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II.

Wilkie tosió sangre la madrugada del siguiente día. Sus pulmones exudaron líquido rojo como si de dos granadas se trataran.

Los médicos recorrieron el camino de las áreas de descanso a la habitación, sus esfuerzos desesperados por evitar un posible ahogamiento. Sin prestar atención a nada, ni a las protestas ni a los quejidos del papel, los salvadores de la niña apartaron las hojas y los colores dispersos en la cama.

Durante una convulsión, la sangre se derramó en la pila de papeles nueva. Los colores ahora cubiertos de una tinta que marcaría cada trazo de ahora en adelante.

Sólo horas más tarde, cuando un hombre en silla de ruedas entró en la habitación, los dibujos volvieron a llamar la atención. Sin poder inclinarse demasiado, tampoco con deseos de despertar a las dos figuras en la cama, la limpieza se hizo con tortuosa lentitud.

Paciente, el hombre de barba castaña y de ojos soñadores reunió todas aquellas hojas con las ilusiones de Wilkie. Los números romanos en las esquinas auxiliaron a la tarea de organizar, la historia cautivándolo hasta el punto de quedarse paralizado en medio de la habitación, mientras las luces de los últimos días de invierno caían en el rostro pálido de la niña.

Del caos nació la vida del universo. Del caos nació su contrario, la armonía y su destrucción: la muerte. De las formas más absurdas de locura salen las leyes más estrictas, mientras que luz y oscuridad no pueden existir sin que la otra sea su sombra o su guía. Hermes es el guía de la vida en medio del Hades. Su camino representa el ciclo de la naturaleza en su máxima expresión.

Entre los ciclos continuos de muerte y de nacimiento, nacieron también dos existencias contrarias.

Las nubes del Cielo trenzaron sus vestidos en una cuna, las estrellas ofrecieron canciones de cuna a su llanto en las noches. La lluvia limpió sus cuerpos con la dulzura de las madres, el viento acarició las plumas de sus alas. El hambre nunca les alcanzó cuando la miel caía de las alturas, sus cuerpos creciendo cada día con la fuerza de almas sin vicio ni malas costumbres.

Los eones eran minutos para ambos. En la contemplación de los ciclos perdían las horas del sol y las fases de la luna. Los grandes animales, las nevadas, los objetos venidos de muy lejos, la Tierra ejercía su influjo sobre ambos. Entre las luchas de los seres buscando alimento encontraban la libertad, entre las explosiones de los volcanes reían intoxicados por la belleza.

Iguales a niños, existían para vivir. Su propósito aún era muy lejano.

La luz no quiso hacerse responsable de ambos, las sombras huyeron ante los nuevos seres. Ninguno pertenecía por completo al otro, sino que entre sus plumas existía un equilibro de ambos. Eran imperfectos, eran físicos. Sin embargo, su nacimiento de las entrañas del caos les mantenía alejados de la rozadura del tiempo.

Completamente solos en la unicidad de su existencia, se volcaron uno al otro. Los espejos no hicieron falta para lograr conocerse, insuficiente la ilusión de sus reflejos para igualar la similitud de sus rostros. Bastaba una sola mirada a su contrario para identificar su propio ser, un sólo gesto para la compresión de todas las intenciones.

Entre la interminable cascada de años, nació uno como ellos. Luego dos, luego cuatro, seis, ocho. Despojados de la bendición de la eternidad, los seres nuevos andaban de forma erguida, comían mieles del suelo, creaban con sus manos estructuras toscas, pero hermosas como el castillo de nubes de los hermanos.

Los hermanos observaron desde las alturas. Eran parecidos, diferentes también. Cada uno era único e irrepetible, cada uno distinto a su creador o a su compañero de sangre. Sus peleas por alimento terminaban en derramamiento de vidas, sus alegrías derivaban en la creación de melodías con instrumentos. La muerte, salvaje hasta ahora para los hermanos, se transformó en una dama vestida de cantos, llantos y celebraciones comunitarias. Para esos seres finitos, la desolación no era signo de final, sino de nuevos inicios. La carne del fallecido alimentaba a los árboles que darían sombra a sus nietos.

En su ignorancia del mundo místico se hallaba la comprensión de la existencia.

Testigos constantes de la evolución, invisibles ante su día a día lleno de realidad, la revolución a sus mundos vino de la mano de una niña. El inicio de su adolescencia, la llegada de sus responsabilidades. Vestidos por trajes de hojas en imitación a sus objetos de estudio, la seguían a Ella desde que dio su primera bocanada de oxígeno.

Distinta a los demás miembros de su clan, la criatura era más grande que otras crías. Su cráneo era más redondo, sin frente lisa. Su mirada brillaba con una luz que sólo existía en los ojos de los hermanos. En su cuerpo infantil, lleno de formas redondeadas y piel delicada, estalló la vida cuando miró a su progenitora, se acurrucó entre sus brazos y de su boca salió un sonido.

Mmm-a.

Igual al eco de un torbellino en una caverna llena de rocas, la sílaba resonó en el corazón de los hermanos y tocó sus labios. Sin mirarse, apenas sus manos rozándose entre las suciedades del suelo, sus almas encontraron las razones de sus existencia. El mundo era nuevo. Bastó un parpadeo para el nacimiento del conocimiento.

Junto a Ella nacieron otros. Los nietos de Ella perfeccionaron las viviendas, las hijas de Ella tomaron a la creación de la mano y la volvieron suya, domaron el hambre por medio de las plantas, el peligro de los viajes por la seguridad de la estadía. Fascinados, los Seres sólo pudieron observar el nacimiento de nuevos dioses. Eran mejores a ellos, superiores a ellos.

Pero los hermanos no habían de temer a la muerte, por lo que sus empresas estaban teñidas de altura, sus ambiciones con sabor a gloria y a ceniza. Podían ser mejores. Debían ser mejores. No eran dueños de los humanos, sino las partes más primitivas de sus almas. Si los hombres habrían de crecer, ellos también debían cambiar.

—Me llamarás Ita —anunció el mayor de ellos al elevar la barbilla. Sus ojos eran claros como las pozas de los manantiales, sus cabellos blancos como las nubes en los picos de las montañas. Su sonrisa crecía con los pecados del alma, sus músculos vibraban por el grito de los adversarios al caer. Las lágrimas de angustia limpiaban su forma, la débil carne alimentaba su belleza.

—Yo seré Bonnie —concluyó el menor con manos entrelazadas en su pecho y una mirada serena en la figura de su hermano. Dos carbones encendidos eran sus ojos, mientras el color del otoño teñía sus cabellos. Su rostro se marcaba de arrugas por la alegría, la felicidad y los actos de amor de los hombres en medio del caos. La pintura de los pecados teñía sus alas, las plumas cayéndose por el peso de la brea de las mentiras.

Eran los extremos de un mismo espectro. Sin límites a sus poderes, eran los tiburones martillos del corazón de los hombres.

De las lenguas eran maestros, de las decisiones simples testigos. La complejidad de cazar un mamut era juego de niños frente a las necesidades nacidas del intelecto. La supervivencia no era sólo contra los desastres naturales o la hambruna, sino ahora los propios hermanos eran también enemigos.

Nacidos todos del mismo trozo de estrella, los lazos de sangre se olvidaron en favor de la tierra, la gloria y la esperanza. Sin embargo, el caos era cuestión peligrosa. La pérdida sin límite lleva a la desaparición, los asesinatos sin control ni orden finalizan en la extinción.

Por fortuna, Ita era un ser de gran creatividad. Al ver los rudimentarios instrumentos de caza, los avances en el uso del fuego, Ita insufló sus ideas en las mentes de varios hombres poderosos. Coraje, valor, ambiciones sin medidas y un gran sentido de pertenencia eran los caracteres de los escogidos. Hijos de Ita, fueron los primeros en elevar el canto de las lanzas, el aullido de las flechas al unísono y del cultivo de los campos con los cadáveres de sus enemigos.

La Guerra nació de piel roja y mirada ciega.

En contraparte, Bonnie observó la pronta extinción de pequeños pueblos, lloró con los gritos de los más jóvenes, peleó contra la muerte en forma de iguales con otro color. Sólo cuando Guerra dejó de exclamar por hambre, cuando el cielo se tiñó de gris y el fuego consumió la inmensidad del horizonte, escuchó el dios una risa.

Entre los escombros del pasado y del perdido futuro, Paz se refugiaba sin brazos ni piernas.

De esta madre con corta existencia, el anciano de cabello rojo vio nacer a la Riqueza con sus rizos rubios y piel morena. Como regalo a la llegada de una nieta, Ita otorgó al mundo a una niña nacida de la basura y agua sucia. Pobreza, eterna y de piel gris, perseguía a los hombres de la mano de la Desesperación.

Sin embargo, los seres humanos seguían cambiando.

La oscuridad pronto les hizo olvidar el colorido de la muerte, el mismo origen y la igualdad entre todos. Las pieles y los cabellos empezaron a volverse estándares entre ellos, no así la bondad de sus almas. Se alzaron dioses falsos y profetas sedientos de poder. Se olvidaron los cantos de la lluvia, se apagó el latir de los árboles.

Guerra crecía, mas ya no era suficiente. La curiosidad pronto exigió nuevas fronteras a Ita quien, como padre orgulloso que era, le dio como hermano a Tortura, a Venganza y a Esclavitud. Todos rieron por los débiles hijos de Bonnie en respuesta. Libertad, Perdón y Compasión pronto fueron exterminados.

Ita elevó una mano. La Anarquía liberó la mente.

Bonnie cubrió con su manto a los desprotegidos. La Igualdad ofreció refugio.

Ita soltó una carcajada. El Abuso se alimentó por mil hombres.

Bonnie tosió sangre sobre las tumbas de los inocentes. La Justicia elevó su espada.

Ita cogió entre sus manos el cuchillo  recién labrado en la Piedra de Caín. Su cuerpo estaba detenido en la primer pecado de la maldad de los hombres, mas ahora lo vestía la magnificencia del oro puro. Una armadura hecha por los tesoros robados a los menos capaces, un casco marcado con la madera de mil ídolos, las botas frágiles, pero veloces, confeccionados por la Mentira y una capa cosida en el polvo de huesos de las víctimas de Violencia.

—Querido mío, fuerte ha sido tu lucha. Los siglos multiplican mis poderes, mientras tú insistes en regalar tus dones a los hijos del destino. —Sin disminuir un instante la alegría de su expresión, extendió el objeto.

El reflejo que miró a Bonnie ya no era su hermano. Su rostro otrora grácil ahora era un paisaje de ríos, montañas y pozos vacíos. Los labios llenos de vida apenas dos trozos de hojas rotas, mientras que su espalda encorvada no era ya decorada por la alfombra de cien plumas. La Desdicha vestía su ser con un manto comido por ratones.

Sin embargo, su mirar era todavía como la noche llena de estrellas.

Ita, ¿aún hay espacio en tu corazón para mí?

La gravedad de la pregunta hizo desaparecer la burla del mayor de los hermanos. Su ceño se frunció, la suavidad de la seda se instaló en sus ojos. Bonnie observó un ligero movimiento de cabeza.

—El cuchillo de Caín te permitirá herirme. Mi sangre —señaló la piel de su brazo derecho. El palpitar de su vida era visible— te devolverá la inmortalidad. Estaremos juntos, de nuevo.

Bonnie acercó el cuchillo a la altura de sus ojos.

—La humanidad, ¿qué pasará con ella si me vuelvo igual a ti? ¿Qué pasará en la naturaleza? ¿El orden?

—¡Eso no es lo importante aquí! —El trueno rompió la calma del ambiente. El aroma de la lluvia se escabulló bajo las ropas de ambos. Tornados envolvieron los gestos de Ita, terremotos acompañaron sus pasos.

Bonnie jadeó al elevarse en los aires. La fragilidad de su porte no causó compasión en el agarre de Ita.

—¡Te amo, Bonnie! —La cercanía de sus rostros los obligaba a respirar el mismo aire. Sus corazones latían al unísono en un canto eterno—. La humanidad es un precio a pagar por tu libertad de la mortalidad.

El cuchillo se deslizó en la mano derecha de Bonnie, directo a su pecho. La armadura de Ita se empapó de líquido azul, la creación se sacudió con el alarido en forma de cataclismo.

Sin embargo, las lágrimas de miel no impidieron a Ita llamar a la Justicia. Ningún sonido salió del movimiento de la espada. El azul se mezcló con el amarillo y los dos cuerpos cayeron.

Ante la atenta mirada de los Dioses, el líquido se mezcló. Entre los padres de los impulsos humanos, nació algo mezclado de ambos. De la bondad, de la maldad, nació un nuevo impulso que los mantendría juntos, por siempre.

La Corrupción se inclinó y elevó a la criatura. Ni hombre ni mujer era porque toda alma humana guardaba ahora un trozo de ella.

—¿Cuál será su nombre? —preguntó la Humildad, joven traviesa de gestos cuidadosos.

La Sabiduría se adelantó, cerró los ojos de sus padres y contempló el rostro blanco, ojos oscuros y cabello negro.

—Esperanza.

En la pintura del niño Esperanza, con sus cuatro brazos y su mirada brillante por el grafito, el hombre vio una gota deslizarse. Elevó una mano a su mejilla, la humedad naciente del ojo derecho. Apartó varias gotas, los dibujos seguros en su regazo.

Sin éxito, pero tampoco con deseos verdaderos de volver a su aparente mutismo, sacó el teléfono celular. El sonido de las teclas al ser presionadas llenó la habitación de recuerdos dormidos.

Suspiró, la presión del dedo en el número de marcar. El tono se escuchó una vez, antes de que una voz lejana, llena de confusiones y una capa de incredulidad, hablara.

—¿Ringo? —El hombre cerró los ojos como si un puñal hubiera entrado en su estómago. La espalda se dobló hacia adelante—. ¿Está todo bien? ¿Wilkie está bien?

—Ella quiere verte. Te dibujó. —Ita, Bonnie, esos nombres no significaban nada para la niña, pero para su padre, sólo se referían a dos personas—. Incluso te creó una bonita historia. Deberías traerlo también a...él.

La pausa previa no pasó desaparecida para ninguno de los dos, mas comprendían lo inapropiado de una discusión. Ringo carraspeó.

—¿Mañana está bien para ti? ¿Quieres que lleve algo? Quizás pastel de manzana. Wilkie adora ese sabor.

—No, es a mí a quien le gusta. Ella prefiere el pastel de ciruela. —Ringo sonrió a su pesar, las lágrimas detenidas por su propio control que no le dejaba mostrar una pizca de debilidad—. Será grandioso volver a verte, Bonifacio.

Sin saber cómo, adivinó una sonrisa al otro lado de la línea.

—Nos vemos mañana, hermanito.

Ajeno a él, entre los dibujos atrapados en la caja de colores, la forma de Érebo aferró un nuevo trazo: el cuchillo de hueso y lleno de la sangre de los humanos envidiosos por la fortuna de sus hermanos.

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