La cabaña
— ¿A dónde vamos? — Aidan recostó su cabeza contra el cristal, mirando a los arboles pasar a toda velocidad, como si estuvieran en una carrera mortal contra el viento.
— A un lugar donde nadie pueda molestarnos.
La mirada glaciar de Günther no abandono el camino de tierra a las afueras de la ciudad, trataba de concentrarse en el camino y no en su deseo de golpear a su suegra hasta hacerla implorar piedad, pero de vez en cuando miraba hacia a un lado y su corazón dejaba de palpitar al ver las silenciosas lagrimas que su niño intentaba no derramar. Seguía sin comprender como su pequeño era capaz de llorar en total silencio, a penas respiraba y sus lagrimas bajaban con una rapidez tan sorprendente que a penas eran visibles rodando por sus coloradas mejillas. Tenía varias teorías de la razón por la cual su niño no lloraba como cualquier persona, cada una más alocada que la anterior, con excepción de una de la cual se había convencido que era sí o sí la explicación: Evangeline; podría apostar su vinculo celestial con los dioses a que Evangeline lo forzó a llorar así, a lo mejor un día lo golpeo en la iglesia y para que nadie más se percatara de sus llantos, y descubriera que la mujer no era la madre perfecta que tanto se esforzaba en fingir ser lo obligo a llorar en silencio. Imagino la pesada mano de su suegra apretando las mejillas de su pequeño mientras le susurraba con enojo que si seguía llorando al llegar a casa le daría aún más fuerte de lo que ya lo había hecho.
Miro de reojo su pequeña boca curvada en un gesto de sosiego y la respiración irregularmente lenta de su pecho.
A medida que se alejaban de la ciudad más y más arboles comenzaban a adueñarse de la carretera, creando imágenes tan hermosas como simples. Para Aidan aún le resultaba escalofriante el artista perfecto que era Dios, con un par de sombras en su creación y colores suaves podía crear una imagen que ni el más talentoso de los artistas terrenales podría recrear. El hombre vio como los celestes ojos de su compañero de viaje se alejaban del mundo de la imaginación y volvían momentáneamente a la realidad, mirando con un extraño anhelo el arco en el camino que crearon las hojas de los frondosos arboles. Un corto mechón oscuro cual ébano parecía querer cubrir su mirada apagada y vacía, y aquellos ojos sin luz se ensombrecieron aún más con una profunda tristeza.
— ¿Quieres hablar de ello? — la amargura aún flotaba en el aire, una dulce melodía que resonaba en el silencio.
— No.
Asintió mientras regresaba la vista a la carretera, las raíces de los arboles que sobresalían del camino finalmente los obligo a detenerse. Günther salió del auto y sosteniendo la maletita roja con una mano, alzó a su pequeño en la otra, pero justo cuando iba a alzar su cuerpo por los aires Aidan hizo fuerza y se deslizo como lluvia entre sus manos.
— Puedo caminar, Güntty, ya no soy un niño, pronto cumpliré 13.
Le reprendió Aidan haciendo un mohín tan tierno que Günther estuvo tentado a besarlo, pero seguía llorando y no quería que ninguno de sus besos se convirtiera en un recuerdo amargo. Tomo su delicada mano y lo guio a las entrañas del bosque, no hablaron durante el camino, pudo sentir como Aidan se tensaba cada vez que avanzaban, pero era normal, aquél bosque era tan oscuro aunque estuvieran en pleno día, de vez en cuanto las hojas dejaban filtrar la luz del sol pero eso rara vez sucedía.
— Güntty — Aidan dejo de caminar y soltó su mano, mirándolo preocupado — ¿A dónde vamos? — sonrió tranquilizadoramente, esquivando las raíces que salían de la tierra como huesos de muertos olvidados en el tiempo.
— ¿Confías en mi? — le pregunto extendiendo su mano con un brillo de esperanza en medio de la oscuridad.
— Confío — respondió tomando su mano.
— Entonces solo dejame guiarte — tomo con cuidado la mano del joven, besando amorosamente sus nudillos.
Aidan guardo silencio el resto del camino, solo aferrándose dolorosamente a la mano de su mejor amigo, Günther no dijo nada cuando le clavo las uñas hasta desgarrarle la carne, no era de extrañar tomando en cuenta todas las duras raíces que debían esquivar. Lo sostuvo de la cintura menos de lo que pudo desear, ayudándolo a recuperar el equilibrio tras un mal paso o similar. Por lo menos las lagrimas habían dejado de fluir, estaba demasiado concentrado en no caer como recordar su pena. Por eso lo llevo allí, para que pensará en algo más, que su inocente cabecita se concentrara en cualquier cosa que no fuera en su malnacida madre, eso y que estaba relativamente cerca de la ciudad, pero suficientemente escondido como para tener intimidad, un paraíso oculto en el bosque que deseaba compartir que su querido amor. Las hojas de los árboles, en su danza perpetua con el viento, se apartaban de vez en cuando, permitiendo que un rayo de sol se deslizara, iluminando las raíces que parecían huesos emergiendo de la tierra y entrelazándose unas con otras.
La cabaña era un edificio de gran tamaño oculto entre las frondosas hojas de los imponentes arboles, desafiaba la modestia de su entorno con grandes pilares que parecían fundirse entre las sombras del bosque. Sus paredes de madera de caoba, pulidas hasta obtener un brillo cálido, reflejaban los destellos de luz que lograban penetrar el dosel del bosque. Las ventanas, grandes y elegantes, estaban enmarcadas por cortinas de terciopelo carmesí que añadían un toque de sofisticación. La puerta de la cabaña, tallada con diseños intrincados, se abría para revelar un interior que rivalizaba con la opulencia de su exterior. El hombre sonrío cuando la boquita del niño se abrió en sorpresa mirando la cabaña.
— ¿Te gusta? — pregunto tomándolo de los hombros e inclinándose a su altura susurro:— Es para ti.
— ¿Para mí? — Günther asintió efusivamente.
— Sí — lo tomo de la mano, guiándolo al interior —. Cada vez que lo desees puedes venir, incluso si estas aburrido este lugar siempre será para ti.
Los muebles de madera fina, cubiertos con cojines de seda lucían como seductoras sirenas que con sus cantos incentivaban el descanso, mientras que las estanterías repletas de libros prometían horas de entretenimiento. Una chimenea de piedra dominaba la sala principal, su fuego crepitante emanaba una luz acogedora que bailaba en las paredes. La cocina, con sus electrodomésticos de acero inoxidable, brillaba bajo la luz, lista para preparar cualquier manjar que su pequeño pudiera desear. Puertas en todas partes, a cada lado del pasillo, como un laberinto infinito.
— ¡Yo escojo la derecha! — grito su pequeño adentrándose a una habitación.
Era como un santuario en medio de la oscuridad del bosque, era un refugio, un lugar de descanso y rejuvenecimiento, un contrapunto al salvajismo de la naturaleza que la rodeaba. Aquella cabaña pertenecía a Wallace, en años anteriores Günther lo había instado a venderla, pero ahora agradecía que su padre estuviera tan apegado a la casa, según entendía la compro para Genevieve, cuando estaban prometidos.
Nunca conoció ese lado romántico de su padre, pero no le fue difícil imaginarlo guiando con los ojos cubiertos a la mujer hasta la cabaña, un lugar perfecto en medio de la nada donde su posesivo padre podría hacer lo que quisiera con su esposa. Pero él no era Wallace, no pensaba obligar a Aidan a nada aunque dudaba que Genevieve se hubiese dejado someter.
Sabía que podía hacerlo. Él era un joven adulto, un hombre fuerte y con conocimiento de lucha debido al entrenamiento militar obligatorio y a sus años de esgrima — un deporte que apasionaba más a su padre que a si mismo —, y su amado era un niño, un adolescente, pero un niño a los ojos de la sociedad. Sería tan fácil. Un golpe certero y su pequeño caería inconsciente, dejando su cuerpo a disposición de Günther, ni siquiera era necesario golpearlo, con solo sujetarlo podría someterlo con facilidad. Pero ahí yacía el problema, Günther lo amaba, si fuera solo deseo carnal no tendría problema alguno en someterlo a su voluntad, pero su amor por él lo detenía, de solo imaginarse a su pequeño mirándolo aterrado — la misma forma en la que lo miraba cuando intimaban — para siempre lo hacía sentir en agonía, prefería una relación más orgánica y saludable, aunque a veces sus impulsos lo dominaban y terminaba haciendo cosas que no deseaba hacer.
Aidan miraba a su alrededor bastante asombrado, corrió hacia la cama y se quito los zapatos, saltando animadamente sobre el colchón, dejo de hacerlo en el momento en que sintió sus heridas escocer un su piel, haciéndolo caer sentado disimulando el dolor que lo llenaba, los ojos celestes de su niño, eran como el cielo, llenos de asombro por el mundo e inocencia. Günther los observaba, deseando poseer esa inocencia. En su mirada, había un anhelo de mantener a Aidan cautivo en sus brazos, un lugar donde sabía que siempre estaría a salvo.
— ¿Quieres decirme qué paso? — él niega, aún mirando a su alrededor.
Günther extendió su mano, palpando con los dedos las marcas rojizas en la piel blanquiza de su pequeño, aún estaban calientes, lo que significaba que ella lo golpeo con la intención no de corregir — como según ella decía — sino de dañar, de causarle el mayor dolor posible, auguraba moretones prominentes en poco tiempo, incluso cicatrices, a juzgar por las marcas el arma que usó para "corregir" había sido un cable.
— Esta bien, no tienes que decirme nada que no quieras.
— ¿Mamá sabe que estamos aquí?
— Lo sabe — no fue necesario mentir, solo se acerco a la casa y contemplo como el color desaparecía del rostro de la mujer al verlo, no quiso escuchar sus excusas, solo le informo que lo tendría un tiempo <<Lo siento>> fue todo lo que dijo mientras sostenía la puerta con manos temblorosas, sin mirarlo a los ojos. <<No es conmigo con quien debes disculparte>> Günther dudaba que realmente sintiera culpa, vergüenza al verse descubierta, ¿Pero culpa? Lo dudaba.
Aidan asintió, comprendiendo que estaba a salvo, y esa tarde sus besos saben a lágrimas. Se entregan al amor frente a la chimenea de la pequeña sala de estar, mientras el cielo de la cercana ciudad parece deshacerse en nieve, al igual que él se desvanece entre las manos de su mejor amigo. Cada beso es un intento de colmarlo de amor, el único regalo que siempre ha podido ofrecerle, aunque consciente de que en sus besos él oculta secretamente la maldición de su situación. Nuevamente, maldice lo inconcluso, reniega de estar lejos de su madre, reniega de la diferencia de edad, reniega de la diferencia cultural y de verse obligado a amar a quien nunca pudo desear. ¿Cómo podrían esos ojos llenos de temor ser separados de la mujer que le hacía experimentar el amor y, al mismo tiempo, el odio más profundo? Günther no lo sabía, pero era algo que debía hacer, demostrarle a Aidan que el amor no debía ser doloroso y que en sus brazos siempre estaría a salvo, hallando en él un refugio eterno, lejos de todos y de todo.
— Aidan...— acaricio la mejilla del chico, limpiando sus lagrimas mientras salía lentamente de su interior, Aidan apretó sus labios ahogando un suspiro al sentirse vacío. Se inclino abrazándolo mientras liberaba las muñecas de su dulce amante de las ataduras improvisadas que tuvo que crear porque sin importar sus años de relación su pequeño no dejaba de pelear. Su pequeño lloraba en silencio. Las lágrimas, saladas y amargas, recorrían su rostro como ríos de dolor, cada gota un eco de la injusticia que había sufrido. Su cuerpo temblaba, sacudido por sollozos silenciosos que parecían rasgar el silencio de la habitación. El hombre de ojos azules cual entrañas oceánicas envolvió en sus brazos fuertes el frágil cuerpo de su singular amante, un abrazo asfixiante en aquellos fuertes brazos indestructibles como los barrotes de una jaula sin cerradura ni llave — por favor, no me dejes solo.
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