I.
El vaho de la ventana era la pizarra perfecta para la imaginación de un niño.
Los dedos todavía muy pequeños para pintar con precisión eran artistas en la fría superficie. Las vueltas, los trazos y las limitaciones de colores no eran obstáculos. Contra la negrura de la noche, en el resto de gotas que quedaban, la figura de un príncipe oscuro se definía en la imaginación de Wilkie como si le tuviera de pie frente a ella.
Con el índice dibujó la sinuosa figura de su capa, con el pulgar marcó los grandes ojos naranjas como las lucecillas de los departamentos cercanos y, con el resto de los dedos, agregó los detalles de la corona y la espada. No podía definir mejor los trazos con el tenedor de la cena, podría perderlo todo en el tiempo que la humedad consumía la pintura de calor y agua. Las esquinas inexactas molestaban su sentido de perfección, de querer alcanzar el potencial del príncipe de su imaginación.
El blanco y negro del mundo lluvioso era insuficiente para definir el rostro de Érebo con la vida de cada uno de sus rasgos.
La niña de larga cabellera castaña frunció el ceño, apartándose con energía los mechones de la cara. Sin animarse a volver al frío suelo, apretó con fuerza la colcha rosada sobre sus hombros. La debilidad de sus extremidades no tenía lugar cuando sus ojos buscaban más y más zonas para dibujar. Inagotables fuentes de posibilidades para los seres que plagaban sus sueños.
—Érebo, tu sonrisa —comentó al darse cuenta que, en el trazo de la cabeza cuadrada, faltaba una sonrisa llena de dientes. Elevó la mano, negó. Cruzó los brazos y ladeó la cabeza a un lado—. ¿O tú no sonríes?
El cabello volvió a cubrir su rostro al inclinar la barbilla. La cuestión de la seriedad de su príncipe no se le ocurrió antes. Después de todo los príncipes, ¡especialmente los oscuros!, debían ser seres muy serios. Un líder lleno de sonrisas no le inspiraría confianza a Wilkie, no. La vida no es feliz ni alegre, tampoco triste ni miserable. Es sólo una tormenta llena de colores y es una cuestión de cada persona, en cada época de su vida, escoger de cuál se refugia y a cuál acepta. Ella lo sabía mejor que muchos, las fuerzas contrarias de una existencia limitada.
Con el ánimo de la juventud sin consciencia y un intelecto lleno de curiosidad, Wilkie miró a su madre en busca de una respuesta correcta.
El rostro de su madre de lado contra la cama le arrancó una sonrisa. Las oleadas de calma de su corazón aplacaban las arrugas nuevas, quitaban toda fealdad de los mechones descuidados y le daban a figura, y al corazón de Wilkie, una paz muy necesaria. La niña no recordaba la última vez que la había visto tan tranquila, así que decidió dejarla dormir.
Sin embargo, la disyuntiva tenía una solución un poco menos ortodoxa.
Wilkie extendió uno de sus pies al borde del alféizar de la ventana y tragó. El cuadro de colores llenos de letras descansaba en el estómago de su madre. Las páginas abiertas del libro en el punto inicial de la lectura, antes de que se pudiera distinguir el rostro de Érebo de las sombras del fondo.
Desde su posición hasta la cama eran cinco pasos de su madre, diez de ella. Una distancia que cubrió media hora antes, cuando descubrió el fenómeno de la lluvia en esa nueva noche y la falta de protestas de su madre no la detuvieron.
Fue tanta la emoción que el movimiento nació libre. En el latir de su corazón, el cuerpo olvidó la debilidad y se enfrentó a una distancia corta, posible para los demás mortales. Por cinco segundos, volvió a estar sana.
Ahora, la distancia se abrió ante Wilkie como el océano ante el pescador inexperto.
Los ejercicios del día utilizaron la energía de sus extremidades, los medicamentos y las revisiones carcomieron la mayor parte de su voluntad. Si había llegado a la ventana había sido por la posibilidad de dibujar al príncipe, por una voz nacida dentro de su alma que llamó «Érebo, ven» mientras sus manos sentían ya la frialdad del vidrio.
Un escalofrío recorrió su cuerpo al rozar el piso con el pulgar. La debilidad también, en la forma de un dolor de estómago apagado, realizó su aparición al presionar el resto del pie sobre el suelo. La garganta se le secó. Volvieron a ella imágenes de las últimas semanas atrapada en esa habitación de cuatro paredes.
La posibilidad de caer al suelo, de lo que significaría para su temple saberse incapaz de estar de pie, la hizo volver a subir el pie. La colcha apresó de nuevo el calor alrededor de su cuerpo, la tela acolchada pronto absorbió las gotas de lluvia de los ojos infantiles.
En el silencio de la reflexión y el miedo, los golpes de la tormenta trajeron a la Vida a la mente de Wilkie. La dama de trajes grises y cabello verde que sujetaba la mano de sus padres, que se movía con las palabras de los médicos y de los diagnósticos. El aliento de sus labios se introdujo bajo los párpados de la niña, nublándolos de problemas y de realidades, de dolores y de pinchazos, del sabor del tubo respiratorio en su garganta.
Sus manos encontraron el frío de la ventana, su frente se manchó con la humedad de la lluvia. El calor era húmedo en sus mejillas, frío en sus rodillas. «Érebo, Érebo» gritaba una vocecilla dentro de ella, en la caja de Pandora donde los seres humanos guardan aquello que aman y temen.
—Te dibujaré sonriendo, Erebo. —Fue todo lo que pudieron crear sus labios llenos de un agua distinta a la lluvia, a las lágrimas y al mar. Ahogada, ahogada se sentía en el petróleo negro del desesperado que aguarda la muerte.
Sólo pintar podría darle un consuelo, imaginar a los peleadores oscuros disfrutando el manantial de la dulce primavera. Sin poder despejar por completo la visibilidad de sus ojos, su atención se volcó en la figura de humedad y de calor.
El corazón se le detuvo un instante. Érebo no estaba ya en el vidrio.
—¡Mami, mami! ¡Mami! —La colcha salió disparada junto a la fuerza de uno de sus pies, el rostro rojo lleno de lágrimas como si el mundo se acabara. El rostro de su príncipe se encontraba ahora más lejos, la visión de una vida calmada volviendo a su mente mientras las ilusiones se quebraban—. ¡Érebo se dañó, mami!
Sin que ella viera, el cuerpo de su madre se alzó con urgencia. Sus ojos se abrieron de par en par, mientras sus cabellos no alcanzaron a ponerse en su lugar cuando ya había llegado junto a Wilkie. Las ojeras bajo sus ojos eran casi negras, sus ropajes llenos de arrugas y su rostro pálido no tenía nada de la mujer que, al acariciar los hombros de la niña, sujetaban con firmeza cada centímetro de su piel.
—Wilkie, querida. ¿Qué sucede? ¿Qué te ocurre? —De cerca, la niña podía oler el aroma rancio del sudor bajo el perfume. De cerca, el calor de su madre era mejor refugio que una colcha a medio hacer—. ¿Quieres que llame al doctor para que examine donde duele?
La niña negó, su rostro lleno de lágrimas apenas lo suficiente fuerte para poder enfrentar a su progenitora. Además, la sola mención de uno de los doctores causaba una sensación de frío sobre ella. Igual al metal de sus estetoscopios, sus agujas siempre dispuestas a absorber líquido de ella. No, no. Cualquiera de los servidores de la salud sobraba en esa situación.
—Es Érebo, mami. Se ha manchado, mira. —Apenas alejó una mano de ella hacia la ventana, volviéndose a acurrucar entre las capas seguras de tela y carne.
Amelia dejó salir un suspiro. El pequeño cuerpo contra ella lograba suavizar su corazón, pero no así apartar todos los temores alrededor de su condición. Cerró los ojos un instante, los párpados temblando un poco mientras el sueño volvía a buscar su presa. Negó con suavidad, los mechones de su cabeza moviéndose al mismo ritmo.
Volvió a fijar su atención en el exterior, en el mundo real. En Wilkie y en la causa de su llanto, de su miedo tan especial y profundo.
Casi quiso reír. En el vidrio, todavía estaban visibles las manchas de lo que había sido un dibujo. Podía ver una huella digital de Wilkie en lo que parecía ser un zapato, mientras que la forma de una espada y un pantalón todavía podía vislumbrarse. El rostro y resto del cuerpo eran una figura desdibujada, otra vez vaho en esa superficie tan imposible de pintar.
La dama dejó que una sonrisa plagara los rasgos de su agotado rostro. Sus labios rozaron la piel de la frente infantil y, con las energías que aún pudo extraer de la voluntad, alzó a la niña sobre ella entre risas. Wilkie soltó un grito entre sorpresa y deleite, su mirada volviendo a chispear por la emoción de verse en el aire.
—¡Eso tiene solución inmediata! —exclamó Amelia con una nota cantarina en el tono, casi como la melodía de un ave de primavera—. Nos ponemos las dos a dibujar uno nuevo. Muy fácil y genial, con los lápices de colores que papá te trajo, pequeña. ¡Nada de lágrimas aquí y menos por algo tan rápido de arreglar!
La tenacidad era una de las características más puras de su madre. Wilkie admiraba la aparente energía que siempre tenía, de las esperanzas y la creatividad de su pensamiento. Confiaba tanto en sus soluciones que, ante cualquier dificultad, su consejo era lo más acertado. Asintió mientras era colocada de nuevo en la cama.
Paciente, esperó a que su madre arreglara la habitación.
—No te muevas más. Los cambios de temperatura tan bruscos son malos para tu salud. —La niña asintió, mientras las manos de su madre se aseguraban de acomodar bien las mantas y la colcha de gran tamaño. Nada, ni siquiera una mínima brisa, se podría escurrir por entre los recovecos de la tela.
A petición personal, sus cortinas rosadas decoraban las dos ventanas de la estancia. Además, entre los instrumentos médicos, el par de maletas colocadas a un lado y la cama hospitalaria lo suficiente grande para que entraran la paciente y su madre, la jefa de enfermería había autorizado la colocación de una pequeña mesa plástica para dibujar, un par de peluches de gran tamaño y una sucesión de jarrones, llenos siempre de flores. Era cuanto habría podido desear Wilkie, ya que no podían regresar aún a casa, no importaba cuantas veces lo rogara.
—Aquí tienes, querida. —La caja y las hojas daban buenas señales al futuro de artista de la pequeña.
De varios movimientos, la niña dio espacio a su madre para que se sentara. Los largos brazos de su madre se veían aún más delgados con la palidez de su piel. Uno de sus pequeños dedos se deslizó sobre las venas azules, visibles a simple vista.
«¿Cuándo fue la última vez que alguna de las dos salió?» no pudo evitar preguntarse la niña de pijama rosa, su mente llenándose pronto de imágenes oscuras. Su madre acarició su mano al notar un temblor, acomodándola también la colcha. Ninguna de las dos hizo mención del gesto infantil.
—No pienses otra vez en lo de la ventana —adivinó en parte Amelia, las sombras de algo siniestro en las facciones de su niña—. Es sólo una pésima superficie para dibujar. Tendrías igual resultado con la nieve o la arena.
—¿Por qué dibujaría en arena o nieve? Eso sí es de tontos.
La madre suspiró, guardándose cualquier tipo de comentario. La abrazó contra ella un instante, su brazo derecho rodeando su cuerpo con facilidad. Era delgado, ligero y lleno de heridas invisibles para su ojo. Apretó un poco más. ¿Qué haría ella si ese cuerpo se desvanecía?
Dio una palmada en la superficie del rectángulo sobre sus piernas.
—Anda, vamos a ver qué otras ideas agregamos a tu colección. Ese Érebo sin dudas suena como un buen candidato.
Cada vez que posaba los ojos en la caja de colores, la respiración de Wilkie se transformaba en la idea de un artista. Su rostro se iluminaba con la juventud de sus años, mientras que deslizaba los dedos por el vestido a la espera, al aguante, de ella misma deslizar la tapa abierta y revelar los más grandes secretos.
El click del seguro, dorado en un falso color de pintura, era la apertura a todos los sueños que había acumulado en el último año.
El aroma a madera la envolvió como la primera vez, la imagen de los colores organizados según la gama cromática le arrancó cualquier funesta imaginación y la arrojó a la basura de la inconsciencia. Sin aguantar su propia impaciencia, terminó de empujar la tapa hacia atrás, para observar con deleite como cada nivel de colores se elevaba en tres zonas. Más que simples instrumentos para dibujar, eran soldados preparados para la lucha contra sus pesadillas.
Después de todo, dibujar era para Wilkie su forma de volar más allá de los edificios pálidos del hospital. El papel y los colores, las horas y la imaginación, eran sus alas. Tan grandes como las de un águila, tan delicadas como las de una mariposa.
Sin esperar más, la niña introdujo una mano en el espacio que dejaban los lápices al apartarse. En el fondo de la caja, en una pila organizada y sin la más mínima evidencia de arrugas, una sucesión de dibujos podía observarse. Imágenes captadas por la mano infantil, dignas todas de aparecer en los museos o en los libros de los más grandes novelistas.
Nada más tomarlos, la niña empezó a dispersarlos por la cama.
Amelia la dejó ser, no sin que una risa se le escapara. «El ritual del artista», como solían llamarlo el equipo médico, había dado su inicio. El ceño fruncido, las manos abiertas sobre los dibujos, la página en blanco sobre la tablilla de la mesa de dibujo. Era fascinante ver la transfiguración, lo serio que era el trabajo del dibujo para una niña de siete años.
Sin embargo, aunque respetaba a más no poder a la pequeña, no pudo evitar ojear por encima las distintas imágenes. La fecha de cada una había sido agregada por ella misma, trazos de tinta negra muy fina contra imágenes toscas de infinitos colores.
Dibujo de sus abuelos, dibujo de sus amigos del colegio, algún detalle sobre un par de perros que había visto en la calle, la vieja habitación de Wilkie antes de la mudanza...Su corazón se achicó al detenerse su atención en una imagen específica.
Amelia se mordió el labio al tomar una de las hojas. En ella, tres figuras aparecían. Por la fecha, era justo el día del cumpleaños pasado de Wilkie. La del medio, la más pequeña de todas, era una muñeca vestida con traje rosado y una corona de princesa. A su izquierda, se encontraba ella misma, con el cabello corto y enrulado; una desconocida de cera colorida, no se identificaba en su sonrisa.
Y la última figura, la del padre de su hermosa niña y su esposo, Ringo. La cabellera castaña era del mismo tono que el dibujo de Wilkie, su rostro de barba con una enorme sonrisa. La visión de Amelia se llenó de humedad. Antes del suceso, del accidente seis meses antes...Una oleada de elementos contradictorios, rabia y culpabilidad, tristeza y arrepentimiento, amargaron su alma.
El papel fue arrancado de sus manos.
—¡Wilkie! —Volteó a ver la mirada de reproche de su hija. El dibujo volvió a su lugar en la cama.
—Necesito ver todos mis dibujos o no me quedará bien este. Ya te lo he explicado, ¡es magia! Para que las cosas permanezcan, mami. ¿Quieres que Érebo se vaya? ¡No! Así que shuuush. —Wilkie llevó su índice a su labios antes de darle la espalda otra vez.
Una punzada como un trueno golpeó la cabeza de Amelia. Con todo el cuidado de no incomodar a su hija, se recostó de una de las almohadas. No había otra cosa que angustia, que dolor, en sus ojos como el océano.
—Wilkie —llamó al cerrar los ojos, esperando que el dolor de cabeza nunca llegara y pudiera, al fin, tener algunas horas de sueño.
—¿Hm? —El sonido del lápiz en el papel era continuo.
—¿Sabes que hay otros tipos de magia? No sólo para que las cosas permanezcan, sino también para que las cosas mejoren. —La habitación se quedó en silencio. Amelia cruzó los brazos en su pecho, sin dejar de sonreír—. Por ejemplo, ya te dije que el amor puede hacer milagros, ¿verdad? Así que, quizás varios amores puedan ayudarte a mejorar. Ya viste lo que hiciste por Érebo, ¿no? Caminaste como no lo habías hecho en semanas.
La emoción del hecho pasó a las palabras de su madre, pero la niña decidió ignorarlo, junto al sentimiento de emoción y poder que transfiguró en ella.
—Mañana haré una historia de amor, porque siempre te duermes cuando cuentas historias y eso no sirve. No —reformuló—. Haré siete historias en mi papel mágico. Escuché que siete es un número de buena suerte, mami. Sí. Lo haré y me pondré bien.
Amelia asintió, incapaz de hablar sin que las emociones la superarán. Carraspeó.
—Pero primero debo terminar a Érebo —murmuró la niña, sus ojos fijos en la figura negra que empezaba a tomar forma en el papel—. Y por cada historia, Érebo, te daré un arma. Una herramienta para que me salves de este dolor.
La lluvia hacía mucho había acabado de empapar la ciudad, limpiar los pesares y reunir parejas pero, justo en ese momento de arte y de promesas, una gota cayó del rostro infantil y se deslizó al perfil del príncipe oscuro.
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