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—Sinceramente: no sé qué va a salir de aquí.
—¿Cómo no vas a...? —El chico te chistó de inmediato.
Mandón barato con complejo de sultán...
No pudiste decir semejante frase, claro, porque, a parte de que te acababa de mandar a callar con ese tono extrañamente severo, tampoco es que tuvieras mucho para decir a parte de una interminable cadena de insultos entremezclados con lamentos.
Vuestros padres seguían discutiendo, sin percatarse (o sin parecer hacerlo) de las dos figuras que pegaban el oído a su conversación tras el marco de entrada al salón.
—No entiendo nada —masculló el moreno. Parecía nervioso a pesar de que ningún gesto le delataba; estaba completamente recto, con la espalda fijada a la pared como si se hubiese quedado pegado a ella por algún compuesto industrial. Sus palmas abiertas se apoyaban también contra el muro y su cara parecía a punto de estallar.
En ese mismo instante entendiste por qué estaba nervioso, por qué estaba tan jodidamente tenso.
—¿Crees que van en serio? —cuestionaste aterrada. La barriga te dolía, fruto de los nervios, y tu postura no se parecía en nada a la de él, porque tu cuerpo se encogía y se pegaba al suyo como si fueras su satélite.
No es que tuvieras un cuerpo especialmente pequeño, pero si se comparaban posturas, parecía como si ese chico te sacase treinta centímetros, aunque en realidad no fueran más de diez.
—Si te callas a lo mejor me entero de si van en serio o solo nos quieren acojonar.
Mandril peludo y culo gordo.
Todo este lío era su culpa. Suya y solo suya. ¿Por qué tenías tú que pagar los platos rotos?
—Están cabreados de verdad —susurraste con la esperanza de que tu hermano te consolase. Que te dijese unas pequeñas palabras de apoyo, un "no es para tanto, ya verás como todo se arregla". Pero lo que soltó fue eso:
—Estoy jodido, y tú te vienes al hoyo conmigo. Nos van a echar a la calle, nos van a estrangular con sus propias manos y después nos van a dar de comer a un par de pitbulls.
—¿P-por qué voy a estar yo jodida? No hice nada... —te defendiste, pero tu hermano te miró... Esas miradas acusatorias te hacían sentir tan presionada como lo haría un interrogatorio de la CIA. Bastaba con que mantuviese sus ojos oscuros en los tuyos sin parpadear durante unos segundos para que soltases cualquier cosa. Y esa vez no fue ninguna excepción a la regla—. No llegué a hacer nada... —corregiste cabizbaja.
—Te pillaron en la cama con Park —rebatió el chico.
—¡No estábamos haciendo nada!
—Con Park... Joder, Ina... con Park.
Te mordiste los labios para evitarte a ti misma soltar improperios a todo volumen contra el rastrero de tu hermano. Por mucho que habías intentado desmentir o acallar ese rumor, no lo habías logrado, y el chisme había corrido como la pólvora por toooodo tu círculo de amistades. Pero por mucho que te encantase ese apodo de "puta barata" que tus compañeros de clase tan amablemente te habían otorgado, lo peor era, sin lugar a dudas, que tus padres hubieran presenciado esa vergonzosa escena.
Quizás tu metedura de pata había tomado parte en la decisión que tus progenitores estaban a punto de tomar. Y lo único seguro es que, tanto tu hermano como tú, teníais la soga al cuello; solo quedaba que mamá y papá dieran una pequeña patadita al taburete de madera que tan precariamente os mantenía en equilibrio para que cayeseis al abismo y vuestra vida se rompiese por la mitad.
Y esa patadita finalmente llegó.
Tres meses es tiempo suficiente para muchas cosas; por ejemplo, habías aprendido a hacer crochet. También te habías puesto al día con todas esas series y animes que estabas deseando retomar algún día. Te había dado tiempo de volver a leerte la saga completa de Harry Potter y, lo que es aún más impresionante, por fin habías tenido tiempo para recoger tu habitación (aunque fuera solamente por ese otro tema de la mudanza).
Sin embargo, comprendiste que tres meses no son suficientes para acabar con una mala reputación, y que tampoco lo son para merecer perdón alguno.
Guardaste tu triste móvil sin notificaciones en el bolsillo trasero del pantalón vaquero, pensando de paso en qué clase de uso le ibas a dar al aparato si no tenías amigos. Para colmo, tu hermano no paraba de incordiar... Esa era otra de las cosas que habías aprendido a hacer en tres meses: ignorar sus continuas quejas y pataletas, aunque esa mañana estaba siendo un puto incordio, y a la quincuagésimo segunda vez que repitió la mierda gigante que era su existencia, no pudiste aguantarlo más.
—¡Ya sabías que esto iba a pasar, así que deja de repetirlo!
—¡A mí no me grites, niñata!
—¡No te aguanto!
—¡Me vas a aguantar porque no tienes donde caerte muerta!
—¡Pues igual que tú!
—No me lo recuerdes... —lloriqueó, llevándose las manos a la cara antes de tirarse en plancha sobre el viejo sofá enano que decoraba el salón.
El piso tampoco estaba tan mal... o de eso te querías convencer, porque el panorama en ese salón/comedor no era precisamente lo que tenías en mente al pensar en tu primer apartamento como persona adulta e independizada. La sala, compuesta por un sofá, una mesa, dos sillas y un mueble para la tele (sin tele alguna) era deprimente como poco. Pero no querías dejarte vencer por la misera (tal y como hacía tu hermano) porque al menos vuestros padres habían tenido la decencia de alquilaros un piso con dos habitaciones, lo que te salvaba de tener que compartir cuarto con el gilipollas que seguía sollozando amargamente tumbado en el sofá.
Antes de irte a tu recién estrenada habitación, te recogiste un moño y te equipaste con tus cascos inalámbricos más potentes; esos que te permitían no tener que escuchar como tu hermano seguía erre que erre con el victimismo.
Tampoco era tan grave.
El castigo por esa desastrosa noche fue un verano encerrados... y el destierro.
De todas formas pensabas mudarte una vez empezases la universidad, lo que no tenías en mente era compartir piso con tu hermano mayor, claro, ¿qué chica en su sano juicio querría eso? Pero no es que vuestros padres os hubiesen dado muchas opciones. Además, solo habían accedido a pagaros el alquiler, por lo que eso de comer gratis y tener agua caliente sin pegar palo al agua se había acabado desde esa misma mañana.
En un principio tenías la intención de empezar a desempacar el acojonante número de cajas que te miraban acusadoras desde una esquina de la pequeña habitación de paredes moradas, pero, como si se estuviera convirtiendo en un tic, volviste a ojear tu móvil.
Ni una, es que ni una notificación.
Debías ser masoquista porque, sin querer hacerlo ni por asomo, te metiste en Kakao para volver a ver el perfil de Jiwoo. En este se podía ver una preciosa foto en blanco y negro de ella con su novio en una playa de Jeju. Conocías bien esa foto, no por nada tú fuiste la encargada en hacerla, y ahora que la veías otra vez, te diste cuenta de lo patética que era tu existencia —No más que ahora, desde luego—. Eso de hacer de sujetavelas de tu amiga no era lo que se dice la ilusión de tu vida... pero estabas acostumbrada. Acostumbrada a que Jiwoo se llevase todo el protagonismo y no te dejase ni las migajas, acostumbrada a que todos los chicos se acercasen a ti para poder conocerla a ella, acostumbrada una proyección minúscula y sin importancia de su sombra...
Cuando conociste al chico que la acompañaba en la foto, todo tu mundo se volvió patas arriba. Y a pesar de que te hiciste amiga de él mucho antes de que Jiwoo le viese siquiera, ella se lo quedó. Por eso, el chico que la acompañaba en la foto la besaba a ella; por eso, Park Jimin era su novio y no el tuyo.
Sin querer pensarlo mucho, pulsaste sobre su usuario y comenzaste a escribir inmediatamente. Ibas a soltarle una buena parrafada (si es que no te tenía bloqueada), y si esta vez conseguías darle a enviar, quizás, vuestra amistad se solucionaría al fin. Quizás esta vez podías volver a ser la sombra que tanto echabas de menos ser.
Pero no te atreviste.
La puerta de tu habitación se abrió de repente, y no te habrías dado cuenta (enfrascada como estabas en mirar la maldita foto en blanco y negro) de no ser porque tu hermano te acababa de tirar un zapato.
—¿Qué problema tienes en la cabeza? —inquiriste cabreada, quitandote los cascos.
—Tengo hambre.
Su pataleta (la número cincuenta y dos del día) había pasado. Y ahora volvía otra vez a su faceta de siempre: la de emperador romano.
—¿Y a mí qué me cuentas? —Sabías perfectamente qué quería decir con aquello, pero mejor darle el beneficio de la duda.
—Tendrás que hacer la comida, ¿no?
—¿Por qué iba a tener que hacerla yo?
—Yo no sé cocinar... —murmuró como si fuera obvio—. ¿Tú sabes?
—Si tú no sabes, ¿qué te hace pensar que yo, que soy tres años más pequeña que tú, voy a saber?
El grandísimo idiota de tú hermano se encogió de hombros, todavía en el marco de la puerta, y se quedó mirándote a la espera de que cedieses.
—Ni siquiera tenemos qué comer. ¿Tienes pasta para ir a hacer la compra al menos? —preguntaste, dejando los cascos tirados sobre la cama.
Sabías de buena tinta que tus padres le habían dado un poco de dinero al chico; lo suficiente como para que pudierais sobrevivir un mes. Pero te daba miedo pensar siquiera en el manejo que tu hermano le hubiera podido dar a ese dinero. El muy idiota era un derrochador y un irresponsable.
Cuando se rascó la nuca, mirando al infinito, supiste que estabas jodida. Bueno, más todavía.
—¿En qué te lo has gastado? —preguntaste con monotonía.
—Necesitaba llevar a cenar a Sunhee antes de venir al culo del mundo. No puedo traerla aquí... mira qué pocilga de sitio...
—¡¿Te has gastado el dinero de un mes en una cena?!
—¡Claro que no, idiota! —exclamó ofendido—. Todavía nos quedan ciento sesenta y tres mil wons. Con eso da para comprar comida, ¿no? ¿Cómo de caras son las cosas en los supermercados esos?
La burbuja en la que tu hermano vivía te daba envidia, de verdad que sí. Ojalá pudieras acompañarle en ese idílico paraíso en el que dos personas adultas podían sobrevivir al mundo real con esa mísera cantidad. Desgraciadamente, te tocaba a ti (una vez más) ser la responsable de los dos; así que te acercaste a él y estiraste tu mano derecha hasta dejarla frente a sus narices.
El chico pareció entender lo que le pedías con eso porque, refunfuñando, rebuscó en uno de sus bolsillos para dejarte el sobrecito con el dinero en la palma de la mano.
—Yo voy a hacer la compra... y tú: desempaca y busca trabajo.
Y la quincuagésima tercera pataleta del día llegó a tus oídos a medida que te alejabas hacia la entrada.
Era imposible que todo fuera mal en tu vida, algo bueno debía haber en quedarte sin amigos, sin blanca, vivir con tu hermano y haberte mudado a uno de los barrios más deprimentes de la capital. Algo, debía haber algo bueno, por pequeño que fuese.
Como no encontrabas ese "algo bueno", te consolaste en el hecho de que hacía buen tiempo; una brisita agradable, nada de frío. Incluso el sol brillaba a pesar de estar a principios de septiembre.
Al llegar al súper (punto positivo de esta nueva vida: el súper está cerca del apartamento), diste un par de vueltas buscando las llamadas "ofertas". La verdad es que venías de una familia acomodada. Tu madre dirigía una empresa y tu padre era psicólogo, así que tanto tu hermano como tú habíais tenido toda clase de lujos a lo largo de vuestra vida. No te hacía falta tener la titulación de tu padre para saber que esa era la raíz de los problemas de tu hermano: simplemente era un puto malcríado.
Por tu parte, siempre habías mantenido un perfil bajo. Eras la hija perfecta; buenas notas, nada de problemas, nada de malas decisiones, nada de chicos... Hasta esa noche.
La maldita fiesta.
No querías pensar en ella, bastante te habías estado machacando esos tres largos meses de encierro, por lo que te dedicaste a centrar todas tus atenciones en el precio de las cebolletas (que puestos a ser sinceros, te parecía desorbitado).
Dado tu limitado presupuesto tenías pocas opciones; así que, tras llenar el carrito de paquetes de ramen instantáneo, las verduras más baratas y pochas que habías encontrado y un minúsculo paquete de carne, fuiste a pagar.
La verdad es que había sido bastante fácil. Te sentías como toda una adulta colocando la comida en la cinta de caja mientras una señora mayor pagaba al trabajador... Podrías acostumbrarte a eso de ser autosuficiente.
—Buenas tardes, ¿tiene tarjeta de fidelidad?
Ni habías terminado de poner las cosas en la cinta cuando el chico te habló. Y mientras que tú luchabas por seguir vaciando el carrito en la cinta, los brazos del cajero trabajaban a la velocidad de la luz sobre el lector de códigos de barra.
De repente, lo de hacer la compra te resultó estresante. Parecía que estuvieras metida en una competición olímpica, y estaba claro que te ibas a llevar la plata, porque era imposible que igualases la velocidad y maestría del maldito cajero.
—¿Tarjeta de fidelidad? —repitió resuelto una vez había pasado toda tu compra. Tú (que habías empezado a sudar por el esfuerzo) te situaste frente a la montaña de paquetes de ramen instantáneo que habías comprado y boqueaste sin saber qué demonios decir.
—¿Qué es eso? —preguntaste en voz baja, pasando los ojos de tu compra al chico.
No te habías fijado en él hasta el momento, la verdad es que toda tu atención y voluntad estaban centradas únicamente en seguir el ritmo acelerado al que pasaba los artículos, pero entendiste que tu pregunta debía de ser estúpida, porque puso una mueca rara; su boca se torció levemente y arqueó una de sus cejas, seguramente preguntándose a sí mismo cómo coño no ibas a saber qué es una tarjeta de fidelidad.
—Con la tarjeta se te hace descuento —explicó finalmente, sin abandonar la mueca extraña.
—Ahhhh, entonces sí, ponme una de esas también, por favor —pediste ilusionada. Cualquier cosa que te hiciese ahorrar un poco era bienvenida.
El chico no se movió, y su mueca cambió a una al borde de la risa. No entendías qué chiste habías soltado, la verdad, así que frunciste el ceño con severidad.
—Tienes que rellenar un formulario para que te la den —explicó.
—¿Entonces para qué me preguntas si la tengo?
—Porque tengo que preguntar...
—¿Por qué tienes que preguntar si cuando te la pido me dices que no me la puedes dar?
—Porque a lo mejor ya la tenías y podía pasarla.
No entendías nada.
Ese chaval, encima, parecía estar vacilándote. Una sonrisilla socarrona asomaba por la comisura de sus labios, y su mirada estaba cargada de diversión.
No compartías el sentimiento, claro, lo único que faltaba para arreglar tu día era que el puto cajero del supermercado se riese de ti por no saber qué era una tarjeta de fidelidad. A lo mejor se lo había inventado todo y esas tarjetas en realidad no existían. Quizás todo era una cámara oculta, una manera de cerrar con broche de oro tu primer día alejada de toda la vida que conocías.
Sentías como tu sangre ardía mientras el chico te miraba despreocupado e igual de divertido. Tus ojos bajaron hasta la pequeña chapa identificativa con su nombre que se enganchaba en el polo blanco de trabajo y volvieron a subir a su rostro.
—¿Me puedes dar el formulario? —mascullaste.
—Lo tienes que descargar de internet.
—Y cuando lo descargue, ¿lo relleno y te lo doy?
—Tienes que enviarlo por correo.
—¿Y cuando lo envíe por correo?
—Tendrás que esperar un mes.
Todo eso debía ser una puta broma.
—¿Y qué pasa después de ese mes? —preguntaste, perdiendo cada vez más la paciencia.
—Que te daré la tarjeta —respondió sonriente.
—O sea... ¿me las das tú?
—Claro.
—¿Y no puedes dármela ahora sin más? —El moreno negó levemente con la cabeza y sonrió aún más. Tu cara, al contrario que la suya, mostraba una incredulidad al borde de la ira. ¿Se estaba quedando contigo? ¿Tanta puta burocracia hacía falta para una mierda de tarjeta de descuento? El mundo real era una mierda, y ese cajero te estaba poniendo las cosas todavía más difíciles de lo que ya de por sí las tenías—. Mira —exhalaste, templándote—, no entiendo nada de lo que me estás diciendo, así que, por favor, ¿puedes cobrarme y ya?
—Entonces, ¿no tienes tarjeta de fidelidad?
—No, no la tengo —gruñiste, apretando los dientes muchísimo.
—Lástima —suspiró, tecleando a toda velocidad. Esa pequeña palabra era lo único que te faltaba para afirmar que se estaba quedando contigo, pero cuando abriste la boca con intención de quejarte, él volvió a hablar—. Son ciento sesenta y cuatro mil wons.
—¿C-cuánto?
—Sin los descuentos que da la tarjeta, ciento sesenta y cuatro mil wons —repitió satisfecho.
Gracias al César (es decir, a tu hermano) no tenías esa cantidad, porque claro, para él era mucho más importante llevarse a una cena de lujo a su ligue más reciente que evitar que su hermana pequeña muriese de hambre.
El cajero pareció ver el terror reflejado en tus ojos, porque se cruzó de brazos y su sonrisa se desvaneció poco a poco; al menos lo suficiente como para que ya no pareciese una condescendiente ni de burla, y se inclinó un poco en tu dirección antes de hablar.
—¿Puedes pagarlo si te hago el descuento? —susurró.
—C-creo que sí —murmuraste avergonzada, mirando el triste contenido del sobre con el dinero.
El chaval suspiró y volvió a ponerse recto antes de pulsar la pantalla táctil de la caja.
—Ciento cincuenta y nueve mil doscientos wons.
Sacaste los billetes y se lo tendiste, sintiéndote un poco descolocada por la súbita bondad del chico. Estaba claro que acababa de echarte una mano; se había reído de ti, sí, pero al final se había apiadado de tu recién estrenada pobreza.
En cuanto te dio el ticket, lo enganchaste de sus manos mirándole boquiabierta sin saber muy bien qué decir. Suponías que, al menos, debías de darle las gracias; era lo mínimo, pero antes de que pudieras volver al mundo real y agradecerle lo que acababa de hacer, volvió a hablar:
—Está obstaculizando la caja, recoja ya sus cosas, por favor —anunció con monotonía.
Gracias a la conversación sobre la tarjetita se había formado una cola inmensa en la que no te habías fijado, y diste un pequeño bote en el sitio, inclinándote para pedir perdón a los clientes que esperaban, los cuales te miraban con muecas de odio más que evidentes. Pero al momento que fuiste a recoger tu compra...
—N-necesito bolsas —susurraste, observando la ingente cantidad de paquetitos que tenías que llevar.
—¿Cuántas? —preguntó el cajero, volviendo a su pose condescendiente.
—No sé... ¿cinco o seis?
El chico las dejó a tu lado a toda velocidad, y mientras metías las cosas de cualquier forma para poder irte lo antes posible, escuchaste su voz de nuevo:
—Son cien wons, ¿tiene tarjeta de fidelidad?
Los suspiros desesperados de la gente que esperaba en la cola llegaron a tus oídos al momento, e incluso dejaste de meter las cosas en la bolsa para mirar descolocada al cajero, que parecía, una vez más, estar pasándoselo de lujo a costa tuya.
Si hubieras sabido que esa fiesta te iba a salir tan cara en el futuro, desde luego que lo habrías dejado estar, porque el mundo en el que no tenías amigos, vivías a solas con tu hermano y un cajero de supermercado llamado Jungkook se reía de ti, era una auténtica mierda.
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Hello, darlings.
Esta historia quizás os haya pillado por sorpresa, pero tenía (por algún motivo) muchas ganas de publicarla. La verdad es que he empezado a escribirla hace poquito y la he cogido con muchas ganas, así que espero que os guste.
Con el primer capítulo nunca se puede saber gran cosa de una historia, pero... ¿qué os ha parecido? ¿Alguna teoría en mente? ¿ALGÚN DRAMA EN EL HORIZONTE?
Las que me leéis sabéis que el drama me va como a las moscas la mierda, así que tampoco espero que nadie se extrañe si hay un poquito; aunque, la verdad es que estoy siendo muuuuy benevolente esta vez. Ya se verá cómo sigue la cosa...
Respecto a las subidas... Bueno... Soy más bien un desastre con ese tema, solo conseguí seguir el ritmo con Crybaby, así que solo quiero decir que subiré un capítulo a la semana; seguramente los lunes o domingos.
En fin, no tengo más que decir por hoy, solo que espero que os guste mucho.
PY <3
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