La Manzana de Oro
Érase una vez una mujer de inmensa belleza cuyo nombre era Afrodita. Era poderosa y estaba considerada una divinidad.
En un castillo, una reina malvada a la par que bella, poseía un espejo mágico al cual le preguntaba cuanto ella deseaba saber.
Un día, dicha reina se observó en el espejo, y se vio más hermosa que nunca. Entonces le preguntó al espejo:
—Espejito, ¿quién es la mujer más bella?
—Afrodita —respondió el espejo.
—¿Cómo? ¿Quién es tal meretriz? -preguntó furiosa habiendo creído que el espejo la señalaría a ella como la más bella.
—Una divinidad, patrona del amor y la belleza —informó el espejo—. Amor platónico tanto de dioses y diosas como de mortales.
— ¿Dónde la puedo encontrar? —se interesó.
—En estos momentos se encuentra en el Olimpo, lugar impenetrable por vos. Mas mañana lo abandonará, a la caída de la Luna para asistir a la celebración de las bodas de la diosa Tetis y el mortal Peleo que, serán celebradas en su castillo —aclaró el espejo—. ¿A qué se debe tanto interés, mi reina?
—No lo has de saber —respondió con una maliciosa sonrisa que le ocupaba la faz por completo—. Solo te diré que no volverá a ser la más bella.
— ¿Y cómo piensa realizar tamaña proeza? ¿matándola? Os recuerdo que las divinidades son inmortales... —atribuyó el espejo.
—Con esto —respondió a la vez que la reina extraía de un cajón sellado una manzana de oro.
— ¿Dónde la has conseguido? —interrogó el espejo.
—Eso no te concierne —terminó. Se volvió, avanzó hasta la puerta y gritó: ¡Hijastra!
Al momento apareció ante la reina una muchacha. Pelo azabache, ojos azules, labios rojos cual carmín y piel blanca como la leche. Portaba un vestido formado de harapos de otras prendas, un delantal muy manchado y una cinta escarlata en el pelo. Sobre toda ella se visualizaba una capa de suciedad de inmensa magnitud. Era simplemente, hermosa.
—Busca a Eris, diosa de la Discordia, y tráela —ordenó la reina.
—Ahora mismo, su majestad —dijo con la cabeza gacha.
Su voz, que dulce y melodiosa era, formaba junto con su cuerpo una composición perfecta.
Horas después apareció su hijastra con la divinidad Eris.
— ¿Qué queréis de mí? —preguntó Eris secamente a la reina.
—Necesito que asistas a la celebración de Tetis y Peleo. Lanzarás esta manzana al aire y dirás que es para la más bella. Por ahora no deberás hacer nada más.
— ¿Qué gano yo con todo esto? —preguntó interesada Eris.
—Te podrás quedar con la manzana de oro cuando termines tus misiones —ofreció.
—De acuerdo —finalizó Eris.
Al día siguiente, cuando todos estaban en la fiesta, apareció Eris, lanzó la manzana de oro al aire y gritó: “Es para la más bella”. Fueron Hera, Atenea y Afrodita las que reclamaron el título y a su vez, la manzana. Hubo una gran disputa y Zeus llamó al troyano Paris para resolverlo. Las tres jugaron todas sus bazas para convencerlo de que cada una era la más bella. Hera le ofreció extensas tierras y poder, Atenea le propuso otorgarle el don de la sabiduría y una gozosa salud, pero fue Afrodita la que acertó brindándole el amor verdadero; a Helena de Troya. Entonces, Afrodita fue nombrada la más hermosa y le fue entregada la manzana de oro. Dicha manzana contenía un maleficio conjurado por la reina malvada que maquinaba que a los tres días de serle dedicada la manzana a una diosa, esta se sumiría en un profundo sueño. En ese momento debería de realizar Eris su segunda misión; tomar a Afrodita y llevarla al castillo de la reina malvada.
Tres días después, pocas horas antes de que el maleficio hiciese efecto, Afrodita cumplió su promesa y se introdujo en Troya junto con Paris. Raptaron a Helena y salieron exentos de la batalla que se formó. Helena no se opuso en ningún instante a quedarse en Troya, por lo que Paris, Helena y Afrodita huyeron. En plena huída, cuando atravesaban un bosque, Afrodita cayó rendida al suelo y se sumergió en un abisal descanso, al haberse completado el periodo de tres días. Paris y Helena, ante el miedo a ser alcanzados, la abandonaron en mitad del bosque.
Eris apareció de la nada ante la durmiente Afrodita. La cogió en brazos y emprendió su sino hacia el castillo de la reina. Al llegar a los aposentos de la reina, Eris dejó a Afrodita en el suelo y exigió su recompensa.
— ¡Dame mi manzana! —ordenó.
—Muy insolente tu impaciencia ¿no crees? —dijo la reina—. Debes de aguardar unos instantes. Enseguida recibirás tu recompensa.
La malvada reina agarró a Afrodita por sus largos cabellos y la arrastró cruelmente hacia la viva chimenea. Metió la hermosa faz de Afrodita en el fuego y se la desfiguró por completo. Aún así no despertó de su sueño.
— ¡Guardias! ¡Llévenselas! —ordenó la reina—. Enciérrenlas en los calabozos.
— ¿Cómo? No puede hacerme eso. Soy una divinidad. —dijo Eris asustada.
—Claro que puedo —dijo riéndose. —No me arriesgaré a que se lo cuentes a los demás dioses.
Aparecieron los guardias, cogieron a Eris y a Afrodita y se las llevaron de la habitación.
— ¡Bruja envidiosa! —gritó Eris mientras se la llevaban.
—No sabes cuánto —dijo la reina con su sonrisa maquiavélica.
Los guardias cerraron la puerta de los aposentos de la reina y quedó sola. Esta se acercó ansiosa al espejo y dijo:
—Espejito, espejito ¿quién es la mujer más hermosa? —pregunto gozosa.
—Afrodita era, mas con su actual rostro ya no ostenta el título a la más bella —respondió.
—Entonces, ¿a quién le pertenece ahora tan loable título? —reformuló.
—Actualmente la mujer más bella es su preciosa hijastra —respondió el espejo—. Blancanieves.
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