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Capítulo 5

Zoé.

Conecto la secadora, cuando mi cabello estilo Demi Moore está perfecto para iniciar el día, me aplico un poco de brillo labial sabor vainilla. Me pongo mi collar, mis pulseras y aretes que combinen con mis accesorios. Decido dejar mi cabello en paz con los broches, y los guardo en mi armario de juguete de la infancia que está en mi tocador de madera.

—Ay, cielos santos. —Me veo como una completa extraña con toda esta ropa ceñida a mi cuerpo, pero mentiría si les dijera que no me gusta como me veo.

Me compré estos conjuntos con el dinero de mis trabajos durante el verano, y valió la pena cada hora de servicio con tal de verme metida en uno de estos shorts.

Bajé de peso, perdí cinco kilos. Me pregunto si Aidan también bajó de peso o perdió algunas de esas «escandalosas» abdominales que vuelven a todas las chicas de mi escuela locas. En cualquier caso, sabré los cambios que sufrió dentro de una hora o dos. Claro, si se atreve a venir a las dos primeras clases. Ya lo conozco.

Aunque sigo sin comprender su último mensaje, porque él nunca ha utilizado la palabra «escandalosa» en una oración, a no ser que me oculte algo. No le doy importancia y guardo el celular en mi bolsillo delantero.

Le doy un último vistazo a la imagen de la chica que tengo delante del espejo. Suelto un suspiro contenido por culpa de las dichosas mariposas en mi estómago. Asiento una vez, al darme los ánimos requeridos para salir de mi habitación, y los suficientes dado que este estilo y esta cara me acompañarán mis futuros años a partir de este día.

¿Estás segura?

Y la respuesta es: ¡Sí!

Camino por el pasillo hasta dar con la imagen de un hombre con mí mismo color de piel y ojos. Una veladora lo acompaña, al igual que una rosa roja con espinas tan puntiagudas que podrían atravesar mi piel. Un mini altar para un gran hombre.

—Buenos días, papá.

Le doy un beso a mis dedos índice y de en medio, y estos se posan en la fotografía de un hombre de veinticinco años, con la sonrisa de oreja a oreja más cariñosa del mundo.

En el sofá de la sala me espera Chat (mi perro gran danés arlequín). Lo que a él le gusta más que salir a pasear, es quedarse echado en el sofá viendo una y otra vez Police Academy.

—Buenos días, Chat.

Ni siquiera se inmuta cuando beso su cabeza. Dejo la marca de mi lápiz labial como evidencia. Voy a la mesita correspondiente del desayuno, me siento y pongo un par de waffles en mi plato. Mi madre me acompaña al cabo de unos segundos con su mejor traje de bienes raíces.

—Buenos días, hija.

—Buen día.

Corto mis waffles, tomo el tocino y lo pongo a los costados del waffle, asemejando el cabello. La fresa es su nariz, y los ojos una serie de moras acumuladas en cada esquina sin llegar a desplomarse de los lados. Tomo la crema chantillí y la pongo debajo de la fresa, de tal forma en que ésta asemeje una rica y deliciosa sonrisa. Ahora sí, tomo el cuchillo y el tenedor y degusto el desayuno.

—Eres igual a tu padre —dice mi madre. La melancolía en su voz, es la suficiente para sentirme culpable—. A él también le encantaba jugar con la comida, Z.A.

«Z.A», es el apodo cariñoso con el que usualmente me llama mi madre durante estas fechas.

No hablamos mucho acerca de mi padre, no a menos que mi cumpleaños esté cerca. Él murió cuando yo tenía cinco años. Lo asesinaron. Fue a la tienda, y unos chicos de preparatoria entraron con armas y cuchillos escondidos en sus ropas. Intentaron asaltar la tienda, y mi padre quiso ayudar al encargado a quitárselos de encima. El tipo del arma se puso nervioso y, "accidentalmente" le disparó a mi padre. Le dio justo en el corazón. Murió instantáneamente.

Y ahí quedo todo para él. Anunciaron que un hombre había muerto en el periódico al día siguiente, y que no se había capturado al atacante. Eso fue todo lo que pusieron, no si era casado o si tenía hijos; sólo lo pusieron como el hombre que fue a comprar leche y, que murió por una herida de bala en el corazón. Lo que tampoco pusieron, era que el hombre fue a comprar precisamente leche, porque era lo que necesitaba la receta del pastel de su hija de tres años. El día que cumplí años, fue el día que mi padre falleció. No diré que las cosas fueron de la chingada después de aquel suceso.

A mi madre le cuesta mirarme a los ojos cuando estamos en el mes de mi cumpleaños; no me molesta, bueno, sí me molesta, pero trato de no abrumarme o abrumarla a ella por la "situación" en la que mi madre me pone cada vez que se acerca la fecha de mi cumpleaños. De todas formas, debe ser difícil mirar a alguien todos los días, con los mismos rasgos de la persona que alguna vez amó, temiendo desmoronarse en un chasquido de dedos, sólo por mirar la cara de su hija.

Aidan una vez me dijo: "El dolor, lo puede sentir casi todo el mundo, a cualquier hora de la semana; pero el tormento de cuestionarnos ciertas cosas: es opcional". Y no creo que a mi padre le parezca bien, que me pase la mayor parte de mi vida atormentándome con algo que jamás podrá ser respondido. O enojándome sin razón, por un asunto que tuvo fin o principio en un sitio que bien pudo haberle pasado a cualquiera en ese lugar.

Fred una vez dijo: "Las cosas malas le pasan a cualquiera, y que haya pasado en una fecha específica es sólo pura coincidencia". No conozco a muchas personas que tengan tantas malas anécdotas como yo, salvo Aidan o Fred, con quienes siempre puedo contar cuando algo malo pasa; cuando algo malo me pasa a mí, quiero decir.

Mi madre le da un sorbo a su zumo de naranja, y se limpia la comisura de la boca con la servilleta en su regazo. Elige mirarme a lo ojos para variar.

—¿Qué quieres como regalo de cumpleaños? —su pregunta me toma desprevenida.

Mastico la última mora embarrada de crema chantillí, pensando en el obsequio más extraño que se me pueda ocurrir.

¡Eureka!

—Un megáfono.

La cara de mi madre, no tiene precio.

—¿Qué?

—Como el de la madre de Suzy, la señora Bishop.

La señora Bishop no es un gran ejemplo a seguir, pero me parece una mujer honorable cuando acepta que se ha equivocado. En eso se parece a mi madre.

—¿Quién? —vuelve a preguntar, sin conocimiento alguno de lo que hablo.

Le llega un mensaje, y la rapidez con la que contesta, no es lo que me deja atónita, sino su falta de interés en mi decimoctavo cumpleaños.

¿Es una broma? Ha visto mi tercera película favorita desde hace años, cuando son «tardes de cine», y ¿no sabe de quién hablo? ¿Me está jugando una broma?

—Aparece en una de mis cinco películas favoritas... Bueno, tú sabes, porque la primera es The Grand Budapest Hotel. La segunda es...

Me detengo al notar que mi madre le presta más atención a su celular que a mí. Le sonríe a la pantalla, escribe en ella y se escucha como se envía el mensaje por vía Messenger.

—Ajá —dice, una vez que guarda su celular en el bolsillo de su saco, indiferente ante la conversación de antes—. Entonces, ¿qué película quieres que te compre para el fin de semana?

Me guardo mis insolentes comentarios, porque sé cómo se pone en esta época del año y prefiero no echar a perder mi semana. Opto por mostrar mi mejor cara, y hacer de todo para que no vea cómo me molesta su indiferencia.

—Nada, que si alquilamos la de E.T —le sonrío.

—Ah, E.T es tu tercera película favorita, ¿no es así?

—Sí. —Miento, tragándome el nudo que se ha formado en mi garganta—. Am..., yo lavaré los platos. —Recojo mi vaso, y junto ambos platos y cubiertos.

—¿Segura, Z.A? ¿No llegarás tarde a la escuela?

Rodeo la isleta de la cocina y pongo los platos en el lavabo.

—Sí, estoy segura. No te preocupes, mamá. Además, Aidan vuelve hoy y me dijo que él me llevará a la escuela.

Mi madre recibe otro mensaje, y una de sus «sonrisas» vuelve a aparecer en su rostro.

—De acuerdo —dijo al rodear la isleta y darme un beso en la mejilla.

Se guarda el celular en el bolsillo de su saco, por segunda vez el día de hoy. Me inspecciona el rostro y me sonríe como la buena madre que es cuando acaricia mis hombros.

—Cariño, te ves muy bonita con ese labial —me adula.

—Gracias —le sonrío, sin evitar sonrojarme.

—¿Aidan vendrá a recogerte?

—Ajá. Sí, sí, tú no te preocupes, Fred también vendrá a recogerme.

Mi madre disimula sus nervios, cuando menciono a Fred. Sé que no acepta que un veterano cuide de mí, por los traumas que puede revivir a mi lado, pero a mí me gusta Fred, es un buen amigo y un gran orador motivacional.

—Bueno —me pone un mechón rebelde detrás de la oreja—. Salúdalo de mi parte.

—Okey.

Me acaricia el hoyuelo en mi barbilla, y me da un beso en la frente.

—¡Ten un buen día! —exclama, rodeando la isleta y tomando las llaves del cuenco de cristal—. ¡Éxito, cariño! ¡Atraemos lo que pensamos!

Se pone su abrigo color miel antes de salir de la casa.

—Claro.

Me quedo de pie, apoyando ambas manos en el lavabo, temblando de furia y llanto, atormentándome por enésima vez esta mañana, cuando pienso en mi cumpleaños, sin la intención de llorar o desmoronarme como acostumbro todos los años anteriores, cuando se aproxima la hora de la muerte de mi padre.

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