo ejercicio, con la espalda bien trabajada y el estómago de lavadero. Él siempre me escucha. Me gustaría que me contara sobre su vida, pero no tiene nada que decir o no quiere compartirlo conmigo. No insisto, me levanto pues se hace tarde y tengo que regresar a casa.

Demi está dormido en el sillón, por lo que se ve no cenó pues Demir está ocupado en su computadora trabajando, y yo estaba en el gimnasio. Respiro profundamente y retengo durante unos segundos, trato de controlar mi enojo. Todo esto fue idea suya que yo ocupara mi tiempo libre en el gimnasio, casi me obligó a inscribirme y ahora no se hace cargo del niño.

—Cariño —digo en doble sentido—, mañana por favor, puedes darle de cenar al niño. —Levanto a mi hijo en brazos y beso su cabeza, huele a bebé aunque ya no lo es pues pasa de los dos años—, no quiero que se duerma con el estómago vacío. ¡Dijiste que te ibas a hacer cargo para que yo fuera al gimnasio!

—Lo sé —me dice Demir—, pero ya pasaron unos meses y creo que no está funcionando. Quizá debería ir y pedir que me devuelvan mi dinero, bueno los meses que aún faltan.

—¡No hay devoluciones! —le reprocho. —Voy a ir al gimnasio hasta que complete el año. Mientras tanto, ¡por favor!, hazte cargo del niño como lo prometiste.

Me dirijo hacia la recámara para acostarlo. La cama figura un auto rojo, como el Rayo Mcqueen, la película favorita de nuestro hijo, las cortinas, sábanas y edredones hacen juego en su habitación. También tiene mucha ropa y zapatos con el estampado.

Van pasando los días y Demir cumple su palabra de atender al niño. Cuando llego a casa encuentro el plato del cereal en el fregadero y él dormido en su cuarto. Aprovecho que no tengo que preparar la cena para mirarme en el espejo, bajé poco, no se refleja en mi cuerpo porque me veo igual. Tengo las piernas anchas y también los brazos, mi estómago no parece de embarazada y eso es muy bueno, sigo teniendo el mismo trasero y los mismos pechos. Doy una vuelta sobre mí misma ¡No estoy tan gorda! tengo curvas de mujer y me siento atractiva, los hombres me miran cuando paseo sola por la calle, pero no es suficiente para Demir. Él entra en la habitación y me gana el baño.

—Cariño, date prisa —lo apuro —, ya me quiero dormir.

—Amor —anuncia Demir—, no estoy ocupando la regadera, solo me estoy afeitando.

—Necesito que salgas, no creo que me quieras ver desnuda.

Demir se asoma; su cara está llena de espuma para afeitar que cae un poco en su pecho, también se piensa bañar.

—¡¿Por qué no iba a querer verte?! Eres mi mujer.

—¡Porque aún estoy gorda, así que, por favor, date prisa!

Él sale y yo entro, me tardo mucho porque no encuentro la diferencia.

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